volver al menú
 

SER PRESBITERO EN EL SENO DE NUESTRA CULTURA I

 

 

 

D. Juan María Uriarte

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


    INTRODUCCIÓN

  1. El porqué de esta reflexión
  2. La óptica y los pasos de mi exposición

 

 

I. UNA CULTURA IMPREGNADA DE NARCISISMO

  1. Apuntes descriptivos
  2. Repercusiones en la vida presbiteral

II. UNA CULTURA QUE PRIVILEGIA LA INDIVIDUALIDAD

  1. Notas descriptivas
  2. La individualidad en los presbíteros
  3. Elogio de la fidelidad

III. UNA CULTURA QUE PROMUEVE LA LIBERACIÓN SEXUAL

  1. la «explosión sexual»
  2. El erotismo ambiental
  3. La vida célibe en este contexto

IV.   UNA CULTURA QUE DEBILITA EL SENTIDO DE LA PERTENENCIA

  1. El sentido de pertenencia
  2. La crisis del sentido de pertenencia
  3. Pertenencia y vida presbiteral

V.   UNA CULTURA QUE ACENTÙA LA SATISFACCIÓN DE LOS DESEOS

  1. Descripción del rasgo cultural
  2. Incidencia en la vida de los sacerdotes

VI. UNA CULTURA QUE NO CONSOLIDA «LA CONFIANZA BÀSICA»

  1. Un déficit paradójico
  2. Confianza básica y vida del presbítero

VII. UNA CULTURA CON «DIOS AL MARGEN»

CONCLUSIÓN

  1. Algunos caracteres de este rasgo cultural
  2. Los presbíteros «ante Dios»

INTRODUCCIÓN

 

 

1. El porqué de esta reflexión

 

No es ninguna desmesura afirmar que, en la época actual, estamos asistiendo a una mutación histórica en el sentido riguroso de la expresión. La transformación cultural que estamos viviendo afecta notablemente a la Iglesia. Así lo ve, por ejemplo, la Conferencia Episcopal de Francia: «la crisis que atraviesa hoy en día la Iglesia se debe en buena medida a la repercusión en la Iglesia misma y en la vida de sus miembros de un conjunto de cambios sociales y culturales rápidos y profundos que tienen una dimensión mundial». La correlación de fuerzas entre la Iglesia y la sociedad ha cambiado de signo. Para bien y para mal, el influjo de las corrientes culturales predominantes sobre la comunidad cristiana y sus miembros se ha intensificado sobremanera. En cambio, la influencia de ésta sobre la sociedad se ha debilitado sensiblemente. Podemos decir con verdad que somos una iglesia debilitada en una sociedad poderosa que configura en buena medida la mente y la sensibilidad de los creyentes, condiciona su percepción de los valores y la gestación de sus opciones y modifica las condiciones mismas de nuestro encuentro con el Dios de Jesucristo.

 

Presbíteros, religiosos y obispos no pertenecemos a una galaxia diferente. En un grado u otro registramos en nuestra propia existencia el mismo impacto y percibimos idéntica dificultad para transmitir a nuestra sociedad los valores del Evangelio. Sería injusto calificar tal impacto como globalmente negativo. La cultura que nos impregna y envuelve alberga dentro de sí valores y contravalores. PDV destaca «su ambivalencia y su carácter en ocasiones contradictorio». Incluso nos advierte que no es justo rechazar en bloque los mismos factores negativos «porque en cada uno de ellos puede esconderse algún valor que espera ser descubierto y reconducido a su plena verdad».

 

La actitud evangélica ante la nueva cultura no puede ser, en consecuencia, ni cerradamente resistente ni ingenuamente condescendiente. Determinados aspectos de la cultura actual constituyen para los creyentes una provocación positiva que nos ayuda a descubrir incluso virtualidades adormecidas de nuestro propio mensaje. La cerrazón nos vuelve ciegos y sordos a esta interpelación saludable. La condescendencia ingenua va empobreciendo por dentro nuestra sustancia creyente y restándole capacidad interpeladora ante la sociedad. Solo una actitud de discernimiento que sabe distinguir el trigo de la avena y ésta de la cizaña se nos revela lucida y evangélica. Pablo supo decírnoslo clara y escuetamente: «examinadlo todo y quedaos con lo bueno».

 

 

2. La óptica y los pasos de mi exposición

 

Mi reflexión de hoy pretende situarse, siquiera de manera modesta y tosca, en el registro del discernimiento. Para discernir, hay que describir. Quiero, por tanto, moverme en el área descriptiva. Otras intervenciones autorizadas nos ayudarán a comprender con mayor profundidad la cultura predominante y a responder operativamente a ella desde nuestra condición de presbíteros.

 

No seré en absoluto exhaustivo en la enumeración ni en la descripción de estos rasgos culturales. Más bien seré conciso. Este auditorio tiene de ellos una idea suficiente. Más me emplearé en describir el impacto favorable y desfavorable que tales rasgos pueden y suelen provocar en los presbíteros.

 

En sintonía con esta óptica, el itinerario va a ser sumamente sencillo. Iremos recorriendo uno a uno los factores culturales elegidos y recogiendo las diferentes repercusiones de dichos rasgos en la mentalidad, sensibilidad y comportamiento de los sacerdotes.

 

 

 

I. UNA CULTURA IMPREGNADA DE NARCISISMO

 

Según analistas acreditados, toda cultura segrega, entre otros más saludables, un tipo de personalidad que, al interiorizar algunos de sus elementos destacados, subraya particularmente las desviaciones de aquella cultura. A principios de siglo cobra relieve la personalidad histérica, estudiada por el psicoanálisis. La época de la guerra europea del ano 39, propicia la gestación de la personalidad autoritaria, que tiene su auge en el régimen nazi. En la posguerra emerge con fuerza la personalidad depresiva, caracterizada por el oscurecimiento del sentido y el debilitamiento de la voluntad de vivir. En la actual sociedad postindustrial y posmoderna, florece la personalidad narcisista.

 

 

1. Apuntes descriptivos

 

En la opinión publica prevalece una visión muy negativa del narcisismo. No es exactamente ésta la posición de una importante corriente psicoanalítica. No es que esta corriente no reconozca los excesos y deformaciones patológicas del narcisismo en la sociedad actual. Pero sostiene con fundamento que el genuino narcisismo (llamado primario) es necesario para estructurar un «yo» sólido que sea capaz de regular, por un lado los impulsos eróticos y agresivos, humanizándolos, y por el otro las exigencias rigoristas y culpabilizadoras, igualmente impulsivas, que amenazan la libertad y la alegría de vivir. Este «yo» no es ni pura razón ni pura voluntad. Es también afecto y amor a sí mismo. Es un «yo libidinal» en la terminología técnica. En este sentido podemos reconocer que el «yo» tiene un fuerte componente narcísico Si fuera pura razón o pura voluntad no sería capaz de mantener a raya los impulsos y exigencias antedichos. Las ciencias humanas han «recuperado» este narcisismo genuino bajo la rúbrica de la autoestima, necesaria para la propia salud psíquica y para entablar relaciones no dependientes ni posesivas.

 

Todo va bien hasta aquí. Pero es innegable que en nuestra cultura actual este narcisismo originario se ha desbordado caudalosamente. El amor narcísico se ha curvado intensamente sobre sí mismo y ha perdido vigor y frescor para abrirse a un amor a otras personas, comunidades y causas. Ha degenerado en «narcisismo secundario». Quien lo padece es un perpetuo mendigo de amor, de aprecio, de elogio, de admiración acrítica Un mendigo perpetuamente insatisfecho. Siempre considera insuficiente y deficiente el amor que recibe. Ata a las personas a sí mismo, porque teme perderlas. Teme perderlas porque en el fondo duda de que sea digno de su amor.

 

Si la personalidad narcisista se sitúa así en el registro del deseo, se sitúa análogamente en el registro del proyecto. Para compensar este déficit de seguridad en sí mismo y deslumbrar a los demás, busca con encendida intensidad su propia realización personal. Solo cuenta su proyecto... o su sueno. Los vinculos de solidaridad con otras personas o con la comunidad no tienen peso vital para él.


2. Repercusiones en la vida presbiteral

 

Hay que comenzar diciendo que una gran parte de nuestro clero tiene una autoestima sana y suficiente para no incurrir significativamente en este narcisismo desbordado. Su sanidad mental y su oficio pastoral cultivan en él una actitud oblativa, que es justamente la contrapuesta. Su autoestima es suficiente para no vivir en estado de aflicción a causa de la devaluación social del sacerdocio. Casi todos podemos adolecer de algún ribete un tanto desmesurado. Pero el conjunto de la persona está en su sitio.

 

Un grupo más afectado por esta desviación son los sacerdotes excesivamente sensibles. Toleran con mucho dolor las tensiones inevitables en la vida pastoral, las desatenciones o indelicadezas de los sacerdotes, el olvido de los responsables diocesanos, las dificultades evangelizadoras Sufren intensamente cuando alguna iniciativa pastoral no ha tenido el eco que esperaban. Echan de menos los gestos de aprecio, confianza y valoración de sus superiores. En el fondo, su autoestima es baja. Cada decepción les rebaja dicha autoestima. Cada gesto de aprecio les conforta y les consuela. Son muy agradecidos a estos gestos. Los necesitan como agua de mayo.

 

Este grupo no debe confundirse con aquel otro formado por los perpetuamente insatisfechos que siempre se sienten insuficientemente apreciados para lo que creen valer. A. Cencini los retrata admirablemente: «D. Narciso, sacerdote emprendedor, que intenta reflejarse en todo lo que hace, vive con la sospecha continua de que la vida le exige demasiado sin recompensarle adecuadamente. Siente a la Iglesia, a la diócesis, a la parroquia, a la comunidad religiosa, más como madrastra que como madre. Cree que el obispo o sus superiores no lo valoran bastante. Ve aquella parroquia o aquel cargo particular como un traje demasiado estrecho para sus posibilidades. Naturalmente, si algo no funciona, la culpa es siempre de la estructura o de los otros. Los demás abusan de él mientras él apenas recibe algo de ellos. Al seguir mirándose siempre en lo que él hace, corre el riesgo de ahogarse, como Narciso, en su propio estanque».

 

Realizar estudios brillantes en lugares renombrados, ocupar puestos relevantes, adquirir notoriedad social, buscar protagonismo donde sea, son algunas de sus ambiciones, maquilladas a veces de nobles ideales.

No lo olvidemos. Incluso en estos casos que aparentemente muestran una autoestima exagerada, late la duda fundamental: ^merezco de verdad ser amado y valorado?

 

II. UNA CULTURA QUE PRIVILEGIA LA INDIVIDUALIDAD 1. Notas descriptivas

 

La valoración del individuo es una de las grandes conquistas de la modernidad. Un ser humano no es un número. Tiene su singularidad irrepetible y su derecho a un proyecto personal. La matriz cristiana de la cultura europea ha favorecido la emergencia de esta mentalidad hoy fuertemente arraigada en generaciones jóvenes y adultas. Ha favorecido la autorrealización y la dicha de muchas personas. Ha propiciado el respeto a la intimidad y a la libre decisión. Ha marginado patrones de conducta autoritaria.

 

En general, este justo aprecio de la individualidad no ha sido equilibrado por otros valores importantes. Por ejemplo, la solidaridad ha quedado debilitada por la exaltación de la individualidad. El espíritu competitivo se ha tornado en muchas ocasiones competencia desleal. Los mismos vínculos familiares se han aflojado. En suma: el riesgo real de nuestra cultura consiste en que el aprecio de la individualidad degenere en individualismo. Un riesgo que es más que una amenaza. Es una realidad. Si la cultura de la individualidad no quiere quedar atrapada en el individualismo, es preciso que sea complementado por la «cultura del vinculo» (X. Lacroix). Ser persona consiste en ser libre y, al mismo tiempo, estar ligado.

 

En el limite, el individualista acaba rechazando todo aquello que no le vale, no le sirve, no le gusta. No se compromete con nada ni con nadie. Su concepto de libertad queda esencialmente mutilado: es pura libertad «de»; no libertad «para». «Usar y tirar» se convierte en la filosofía práctica del individualismo. La aplica no solo a los objetos, sino también a las personas.

 

El individualista no quiere adquirir compromisos: le atan. Su resistencia a los compromisos se torna verdadera alergia cuando se trata de compromisos perpetuos y definitivos. Si hay una palabra que aborrece, es la fidelidad. Para el individualista, nos encadena al pasado y nos impide crear un futuro diferente. Es incompatible con la vida humana en la que el cambio es un elemento esencial. Pretender ser fieles es un acto de orgullo que sobrevalora las propias fuerzas. Es incluso inmoral, porque el ser humano ha de ser fiel a si mismo y elegir en cada momento lo que le realiza como persona.

 

 

2. La individualidad en los presbíteros

 

La cultura de la individualidad ha modificado positivamente muchos aspectos de la vida presbiteral. La relación de antaño, medrosa, dependiente, exenta de diálogo con los responsables diocesanos y con el obispo, se ha tornado, generalmente, un intercambio más confiado y mas libre, aunque aún hay en este punto un camino que recorrer. La libertad de bastantes sacerdotes a solas con el obispo es aún limitada. La apertura es a veces más calculada que confiada, sobre todo en ciertas generaciones.

 

La atención de la diócesis a la situación de cada presbíteros en su salud, en su formación, en su espiritualidad, en sus condiciones materiales de vida, en su satisfacción personal, es hoy notablemente más cuidada que hace 25 anos. El diálogo previo a un cambio de destino y la consideración otorgada a las razones del presbítero son una realidad en muchas diócesis, aunque los destinos serán siempre fuente de tensión y momento delicado.

Las aptitudes singulares de un sacerdote para los estudios u otras capacidades son hoy más tenidas en cuenta.

El mismo sacerdote cultiva y ha de cultivar su individualidad, sus cualidades, sus aficiones, sus amistades, sus espacios de vida privada, (que necesita como cualquier ser humano), su descanso semanal, la relación con su propia familia. Una vida entregada ha de ser rejuvenecida no solo por la oración, sino también en todos estos «espacios ecológicos».

 

Pero los presbíteros no somos inmunes a la malformación de la individualidad llamada individualismo. Subsiste en bastantes la dificultad de enrolarse en proyectos pastorales compartidos. El deseo de ser protagonistas y la resistencia a renunciar a una parte de «mi» proyecto para construir «nuestro proyecto», dan cuenta de esta dificultad. La tendencia de bastantes a tomar decisiones en solitario sin consultar a los órganos colegiados de la parroquia no es tampoco inexistente. Es cierto que la tradición heredada no nos ayuda demasiado en este empeño. Pero si debería movilizarnos la viva conciencia de que nuestra misión es co-misión. Hace pensar, asimismo, que la calurosa invitación conciliar a «alguna forma de vida común» tenga hoy un eco menor que en otros tiempos. Cuando se hace realidad, cuaja con frecuencia en una vida comunitaria bastante pobre en contenido, en la que no es mucho ni lo más valioso lo que se comparte. No observo en este punto una disposición más abierta y positiva en las jóvenes generaciones sacerdotales. Somos todavía muchos demasiado solitarios y demasiado poco comunitarios.

 

El individualismo puede tener también su reflejo en el nivel de disponibilidad reclamado por nuestra consagración a la diócesis y por la consiguiente obediencia prometida al obispo. Es cierto que el obispo debe ser respetuoso y receptivo ante las razones e incluso ante las dificultades afectivas que el sacerdote le manifieste a la hora del cambio o de destino. Pero algunos nombramientos resultan demasiado costosos y dejan heridas que delatan una disponibilidad limitada. La ironía y el ingenio clerical ha alumbrado un dicho manifiestamente exagerado, pero no exento de todo realismo: «antes se hacían 60 nombramientos en un día; hoy hacen falta 60 días para hacer un nombramiento».

 

 

Conferencia Episcopal de Francia: «Proponer la fe en la sociedad actual», En Ecclesia, nn. 2835-36, pàg. 125.

PDV 10.

1 Tes 5, 21.

LAPLANCHE-PONTALIS: «Diccionario del Psicoanálisis». Barna 1971. Ed. Labor, págs. 238-242.

CENCINI, MOLARI, FAVALE, DIANICH: «El presbítero en la iglesia de hoy». Madrid, 1994, edit. Atenas, pág.. 28.

LACROIX, X.: «Enjeux autour de la famille». Études, 1995.

CONCILIO VATICANO II, P.O. 8.

 

(Fuente: Comisión del Clero de la CEE, Encuentro de Delegados y Vicarios para el Clero. Madrid, 27 - 29 Mayo de 2009)