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¿Cómo va apareciendo la Iglesia del futuro?

Renovación, liberación y florecimiento

 

 

Observaba desde  mi ventana la silueta invernal  de nuestro jardín de Oxford, preguntándome lo que yo podría decir sobre el tema que se me había propuesto: “cómo va apareciendo la Iglesia del futuro”.  Llegué a pensar que el árbol podría ofrecer un modo de aproximarme al tema. La forma de un árbol es fruto de su interacción con lo que le rodea. Sus hojas reciben la luz del sol y la convierten en azúcares; las raíces hacen una especie de madriguera abajo para guardar el alimento y el agua; la corteza es su piel vital. El árbol tiene entidad propia, por supuesto, pero sólo está vivo en interacciones múltiples con lo que está fuera de él. La forma de la Iglesia futura también estará determinada por el modo de relacionarse con nuestro mundo. La Iglesia afronta el dilema que ha marcado al Judaísmo durante siglos: cómo evitar el ser asimilada por la sociedad, que llevaría a la desaparición de la Iglesia y cómo no ser un gueto, otra forma de muerte. ¿Qué clase de interacción dinámica con el mundo permitirá que la Iglesia pueda florecer?

 Planteamos esta cuestión en un momento interesante de la historia de nuestra cultura, con desafíos completamente diferentes de cuando la revista “América” fue fundada hace un siglo, o cuando Karl Rahner, S.J., planteó esta pregunta en 1974. Estamos avanzando lentamente para ir más allá de la cultura de la Ilustración, que ha configurado en gran parte los acontecimientos de los últimos siglos. No deseo atacar la Ilustración y culparla de los infortunios del mundo moderno. Ha sido un momento enormemente beneficioso en la historia de la humanidad. Pero algunos de sus modelos de pensamiento encerraron a la iglesia en ámbitos estrechos y la entorpeció con posiciones ideológicas que no siempre le han ayudado a avanzar, como un árbol encerrado en las grietas de una roca. La aparición de un nuevo mundo con nuevos modos de pensar puede ofrecer una nueva primavera para la iglesia.

Una característica de esta época de la Ilustración ha sido su nacionalismo a ultranza. Los imperios occidentales, sobre todo el británico, impusieron identidades nacionales a pueblos que tenían otros modos de entenderse: tribal, feudal, étnico, migratorio, mítico. Tener una identidad en este mundo era tener una bandera y un himno nacional. Una consecuencia ha sido el hecho de las guerras nacionalistas, que culminan en las terribles masacres del siglo XX. Ahora nos estamos haciendo ciudadanos de una aldea global, y aquí la Iglesia puede ayudar a mostrar el camino. Somos ya la institución más global en el planeta. Pero para llevarlo a cabo, debemos vivir el presente: ¡Carpe diem!

La tradición y el progreso

Una de las dicotomías que estructuraron el modo de pensar de la Ilustración fue la oposición entre tradición y progreso. Ser "ilustrado" comportaba soltar los grilletes del pasado, sobre todo la filosofía de Aristóteles y los dogmas de la Iglesia Católica. Entonces se veía a la Iglesia como una institución que por su propia naturaleza estaba en contra de la modernidad. La Iglesia cometía con frecuencia el error de aceptar esta imagen en vez de desafiar las categorías que la atrapaban en el pasado. En el Syllabus de Errores de 1864, el Papa Pío IX condenó como un error que el Papa “puede y debería conciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización reciente.” De este modo se veía a menudo a  la Iglesia  como necesariamente opuesta a  la democracia, la libertad, el pensamiento moderno y la ciencia.

El Concilio Vaticano II trató de liberarnos de este enclaustramiento mental, pero es difícil abandonar modos atrincherados de pensamiento, y muchos católicos todavía se definen como "tradicionalistas" o como "progresistas". Tal polarización hiere profundamente e impide que la Iglesia florezca. Es como si existiese una antipatía entre el tronco del árbol, el pasado del árbol,  que lo mantiene en alto, y las superficies vitales de las hojas, la corteza y las raíces, que lo mantienen vivo.

Aquel viejo mundo de la Ilustración se va desvaneciendo. El mito "del progreso", su fe secular no parece  muy plausible cuando nos topamos con el desastre ecológico y el crecimiento  del terrorismo religioso. Para la Ilustración, si el progreso se hace dudoso, entonces no le  queda más salida que la desesperación o el  tradicionalismo. Pero para el catolicismo, este momento podría llevarnos a un sentido renovado y  vital de la tradición en una interacción dinámica con la modernidad. Una consecuencia es que la enseñanza sería otra vez vista como intrínsecamente dialógica.

 La Ilustración cuestionó  el concepto global de enseñanza. Nicholas Lash, de la Universidad de Cambridge, escribió en su libro Believing Three Ways in One God:“ La Ilustración nos dejó con lo que podríamos llamar una crisis de docilidad. A no ser que tengamos el coraje de trabajar por nosotros mismos, tomar como verdadero sólo aquello que hemos alcanzado personalmente o, quizás, inventado, los sentidos y los valores, descripciones e instrucciones, impuestos por otros,  alimentando el poder de otros, nos inhibirán y esclavizarán, nos atarán a  fábulas y falsedades del pasado. Incluso la verdad de Dios, quizás especialmente la verdad de Dios, no es ninguna excepción a esta regla. Sólo a los esclavos y a los niños se les puede educar ya que  son dóciles”.

 Hombre de conversación

La enseñanza sobre Jesucristo es necesariamente dialógica  porque él era un hombre de conversación. Todo el evangelio de Juan, desde la discusión de Juan  el Bautista con los sacerdotes y levitas hasta el intercambio final de Jesús con Pedro en la playa, es un continuo sondeo y conversación exploratorios. Jesús comparte su vida y mensaje con los discípulos abriendo un espacio de diálogo. La misma Trinidad es la conversación  eterna, cariñosa, de igual a igual, sin dominar a nadie. Herbert McCabe, O.P., describió nuestro adentrarnos  en la vida trinitaria como algo parecido a un niño que oye a adultos inteligentes que tienen una maravillosa conversación en un pub. En su libro “Dios, Cristo y nosotros”, escribió: “Pensad durante un momento en un grupo de tres o cuatro adultos inteligentes que hablan relajadamente sobre algún asunto. Son ingeniosos y se van respondiendo rápidamente el uno al otro — lo que en Irlanda se llama  ‘el crack.’ Pueden aparecer ideas serias, pero nadie se pone serio. Nadie aparece como pomposo o solemne (nadie predica). La imaginación hace sus pinitos. Hay bromas y juegos de palabras, ironía e imitación y hasta autoparodia.... Pues bien,  este niño se parece a nosotros cuando oímos hablar sobre la Trinidad.”

Así pues  nuestra predicación y enseñanza cristianas son necesariamente como conversaciones. De otro modo  pareceríamos a pacifistas que tratan de convencer a nuestros opositores dándoles una paliza. En efecto, la palabra "homilía" viene de una palabra griega que significa “dialogar.” La predicación está al servicio de la conversación que es la Iglesia.

Algunos cristianos tienen sus dudas sobre el diálogo. Este fue un tema caliente en el Sínodo asiático de Obispos. Algunos lo veían como potencialmente relativista, como si todas las religiones fueran iguales. Pero casi todas las conferencias episcopales asiáticas discreparon. Los obispos indios insistieron en que el diálogo es “el nuevo modo asiático de ser la iglesia.” El diálogo no es una alternativa a la predicación; es predicación.

 Toda conversación verdadera lleva a la conversión de todos los interlocutores. Pierre Claverie, O.P., el obispo de Orán, Argelia, dedicó su vida al diálogo con el Islam. Este diálogo le condujo a su propia conversión, cuando aprendió a ver el rostro de Cristo en sus amigos musulmanes. El diálogo también les condujo a su conversión. Algunos de ellos profundizaron en su fe como musulmanes, y unos cuantos se hicieron cristianos. Una consecuencia para ir más allá de las categorías de la Ilustración podría ser la renovación de cómo entendemos lo que debe ser una Iglesia que enseña y predica en interacción vital con nuestro mundo.

Un oasis de libertad

Otro elemento del modo de pensar de la Ilustración del que tenemos que liberarnos es “la cultura de control.” En una época secular, Charles Taylor ha trazado su desarrollo. Comparado con la libertad relativa y el caos de la Edad media, vemos la aparición de monarcas absolutos, el Estado, la policía y el ejército. Los pobres ya no son vistos como imágenes de Cristo, con quienes estamos unidos por el amor, sino como una fuente de peligro que debe controlarse. El insano debe ser encerrado en lo que Michel Foucault llamó “le grand renfermement”. La sociedad ya no es entendida orgánicamente, sino como un mecanismo que se puede ir ajustando. Cuando la creencia en Dios se debilitó, quedó un vacío que rápidamente quisimos rellenarlo. Cuando el ateo en la historieta victoriana dijo, “no creí en Dios hasta que yo descubriera que yo era dios.” El resultado es un crecimiento interminable de legislación. El gobierno británico ha introducido 3 000 nuevas penas  criminales en los 10 últimos años. Somos supervisados sin cesar.

En contraste con esta cultura de control, la Iglesia debería ser un oasis de la libertad de Cristo. Pero esto no es siempre así. En su lugar, la Iglesia ha imitado a la sociedad secular en la centralización del poder, en la toma de decisiones  y en el nombramiento de obispos. Esto era quizás inevitable, dado que los Imperios del siglo XIX hicieron todo lo posible por conseguir el poder sobre la iglesia. Pero ahora nos movemos  en un mundo nuevo, donde “la cultura de control” puede desvanecerse. Un estado- nación centralizado, con el control completo del comercio y de las finanzas, ya no es posible en un mundo global. Los negocios nos descubren que van mejor si las decisiones son descentralizadas y la creatividad y la experimentación son favorecidas. Vamos a esperar  que la Iglesia respire más fácilmente e invierta la larga tendencia de siglos a la centralización, que comenzó incluso antes de la Ilustración, para de este modo ayudar a sus miembros a recuperar un poco de la espontaneidad alegre de Cristo.

La forma de un árbol es fruto de su interacción libre con el aire, el suelo, el sol y la lluvia. ¿Cómo podría cambiar la forma de la Iglesia? Un primer camino podría ser el tener diversas instituciones que den a la gente voz y autoridad en la Iglesia. La sociedad medieval era un conglomerado complejo de todo tipo de instituciones: la jerarquía, universidades, órdenes religiosas y monasterios, la monarquía y nobleza, gremios laicos y fraternidades. No hay que ser demasiado idealistas  sobre la Edad Media, como si fuera  una edad de oro de la democracia. Sin embargo, en aquel mundo menos disciplinado, reyes y obispos, abades y abadesas, predicadores y profesores, nobleza y comerciantes — todos daban su opinión en la conversación interminable de la Iglesia y la sociedad, aun contando  con el riesgo de ser quemado en la hoguera  si uno decía algo incorrecto.

La aparición del estado- nación vio una simplificación de la sociedad, en la medida en que el poder estuvo cada vez más concentrado en manos de gobiernos seculares. Hasta cierto punto, la Iglesia de nuevo imitó a la sociedad, y la jerarquía se hizo casi el único verdadero poder dentro de la Iglesia. Si la Iglesia desea tener una interacción sana con la sociedad, sin retirarse a un gueto, ni caer en una  asimilación fácil, entonces necesitamos una cultura católica dinámica. Esto significa tener universidades y facultades en las cuales confiamos poder explorar nuestra fe, plantear las cuestiones difíciles, probar nuevas ideas, jugar con ideas, ofrecer  hipótesis sin timidez, sin tener que alcanzar las cosas a la primera porque nos sentiremos como metidos en agua caliente.

Espero un cercano  renacer masivo de la vida religiosa, incluso en occidente. Esto ha ocurrido cada dos siglos desde el cuarto, y aparecerá seguramente otra vez pronto. Necesitamos la diversidad de estilos de vida, espiritualidades, carismas de las distintas órdenes religiosas para liberar a la Iglesia del peso de la uniformidad. Hemos visto el desarrollo  de nuevos movimientos laicales, sobre todo en Francia, España e Italia. Esperemos que otros emerjan y prosperen en el resto de la iglesia. Necesitamos creatividad institucional de modo que los laicos, sobre todo mujeres, adquieran  voz y visibilidad. Esto no es para minar la jerarquía o disminuir su poder. Si algo puede esperarse de ello, es que se vigorizaría la creatividad vital de la comunidad en la unidad del cuerpo de Cristo.

El árbol floreciente

Si el gran árbol de la iglesia ha de florecer, necesitamos una visión moral que no nos encierre en un gueto, ni nos asimile con la sociedad. La Iglesia no es ni una secta, herméticamente separada del mundo, ni un grupo de gente que comparten opiniones, como un club de amigos  que se reúne los domingos. Necesitamos una visión moral que nos comprometa como  gente del siglo veintiuno y nos haga ir floreciendo. Muchos católicos entienden la moralidad como un modo que refleja una cultura de control, de obligación y prohibición propia de la Ilustración. Ser católico es aceptar las reglas, comenzando por los Diez Mandamientos. Bertrand Russell dijo que éstos deberían ser considerados como preguntas en un examen: ¡Ningún candidato debería intentar más de seis! Los mandamientos siempre han tenido, obviamente, un papel en la moralidad católica, pero con la Ilustración  llegaron a ser centrales, y no como  parte de nuestra formación de  gente que busca su felicidad en Dios.

La renovación de la ética de la virtud, sobre todo en Norteamérica, ofrece un modo que va más allá de una moralidad voluntarista. No se refiere tanto a las acciones cuanto a hacerse una persona que encuentra la felicidad en Dios. Practicando las virtudes cardinales de prudencia, fortaleza, templanza  y justicia, podemos llegar a ser peregrinos en camino hacia la santidad. Con las virtudes teologales  de fe, esperanza y caridad se nos da un anticipo del final del viaje. Una moralidad fundada en las virtudes concierne a  la transformación de nuestros deseos, más que a su control.

Muchas personas se encuentran incómodas en la Iglesia. Gente que se ha  divorciado y ha vuelto a casarse,  homosexuales, o gente que vive en cualquier otra situación “irregular” puede preguntarse si realmente pertenecen y pueden llegar a ser  alguna día algo más que ciudadanos de segunda clase. A medida que la sociedad occidental se aleja  de sus orígenes cristianos, cada vez más gente se preguntará si ellos están dentro o fuera de los muros. Una visión moral fundada en las virtudes invita a cada uno, sean como sean o hayan hecho lo que hayan hecho, a comenzar el regreso  a la casa de Dios. Esa moral ni deja fuera ni acepta la ética de la sociedad.

Hay muchas otras formas en las que el final de la Ilustración puede ser un momento enriquecedor para la Iglesia. Por ejemplo, su individualismo cartesiano, con una imagen de la mente como espíritu en la máquina, no pega con una comprensión católica de la unidad total de mente, alma y cuerpo, como vemos en el Aquinate (y como aparece en toda  la vida sacramental de la iglesia, que bendice los hechos relevantes de nuestras vidas: nacimiento y muerte, el comer y beber, el sexo y la enfermedad). La doctrina social católica sobre la primacía del bien común, de pronto  parece ser la única ética sensible para una población planetaria que se enfrenta a la catástrofe ecológica.

Muchas cosas a menudo  pensadas como típicamente católicas — un estilo autoritario de enseñanza, control centralizado, un acercamiento legalista a la moralidad, visión negativa del  cuerpo- son tal vez  el resultado de la conformidad de nuestra Iglesia con la cultura de la Ilustración. Cuando nos situamos en otros momentos de  la historia de la humanidad, podemos ver que la Iglesia se ha ido renovando, liberada de los límites de un modo de pensar  que, aunque enormemente beneficioso para la humanidad desde muchos puntos de vista,  era un obstáculo para la vida de la Iglesia y oscurecía su visibilidad como signo del Reino. “¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué le compararé? Es como un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerto; creció y se convirtió en árbol y las aves del cielo anidaron en sus ramas” (Lc 13, 18s).

 

Timothy Radcliffe, O.P

 

(Aparecido en la revista AMERICA de los jesuitas en USA el 13 de abril 2009)