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LA VOCACIÓN LAICAL Y SU COMPROMISO POLÍTICO

(Recogemos aquí la primera parte del Capítulo VIII del libro de Carlos García de Andoin, “Laicos cristianos, Iglesia y mundo”, recientemente publicado por Ediciones HOAC).

La presencia en la vida pública de los cristianos no puede reducirse a la política en sentido estricto. Sin embargo tampoco puede disolverla como una más. En el centro de la vida pública está la política.

El cristianismo tuvo un destacado papel en la transición política. Ya las Orientaciones del episcopado español sobre el apostolado seglar de 1972 expresaron una clara apuesta por el sistema democrático. Decían: «ningún cristiano puede pretender hacer compatible con su fe... un sistema político-social que, en virtud de su misma estructura orgánica, se oponga a la libertad, a la creciente igualdad económica y social entre los ciudadanos, a la participación de todos en las decisiones políticas que afectan de modo fundamental al bien común de la sociedad». Y proseguía «la doble aspiración hacia la igualdad y la participación deben configurar la acción de los cristianos en orden a la transformación de las estructuras sociales y políticas» (1). En este momento decisivo el cristianismo aportó valores-marco: libertad, participación, reconciliación, justicia, e incluso cuadros políticos en diversidad de partidos políticos e instituciones. Sin embargo a medida que se fue consolidando la democracia, la aportación socio-política de los cristianos se fue difuminando, en una forma más de privatización de la fe, hasta la esterilidad, y lo que es peor, hasta la pérdida de identidad y significatividad político-cultural.

Por otro lado las nuevas generaciones han ido desplazando la aportación socio-política de la fe hacia el ámbito de los movimientos sociales, en particular en lo que se viene en llamar el Tercer sector: cooperación para el desarrollo, lucha contra la exclusión, pacifismo, educación... Tiene aspectos extraordinariamente positivos. De hecho ahí hay una plusvalía política del cristianismo, pero también presenta límites muy importantes, en particular si pensamos en la esfera política en sentido estricto, y si observamos, además que buena parte de esta acción renuncia a realizar una presencia explícitamente cristiana.

La tesis que aquí se presenta pretende poner de manifiesto el hecho de la falta de identidad y significatividad política del cristianismo hoy y señalar algunas de sus causas. Entre ellas destacamos un modelo eclesial no evaluado de actuación política de los cristianos, un modelo de relaciones entre fe y política que radicaliza excesivamente la separación entre el espacio político y el religioso.

La opción por el pluralismo político de los cristianos necesita ser profundizada en las siguientes direcciones:

1)  la primera, promover no sólo el actuar público del laico «como cristiano» sino también en «cuanto cristiano» tomando la distinción de Maritain,

2)  la segunda, activar la fe como factor de cultura política. No se puede reducir la fe a motivación para el actuar individual; el socialismo religioso, el personalismo comunitario y la democracia cristiana han sido muestra señera de esto,

3)  la tercera, incidir en la cultura eclesial hacia una actitud activa respecto a la política y lo público. Discriminación positiva de las vocaciones laicales hacia la política.

(...)

1.  Del confesionalismo al pluralismo

En 1978 se aprueba la Constitución. En ella se plasma la aconfesionalidad del Estado: «ninguna confesión tendrá carácter estatal» (16.3), se reconoce y ampara el pluralismo político y religioso de los ciudadanos (16.1) y de acuerdo con el respeto a las creencias de la sociedad española el Estado debe mantener «relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas» (16.3).

Esta declaración, hoy plenamente asumida, viene precedida de un largo y costoso proceso de distanciamiento de la Iglesia respecto del poder político franquista, que tiene su referente principal en el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes n. 43 y 76 y el Dignitates humanae, el Decreto sobre Libertad religiosa). Durante casi dos décadas las tensiones en el interior de la Iglesia habían sido fuertes entre dos iglesias: la de Cristiandad y la de Misión, en distinción de A. Alvarez-Bolado. Los movimientos apostólicos especializados de Acción Católica, sectores importantes del clero, iniciativas como Cuadernos para el Diálogo, van a ser firmes impulsores de la crítica al régimen y las privilegiadas relaciones de la Iglesia con él. Un hito de este proceso es la Asamblea Conjunta Obispos-sacerdotes (1969-1971). Por él la Iglesia abandona la legitimación del nacional-catolicismo y abraza la democracia, afirmando con ello el pluralismo religioso de la sociedad y el pluralismo político de los cristianos. La transición en la Iglesia precedió a la transición política. Y fue una de sus condiciones de posibilidad. Gracias a ello el debate constitucional no hubo de enfarragarse, por primera vez en la historia contemporánea de España, en discordia religiosa alguna.

Es en este contexto de distanciamiento de las complicidades político-religiosas del nacional-catolicismo en el que se desarrolla, con el impulso del Concilio Vaticano II, el paradigma de las relaciones fe y compromiso político que hoy siguen vigentes. ¿Cuáles son las características de este paradigma?

a)  La distinción entre la sociedad política y la Iglesia. Naturaleza y fines de una y otra son distintos. La pertenencia a la Iglesia es una opción libre y voluntaria. No se deriva de la pertenencia a una sociedad política. No al Estado confesional. «La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre» (GS 76).

b)  La afirmación de la libertad y del pluralismo político de los cristianos. «Una misma fe cristiana puede conducir a compromisos diferentes» (Octogessima Adveniens n. 50). No a una actuación necesariamente unitaria de los católicos en un partido demócrata-cristiano. «Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente, y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común» (GS 43).

c)  La fe cristiana no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas. Como lo dice el entonces Cardenal de Madrid, Enrique Tarancón, resumiendo la doctrina eclesial sobre el asunto en la homilía ante el rey en 1975: «Este mensaje de Cristo… no patrocina ni impone un determinado modelo de sociedad. La fe cristiana no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas, dado que ningún sistema social o político puede agotar toda la riqueza del Evangelio». Y sigue: «ni pertenece a la misión de la iglesia presentar opciones o soluciones concretas de gobierno en los campos temporales de las ciencias sociales, económicas o políticas» (2).

d)  La actuación socio-política de la Iglesia ha de ser a modo de «fermento» en la masa. Así lo transmite el Cardenal de Barcelona, Narcis Jubany, en una conferencia en 1979 en el Club Siglo XXI. La Iglesia es portadora de una visión de la persona como imagen de Dios, tiene una función nutricia, de ser «fermento», en el orden de los valores o ideales, de las imágenes globales del hombre y de la vida. Es una función de orden pre-político. Se trata de «una repercusión política que adopta la forma de impulsos, motivaciones, inspiración y aliento». Y añade: «De este modo la Iglesia, sin salirse de sus espacios religiosos, ejerce o debería ejercer sobre sus miembros y sobre la sociedad entera una acción de indudables repercusiones políticas… Este influjo debe ser real. Algunos objetivos o procedimientos como la justicia, la honestidad, la responsabilidad, la libertad, el respeto a la vida, la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos, el respeto y la promoción de todos los derechos del hombre y de los grupos humanos, deberán ser siempre respaldados. Y favorecidos por la Iglesia. Simultáneamente todos los objetivos y procedimientos contrarios a aquellas normas de conducta, como el fraude, la explotación, la corrupción, el abuso de poder, el olvido de los débiles o la opresión de las minorías deben encontrar en ella también una resistencia de tipo originalmente moral» (3)

Esta orientación pastoral ha llevado a cristalizar un modelo de presencia pública que vamos a llamar «cristianos en mediaciones seculares», tomando la expresión del Católicos en la Vida Pública. Ha sido la teoría de la acción que ha prevalecido a lo largo de estas dos décadas.

De acuerdo con él, la forma de presencia pública modélica es aquella por la que el cristiano laico desde un discernimiento evangélico, en el ejercicio de su libertad personal, opta por el compromiso en un partido político, sindicato o movimiento social. En él se sitúa desde la ideología común, desde los lugares compartidos del partido sea nacionalista, de izquierda, liberal o conservador. Acentúa en su discurso el movimiento de encarnación, esto es, de entrada, de asunción, de misión, en hacerse de los otros, de convergencia con los otros. Su especificidad cristiana radica en las motivaciones que le han llevado y que le mantienen en su compromiso. También se expresa en las actitudes que desarrolla en su ejercicio. Actúa como fermento en la masa. Dando más importancia al testimonio callado de vida que al anuncio expreso de la propia identidad. Es una forma de presencia criptocristiana. En este modelo la acción de la Iglesia es nutricial, esto es, alimentar a la persona de los valores evangélicos, a través del alimento de la Eucaristía o bien a través de un movimiento apostólico o comunidad. En este sentido el asociacionismo laical en este modelo ejerce habitualmente una función de sostenimiento del sujeto y su experiencia creyente. En algunos casos, como en la HOAC, este sostenimiento ha implicado una formación política.

Es un modelo que habitualmente ha sido beligerante con otras formas de presencia organizadas e identificadamente católicas, a las que ha calificado de neo-confesionales. Ha sido un modelo que ha hecho justicia a una demanda ampliamente sentida, en particular, por los católicos de la España vencida: nacionalistas, socialistas y comunistas. La decisión de la jerarquía de no apoyar el proyecto de una Democracia Cristiana fue oportuna. Ha habido libertad para ser cristiano en el partido y comunista en la Iglesia en expresión del movimiento impulsado por A.C. Comín. Por fin ha desaparecido la identificación del voto católico con un voto conservador. Por otro, ha ayudado a clarificar la acción pastoral de la Iglesia, a recentrarse en su misión evangelizadora, que es efectivamente de naturaleza específica, y a reubicarse en una estado democrático.

Sin embargo el balance histórico de este modelo muestra varias insuficiencias, de las que destacaré tres:

a)  Pérdida de identidad política y significatividad de lo cristiano. De hecho es poco relevante la aportación de cultura política de inspiración cristiana en los diferentes espacios políticos. Esta ha ido progresivamente a menos incluso en aquellos partidos que se han situado en la tradición de la Democracia Cristiana como el PNV, UCD o el PP.

b)  Alejamiento afectivo y efectivo del cristiano político respecto a la comunidad cristiana, en general, y a los curas en particular. Hay no pocas experiencias de arrojo y soledad. Consiguientemente, en muchos casos se ha dado debilitamiento de la experiencia religiosa y pérdida de primacía normativa de la fe respecto a los fines y modos de la acción política. No pocas «secularizaciones» de políticos cristianos.

c)  De modo correlativo, despolitización de la acción evangelizadora de la propia comunidad cristiana y pérdida de conexión del discurso eclesial y teológico respecto de la política, la economía, las instituciones, la cultura…

2 Cristianismo apostólico también en política

Actuar también «en cuanto cristiano»

La actuación cristiana en política carece de lenguaje, de discurso y de proyección pública. Por un lado hay una presión social en contra de la explicitación de lo cristiano. Pero por otro hay reticencia en el mundo cristiano a la actuación «en cuanto cristiano». Hay que promover también este tipo de actuación.

Hay una distinción que procede de Maritain respecto a la actuación pública de los cristianos, es la de actuar «como cristiano» y actuar «en cuanto cristiano». Él mismo defendía la primera y rechazaba la segunda. Entendía que en la medida en que se da esta actuación «en tanto cristiano» el bautizado compromete a la totalidad de la Iglesia y en particular a la autoridad eclesial (4), no salvándose la distinción de órdenes entre lo natural y lo sobrenatural, entre la política y la fe.

Esta distinción fue ya en su día puesta en cuestión por Y. M.-J. Congar. Dijo que era necesario completar la distinción de J. Maritain entre el «actuar en cristiano», que se impondría en todos los campos, aún el estrictamente político, pero que no comprometería más que a la responsabilidad personal, y el «actuar en cuanto cristiano» lo que comprometería a la Iglesia como tal y que debería estar limitado a aquello que la autoridad pública de la Iglesia confirmara. Pues bien, ante esta forma de pensar Congar afirma lo siguiente: «El apostolado de la Iglesia, aquel que la autoridad pastoral pública toma por su cuenta, no agota en modo alguno, la acción del pueblo de Dios. Hay todo aquello que los cristianos hacen en cuanto cristianos, bajo su responsabilidad personal, en las estructuras de la sociedad global. Este no es un compromiso de la Iglesia como Iglesia, y, sin embargo, la Iglesia está allí, en cada uno de ellos, pues es verdad, según la frase célebre de Pío XII que ellos son entonces la Iglesia, en cuanto ésta es el alma de la sociedad humana. Y sucede que, estos cristianos se agrupan para intervenir, no solamente en cristiano, sino en cuanto cristianos, según el principio de libre asociación formado en la base sin mandato jerárquico, tanto en el plano puramente religioso, como en el plano temporal, en conformidad general a las reglas de la fe y de la disciplina católicas» (5).

En la mentalidad eclesial hoy dominante dos son las formas de presencia pública de la Iglesia en política: la del cristiano como cristiano, digamos anónimo, y la de los pastores en nombre de toda la Iglesia. Es necesario abrir el espacio a una tercera modalidad: la del cristiano que actúa públicamente en nombre de la fe —no decimos en nombre de la Iglesia—. Primero porque es legítimo. Esta actuación no debe ser competencia exclusiva del ministerio jerárquico. Del mismo bautismo arranca el envío a anunciar el nombre de Jesucristo hasta los confines de la tierra. Es, por tanto, tarea del tejido cristiano, de la «sociedad civil» de la Iglesia, hacer presencia pública, que necesariamente será cristiana y eclesial aunque no «en nombre de» la Iglesia. Segundo porque es necesario para romper la espiral de silencio que se cierne sobre la actuación social y política de los cristianos.

La fe como factor de cultura política

El cristiano que se adentra en la militancia política tiende a situarse en ella desde los valores comunes, renunciando no sólo a la explicitud de su inspiración sino también a los aportes más específicos de su fe cristiana. Coloca de hecho el cristianismo en situación de inferioridad cultural respecto a los lugares comunes, valores, símbolos, políticas-eje…, que están más asumidos en la cultura del partido. Indudablemente necesita trabajar ahí desde valores universalizables. De hecho, difícilmente podrá argumentar válida, persuasiva y decisivamente en nombre de su seguimiento de Jesucristo o del Evangelio. Sin embargo, hay valores originarios y específicos del cristianismo como cultura, como sensibilidad y como tradición que tienen capacidad de enriquecer el humus cultural en el que se inscriben las políticas concretas de un partido y que sin embargo hoy parece desactivado.

Es necesario superar todo complejo de inferioridad cultural. El cristianismo ha realizado aportaciones únicas y originales en la historia. Por ejemplo, el concepto occidental de libertad, fundamento y condición de la democracia no es imaginable sin el cristianismo, a pesar de que la Iglesia se aliara con las fuerzas tradicionalistas en la defensa del Antiguo Régimen frente al avance de la democracia liberal. La idea de autonomía espiritual y el derecho de libertad espiritual, previos a las ideas modernas de intimidad y libertad individuales son un producto del desarrollo histórico de un problema único, a saber, el creado por una idea de obligación moral superior y distinta a la que emanaba de las autoridades políticas. En otras religiones se deifica la autoridad. En el cristianismo Dios no se revela definitivamente a través del emperador o de sumos sacerdotes, mediadores de la divinidad en las religiones circundantes, sino en un hombre que precisamente como consecuencia de hacer de Dios-Abba y de la fraternidad humana el afán de su vida, va a ser víctima del poder político y religioso de su tiempo. Víctima que vislumbrando la muerte, lejos de huir de ella, la elige, entregándose así a Dios y a la salvación del mundo. En el cristianismo, Dios se encarna en un hombre que es víctima del poder político de su tiempo. Hay dualidad entre poder político y poder religioso. En caso de conflicto de obediencias, la fidelidad primera es a Dios. El cristiano vive de hecho bajo un derecho y un gobierno dobles, que representa un principio de desacralización del poder y por tanto de deslegitimación y desobediencia que hará posible con el paso del tiempo la emergencia de la idea de libertad individual.

Como dice R. Díaz-Salazar es necesario mantener el carácter trans-ideológico y el plus original e irreductible de la fe cristiana (6). Si se borra esta distancia por afán de concordismo entre la cultura del propio partido y el evangelio entonces esterilizamos las posibles aportaciones de la fe a la cultura política, para enriquecerla, cuestionarla o superarla.

Conclusión fundamental: la aportación de la fe al compromiso político no se puede reducir a motivación o actitudes. No puede llegar a convertirse en un programa político pero sí representa toda una tradición de cultura política con una identidad específica. Los cristianos en política no podemos renunciar a hacer este aporte al corpus ideológico.

En el presente siglo hay tres formas de cultura política del cristianismo: el socialismo cristiano, que se desarrolló fundamentalmente en Reino Unido, Suecia y Centroeuropa en la primera mitad del siglo xx; la democracia cristiana, en Alemania, Italia, etc.; y el personalismo comunitario de E. Mounier en Francia. ¿Cabe hoy impulsar proyectos de estas características?

3.  Una cultura eclesial activa hacia la política

Es necesario subrayar la distancia crítica de la fe hacia cualquier opción o sistema político, pero también la necesidad de la mediación política para la realización del Reinado de Dios. Hay que cambiar la sensibilidad y la cultura eclesial en relación a la política en varios aspectos. Se subrayan cuatro: la privatización de la opción partidaria en la comunidad cristiana, el rechazo a la toma de partido, la demonización del poder, y un idealismo moral dimisionario de la acción política racional.

1)  La privatización de la opción partidaria en el interior de la comunidad cristiana. Es un asunto poco reflexionado. ¿En qué consiste? En una suerte de silencio que tanto el cristiano partidario como el que no lo es, tejen en torno a la militancia política. Parece que explicitar la vida partidaria es una forma de proselitismo e instrumentalización de un espacio eclesial en nombre de un partidismo que no es lugar común. La opción política crea división, es vivida como una amenaza a la comunión. A menudo determinadas posiciones respecto a la Iglesia del cristiano político se atribuyen a ideologías ajenas, no a la fe, descalificándole así. Además al político cristiano, aunque participe en la eucaristía dominical, e incluso en una asociación laical, se le percibe a menudo como de otra organización, parece que por su militancia se ha afiliado a «otra iglesia». Queda oscurecido el hecho de que su compromiso es «a fuer de» cristiano, que así también se evangeliza y que ahí en la política se juega el reinado de Dios. No es como un catequista más de los nuestros, más Iglesia. Con el transcurso del tiempo esto se torna en pérdida de comunicación mutua, pérdida para la Iglesia de una experiencia enriquecedora que le entronca con el mundo actual, e incluso puede devenir, como tantos casos, en cierto desfallecimiento en la identidad cristiana, eclesial y evangelizadora del propio compromiso político.

  En la base de estas experiencias están actuando profundos reflejos. El principal es el problema de la aceptación vital, no tanto racional, del pluralismo de ideologías y pertenencias en espacios eclesiales cada día más retroalimentados en una vivencia de comunión, en una identidad que es homogénea. En el fondo falta una vivencia normalizada sobre el hecho político y el pluralismo consecuente en la comunidad cristiana. En realidad pone en cuestión cuáles son las raíces de la pertenencia eclesial, si ésta arraiga en la fe o en otras identidades que se «cuelan de rondón». También sigue pesando una idea de que la fe es más pura cuanto menos se contamine de política. La formación política generalizada y la experiencia de doble inserción activa, en la Iglesia y en el partido político, serán probablemente los mejores caminos para esta normalización. Ésta es especialmente necesaria porque hace plausible en los medios eclesiales la militancia política. Hoy esto es una cosa de raros. Así como las figuras del catequista, el monitor y el voluntario forman parte del universo común de las parroquias, también debe incorporarse a éstas la del militante cristiano en política, el político. Hay que «elogiar la política y el compromiso político de los cristianos» (J. M. Mardones).(7)

  En este terreno la actitud de los curas y Obispos es decisiva. El hecho de la toma de partido crea una distancia que ha de superarse. Es cierto que un cura en el ejercicio de su misión debe ser políticamente célibe, pero ha de serlo para amar más a todos. Si la distancia debida se convierte en distancia respecto de los cristianos que están en política, flaco servicio se hace a la propia misión. La iniciativa de los encuentros de políticos católicos de diferentes tendencias con A.M. Rouco o con R.M. Carles, promovidas a raíz del Jubileo de los Políticos en Roma (2000), deben ser promovidas a todos los niveles, en diócesis y hasta ciudades y pueblos. Y con otros medios, ¿por qué no con retiros espirituales? Es una buena iniciativa que podrían promover tanto la Comisión Episcopal de Pastoral Social como las diferentes Delegaciones Diocesanas en colaboración con Apostolado Seglar. Otro ejemplo es el Seminario «Cristianismo y Política» de la Diócesis de Bilbao (1999) que impulsa Gaspar Martínez, Secretario General del Obispado, donde participan más de una quincena de políticos cristianos de las diferentes opciones políticas en la provincia de Bizkaia.

2)  Política sí, pero toma de partido no. La toma de partido, en opinión extendida separa, divide, contamina la fe. El caso es que sin toma de partido de Dios, no habría habido Acontecimiento Jesucristo, ni Cristología. Es más, cada uno de los principales Misterios de la vida de Jesucristo, la Encarnación, la Cruz y la Resurrección, son toma de partido del mismísimo Dios. Dios decidió revelarse en un judío del siglo I, hijo de María y de José de Nazaret. Lo hubiera podido hacer en otros momentos de la historia, sin embargo eligió aquél. O en otros lugares. O de otro linaje. No obstante acabó por encarnar el Todo en una parte, el todo en el fragmento (H.U. Von Balthasar). Si quería comunicar la Buena Noticia de manera significativa a la humanidad no podía adoptar otro camino. Si quería hacer avanzar el Reinado de Dios entre las personas, no podía sino hacerse hombre en todo menos en el pecado. Y existiendo el pecado, el avance del reino no podía sino tomar parte por los pobres, y emplazar a tomar partido por él o contra él.

3)  Respecto al poder. Hay una demonización del poder en la sensibilidad eclesial. Uno de los aspectos que más nos cuesta digerir es el del poder. Si algo pertenece a la identidad de un partido y de un político es la voluntad de poder. ¿Es pensable una Iglesia sin ambición de evangelizar? No. Pues tampoco un partido sin ambición de lograr el poder político. Sin embargo, percibimos el poder y, particularmente el conflicto de poder, como algo preñado de maldición. Así que en lugar de insertarnos en él, lo que hacemos casi instintivamente es rehuirle. Salvarnos del poder. Creo que esto refleja cierta inmadurez. El poder es una realidad profundamente humana que acontece en toda relación. Es también radicalmente cristológico. Sin él es incomprensible el misterio de Cristo. El poder de Dios exalta a Jesús y lo sustrae del dominio del Maligno. Nuestra ética está vaciada de la dimensión del poder. Tiene mucho de «pathos», de compasión, pero poco de «cratos», de poder. Y sin embargo si algo es obvio es que la mera afirmación de un valor no transforma la realidad. El poder es una mediación básica por la que un valor abstracto se convierte en realidad vivida. Y si hay algo claro en la historia de la humanidad es que la justicia y el amor entran en confrontación de poder con la injusticia y el egoísmo. Probablemente no es extraño a esto que los que en la comunidad cristiana producen y difunden pensamiento moral y teológico excluyen de sus proyectos de vida la gestión pública o la aspiración a ella. Por otra parte, no es menos cierto que el poder en la Iglesia se espiritualiza, se invisibiliza. No hay poder, lo que hay es servicio.

4)  El idealismo moral. Bastantes creyentes se instalan en un idealismo moral, en lo que algunos denominan el «prejuicio de la justicia completa». Ninguna realización política merece nuestro afecto y nuestro compromiso, pues dista mucho del ideal. Esta actitud en lugar de implicar al cristiano con la política justifica su dimisión del compromiso político. Hay un problema de aceptación del Dios crucificado, de aceptación de la ambigüedad intrínseca a toda realidad histórica, como dice J.M. Mardones. En democracia, todo avance requiere pactos entre opciones diferentes que hay en la sociedad, entre partidos, e incluso en el interior de los partidos. Las políticas trabajan siempre con recursos presupuestarios que son limitados. Muchas veces el margen de decisión real del político es muy estrecho. Pocas veces la elección es entre un bien y un mal nítidos. La insistencia permanente en lo que distancia el ideal evangélico respecto a los programas, las políticas y las ideologías puede tener una función profética, pero también una peligrosa consecuencia: la dimisión del compromiso político.

Concluyo este apartado con cuatro reflexiones.

La fe tiene implicaciones políticas, las ha tenido en el pasado y debe tenerlas en el futuro. Si los pobres son bienaventurados a los ojos de Dios no puede ser indiferente a las consecuencias que la política tiene para el inmigrante, el indefenso, el enfermo, la viuda, el pobre. En la política se juega, no sólo, pero sí decisivamente, su suerte. La fe no puede renunciar a la política. Es matarla. La caridad es también caridad política. El tejido cristiano separa, aún demasiado, fe y política, caridad y política. Siente más propio al voluntario de Cáritas, que al político cristiano. A pesar de la Teología Política, de la Doctrina Social de la Iglesia y de la Teología de la Liberación, la caridad estructural no tiene el aprecio de la caridad personal. L. Ragaz uno de los padres del socialismo religioso, decía plásticamente, a comienzos de siglo, que los cristianos somos «buenos enfermeros pero malos médicos». En el mundo de la globalización cobra especial vigencia la caridad estructural. El indómito de la economía neoliberal sólo se puede guiar por los caminos de la justicia y los derechos ciudadanos con las bridas de la política.

La relevante, aún silenciosa, presencia de la comunidad cristiana y de los cristianos en el tejido social —en la lucha contra la exclusión, en la educación, en la solidaridad internacional, en la paz, la defensa de la vida y los derechos humanos, etc.— presenta demandas políticas que no acaban de condicionar la agenda de la acción política, que no acaban de estar presentes en el centro de las decisiones presupuestarias, legales y políticas. Véase el 0,7, la condonación de la deuda, políticas de integración ante la inmigración, precariedad laboral, no a la guerra, el Plan Nacional de Inclusión Social. Esa falta de presencia no puede resolverse desde fuera, o con atajos, sino desde la concurrencia en el interior de los órganos legítimos de los que la sociedad democrática se dota: partidos, parlamentos, gobiernos.

Habiendo personas, en particular jóvenes, con talentos para la acción política, la comunidad cristiana debe plantearse una pastoral vocacional y formativa no sólo para la dirección de la Iglesia, sino también para la militancia y la dirección política. Esta tarea comienza por salir al paso del desprestigio de la participación política y decir de mil maneras que «la dedicación a la vida política debe ser reconocida como una de las más altas posibilidades morales y profesionales del hombre» (Católicos en la Vida Pública, 1986, n. 63). (...)

Notas:

1.  CEE, Orientaciones sobre apostolado seglar, Editorial Bruño, Madrid, 1972, p. 41.

2. AA.VV.: Iglesia y Política en la España de Hoy, Sígueme, Salamanca 1980, p. 139.

3. Ibíd., p. 128.

4. Esprit 32 (1935), p. 284.

5. Yves M.-J. Congar: «El llamamiento de Dios», en Iglesia Viva 12 (1967), p. 501. Ponencia leída en el Congreso Mundial de Apostolado Seglar en Roma.

6. Rafael DÍaz-Salazar: Iglesia, Dictadura y Democracia, Ediciones HOAC, Madrid, 1981, p. 450-451.

7. José M. Mardones: Fe y política, Sal Terrae, Santander, 1993, p. 59.

 

(Tomado de "Noticias Obreras", abril 2005)