volver al menú
 

EL SACERDOTE EN LA IGLESIA HOY

Joseph Doré*

Instituto Católico de París.

I. UNA CUESTIÓN DE HOY DÍA

1. Un tema de especial importancia

a) ¿Cómo entender nuestro ministerio presbiteral en la Iglesia? ¿Cómo situarnos en cuanto presbíteros dentro de nuestras comunidades cristianas? ¿Qué referencias eclesiológicas estructuran el sacerdocio ministerial al que hemos sido llamados y cuya misión ejercemos? Aunque son diversas y están formuladas desde perspectivas o conforme a problemáticas un tanto diferentes, todas estas cuestiones nos colocan ante la misma pregunta: "¿En qué consiste básicamente ser sacerdote?" Pero todas igualmente nos invitan de inmediato a centrar la reflexión y, como consecuencia, a buscar la respuesta sobre este punto, dentro de un contexto, de un marco, de un "lugar" muy concreto: en la Iglesia.

Es cierto que, en muchos aspectos, semejante pregunta no deja de parecer, bastante sorprendente, a primera vista al menos: ¿actualmente, qué esta ocurriendo hoy día en la Iglesia para que se llegue a problematizar en ella una realidad —función e institución— que de hecho, y hasta nuestros días, ha tenido un lugar esencial desde sus mismos orígenes, va a hacer pronto veinte siglos?

b) Detenerse por unos momentos en la sorpresa que de inmediato suscita el enunciado de nuestra presente reflexión, permitirá precisar a la vez, desde un principio, su oportunidad y su importancia en nuestro contexto actual. Efectivamente, si se miran las cosas con atención, tenemos que reconocer aquí la presencia de diversos factores.

En primer lugar, el hecho de la escasez de sacerdotes, cuya evidencia, por desgracia, nadie puede negar al menos en nuestro país. Este dato, en efecto, no sólo ha llevado a buscar ciertas fórmulas de suplencia práctica al servicio presbiteral, sino que también ha inducido a algunos a preguntarse si el sacerdocio ministerial es tan necesario como se dice. Considerando que no cabe la hipótesis de que Dios abandone a su Iglesia, se ha suscitado la pregunta aquí y allá, de si no será que Él no desea que haya siempre sacerdotes para ella... ¡puesto que a fin de cuentas le proporciona tan pocos!.

En segundo lugar, hay que señalar también la instauración de nuevos ministerios, relacionada no solamente con las necesidades derivadas de la escasez de sacerdotes que acabamos de recordar, sino también con el reconocimiento en la Iglesia de nuevas necesidades y con el consiguiente deseo de darles respuesta. Tanto en una situación como en otra, debe entenderse que no se trata de encomendar a laicos cosas que hasta el presente habían sido patrimonio de los sacerdotes, sino de abrir paso a nuevos servicios, queridos e instituidos como tales; no obstante advertimos que al mismo tiempo se plantea el problema de las posibles y reales incidencias sobre el mismo ministerio presbiteral. Por lo menos parece necesario un reajuste; lo ideal sería hacer un replanteamiento, del que ya se notan indicios, y después veremos cómo se desarrolla...

Otro factor importante: lo que se ha dado en llamar la promoción de los laicos. No se trata de menospreciar la suerte que representa para la Iglesia el hecho de que los laicos deseen y puedan participar en su propia vida y en su organización interna, más allá incluso del testimonio que ella está llamada a dar ad extra, . Ciertamente que de cara al futuro ha desaparecido la idea de un "mandato" recibido de la jerarquía o de una "participación" en el apostolado jerárquico. Sin embargo, no por ello dejan de existir entre los sacerdotes muchos modos de dar la palabra a los laicos o de dejarles que la tomen y, entre los laicos, de prestar su colaboración a la gestión y a la animación de las comunidades cristianas de diversos tipos, lo cual ha acarreado a veces serias tensiones entre unos y otros. Por parte de los primeros se ha advertido una gran perplejidad cuando no cierta hostilidad respecto a los segundos, y por parte de estos respecto de aquellos, algunas reivindicaciones e incluso agresividad.

Finalmente, un cuarto factor: tampoco hay que desestimar la oportuna revalorización del "sacerdocio de todos los bautizados", que se basa sin duda en afirmaciones formales de la Escritura y de la tradición, pero que ha podido dar la impresión de relativizar el sacerdocio de los mismos presbíteros, de venir a invadir peligrosamente el territorio de sus prerrogativas e incluso de de convertirse en una amenaza a su ser específico... En este caso, no estamos, es evidente, únicamente en el plano de situaciones concretas y de necesidades prácticas, de decisiones operativas y de sus incidencias efectivas: aquí estamos pasando propiamente al plano doctrinal y teológico. ¡Y reaparece entonces el peligro, evocado muchas veces en el pasado, de un mayor acercamiento al protestantismo por parte del catolicismo en un punto decisivo para su identidad!.

c) Lo que se acaba de decir es suficiente para dar a entender el interés efectivo de una reflexión sobre el lugar del sacerdote, de los sacerdotes, en la Iglesia en el momento actual. Estando así las cosas, lo mejor es precisar ya directamente el modo concreto de dirigir provechosamente dicha reflexión dentro del contexto a la vez teológico y pastoral en el que nos estamos situando. No teniendo como objetivo la polémica; se trata, ante todo, de ir a lo esencial, que a veces queda enmascarado por las polémicas.

De aquí surge una segunda parte que, para permitir responder a la pregunta sobre el lugar del sacerdote en la Iglesia, recordará que la misma Iglesia ha de ser situada con relación a los dos "puntos de referencia" fundamentales, que literalmente la definen: Cristo, por una parte, y el mundo, por otra. Entonces una tercera parte podrá centrarse en la Iglesia, con el fin de abrir caminos a una cuarta y última, que tratará, a su vez, específicamente de los presbíteros. Pero conviene antes no cerrar esta primera parte sin tener presente la doctrina de un documento relevante de la Iglesia: la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II.

2. Sobre dos frases de la "Lumen Gentium"

a) Una triple función:

En un pasaje muy denso de la Constitución sobre la Iglesia, se lee lo siguiente:

"Los obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad" (n. 20).

De manera muy concreta, dicha fórmula enuncia una respuesta clara a la pregunta sobre el lugar de los sacerdotes en la Iglesia: en articulación con los obispos de quienes son colaboradores (puesto que les aportan su «ayuda»), los sacerdotes —y los diáconos— han recibido el «ministerio de la comunidad». Es decir, que de una manera cualificada, habilitada, instituida, están en la Iglesia al servicio de lo que la hace precisamente «comunidad». ¿De qué modo? Las palabras que siguen responden:

"Para presidir en nombre de Dios sobre la grey, de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad".

Dicho en otras palabras: el servicio ministerial de la comunidad que define a los sacerdotes situándolos en la Iglesia como colaboradores de los obispos, pasa por el ejercicio de una triple función: profética, sacerdotal, regia.

Esto no basta, sin embargo, para dilucidar la cuestión del lugar y del papel de los sacerdotes en la Iglesia, puesto que, un poco más adelante, hablando esta vez de los fieles que ni están marcados por el sacramento del Orden, ni son miembros de una orden religiosa, la misma Constitución sobre la Iglesia se expresa sin ningún género de duda en estos términos: "incorporados a Cristo mediante el bautismo (los fieles cristianos), constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y regia de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo" (n. 31).

Vuelven, pues, así las tres funciones —profética, sacerdotal, regia— que, como consecuencia, aparecen en ambas partes: tanto de la parte de los sacerdotes como de la parte de los laicos. ¡Esto no facilita evidentemente las cosas para distinguir a unos de los otros! Es cierto que hablando de los segundos —los laicos— , el Concilio toma la precaución de precisar que ejercen esas funciones "a su manera"; pero ¿cómo se entiende esa manera? ¿puede explicitarse? Evidentemente sólo si se tiene la respuesta a esta pregunta, se podrá precisar también el lugar y el papel propios de los sacerdotes, su función y su identidad específicas.

c) Sacerdotes y laicos

Sin embargo, quedan ya claros desde ahora varios puntos referentes a las condiciones a las que aquí podrá darse respuesta.

En primer lugar, lo siguiente: si no se puede saber hasta donde llegan los ministerios ordenados sin aclarar el lugar y el papel de los laicos bautizados, es precisamente porque unos y otros comparten y verifican en común las mismas características y prerrogativas fundamentales: sacerdotes y laicos, laicos y sacerdotes son profetas, sacerdotes y reyes. Evidentemente hay que recordarlo. Se puede decir al menos, como consecuencia, que en modo alguno se trata de oponer unos a otros y, menos aún, de separarlos.

Segundo punto claro: sacerdotes y laicos se encuentran, se unen, y no pueden distinguirse (en la medida en que lo hacen) más que en la Iglesia. En efecto, queda muy expresamente dicho que, siendo (mediante el bautismo) "constituidos en Pueblo de Dios, los fieles ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia (...)".

Está claro: las prerrogativas aquí reconocidas a los miembros del Pueblo cristiano se definen por relación a una «misión» que se realiza perfectamente (también) «en la Iglesia». Tengamos presente lo que ya hemos visto claro: la cuestión no consiste en pretender que, si sacerdotes y laicos se distinguen, ello se deba a que, perteneciendo unos y otros a la Iglesia, siendo conjuntamente miembros de la misma, los primeros se especificarían porque su misión les reservaría las tareas internas a la Iglesia, en tanto que lo propio de la tarea eclesial de los segundos sería su orientación ad extra. De ninguna manera, puesto que, según se nos ha dicho expresamente, el bautismo es suficiente para hacer partícipes de la misión en la Iglesia.

Tercer punto claro: al definirse por su referencia a la Iglesia y en la Iglesia, la misión de la que aquí hablamos como la de "todo el pueblo cristiano" y, por tanto también de los sacerdotes queda determinada, al mismo tiempo, por su referencia al mundo y también en el mundo. Por consiguiente, así como se nos invitaba hace un momento a no excluir a los laicos de una misión interna a la Iglesia, así conviene advertir ahora que la misión de los sacerdotes se ejerce también en el mundo: en ese mundo para el que «todo el pueblo cristiano» ha recibido «misión».

Queda un último punto claro a tener muy presente: sacerdotes y laicos se definen como tales por "referencia a y en dependencia de" Jesucristo. En efecto, lo que constituye a uno "miembro del Pueblo de Dios" (en el que «después» alguien podrá ser, bien ministro ordenado, obispo, sacerdote o diácono, bien religioso, bien laico), no es sino el hecho de haber sido «incorporado a Cristo» mediante el bautismo: ¿no se olvida con demasiada frecuencia que, cualquiera que sea su rango, los ministros ordenados también son, y siguen siendo, unos bautizados?

Llegados a este punto, vamos a resumir. Si queremos hablar de los sacerdotes, hay que hablar de ellos dentro de la Iglesia; pero, dentro de la Iglesia, hay que hacerlo en cuanto están vinculados a unos laicos, de los que, sin embargo, han de ser diferenciados. Unos y otros están, como Iglesia que son, en el mundo; finalmente, su incorporación a Cristo es la que los constituye en Pueblo de Dios, los coloca frente al mundo y en su ámbito, con su identidad y su tarea comunes y respectivas. Siendo esto así, el hablar sobre los sacerdotes invita a partir nuevamente de Cristo y a situarlo de inmediato frente al mundo. En función de ello, podremos después situar tanto a la Iglesia como, dentro de ella, a sus sacerdotes.

II. CRISTO Y EL MUNDO

Tratar ahora sucesivamente de Cristo y después del mundo, será hablar precisamente de lo que, desde un principio, se podían llamar —ahora vemos mejor el porqué— "los dos puntos de «referencia» fundamentales que, literalmente, definen a la Iglesia" en cuyo seno pueden más tarde definirse, a su vez, como funciones diferentes e identidades respectivas.

1. Cristo

a) Hablar de Cristo, evidentemente no puede suponer hacerlo conforme a la amplitud de un tratado de Cristología. Lo haremos únicamente desde el ángulo que viene bien a nuestro propósito presente. Más en concreto, esto quiere decir que lo haremos hablando de sus propias funciones: profética, sacerdotal y regia. Efectivamente, puesto que —al menos según la perspectiva del Vaticano II— ­se nos han definido de esta manera tanto los sacerdotes como los laicos en la Iglesia, comencemos preguntándonos qué quiere designar esa triple función en Aquel que está en su origen, para todos aquellos que en la unidad y en la diferencia a la vez, reclaman su pertenencia al mismo, es decir, a Cristo.

Ante todo, tengamos presente que, en el Antiguo Testamento, las tres funciones en cuestión tienen en común el ser conferidas y, por tanto, estar caracterizadas por la unción. Quiere decir que son, literalmente, mesiánicas, puesto que, como es sabido, la palabra «Mesías» remite al verbo hebreo «mashach» que quiere decir «ungir», que el griego traduce «chriein», de donde viene «Christos, Cristo». Quiere decir también que por esta designación podrán ser caracterizadas simultáneamente la misión y la identidad de Jesús el Cristo, pero igualmente y, por vía de consecuencia, la misión y la identidad de todos aquellos que, reclamándose suyos por haber sido bautizados en su nombre, toman de él su propio nombre, a saber: los cristianos.

b) Dicho esto, ¿cómo entender, antes que nada, la función, la misión profética de Cristo?. Es fácil de caracterizar: dice referencia en suma, a su papel propiamente revelador. Ha venido precisamente"para dar testimonio de la verdad", para revelar el Nombre del Padre, y también para "mostrar al Padre" (véase la respuesta a Felipe). Por otra parte, las palabras que dice son las que el Padre le encarga decir, así como las obras que hace son las que el Padre le manda hacer. De este modo, puede ser designado como profeta, como "el profeta" e, incluso, ser comprendido como el Profeta por excelencia.­

Si Jesús tiene de este modo, en su humanidad, la posibilidad de cumplir esa misión y ejercer ese papel proféticos, es que es la encarnación, en su condición humana, de Aquel que en Dios es la perfecta Imagen y Expresión del Padre: el Hijo engendrado por el Padre para ser su Verbo. Porque él es, en Dios, la imagen de Dios, la efigie de su sustancia, el Verbo encarnado para anunciarlo, darlo a conocer, revelarlo ad extra. Como dice la Carta a los Hebreos: "Después de hablar Dios varias veces y de diversos modos antiguamente a nuestros mayores por medio de los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo" (Heb 1, 1-3). He aquí que, en el tiempo establecido, en Jesucristo y de una vez por todas, nos ha dicho todo de sí mismo dando al mundo su Hijo, de la misma naturaleza que él mismo, su propio Verbo, autoexpresión de sí mismo.

c) No obstante, si Jesús el Cristo es revelador de Dios, es para dar acceso al Dios que anuncia a los que reciban su palabra, a los

que escuchen su voz y sigan su camino. Dicho de otro modo, Cristo

fue enviado y habló como profeta con la finalidad concreta de ejercer una función sacerdotal.

La Carta a los hebreos (por cierto, ¿se la lee lo suficiente?) designa precisamente a Jesús como gran sacerdote e incluso como el único Sumo Sacerdote para siempre, y en este caso como sacerdote "según Melquisedec" y no "según Aarón", por proporcionar el acceso a Dios, por permitir a los creyentes entrar "en el santuario", es decir, entrar en comunicación viva y en comunicación vivificante con Dios.

Ahora bien, ¿por qué son así las cosas? ¿Por qué Cristo puede desempeñar ese oficio de sacerdote, estando semper vivens ad interpellandum pro nobis? Porque él, en Dios, como Hijo de Dios, está en comunión con Dios Padre, vuelto hacia Dios, su Padre. Justamente, por estar en su ser humano y divino vuelto hacia Dios, puede él ejercer el oficio sacerdotal, que consiste en hacer que los hombres estén vueltos a Dios, en darles acceso a Dios. Por su condición de único Sumo Sacerdote, puede intervenir como el que "es constituido en favor de los hombres en lo tocante a sus relaciones con Dios" (Heb 5, 1).

d) Pero, reuniendo en torno a su palabra, que es la Palabra misma de Dios, a un pueblo de creyentes, haciendo además que se acerquen mediante su ministerio y su sacrificio a la comunión con Dios, Cristo ejerce al mismo tiempo respecto a ellos una función regia en la cual desembocan de hecho las otras dos, la profética y la sacerdotal. Nuevamente, esta función encuentra su posibilidad en su propio ser. Siendo primogénito entre los muertos y primogénito de toda criatura, siendo segundo y último Adán, puede al mismo tiempo arrastrar tras sus huellas todo y a todos hacia el Padre. El cumple la voluntad del Padre, hace llegar y establece el Reinado y el Reino del Padre. Siendo Señor de los que rescata y salva por su servicio y su sacrificio, hace de ellos el Reino del Padre cuyo amor, para los suyos, se demuestra todopoderoso, en la tierra de forma ya incoada, en la espera de que en el cielo lo sea para siempre.

2. El mundo

a) Este profetismo, este sacerdocio y esta realeza de Cristo se ejercen y realizan en el mundo y para el mundo, entre los hombres y a favor de los hombres. Precisemos ahora algo más en qué cosas está el mundo dispuesto y orientado hacia esas mismas realidades.

Dentro de nuestro contexto, esto puede y debe hacerse rápidamente ya que es algo que se impone. En efecto, puesto que acabamos de definir la misión de Cristo por las tres «funciones» u «oficios», que son el profetismo, el sacerdocio y la realeza, resulta casi imposible soslayar la siguiente pregunta: ¿en qué se cifran los puntos de correspondencia entre estas funciones y el interior de esas personas que se estiman como sus destinatarios, sus beneficiarios?

b) Primeramente: el mundo y en él la humanidad se hallan a la búsqueda de un «sentido», de una luz, de una verdad. Muchas veces "a tientas", como en cierto pasaje afirma san Pablo, pero con sinceridad. Para obtener un resultado en esa «búsqueda» de sentido, lo sepan y lo reconozcan o no, un gran número de personas está, de hecho, a la búsqueda de profetas que puedan ser reconocidos por ellos como maestros de sabiduría y como pedagogos de la verdad.

Si, pues, Cristo se presenta personalmente como profeta y, al fin se da a reconocer como «la verdad» —al mismo tiempo que el camino hacia ella y la vida a través de ella— lo hace en y para un mundo que puede identificarse a si mismo como en estado de espera y de búsqueda de lo que precisamente, por título de su misión profética, Cristo viene a proponerle. Sin dejar de precisar, claro está, que entonces la verdad que anuncia y es Cristo, no solamente purifica y a la vez desborda lo que el hombre ha podido ya encontrar por sí mismo, sino que satisface sus deseos y, por tanto, al propio tiempo también los valoriza.

c) Está claro, no obstante, que por muy informados que estén sobre lo que puede dar sentido a su vida y, por tanto, ser para ellos la verdad, no todos los hombres tienen posibilidad de acceder a ella ­de forma definitiva y "sin mezcla de error" como dice el Vaticano I, por sus propias fuerzas. Es evidente, puesto que, al fin, siendo Dios mismo esa verdad, la finitud y la contingencia humanas no permiten, por definición, tener verdaderamente acceso a él, pasar hacia él: el Infinito, el Inconmensurable, «el misterio absoluto».

Tanto más cuanto que no sólo se cuenta con la finitud; existe, también, el pecado. De hecho, efectivamente, los hombres han rehusado en el curso de la historia y rehúsan sin cesar, en cada una de sus vidas personales, el pasar hacia Dios, lo que constituye propiamente el pecado, que también, por definición, los separa de Dios. Y esto precisamente cuando desean responder a la voluntad de Dios: "Hago el mal que no quiero, y el bien que deseo no consigo hacerlo (...)".

De modo que un gran abismo parece separar entonces a los hombres de Dios, y la humanidad se ve necesitada de un perdón y de una reconciliación. Apunta así la necesidad de una mediación de tipo sacerdotal entre Dios y los hombres. Y así la mediación de este orden que ofrece y ejerce precisamente Cristo es la que puede permitir a los hombres realizarse: llegar, de hecho, a su «perfeccionamiento».

d) Finalmente, los hombres no sólo están lejos de Dios, sino que están muy lejos unos de otros. No son un pueblo. Sin embargo, están a la búsqueda de una unidad, en la justicia y la paz y, en lo posible haciéndolo extensible al mundo entero. ¿No es cierto, por otra parte, que cada día somos testigos de esta aspiración? Pero existe un serio obstáculo para esa unidad de los hombres entre sí, que resulta ser doble: no saben qué es lo que podrá reunirlos en la unidad, al menos no llegan a ponerse de acuerdo sobre ese punto, y aunque tengan el acuerdo o llegaran a tener una idea sobre ello, resulta un hecho frecuente y patente que no quieren o no pueden sacar las conclusiones prácticas y las consecuencias positivas.

A decir verdad, sólo podrían unirse y congregarse en la medida en que todos pudieran decidirse a servir a la misma verdad, a abrirse a la energía vivificante que podría hacerles superar todo lo que los separa. Más concretamente, los hombres solo podrían reconocerse unidos, y unirse, en la medida en que dejaran reinar sobre ellos lo que puede ser la verdad de su vida, y reinar en ellos lo que es la vida de su vida. Jesucristo se ofrece precisamente como el profeta digno de fe que anuncia la verdad, y como el mediador de la comunión de vida con el Dios uno y verdadero. El Dios verdadero que puede iluminar a todo hombre que viene a este mundo y, de esta manera, hacer de él un súbdito de la verdad en el Reino de la Verdad que no engaña. El Dios vivo que puede hacer vivir a todos los hijos de los hombres, y convertirlos así en ciudadanos del Reino de la Vida que no muere.

III. LA IGLESIA

Acabamos de presentar sucesivamente a Cristo y al mundo explicitando en qué y cómo la triple función profética, sacerdotal y regia del primero, Cristo, se ejerce, está hecha para ejercerse en y para el segundo, el mundo. Ellos son, claro está, lo que al comienzo de esta exposición llamábamos los dos "puntos de referencia", que van a permitirnos ahora situar tanto a la Iglesia como, dentro de ella, a sus sacerdotes. Comencemos por la Iglesia.

1. De Cristo a la Iglesia

Con toda razón podemos dejar asentado que la Iglesia es exactamente el fruto que resulta, en el mundo y en la humanidad de la triple mediación de Cristo brevemente presentada con anterioridad. Concretando más aún, podemos decir que el fruto que produce el ejercicio incesante de esa triple función consiste en lo siguiente: aquellos en quienes él madura y aquellos a quienes él madura reciben por mediación de Cristo las prerrogativas y características que los hacen cristianos y permiten, por tanto, designarlos como tales. A saber: las prerrogativas y aptitudes que les habilitan para ejercer a su vez (pero digámoslo ya: los modos serán diferentes, al menos en parte) la triple función mesiánica que cualifica e identifica a Jesús como Cristo, como el Cristo. Por lo demás, de ahí surge el motivo de que puedan ser designados como cristianos. Pues bien, señalémoslo sin más dilación: lo dicho es válido para todos los que se benefician de hecho de la triple función mediadora de Cristo, es decir para todos los miembros vivos de la Iglesia y para cada uno de ellos y, por consiguiente, para toda la Iglesia considerada como tal. ¿Cómo y en qué? Es lo que vamos a examinar ahora punto por punto.

Precisémoslo, no obstante, claramente: en esta exposición vamos a referirnos a las tres funciones en un orden inverso al adoptado hasta ahora. En el caso de Cristo hablamos de ellas en este orden: profetismo, sacerdocio, realeza, y comprobamos debidamente el razonable fundamento de esa opción. En el caso de los beneficiarios de esas funciones —al menos de la Iglesia considerada como beneficiaria-, el orden indicado parece, por el contrario, exigir darle la vuelta, como enseguida vamos a justificar; realeza, sacerdocio, profecía(1).

2. Las tres funciones mesiánicas de los cristianos

a) Al mostrarse receptivos a la mediación de Cristo en el mundo, los hombres —que por ello mismo se hacen cristianos— entran en el campo y en el beneficio de su realeza, en la cual desemboca, de hecho, como hemos visto el ejercicio articulado de su profetismo y de su sacerdocio. Es decir, que a partir de ese momento, están liberados y salvados. Liberados y salvados de la esclavitud del pecado y de la servidumbre de la muerte, que el pecado lleva consigo. Liberados de la atadura mortífera a sí mismos, a fin de vivir para Dios y para los demás en Cristo Jesús. Constituidos así en un pueblo de vivos sobre y en los que reina, para extender a través de ellos y no sólo en ellos, el Señorío salvador de Cristo, el reino del señor. De este modo, con miembros señalados con la marca regia señorial, se constituye la Iglesia del señor, la Iglesia de Dios sobre la faz de la tierra, Reino de Justicia y de paz, de verdad y de santidad.

No obstante, hay que añadir aquí una precisión importante: reunidos como Iglesia sobre la tierra y en el mundo, quienes han sido bautizados y vivien sacramentalmente y éticamente conforme a ese bautismo, siguen siendo elementos del mundo, ciudadanos del mundo. Y su realeza cristiana no les da ningún derecho ni poder sobre el mundo como tal. Ella está ciertamente en y para el mundo, pero sin ser del mundo ni según el mundo —punto que precisaremos a continuación-, está llamada a ejercerse en el "mismo" mundo como un servicio de unidad y de fraternidad, de justicia y de paz entre todos los hombres.

b) Si por su cualidad y dignidad regias los bautizados se mantienen bajo o dentro de la mediación real de Cristo, se encuentran al mismo tiempo habilitados para la comunicación, para la comunión con Dios. Tienen acceso al mismo nivel, si se puede hablar así, a la vida y a la gracia del Dios que, no obstante, es «tres veces santo» y «el totalmente Otro». Pueden, por tanto, ofrecerle su vida, entregarle su vida. "Os pido, pues, hermanos por la misericordia de Dios, que os ofrezcáis como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Este ha de ser vuestro auténtico culto" (Rom 12, 1). Es como decir, por tanto, que introducidos mediante su bautismo en la condición regia de criaturas de Dios —hijos de Dios-, son también sacerdotes del Dios vivo: "nación santa, linaje escogido, sacerdocio regio" (1 Pe 2,9).

Hay que matizar, sin embargo, que este sacerdocio espiritual de cada bautizado vivo para Dios en Cristo Jesús se inscribe en el que

­define a toda la Iglesia como cuerpo. Acabamos de citar expresiones muy fuertes: «nación», «linaje»; en el mismo pasaje de la primera Carta de Pedro hay también otra más: "pueblo adquirido en posesión, para anunciar las grandezas" (ib.). Y también: "Acercaos a él —término cultual-, piedra viva rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa para Dios. Así también vosotros, como piedras vivas, os erigís en casa espiritual y constituís un sacerdocio consagrado para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios" (1 Pe 2, 4-5). El sacerdocio real de los bautizados es, particularizado a cada uno de ellos, el mismo de la Iglesia. Como ciudadanos de un pueblo sacerdotal, como piedras de una casa viva dedicada toda ella al culto, como miembros de un cuerpo de sacerdotes: así es como los cristianos están marcados con el sello del sacerdocio regio que les proporciona su bautismo.

c) Sin embargo, la dignidad y la misión de los cristianos no terminan aquí. Todo lo que son, lo han recibido; pero lo han recibido únicamente para darlo. Su incorporación a la Iglesia, como comunidad de salvación y de culto, los compromete a dar testimonio de ella ad extra. De todos modos, se han quedado, y lo habitan, en este mundo de los hombres, en el que comunitariamente han llegado a ser la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo. Todos son, por tanto, como cuerpo, la visibilidad, en este mundo de la salvación y de la realeza que han recibido en su seno, la visibilidad de la gracia que habita en ellos y del culto mediante el cual han de dar gracias por todo ello. Esto quiere decir que sus otras dos funciones mesiánicas, la regia y la sacerdotal, los habilitan y requieren a la vez para la tercera: la profética.

Hagamos notar únicamente que ahora se ve claro por qué el orden adoptado a propósito de las tres funciones mesiánicas de la Iglesia es el correcto: a partir de lo que les hace reyes salvándolos y a partir de lo que constituye motivo obligado de acción de gracias a través del culto para el que, desde ese momento, han sido habilitados, y sólo a partir de todo esto, tienen los cristianos el deber de dar testimonio específico mediante el ejercicio de su tercera función mesiánica.

Por la relación que tiene con lo dicho anteriormente —referencia respecto a Cristo y al mundo y, por tanto, en la Iglesia-, podemos presentar ahora a los sacerdotes.

IV. LOS SACERDOTES

Desde ahora hay ya una cosa clara respecto a los sacerdotes: son miembros de la Iglesia, no se definen solamente por una función sacerdotal y cultual, puesto que acabamos de ver que la Iglesia y, en ella, cada uno de sus miembros se han hecho partícipes a la vez de la realeza, del sacerdocio y del profetismo de Cristo.

Esto supuesto, hay una segunda cuestión, no clara todavía, pero si así podemos hablar, claramente a clarificar ahora, a saber; aunque tampoco son solamente sacerdotes, ellos han de tener indudablemente una manera específica de serlo, de lo contrario no se les designaría así y, estrictamente hablando, no se distinguirían por ningún título de los demás miembros de la Iglesia (2).

De aquí, una tercera cuestión, que puede enunciarse en forma de pregunta: ¿qué es lo que, a partir de cuanto ya hemos visto claro, puede permitir clarificar lo que aún no lo es, a saber: lo que constituye exactamente el carácter específico del lugar y del papel de los presbíteros (presbyteri) en la Iglesia?

1. La cuestión del carácter específico

Puesto que queda excluido tanto pretender que los sacerdotes (presbyteri) sean únicamente sacerdotes (sacerdotes), como afirmar que sólo ellos lo sean, las únicas respuestas que se presentan como posibles son las siguientes:

— dar por sentado sin más que los presbíteros tienen una manera específica de asumir y asegurar las funciones "mesiánicas",

— o bien partir de la hipótesis de que ellos tienen, ante todo algo específico desde el punto de vista de una de las funciones, pero que ésa juega tal papel, que de hecho implica una condición específica en los sacerdotes, precisamente en el plano de la función sacerdotal, que es de lo que ahora vamos a dar cuenta.

Se podría, claro está, tratar de verificar sucesivamente si y cómo esta especificación sacerdotal de los presbíteros (presbyteri) es posible, de hecho, comprobarla a partir de cada una de sus otras funciones mesiánicas: la regia y la profética. En realidad aquí expondremos la respuesta que pensamos debe mantenerse. La que hace depender el carácter específico de los presbíteros como tales directamente de su función sacerdotal (presbyteralis).

Comenzaremos, pues, afirmando que ellos están llamados y habilitados para una función y para una misión y por qué están llamados y habilitados para una función y para una misión cuyo carácter específico es, ante todo, de orden sacerdotal (prebyteralis); después se mostrará que esta primera especificación tiene lógicamente como consecuencia una especificación correlativa de sus otras dos funciones, prerrogativas y responsabilidades mesiánicas.

De esta manera, a propósito de los sacerdotes, se podrá afirmar a la vez:

— que no están situados fuera del cuerpo de la Iglesia ni "por encima" del mismo, porque lo que se les reconoce como específico, la función sacerdotal, no se les quita totalmente a los demás bautizados (puesto que estos son sacerdotes en virtud de su bautismo);

— y que, no obstante, a la inversa, tampoco están anegados en un conjunto indistinto, porque, al fin, es la totalidad de las funciones mesiánicas que tienen en común con todos los cristianos, las que quedan afectadas por una primera especificación: aquella a la que deben su propia habilitación para el ejercicio de la función sacerdotal.

Dicho con otras palabras: si, a propósito de Cristo, partimos del profetismo para pasar al sacerdocio y a la realeza; y si, a propósito de la Iglesia en su conjunto y de cada uno de sus miembros cristianos considerados en particular, procedimos a la inversa —realeza, sacerdocio, profetismo-, ahora el punto de partida será el central: el sacerdocio. Y se pasará a lo que, en el caso de Cristo, venía inmediatamente después, y en el caso de la Iglesia y de los cristianos, inmediatamente antes, a saber: la realeza... para terminar con lo que, en el último caso, venía como primero y en el segundo como último, a saber: el profetismo.

2. Fundamento cristológico de la función sacerdotal

¿Qué es lo que puede llevarnos a pensar y con qué fundamento —como tratamos de hacerlo en este caso— que los sacerdotes se definen como tales, antes que nada, por el carácter espec1fico de su tarea propiamente sacerdotal? La respuesta exacta a esta pregunta primordial supone volver a partir del mismo Cristo.

a) La mediación salvífica de Cristo

Sabido es que si se trata de funciones mesiánicas en el cristianismo, es en cualquier supuesto en dependencia de Cristo, porque él personalmente es el Profeta por excelencia, el perfecto Sumo Sacerdote y el "Maestro y Señor". Sabido es también que el fruto del ejercicio que él hace de esta triple función es el siguiente: hace partícipes a todos los que de ellas se benefician de hecho. Pero queda por esclarecer cómo se operan, en realidad, el paso, la transmisión, la comunicación (salvíficas) entre Cristo por una parte y la Iglesia y cada uno de sus miembros vivos, por otra.

En el punto culminante de la vida y de la obra de Cristo, está su Pascua, está su muerte sacrificial y su resurrección gloriosa, para la vida del mundo. De aquí resulta que su función de mediación sacerdotal aparece en el centro de su misión y de la identidad que se revela. En efecto, por un lado su función profética anuncia, proclama y revela la salvación que quiere realizar su mediación sacrificial sacerdotal y, por otro, su función real resulta de la realización efectiva de esa misma mediación sacerdotal. La una posibilita, la otra recoge lo que únicamente la segunda y central ha de realizar. Pero más en concreto, ¿cómo lo realiza? Cristo extiende de hecho por la humanidad el beneficio de esa mediación salvífica que ejerce su sacerdocio, mediante la acción del Espíritu Santo. Porque si hemos dicho que Cristo realiza su papel de Sumo Sacerdote en tanto que es el Hijo vuelto hacia Dios, en Dios mismo, hay que recordar aquel que, vuelto hacia Dios Padre —y también uno con él— lo es en el Espíritu. Si, pues, ahora por el ejercicio de su sacerdocio como Hijo vuelve a los hombres hacia Dios, para hacerlos partícipes de la misma vida de Dios, no lo hace —y por eso no nos une efectivamente a Dios— sino mediante y en Aquel que, en Dios realiza y consagra la unión y la unidad, a saber: el Espíritu Santo.

b) Lugar y papel del sacerdocio ministerial como tal

He aquí el problema que suscita de inmediato semejante afirmación, tan incontestable seguramente como pueda ser ella en sí misma. Cuando por la mediación visible, histórica de su Verbo-Hijo encarnado, Dios abrió al mundo las únicas puertas de salvación; cuando, dicho de otro modo, en Jesús significó al mundo con visibilidad histórica mundana la salvación que le traía, ¿ya no se la significa de ninguna manera hoy día, aquí y ahora? ¿Habría cambiado, a partir de entonces, la economía de la salvación? ¿Y sólo salvaría Dios verticalmente", si así podemos hablar: a través del Espíritu Santo, enviado «desde lo alto»e «invisiblemente» a los corazones? ¿Ciertamente en virtud de la mediación —pasada y actual— de Jesucristo, pero sin que ello siga visualizándose y significándose históricamente hoy día?

Es cierto que si de hecho hubiera que hablar todavía ahora de visibilidad, tendría que tratarse de otra distinta de la de Jesús, puesto que Jesús está ahora resucitado, subió al cielo y está sentado

a la derecha de Dios. También es cierto que no habría que sustituir esa visibilidad pura y simplemente —para los tiempos de hoy— por lo que era ayer y sigue siendo siempre la de Jesús; por el contrario, tendría que estar también de alguna manera al servicio de la realización, aquí y ahora de la del mismo Jesús.. En realidad, ¿de qué se trata?

Justamente dentro de este marco de razonamiento y de reflexión parecen tener todo su sentido la institución y la intervención, en la Iglesia, de una ministerialidad sacerdotal específica. En la Iglesia, toda entera sacerdotal (sacerdotalis) habrá presbíteros (prebtyteri) elegidos, instituidos y enviados, para establecer precisamente como tales, en este mundo y hoy día, los signos visibles y eficaces, y, por tanto, propiamente sacramentales, del don hecho por Dios a los hombres, del Espíritu de Cristo. De ese Espíritu que es el único que permite el acceso a Dios y a la vida de Dios (y que, aunque es verdad que se da más allá de los límites de la Iglesia visible, no deja de ser en todo y por doquier el Espíritu de Cristo).

No existe otra justificación teológica del sacerdocio ministerial: del lugar, de la identidad y de la misión específica de los presbíteros (presbyteri) en la Iglesia. Pero esta justificación es más que suficiente. En efecto, por medio de los presbíteros así concebidos, Dios sigue siempre dando hoy día su salvación conforme a las mismas leyes según las cuales él realizó ]a salvación por medio de Jesucristo, su Hijo encarnado. Es decir, a la vez:

— por iniciativa totalmente gratuita de su benevolencia y de su misericordia,

— y no obstante (o mejor: al mismo tiempo) significando esa benevolencia y esa misericordia por los medios concretos de una visibilidad histórica humana, en este mundo.

Puesto que los presbíteros (presbyteri) han recibido misión y gracia para dar visibilidad histórica sacramental a la salvación ofrecida por Cristo, gracias a ellos tendrá cristianos ejerciendo una sacerdotalidad específica. Pero al tratarse de ministros que, por definición, no se eligen, ni se instituyen, ni se envían a sí mismos, están significando en ello mismo que lo que dicen y hacen como ministros, viene en realidad de Otro, está hecho en nombre de, y en virtud de Otro, el Dios de gracia que los ha elegido, instituido y enviado.

He aquí, pues, por qué y cómo hay presbíteros (presbyteri): para actualizar siempre en visibilidad humana histórica, pero en virtud, siempre también, de la invitación totalmente gratuita de Dios, la salvación que, de una vez por todas, Dios ha realizado en Jesucristo,

su Hijo, nuestro Señor. He aquí por qué y cómo básicamente se especifican los sacerdotes, en y por la manera específica que tienen de ejercer la función mesiánica sacerdotal (sacerdotalis) en el pueblo cristiano.

A esto, que es lo esencial, hay que añadir sin embargo algunas cuestiones complementarias. Primera cuestión: los presbíteros son específicamente presbíteros (presbyteri) sólo por el ejercicio de su misión, sólo son para otros; no pueden serlo para sí mismos. No solamente no se ordenan a sí mismos, sino que tampoco se absuelven a sí mismos y, en la Eucaristía, lo único que hacen es consagrar el pan y el vino que también han de recibir —y los primeros-. Para sí mismos son cristianos con los cristianos; en la Iglesia están con y como los demás bautizados, que a su vez son miembros del «regale sacerdotium». Son presbíteros (presbyteri) precisamente para los demás; por este título están para la Iglesia y, en cierta manera al menos, se puede decir que cara a la Iglesia.

Segunda cuestión complementaria: el ejercicio por parte de los presbíteros de su función sacerdotal propia (presbyteralis) no solamente no puede privar a los demás cristianos de realizar la suya (sacerdotalis), sino que más bien les permite ejercerla. Si los presbíteros son los únicos en celebrar la Eucaristía in persona Christi y, por tanto, en hacer presente aquí y hoy, en nombre de Cristo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo hacen precisamente para permitir a todos los fieles que están con ellos y en torno a ellos, aquí y hoy, rendirles su propio culto por su personal título de bautizados y ejercer su propio «sacerdocio regio».

Todavía hay que añadir otras cosas complementarias, para situar correctamente lo que especifica a los presbíteros (presbyteri) como tales. Pero mientras que las que acabamos de exponer se referían a su función propiamente sacerdotal, las que quedan por presentar dicen relación a su vez, a sus otras dos funciones. Conviene, por tanto, tratar de ellas aparte.

Llegar aquí, por lo demás, permitirá dar el segundo paso que nos había parecido necesario, para precisar el lugar y el papel de los presbíteros en la Iglesia: mostrar cómo su cualificación primera justamente como(presbyteri) tiene tal importancia que específica efectivamente también sus otras dos funciones: la real y la profética. Esto se podrá abordar de inmediato, una vez que ya ha quedado asentado lo esencial.

3. Las funciones regia y profética de los sacerdotes

a. La función regia y pastoral

Por el ejercicio de su ministerio sacerdotal, Cristo ha conseguido el señorío sobre el mundo, pero sirviendo a la salvación del mundo, y dejando al mundo ser el mundo, en su legítima autonomía que puede y debe ser y seguir siendo la suya. En la medida en que el ministerio ordenado persigue de manera específica el ejercicio de la misión sacerdotal de Cristo, está llamado sin duda alguna a participar también en la extensión de su Señorío en el mundo. Y esto ha de ser a la manera de Cristo; pero, atención, ¡aquí acecha el clericalismo!

De hecho, se puede ejercer en el mundo por parte de los laicos una realeza cristiana que no tiende a "clericalizar" el mundo, precisamente porque, en su caso, se ejerce en el mismo mundo y según el carácter profano del mundo. Puesto que están y permanecen en el mundo, por el servicio y el respeto a lo que es el mundo están en condiciones de ejercer en él su "realeza" bautismal y de hacer progresar también en él la realeza misma de Cristo. Pues ésta, aunque de distinto orden, pide ejercerse claramente a la vez en el mundo (si bien a veces lo hace en su contra) y respetándolo fundamentalmente como tal.

No obstante, esta responsabilidad de los laicos requiere de hecho la lucha contra el pecado, y esto no sólo en el mundo, sino también en aquellas mismas personas que van a actuar en él en nombre de la fe. Por otra parte, dicha responsabilidad está llamada a encontrar tanto su fuente como su punto culminante en la celebración sacramental que, al mismo tiempo, hace posible y sella significativa y efectivamente su realización en este mundo (porque originariamente es gracia), a la vez que autentifica y anticipa ya su realización escatológica (puesto que finalmente será gloria).

De aquí se deducen distintas consecuencias. Por un lado, para los laicos, porque las condiciones concretas que someramente acabamos de recordar sobre la realización en el mundo de sus tareas propias de cristianos, las remiten de hecho a la función presbiteral (prebyteralis), tal como los presbíteros tienen la misión de ejercerla en la Iglesia. Pero, por otro lado, para los mismos presbíteros, puesto que su función sacerdotal propia aparece llamada al mismo tiempo a ejercerse aquí de modo muy concreto, de suerte que sirva a una tarea que en realidad corresponde a otros el llevarla a cabo: así precisamente, a través de esos "otros" se construye, con la gracia de Dios, por supuesto, pero en el mundo en cuanto tal, un Pueblo de Dios.

Puesto que los laicos necesitan recurrir a los sacramentos, encuentra ya aquí su lugar la ministerialidad sacerdotal (presbyteralis). Pero lo tiene también desde otro punto de vista: porque no se trata solamente de hacer presentes en y para un pueblo el Cuerpo y la Sangre eucarísticos de Cristo, sino que también, por medio de y para este último, su cuerpo eclesial necesita una presidencia, como en el caso de la eucaristía. Esto se realiza a título de otra función del mismo ministerio. En concreto: a título de la función «regia» —tradicionalmente denominada con mayor propiedad pastoral— del ministerio sacerdotal. Es necesario suscitar la comunión eclesial, mantenerla, alimentarla y confortarla a través de lo que es y de lo que a pesar de todo debe ser una gran diversidad de situaciones y de orientaciones, de comportamientos y de compromisos. Que quien presida esta comunión sea el ministro que preside la Eucaristía, que sea él quien lleve a la vez la «carga» y el «cuidado» de la misma y ejerza su propia responsabilidad: todo esto permite que la cuestión de la comunión se asiente y se conduzca a su justo nivel y queden asegurados sus medios adecuados. Entonces podrán llevarse a cabo los discernimientos precisos y dictaminarse las autentificaciones pertinentes. Las vocaciones personales particulares podrán mantenerse en su rica diversidad, pero de suerte que a través de ellas se busque y se ponga en marcha una cooperación efectiva con vistas a una común empresa de unidad.

Entendida así, en su ejercicio concreto, la función sacerdotal-presbiteral conserva —¡y hasta consigue!— toda su importancia para la especificación de los sacerdotes como tales en la Iglesia. Aparece clara ahora su propia razón de ser: orientada totalmente hacia una manera específica de ejercer y de servir a otra función mesiánica de la Iglesia y de los cristianos en el mundo, cual es la función regia. Así, reviste para ellos una forma propiamente pastoral. Se ordena por entero al servicio del nacimiento y del crecimiento de un Pueblo, con toda la riqueza y diversidad de su unidad siempre por realizar.

Dicho con otras palabras: si se puede establecer que, entre los presbíteros, la dimensión sacerdotal-presbiteral representa lo fundamental de la diferenciación , la dimensión regia-pastoral, lejos de quedar minimizada, aparece por ello mismo, como el marco que da

la última perfección. Por lo demás, está en plena coherencia con lo dicho anteriormente, tanto respecto a Cristo como a propósito de la Iglesia y del mundo mismo. El primer fruto que aporta al ejercicio de la misión sacerdotal salvífica de Cristo es precisamente permitir el nacimiento y el crecimiento en el mundo de su propio Señorío y del Reino del Padre que, a la vez, constituyen los cristianos como tales, fundan el Pueblo de Dios llamado a ser Iglesia y se presentan para responder a las aspiraciones de los hombres a su mutuo reconocimiento, y del mundo a su unidad.

b) La función profética

¿Qué ocurre entonces, siempre entre los presbíteros, con la dimensión profética? Tampoco puede minimizarse. Partiendo de lo que se ha dicho a propósito de las otras dos, se la puede caracterizar ahora como definiendo lo primordial que condiciona. Por lo demás, también en este caso no hacemos más que ampliar lo afirmado anteriormente. En efecto, si ya se subrayó a propósito de Cristo que su mediación salvífica culminaba en el ejercicio de su sacerdocio, no por eso dejamos de advertir que esta suponía la intervención de su función profética. Correlativamente, hablando del mundo, no se puso al azar en primer lugar su búsqueda de un «sentido», de una luz, de una verdad —cuya respuesta después de todo podría habérsele facilitado mediante cierto profetismo-.

"Ay de mí, si no evangelizo", decía san Pablo: los presbíteros sólo pueden ejercer su misión y sus funciones sacerdotal-presbiteral y regia-pastoral si están vinculadas a los amplios condicionamientos de las otras dos, es decir a su misión y función proféticas. Efectivamente, no pueden abrirse a su misión presbiteral (presbyteralis) y pastoral más que los hombres que, antes y/o al mismo tiempo, han recibido el anuncio profético. Está claro que si esto es válido en principio dentro de la misma Iglesia, interesa también ad extra. ¿Cómo celebrarán los hombres si no creen? Pero, ¿cómo creerán, si no han sido evangelizados?

No hay que perder de vista sin embargo, que la tarea profética tampoco es específica de los presbíteros (presbyteri). En ciertos aspectos, es incluso la tarea que más ampliamente comparten con los demás bautizados, en el contexto general de la Iglesia. Con todo, se puede afirmar una vez más que de su condición específica como presbíteros se desprende para ellos algo específico. Y es que, en la medida en que está vinculada al ejercicio propiamente sacerdotal-presbiteral de su sacerdocio —y, por tanto, sobre todo en la celebración de los mismos sacramentos— su palabra tiene, como palabra profética, una especificidad real. Y de modo parecido, también en la medida en que está vinculada al ejercicio de su responsabilidad propia en el campo regio-pastoral.

Los sacerdotes pueden no estar tan informados "en cosas de la fe" como determinados laicos; aquellos que, por ejemplo, han tenido la oportunidad de impulsar de forma más moderna y sistemática el estudio de la teología... No por ello están menos cualificados para ejercer la misión profética por un título distinto al de los laicos. No sólo por el título directamente sacerdotal-sacramental, sino también por el título —directamente vinculado con aquél— de su responsabilidad regia-pastoral. Qué palabra decir a tal grupo, qué consejo dar a tal persona, qué enseñanza impartir a tal comunidad, qué toma de decisión en tal contexto social... si se quiere, entre los hombres y respetando en lo posible el camino de cada uno, impulsar el crecimiento del Cuerpo de Cristo. Es decir: que una asamblea de creyentes, de celebrantes y de practicantes aquí y hoy, en la diversidad y unidad de sus miembros, pueda ser un signo vivo y expresivo de la Buena Nueva del Reino para el mundo, para "su alegría y esperanza", en medio de sus "inquietudes y tristezas".

Respecto a las anteriores preguntas, los sacerdotes están llamados a definir su comportamiento en lo relativo al ejercicio de su función profética. Queda suficientemente claro que, sin ser extrañas por completo a los laicos, dichas preguntas aparecen estrechamente vinculadas, a pesar de todo, en el caso de los presbíteros a su responsabilidad regia-pastoral explicada con anterioridad, y de cuya estrecha vinculación con su función propiamente sacerdotal-presbiteral también se habló antes. Esto es suficiente para designarla también como función específica. Con estas últimas observaciones, es hora de poner punto final a nuestra reflexión. Sólo añadiremos, muy brevemente, dos puntos. Por una parte, conviene subrayar que estaría bien aportar aún un doble complemento a cuanto se ha podido afirmar sobre el lugar y el papel de los presbíteros en la Iglesia: habría que situarlos a la vez en relación con los demás ministros ordenados como son los obispos y los diáconos, y precisar que la Iglesia en y a la que pertenecen es siempre ante todo una «Iglesia local». Por otra parte parece muy indicado, al terminar, volver la mirada sobre lo que está en la fuente de todo. Todo cuanto hemos expuesto aquí acerca de los presbíteros y acerca de su lugar en la Iglesia está exigido por la fe en Jesucristo Profeta, Sacerdote y Rey. Los sacerdotes, en su condición específica, únicamente pueden ejercer sus propias funciones mesiánicas en la Iglesia y en el mundo, si no pierden de vista este punto esencial, en su reflexión teológica y en su práctica pastoral, pero igualmente —y sobre todo— en su vida espiritual.

La mejor manera de decirlo es citando las palabras de la reciente Exhortación apostólica Pastores dabo vobis: "El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo Cabeza y Pastor. Así participa de manera específica y auténtica, de la «unción» y de la «misión» de Cristo (cf. Lc 4, 18-19). Pero íntimamente unida a esta relación está la que tiene con la Iglesia. No se trata de «relaciones» simplemente cercanas entre sí, sino unidas interiormente en una especie de mutua inmanencia. La relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con Cristo, en el sentido de que la «representación sacramental» de Cristo es, la que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia" (n. 16).

NOTAS

1.     Debo indicaciones muy preciosas sobre este punto a G. Martelet. Las implicaciones mutuas de la teología y del ministerio en la práctica pastoral del Vaticano a nuestros días, que se pueden ver en Documents-Epíscopat, julio-agosto 1993.

2.     En francés el vocabulario no nos facilita las cosas puesto que disponemos de un único sustantivo "prêtre", allí donde el latín tiene dos: presbyter (para el ministro ordenado) y sacerdos para el bautizado. De acuerdo a la fina sugerencia de mi hermano y colega M. Vidal, que agradezco, daré el latín entre paréntesis cuando pueda haber equívoco.

Como en castellano es posible mantener la distinción del latín usando presbítero y sacerdote, en la traducción empleamos "presbítero" cuando se trata del ministro ordenado y sacerdote cuando se trata del bautizado. No obstante, y por fidelidad al original, mantenemos los términos latinos del autor. Nota del traductor.