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SER PRESBITERO EN EL SENO DE NUESTRA CULTURA II

 

 

 

D. Juan María Uriarte

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


    3. Elogio de la fidelidad

     

    Individualismo y fidelidad se aborrecen mutuamente. Entre individualidad y fidelidad, en cambio, existe una gran coherencia.

     

    El compromiso para toda la vida es una de las dimensiones de la existencia presbiteral. Tal compromiso es una de las dimensiones de la existencia presbiteral. Reclama una fidelidad que, lejos de ser una obstinada perseverancia, es «el amor que resiste al desgaste del tiempo» (Rovira).

     

    Una de las heridas del postconcilio ha sido (está siendo) la pérdida de sangre presbiteral que ha sufrido la Iglesia. No es mi propósito emitir aquí valoración alguna al respecto. El área de la fidelidad no se limita a este capitulo doloroso.


    La experiencia me dice que en nuestros presbiterios nos encontramos con toda una gama de actitudes relativas a este punto. Felizmente, está viva en bastantes sacerdotes una admirable fidelidad evangélica que se caracteriza por ser agradecida, modesta, concreta y misericordiosa. Más numerosos son aquellos que mantienen una sólida fidelidad fundamental, aunque se haya desdibujado en ellos el aliento vivo de seguir creciendo evangélicamente. Existe, asimismo, la fidelidad intermitente, inestable, en la que se alternan arranques de fidelidad y fases de infidelidad. No es tan infrecuente la fidelidad mediocre o tibia, trabajada por una mezcla de ilusión decreciente y escepticismo creciente. Conocemos también la fidelidad mecánica que cumple externamente pero ha perdido la motivación y el aliento interior. Es también real en algunos la instalación crónica en una doble vida. un tabique entre el personaje que guarda celosamente una apariencia de honorabilidad y la persona que vive un naufragio espiritual.

     

    La fidelidad en el ministerio ha sido siempre una noble aspiración y una tarea espiritual delicada. Hoy resulta más delicada todavía. El individualismo ya señalado la ha hecho más problemática. La «cultura del contrato» (Lévy Strauss) la ha empobrecido al querer convertirla en algo rescindible. La movilidad y las mutaciones de la vida en la que el cambio de rumbo se ha naturalizado, le han afectado sensiblemente. La fidelidad es, junto a la solidaridad y la libertad, fundamento de una convivencia humana. Hecha de confianza, de amor y de compromiso, posee una gran dignidad antropológica y espiritual.

     

    III. UNA CULTURA QUE PROMUEVE LA LIBERACIÓN SEXUAL 1. La «explosión sexual»

     

    Así la denomina A. Berge en su libro «La sexualité aujourd'hi». La liberación sexual es una de las señas de identidad de nuestra cultura. Según algunos, «es la única revolución que ha triunfado». No vamos a describirla con detenimiento. Solo vamos a enumerar sus etapas principales. Primero aconteció la ruptura entre la sexualidad y el matrimonio. No podía ser éste el único espacio legitimo para ejercitar la relación sexual. Reducirla esa área restringida favorecería la obsesión y la consiguiente violencia sexual. Más tarde se produjo la disociación entre la sexualidad y la procreación. El perfeccionamiento de los métodos anticonceptivos fue determinante. Quedaba un tercer paso: la disociación entre sexualidad y amor. El intercambio sexual se separa del compromiso del amor y deja de ser expresión del amor. Tal vez es necesario hoy aludir a una fase ulterior: la vida y relación sexual no es patrimonio connatural de dos géneros sexuales diferentes. Tan connatural es la relación homosexual como la heterosexual.

     

    Ciertamente, la liberación de mentalidades y comportamientos sexuales ha barrido determinados tabúes represivos, ha ensanchado criterios éticos demasiado estrechos, ha generado naturalidad en la relación entre los sexos. Podemos, con todo, preguntarnos si no ha sido para muchos portadora de una nueva esclavitud: una banalización de la vida sexual y una necesidad de colmar con la multiplicación de experiencias el vacío creado por un intercambio sexual «plano», carente de profundidad antropológica y de comunicación humana.

     

     

    2. El erotismo ambiental

     

    Uno de los grandes efectos de la explosión sexual de nuestros tiempos es el fenómeno social del erotismo ambiental. Circula en la atmósfera humana una multitud ingente de estimulos eróticos que mantienen desde muy temprano a muchos humanos en una «alerta sexual» casi permanente y, por tanto, en una excitabilidad sexual desmedida. Las imágenes eróticas se multiplican en la calle, en la TV, en Internet. Los modos de producirse y de vestir y el lenguaje entre personas sexuadas contribuyen a esta «esfera erótica» que nos envuelve. La publicidad pretende erotizar los objetos deseables que nos invita a adquirir vinculándolos a un fuerte estimulo erótico.

     

    La multiplicidad de estimulos «digeridos» crea con frecuencia una «fijación erótica» que es una verdadera adicción. Esta adicción provoca regresiones psíquicas a estadios arcaicos de la evolución sexual y facilita conductas compulsivas que propician la violencia en la relación sexual. Tal vez la multiplicación del maltrato y la violencia de género tengan algo que ver con el fenómeno que describimos. La «liberación sexual» sin puertas genera una «liberación de la agresividad». Por higiene psíquica y por sensibilidad moral, deberíamos poner los filtros al alcance de nuestra mano para evitar esta invasión envilecedora.

     

    El erotismo ambiental no se reduce a sobreestimular las pulsiones sexuales. Concentra además, en torno a ellas, toda una constelación de energía psíquicas que, si no estuvieran polarizadas en torno a lo sexual y succionadas por él, pondrían invertirse saludable y productivamente en proyectos sociales, en realizaciones estéticas, en rendimiento laboral, en compromiso religioso.

     

    Vivir en un ambiente erótico cagado acaba transformando incluso los mismos criterios morales que han de regir la vida sexual. Del rigorismo pasado se transita al permisivismo que acaba, en muchos casos, legitimando «todo lo que nos pide el cuerpo».

     

     

    3. La vida célibe en este contexto

     

    No es extraño que en esta atmósfera pervivan y se acentúen viejas ideas que, resucitadas en su día por W. Reich, sostienen que el celibato es una situación antinatural que, por serlo, provoca en quienes lo practican la denostada trilogía: tristeza, rareza, dureza.

     

    ^Cómo resuena en el interior de un célibe todo este fragor del erotismo circundante? ^Produce algunos efectos en sus criterios morales, en su valoración del celibato, en su comportamiento?

     

    La experiencia no tan limitada de un trato de cierta profundidad con muchos sacerdotes me sitúa muy enfrente de muchas publicaciones que, sin rigor, con morbo y con ambición publicitaria, construyen panoramas desoladores que rayan la maledicencia. Mi experiencia tampoco es coincidente con la aproximación demasiado gruesa de G. Mauco: «un tercio de sacerdotes cae y se levanta; un tercio cae y no se levanta; un tercio no cae, sino permanece en pie». Según mi convicción, en las actuales circunstancias erotizantes un porcentaje nada insignificante de presbíteros viven su celibato con generosidad incluso elegante. En otro porcentaje mayor, el celibato es un intento honesto y un logro aceptable. Otro grupo nada desdeñable vive su condición célibe con una notable tasa de ansiedad e insatisfacción y con alternancias en su conducta. Existe, en fin, un grupo menor de presbíteros que «han tirado la toalla» y se encuentran más o menos incómodamente instalados en la doble vida.

     

    Un sacerdote o seminarista tempranamente inmerso en un ambiente erótico, experimenta mayores dificultades para la continencia sexual, presupuesto necesario de una existencia célibe. No puedo aducir estudios rigurosos; pero tengo la fundada impresión de que, por ejemplo, liberarse de la servidumbre autoerótica resulta hoy a las generaciones presbiterales, sobre todo jóvenes, mas costoso que en épocas anteriores.

     

    El intercambio entre hombre y mujer se ha naturalizado notablemente. Este fenómeno permite a los mismos sacerdotes unos modos de relación no regidos por el rudo principio agustiniano: «cum feminis, sermo brevis et rigidus». Tales modos son mas sanos que los rigores de antaño. Pero espontáneamente propician situaciones en las que la soledad y la intimidad pueden encender los resortes de la ternura, el sexo e incluso el amor. Las viejas reservas deben ser sustituidas por una elemental cautela.

     

    Cabe asimismo un corrimiento progresivo en nuestros mismos criterios morales acerca de determinados deslices incoherentes con una opción célibe. Creo que, si no la calificación moral misma, si puede perder enteros la importancia vital que les atribuimos. No se trata de volver a escrúpulos del pasado. Si de aquilatar los criterios morales para no incurrir en el permisivismo. Y en este asunto, siempre será verdad aquella afirmación de Jon Sobrino. «no se puede ser célibe sin vivir con pasión el ministerio». Añado con plena convicción: "sin adherirnos vitalmente a Jesucristo"

     

    Se han liberalizado las costumbres, pero no se ha liberado todavía. suficientemente la palabra que comunica transparentemente nuestras vivencias, nuestras tentaciones, nuestros traspiés. Hemos avanzado a la hora de adquirir una mas adecuada visión antropológica, teológica, espiritual y pedagógica del celibato. A pesar de ello, «nos enfrentamos mas bien en solitario y no demasiado equipados a las sucesivas evoluciones y crisis que van produciendo en nosotros el desarrollo y los cambios de nuestra sexualidad y afectividad». La transparencia ante un testigo cercano, respetuoso, libre y capaz de una escucha cualificada, resulta saludable para todos y necesaria para muchos.

     

    IV. UNA CULTURA QUE DEBILITA EL SENTIDO DE PERTENENCIA

     

    Para los analistas de nuestra cultura (p.ej. para P. Berger), uno de los fenómenos destacados es la fragmentación y el debilitamiento del sentido de pertenencia.

     

    1. El sentido de pertenencia


    A. Maslow, un gran psicólogo humanista, incluye el sentido de pertenencia entre las seis necesidades vitales básicas de la persona. No le falta razón: la pertenencia es un componente de la identidad. Uno no sabe quién es mientras no sabe a quién y a qué pertenece. Los estudios realizados con niños criados en un ambiente sexualmente promiscuo en el que no tienen clara referencia de quiénes son sus padres, resultan desoladores: la confusión y el marasmo son dominantes. Si queremos mantener entera nuestra salud psíquica, nuestras cinco o seis pertenencias básicas tienen que ser muy claras y muy sentidas: la familia, la comunidad humana próxima, el ámbito sociocultural del que formamos parte, la comunidad eclesial eucarística local y universal, la humanidad, Dios. Los creyentes no podemos olvidar ademas que la pertenencia es una dimensión fundamental del la comunión, alma de la comunidad eclesial.

     

    Estos son los caracteres principales del sentido de pertenencia. Es adhesión a un grupo con el que nos sentimos solidarios en su historia, en sus grandezas y miserias. Es empatía para con los componentes del grupo al que pertenecemos. Es un sentimiento reciproco: aquellos a quienes pertenezco me pertenecen también a mi. Se alimenta de experiencias comunitarias reales y simbólicas de comunión. Convivir, concelebrar, colaborar y compartir son los cuatro verbos generadores del sentido de pertenencia.

     

    2. La crisis del sentido de pertenencia

     

    La vida parcelada y fragmentada crea una multitud de pertenencias muy débiles y debilita asimismo las pertenencias fuertes. Es normal que esto suceda si vivo en una familia, trabajo en otro barrio, me divierto en otras latitudes, tengo mi grupo natural en otro lugar, celebro mi fe donde por las circunstancias mejor me viene, paso temporadas de viaje o de vacación con otras personas diferentes.

     

    En una lectura de mayor profundidad, algunos especialistas emparentan esta crisis con el auge de la individualidad. Según ellos, esta tendencia al desapego seria una reacción defensiva del individuo frente a la tentación de omnipresencia del grupo y de la institución. Las primeras pertenencias que se resienten son las que nos ligan a comunidades o colectivos mas amplios con los cuales la relación de la persona es menos intensa y mas institucional. El sujeto humano, particularmente el hombre y la mujer de nuestros días, se adhiere mas fácilmente a microgrupos mas próximos en los que encuentra acogida y afectividad. Es mas débil y quebradiza su adhesión a grupos que le trascienden espacial y temporalmente. El desapego institucional es hoy un fenómeno frecuente y creciente. La adhesión a las instituciones muy amplias tiende a ser precaria; la confianza depositada en ellas es, con frecuencia, débil. El carácter frío y lejano de las grandes instituciones favorece el desenganche vital de las personas. Así puede explicarse en parte la alta valoración actual de la familia. Tal vez es exagerada, pero apunta en buena dirección la reflexión de Susan Sontag: «La familia es el ultimo reducto de calor en un mundo helado».

     

    3. Pertenencia y vida presbiteral

     

    Afirmar que el sentido de pertenencia a la comunidad parroquial, religiosa, diocesana y universal no es un patrimonio sólido en nuestros presbiterios, seria contrario a la verdad y abiertamente injusto. Probablemente no existirá en el mundo de las grandes instituciones cívicas una adhesión mas sólida que ésta. Mantener, con todo, que la crisis de pertenencia no esta afectando sino muy periféricamente a nuestros presbiterios seria ingenuidad o miedo a la verdad.

     

    Es bien conocida la retracción que experimentan respecto de la vida diocesana bastantes sacerdotes a partir de su jubilación y, sobre todo, a partir de su ancianidad efectiva. Según los expertos en gerontología, las tres crisis de las personas mayores afectan a su identidad, a su autonomía y a su sentido de pertenencia. El caso es sensiblemente mas suave en los sacerdotes que en los ancianos de su generación. Pero también entre nosotros, bastantes sacerdotes se sienten un tanto al margen de la corriente de la vida eclesial. Esta marginalidad, favorecida por la propia dinámica del anciano y tal vez en algunos casos por nuestro descuido a la hora de informarles y motivarles, provoca por su parte cierto desentendimiento y una regresión hacia su mundo interior.

     

    Pero la crisis del sentido de pertenencia se extiende también a otras generaciones. La polarización del presbítero en su comunidad parroquial y la distancia psíquica respecto de otras pertenencias eclesiológicamente muy consistentes como la iglesia local, no es un fenómeno residual. Según mi limitada experiencia, las generaciones mas jóvenes no parecen escapar a este mismo movimiento. Tampoco las generaciones intermedias son del todo ajenas a él, aunque creo que en muchas diócesis son ellas las que llevan el peso mayor de la responsabilidad por la totalidad diocesana. Tal vez esta débil implicación en lo diocesano, en sus proyectos globales, en sus celebraciones, sea algo que no se deba solamente a la polaridad parroquial. Una mejor teología de la iglesia local favorece la implicación, pero no crea sin mas sentimientos de pertenencia. Tenemos que discernir qué es, en este punto, cultural y qué es debido a deficiencias formativas pasadas o presentes y a carencias de reciprocidad y atención individualizada por parte de la diócesis.

     

    No quiero eludir una expresión de esta crisis que afecta a la relación de bastantes presbíteros con la Iglesia en niveles nacionales mas amplios y con la misma Iglesia universal. Es innegable que la figura del Sucesor de Pedro es, en el nivel real y simbólico, generador necesario y eficaz de un sólido sentimiento de pertenencia eclesial. La comparación con otras confesiones cristianas evidencia la hondura y el valor inestimable del servicio del Primado. Observo, con todo, en bastantes sacerdotes y muchos cristianos, una insatisfacción, un sufrimiento y una tensión de voltaje bastante alto respecto a estructuras eclesiales mas amplias en las que creen intuir posiciones defensivas y políticamente escoradas. La misma Curia vaticana no se sustrae a una sospecha de orientación involutiva. Esta percepción, exagerada y deformada por algunos Medios de Comunicación Social, llega a rebajar notablemente el crédito moral de los pastores no solo ante la sociedad sino ante los mismos fieles. Hace sufrir mucho a sacerdotes que estiman que la situación creada no es una simple crisis de sentido de pertenencia sino que esta propiciada también por centralismos eclesiales no exentos de ideología.

     

    El sentido de pertenencia puede ser exclusivo y no inclusivo en algunos sacerdotes. Una sensibilidad sacerdotal debe articular bien sus pertenencias eclesiales y seculares. Quienes viven muy pendientes de la Iglesia y de sus vicisitudes (a veces también de las intrascendentes) y bastante indiferentes a los avatares de la sociedad, muestran un sentido de pertenencia mas «eclesiástico» que eclesial. No hemos de ser mundanos, pero si seculares. Aquellos otros que viven muy atentos a los movimientos de la sociedad y son poco sensibles a los intentos y tropiezos de nuestra Iglesia, están lejos de reconocer suficientemente a esta comunidad «santa y necesitada de purificación» (LG 8), que ha recibido la misión de ser sacramento del Reino de Dios.

     

    Puede también orientarse, en fin, el sentimiento de pertenencia del sacerdote hacia grupos eclesialmente legitimos, ejemplares en muchos aspectos, que le ofrecen un espacio cálido de fe y de acogida. Cuando esta orientación debilita o difumina el sentido de pertenencia parroquial o diocesana, está desplazando de manera no correcta su adhesión preferente, que debe centrarse en la parroquia, en la diócesis, en la Iglesia universal.

    ROVIRAS, J. : «Fidelidad», en «Diccionario teológico de la vida consagrada». Madrid, 1992, Publicaciones Claretianas, págs. 695-711.

    Ed. Castermann.

    Ref. en su obra «La función del orgasmo», y "La revolución sexual"

    GARClA, J.A., SJ : «En torno a la formación: cinco hipótesis de trabajo». Sal Terrae, dic. 1990.

    LAFOREST : «Introducción a la gerontología». Barcelona 1991. Herder.

     

 

(Fuente: Comisión del Clero de la CEE, Encuentro de Delegados y Vicarios para el Clero. Madrid, 27 - 29 Mayo de 2009)