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SITUANDO LA VOCACIÓN EN LA IGLESIA

(Vamos a ir aclarando en distintos artículos algunos aspectos eclesiológicos para situar en la Iglesia de la mejor manera posible su realidad vocacional. Echaremos mano de algunos estudios que nos pueden ayudar en nuestro planteamiento eclesial. En este caso, veremos "La Iglesia misterio" )

La Iglesia Misterio: “Sólo con el corazón se puede ver bien”

En las actuales circunstancias de impotencia evangelizadora y de polarización intraeclesial resulta imprescindible volver a recordar que también en lo concerniente a la Iglesia "lo esencial es invisible para los ojos”. Efectivamente “la Iglesia no es una realidad de este mundo que se puede
medir y analizar como se quiera" (H. de Lubac, 24). Frecuentemente olvidamos que tras las distintas posiciones eclesiológicas y los diferentes intereses de política eclesial subyace una visión espiritual con respecto a la Iglesia que alcanza estratos emocionales profundos de la fe. La renovación conciliar nos ha enseñado a centrar nuestra espiritualidad en Jesucristo o en el Reino de Dios. Pero no debiéramos ignorar que la concreción de nuestro seguimiento de Jesús de Nazaret, de nuestra fe en Cristo y de nuestro compromiso con el Reino acontece en una relación espiritual con la Iglesia, pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y comunión de los santos. Se trata de una auténtica experiencia espiritual que entronca radicalmente la fe personal con una comunidad de fe eclesial. También la Iglesia actual, como la de la época patrística y medieval, ha de ser objeto de meditación espiritual y no sólo de reflexión teológica (M. Kehl). Muchas de las grandes figuras teológicas del siglo pasado, que prepararon e inspiraron la renovación conciliar de la Iglesia, retomaron esta práctica de la patrística. Meditaron en la Iglesia en tiempos singularmente sombríos, desde el punto de vista de la autocomprensión eclesial, y tremendamente dolorosos y
críticos para ellos mismos.


Recordemos a H. de Lubac y su Meditación sobre la Iglesia. Su ejemplo personal y la lectura de su obra serenaron muchos espíritus turbados y nos enseñó a todos sus lectores –como él pretendía– “a entrever algo mejor” a la Iglesia. Su experiencia espiritual permitió desencallar la eclesiología del arrecife de la sociedad perfecta, en el que la Iglesia se hundía, y ponerla de nuevo en la dirección del misterio y el sacramento de Jesucristo. Compartiendo su visión espiritual descubrimos que el amor de Cristo a su Iglesia era la base y el fundamento de nuestro amor. Envilecida por el pecado y la deslealtad la Iglesia seguía siendo la “castameretrix” porque Cristo la amaba con un amor indestructible (Ef 5,22). Esta consideración espiritual fue el estímulo
de la disponibilidad de muchos católicos de entonces, que se aprestaron a entregar su propia vida a la Iglesia y a comprometerse con ella. Y el antídoto que consiguió que las debilidades y degradaciones de la Iglesia no les hicieran claudicar en su amor, aunque en no pocos casos lo trastocasen en profundo dolor. Esta experiencia espiritual les enseñó que la santidad de la Iglesia indica una relación y una pertenencia, no un estado en sí. “Lo que Dios ama es santo, independientemente de cómo esté constituido” (J. Moltmann, 193)…

Pero no parece que radique en los pecados personales de los miembros de la Iglesia, sino en lo que M. Kehl llama “la condición estructuralpecadora de la Iglesia” el centro neurálgico del problema. El concilio Vaticano II, y más concretamente la Lumen Gentium, evitó el uso de la expresiónIglesia pecadora que utilizaron los padres11, aunque sabe objetivamente
que la Iglesia es pecadora y considere que está concernida por los pecados de sus miembros sin señalar cómo ha de captarse teológicamente este hecho…

Según un eclesiólogo centroeuropeo esta condición de Iglesia pecadora se manifiesta en la Iglesia actual “cuando una mediocridad y apatíageneral impide casi a priori a un número creciente de fieles seguir la llamadaradical del evangelio, lo que afecta a las raíces de la existencia creyente;
o cuando una Iglesia o una comunidad se encierra tanto en suambiente eclesial, hasta diluirse en una autosuficiencia institucional, queno se abre ya a las necesidades reales de las personas dentro y fuera dela Iglesia; o cuando el anuncio de la palabra degenera en un adoctrinamiento
hostil a la libertad, o la administración de los sacramentos (la penitencia,por ejemplo) deriva en ejercicio subliminal del poder sobre las conciencias,y la diakonía, en rutina asistencial, etcétera” (M. Kehl. Elénfasis es del autor).

Por mi parte añadiré que “la condición estructural pecadora de la Iglesia” también se manifiesta, de modo muy singular, en el sistema estructurador de su organización social… Sus consecuencias más agudas son la escisión entre Iglesias ricas y pobres, la “circuncisión occidental” de la fe, la relación de las Iglesias locales con la Iglesia de Roma, el procedimiento de designación y nombramiento de obispos, el papel de la mujer en la Iglesia, la situación de los divorciados y sacerdotes secularizados en el interior de la comunidad eclesial, la falta de reconocimiento práctico del derecho a la opinión pública y al desacuerdo en su interior, la ausencia de cauces reales de diálogo en la búsqueda de la verdad y de su expresión histórica, la fragmentación de las identidades y la confusión de unidad con identidad, la marginación canónica del laicado del ámbito de las decisiones, etcétera. Todas estas realidades eclesiales constituyen auténticas venas abiertas por donde la“carne de la Iglesia” y la “carne de Cristo” se desangran.

Esta figura real de la Iglesia, y no otra, es la que los católicos profesamos como misterio de fe y sacramento de Jesucristo. Nosotros creemos en el Espíritu Santo o más exactamente en toda la Trinidad en esta Iglesia. En ella se nos comunica la vida de Dios que derrocha en favor de los
seres humanos, el perdón de los pecados, la promesa de la fecundidad de la estéril, el aliento divino de la solidaridad, la pasión divina por la vida de los pobres. En ella escuchamos palabras que dan vida y convierten los corazones de piedra en corazones de carne y sentimos la comunión con los santos. Pero su condición de pecadora hace que esta posibilidad agraciante de la Iglesia se oscurezca hasta hacerse casi opaca para la sociedad europea.

En estas circunstancias los ojos de la fe y el amor a la Iglesia nos servirá sin duda para aplicarle tipológicamente el pasaje de Jn 8, 1-11, como el año 1947 hizo K. Rahner, pero igualmente para reclamar con él un programa y una hoja de ruta para un cambio estructural de la Iglesia como el que él propone (K. Rahner 1974). Como escribí en otra ocasión, siempre he creído que “pelear” por la Iglesia en esta Iglesia necesita destrezas humanas semejantes a la de los artesanos de vasijas: la creatividad de la imaginación, la terca esperanza del corazón, la resistencia de las piernas para no flaquear y la pericia de las manos para acariciar y tornear
una materia prima tan poco atractiva, pero tan dúctil, como la arcilla. El Señor nos garantiza lo imposible: la belleza de su santidad.

 

(Tomado del artículo de Javier Vitoria Comenzana, Meditación sobre la Iglesia: Iglesia Viva 224 [2005] 74ss)