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“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción”

 

Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires en la Misa Crismal (1 de abril de 2010)

 

 

1. Queridos hermanos sacerdotes: el año pasado en esta misma Eucaristía, reflexionamos acerca del Fin del ministerio sacerdotal: “ungidos para ungir”. El sacerdocio es para el Pueblo fiel, para todos los hombres que necesitan ser ungidos con la misericordia y la caridad de nuestro Padre Dios. Necesitamos de esa unción del Espíritu que nos hace acompañar al pueblo de Dios en la confesión de Jesucristo como nuestro único Salvador y Señor, y lo necesitamos  de manera muy especial en estos tiempos de tanta pobreza material y de tanto asedio a la fe.

Hoy quiero invitarlos a contemplar la Fuente de la que brota la Unción, a poner los ojos en el Espíritu que reposa sobre Cristo Sacerdote, Espíritu de Santidad en el cual fuimos consagrados por la unción sacerdotal.  Contemplamos al Padre, Fuente de toda santidad, que envía al Espíritu sobre su Hijo amado. El Espíritu impregna con el sello de la Unción la Cabeza, el Corazón y las Manos de Jesucristo y lo consagra Sacerdote para siempre. En esa misma Fuente tiene su origen nuestro ministerio sacerdotal. El mismo Espíritu que ungió al Señor nos ha consagrado a nosotros sacerdotes por la unción.

Ponemos los ojos de la fe en Cristo Ungido por el Espíritu, en Cristo Pastor pastoreado por el Espíritu, en Cristo Conductor conducido por el Espíritu que el Padre hace descender sobre Él y que lo acompaña a lo largo de toda su vida, ungiendo todas sus acciones y a los que Él elige para enviar. 

2.  Este Espíritu que está sobre el Señor y al cual Él obedece dejándose conducir, está también sobre nosotros, guiándonos y conduciéndonos internamente.  No es la carne ni la sangre lo que guía nuestro caminar de pastores. No es la prudencia humana ni el interés propio lo que nos mueve a ir de aquí para allá. El Espíritu es quien  inspira nuestras acciones y lo hace para alabanza y gloria del Padre y para el bien del pueblo fiel de Dios.

Este Espíritu imprimió carácter en nuestro espíritu cuando el Obispo nos impuso las manos y rezó pidiendo: “renueva en sus corazones el Espíritu de Santidad”. Con Él nos unimos en cada Eucaristía cuando extendemos nuestras manos sobre la ofrenda de pan y de vino y decimos al Padre Santo, fuente de toda santidad: “te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu”.  A este Espíritu invocamos para que a través nuestro comunique la gracia del Bautismo a los niños, perdone los pecados de los que se confiesan y unja el sufrimiento de los enfermos.

3. Con Cristo, por El y en El podemos repetir: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción”.

Consuela salmodiar estas palabras, como salmo de la fe, poniendo la atención en la fuente de la gracia y no sólo en el fin. Cuando miramos a aquellos a quienes somos enviados, si bien consuela todo el bien que reciben por nuestro ministerio, lo que prima es la fatiga pastoral: la mies es mucha y los obreros somos pocos. El bien siempre está por hacer, siempre falta más, siempre se nos presenta la Cruz en el horizonte del trabajo cotidiano. Al mirar, en cambio, a la fuente de donde proviene la gracia del ministerio, al mirar al Donante más que a los destinatarios del don, brota gratuito y sobreabundante el Consuelo. No se agota el Agua viva de la fuente a la que acudimos por agua, no se apaga el Fuego de su Amor ni se extingue el Soplo de sus inspiraciones que iluminan la mente y ponen en movimiento evangélico nuestros pies y nuestras manos.

4.  ¿De dónde proviene la energía infatigable de los Apóstoles, de los santos y de los mártires? ¿Dónde se alimenta su celo apostólico y su paciencia inagotable para sufrirlo todo y esperarlo todo? Brotan de la Paciencia y de la Mansedumbre de Cristo, forma distintiva de su sacerdocio santo, ajeno a todo cansancio malo, a toda agresión y a toda crispación. ¿Y dónde se alimenta esta dulzura pastoral de Cristo, esta prautes, esta hypomoné, que se contagia a sus sacerdotes apenas le tendemos la mano, apenas nos recostamos en su Costado al inclinarnos un poco para consagrar? La paciencia, la dulzura, la mansedumbre y el aguante sacerdotal se alimentan del Espíritu y de su Unción. Ungimos cuando nos dejamos Ungir por el Espíritu de Cristo manso y humilde de Corazón, cuando nos sumergimos en Él y dejamos impregnar nuestras heridas pastorales, las que cansaron nuestras mentes y estresaron nuestros nervios.

Estamos llamados a ser piedras, es verdad. Pero piedras ungidas. Duros como la piedra por fuera, para edificar y sostener, para proteger al rebaño y cobijarlo, pero no duros ni crispados por dentro. Por dentro el sacerdote tiene que ser  como el aceite en el frasco, como el fuego en la antorcha, como el viento en las velas, como la miga del pan.

Para ungir debemos buscar diligentemente y recibir con prolijidad la Unción del Espíritu en todos los rincones de nuestra alma, para que la gracia llegue a lo hondo,  sobreabunde y pueda derramarse en los demás.

Somos pobres sacerdotes en el Gran Sacerdote, pequeños pastorcitos en el Gran Pastor, la gracia que pasa a través de nuestros labios y de nuestras manos es infinitamente mayor de lo que podemos imaginar y el aceite de la Unción es lo que nos hace buenos conductores. Conductores conducidos.

5. La señal de ser conductores conducidos es el crecimiento en la mansedumbre sacerdotal. La unción comporta la apropiación mansa que el Espíritu va haciendo de todo nuestro ser para ungir a los demás. Tenemos la imagen linda de esta gracia en los “Cristos de la Paciencia” que tanto quiere nuestro Pueblo. Nuestro Pueblo fiel está cansado de un mundo que agrede, que enfrenta a hermanos contra hermanos, que destruye y calumnia. Nuestro pueblo no quiere sacerdotes crispados. Y la crispación viene de pretender controlar el propio poder. Precisamente lo contrario del saberse-conducido propio del buen pastor. Nuestro pueblo fiel nos pide paciencia y mansedumbre.

La mansedumbre sacerdotal es propia del corazón que se sabe guiado y conducido: “tu vara y tu cayado me sosiegan”. La mansedumbre y la paciencia sacerdotal son propias del corazón que se sabe bendecido, defendido, consolado, enviado en medio de su pueblo para hacer Alianza, ungido por el mismo Espíritu que ungió al Hijo predilecto, al único Sacerdote y Buen Pastor de las ovejas.

Cercanos ya a concluir este Año Sacerdotal, que el mejor homenaje a nuestro sacerdocio para los demás sea dejar que el Espíritu renueve en lo más íntimo de nuestra alma la unción, plena y sobreabundantemente, de manera tal que sin apartar los ojos de aquellos para servicio de los cuales hemos sido ungidos, nos regocijemos de corazón, gratuitamente, en Aquel que se nos dona a sí mismo en su Don.

 

Card. Jorge Mario Bergoglio s.j., arzobispo de Buenos Aires

Buenos Aires, 1º de abril de 2010