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RUMBOS NUEVOS PARA UNA PASTORAL VOCACIONAL RENOVADA

I

Luis Rubio Morán - José Carlos da Silva da Silva

Introducción

Quienes siguen el pensamiento y la literatura sobre la pastoral vocacional se encuentran de vez en cuando, entre sorprendidos y admirados, con afirmaciones o interrogantes que chocan, inquietan, hacen pensar. Esto nos ha ocurrido al preparar esta intervención sobre los "nuevos rumbos para la pastoral de las vocaciones" como preparación del próximo Congreso europeo de vocaciones, convocado para los días 5-10 de mayo de 1997.

Un obispo de Centroamérica, al tomar posesión de su diócesis acaba de decir: «Ninguna comunidad tiene derecho a pedir un sacerdote al Obispo si antes ella no ha promovido algún candidato».

El P. Amedeo Cencini, conocido especialista, desde Italia, afirma: «Un instituto que no se abre a las nuevas pobrezas no tiene derecho a lamentarse de la crisis de vocaciones».

También de Italia nos llega la siguiente apreciación: «¿Hay aún crisis de vocaciones? Puede ser. Sin embargo lo que hoy es urgente es que los llamados sean "más signo". Esto es lo primero de la nueva pastoral vocacional. El plural, que haya "más signos", viene después» (E. Masseroni).

La sorpresa que estas afirmaciones pueden causar, la inquietud que, sin duda, provocan, son unos buenos indicadores de que de hecho estamos necesitando de "nuevos rumbos" en la pastoral vocacional.

Queremos aquí buscar e indicar rumbos, no ofrecer recetas, ni proporcionar soluciones inmediatas. Sabido es que "rumbos" significa «cada uno de los rayos de la rosa de los vientos; dirección de un navío o un avión; y, por extensión, dirección, camino, método, norma, orientación». Dentro de esta definición es claro que no vamos a movernos en el campo de las "normas" ni se nos ocurre pensar en ofrecer métodos infalibles. Pensamos en direcciones, en orientaciones, en caminos. Con marcada referencia a la fuerza y la energía convenientes o necesarias para emprenderlas o recorrerlos. Que no en vano la primera referencia del rumbo es el viento y el viento remite al Espíritu.

Y hablamos de "nuevos", es decir, de otra calidad. No nos preocupa sólo una renovación, sino un nuevo estilo, aunque en este campo quizá no haya novedad sino en un largo proceso de renovación. Y las renovaciones ya en marcha marcan las novedades.

I. LOS NUEVOS PARADIGMAS QUE MARCAN RUMBOS NUEVOS

En 1993, la Revista del Centro Nacional de Vocaciones de Francia, "Jeunes et Vocations", publicaba un número con este título: ¿la pastoral vocacional sirve para algo? (cf. n. 69). Una de las comprobaciones que allí se recogen es la de la necesidad de nuevos paradigmas o modelos teológicos que iluminen y estimulen la pastoral vocacional,dado que los paradigmas actuales, tanto teológicos como existenciales, parecen ser una de las razones de la crisis de esta pastoral.

1. La comprensión del hecho vocacional: la verdad de la vocación

La abundante literatura teológica y magisterial sobre las vocaciones y la pastoral vocacional pocas veces llama la atención sobre la permanente y profunda ambigüedad de todo el discurso vocacional. Se emplean las palabras en un argot de tipo teológico-espiritual, apto para los iniciados, imaginado como comprendido por todos y de manera clara y unívoca, cuando este lenguaje está condicionado y viciado por enormes ambigüedades, tanto de orden espiritual como antropológico y sociológico.

Juan Pablo II se ha hecho ya eco de algunas de estas ambigüedades en la «Pastores dabo vobis» y subraya la necesidad de eliminar algunas de ellas por los riesgos que comporta nada menos que sobre la misma imagen de Dios.

* En primer lugar, el riesgo de concebir la voluntad divina «como un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse en total pasividad» (n. 37). Esta comprensión no está lejos de una cierta tendencia al "predestinacionismo". Los que "tienen vocación" nacerían ya con una marca en la frente. En sus corazones habría sido colocado un objeto, un auténtico y sublime "tesoro". La labor de la persona sería sobre todo descubrir esa cosa, ese tesoro, analizar si existe, si está dentro de sí, y, en caso afirmativo, seguirlo radicalmente, cuidar mucho de no traicionarlo, bajo el peligro, se llegaba a decir en los antiguos discursos espirituales, de condenación eterna.

De aquí ha derivado, con toda coherencia, una praxis de pastoral vocacional dirigida sobre todo a algunos niños y adolescentes selectos, objetos de un amor previo y especial donde se supone que está ese objeto precioso, esa especie de "gen" o "germen" vocacional. Esto fácilmente lleva, como advierte el propio Juan Pablo II, a que los así tratados o "designados" lleguen a sentir la vocación «como un peso impuesto e insoportable» (PDV 37), causa de muchas y profundas crisis vocacionales posteriores; a que la gran mayoría de cristianos se desentiendan del discurso vocacional bajo la excusa de que ellos no se ven señalados de esa manera, no se sienten del número de los privilegiados con ese tesoro; a que la pastoral vocacional excluya de su acción a la mayor parte de las personas que no parecen presentar signos de haber sido marcados.

Este concepto de vocación resulta ininteligible, y por lo mismo, inaceptable, para una generación que se sabe responsable del rumbo a dar a la propia vida, que no comprende el sometimiento a algo dado, impuesto, con la carga de definitivo que como tal comporta, sin posible marcha atrás. Una generación que vive la inseguridad permanente y solo asume lo provisorio y quiere dejar siempre una puerta abierta al futuro, al cambio de orientación. El joven de hoy, en efecto, es muy sensible a la auto-determinación. La vocación para él solo puede tener sentido si aparece como un proyecto existencial, como un proceso permanente de descubrimiento y de decisión, de aspiración y orientación por una causa o un ideal que le trasciende, que aunque lo perciba como exterior a sí mismo, ofrecido desde fuera, no lo puede aceptar si se le presenta como depositado de una vez por todas en su ser más íntimo, condicionando de una manera permanente su existir.

La cuestión, pues, para este sujeto actual, no es la de si tiene o no vocación, cuestión siempre irresoluble, sino la de a qué, a quién, por qué, una persona puede decidir entregar su vida. El contexto cultural, pues, nos está ayudando a pasar del "tener vocación" al "construirse como ser responsable", al decidirse por dar una orientación u otra a la vida, a entregarla a esto o aquello, a jugarse la propia existencia entera por esta o aquella persona.

De aquí se deriva un primer rumbo para la pastoral vocacional: pasar de la vocación-destino a la vocación-decisión, «al proyecto personal de realización de la propia existencia en relación al Señor y a su causa, desde el descubrimiento de quién es El y de cuál es esa causa» (Vita Consecrata 14c); y, como consecuencia, pasar del cultivo de los que parecen "tener vocación" a cuestionar a todos sobre a qué van a dedicar su vida, qué quieren hacer de ella, a quién se la van a entregar en totalidad.

* En segundo lugar, señala la PDV el peligro de la «tendencia para pensar de modo individualista e intimista las relaciones del hombre con Dios, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad...» (PDV 37), ignorando o negando de hecho la «esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana", que no solo deriva "de" la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple "en" la Iglesia, sino que -en el servicio fundamental de Dios- se configura necesariamente como servicio "a" la Iglesia" (PDV 35), o que «todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito...» (Ibid.).

Esta concepción intimista ha estado unida siempre en el discurso vocacional de manera más o menos explícita y clara a la perspectiva de "una mayor perfección", o como ahora se dice "de una especial consagración", de un mayor y mejor cumplimiento del cristianismo, de un radicalismo evangélico. Con ello se ha creado en los así tratados una cierta conciencia de elitismo espiritual, a la vez que de predilección, considerándose instintivamente como "superiores", fuera del común, cristianos de primera, con una muy fácil tendencia a la «vanagloria y a la presunción» (PDV 36), con el consiguiente anhelo de consideración especial, de cierto "señorío" con resabios de "señoritismo".

La consecuencia de esta presentación de la vocación es un solapado y permanente enfrentamiento con la mediación de la iglesia. A veces los vocacionados, sobre todo en el caso de los candidatos al ministerio presbiteral, llegan a querer contraponer la vocación dada por Dios, percibida según ellos en su interioridad, a la llamada de la iglesia, configuradora de la vocación (cf. PDV 35), o la presentan como un derecho a exigir a la iglesia (cf. PDV 36).

De este paradigma vocacional se derivan también nuevos rumbos:

* pasar cada vez más de la autopropuesta y presentación del candidato, seguro en su intimidad de que Dios le llama de manera directa e inmediata, a la intervención mediadora de la Iglesia no solo en el proceso de formación y discernimiento sino sobre todo en el de la propuesta y la iniciativa, de la provocación y la designación.

* pasar del anhelo de realización o perfección personal a la conciencia de la llamada objetiva de la misión, de la conciencia del privilegio a la del servidor inútil, agradecido de la encomienda que se le hace y la confianza que se le demuestra (PDV 36).

2. Las figuras o los "modelos vocacionales": de la "razón instrumental" a la "razón simbólica" (1).

La pastoral vocacional ha encontrado siempre un punto de apoyo, o en su caso, de contradicción, no solo en el paradigma teológico sino también, y sobre todo, en la figura o "modelo" que revisten los que ya viven una determinada vocación.

Aquí nos encontramos, por una parte, con el tema de la "identidad" teológico-espiritual de cada vocación, que tantas páginas ha ocupado en el posconcilio y tantas vidas ha inquietado y, por otra, con el de la figura histórica, la forma externa con que se muestra cada una de ellas, la imagen que de sí ofrecen a cuantos las contemplan. En el nivel pedagógico es lo que se ha conocido siempre como "los modelos de identificación". Dicho de otra manera, se trata de la respuesta a la pregunta por la misión o la razón de ser específica de cada vocación, y la encarnación de la misma en cada época, y en concreto en nuestro contexto histórico y cultural.

1. La identidad de las vocaciones de especial consagración se había colocado en lo que hoy se llama "la razón instrumental", o sea, en las actividades, las tareas a realizar, las obras en que trabajar, en una palabra, en el "hacer", aunque fuera en el ámbito del apostolado.

Baste aludir a este doble hecho: por una parte, cuando se habla de la misión de las vocaciones inmediatamente pensamos en lo que hacen, pueden hacer o deben de hacer. En segundo lugar, cuando se habla de la crisis de las vocaciones, inmediatamente acudimos a las estadísticas, y hablamos de que somos pocos para lo mucho que hay que hacer, de que somos cada vez más viejos y no podemos atender a tantas cosas y obras como traemos entre manos.

Esto es especialmente visible en la vida religiosa apostólica, dedicada a la enseñanza, a la sanidad o a la asistencia social.

Las Congregaciones se presentan como una serie de "cuerpos especializados" para atender a una serie de actividades concretadas en determinadas "obras" (colegios, hospitales, residencias...). La mayor parte de los Institutos son percibidos como grandes empresas en las que prevalece la preocupación por el producto a conseguir, la obra a sostener, el trabajo a realizar. Con bastante frecuencia se ha llegado a identificar el "carisma" con esas actividades. Se ha olvidado o quedado en segundo plano el valor evangélico que el Fundador/a ha querido vivir, explicitar, encarnar, ejercitándolo en unos medios concretos, siempre relativos, como pueden ser esas obras. Por eso la denominación de "instrumental": los medios, las obras, las tareas, se han convertido en el fin, en "la obra".

Como se ha dicho gráficamente, en la vida religiosa, "el taller prevalece sobre el hogar".«La instrumentalidad, que en un primer momento aparece como algo bueno, termina revelándose, el menos en las proporciones en que hoy suele darse, como un desdibujamiento de lo más singular del carisma religioso» (2) . Y así, los religiosos, como ha escrito otro analista, en un tono de humor, aparecen como unos "pobres seres ocupados", viviendo a «ritmo de eficacia, acelerando la historia, con agendas recargadas» (3) .

Esta razón instrumental convierte al religioso/a en un "trabajador", en un "profesional". De manera que muchas de las crisis vocacionales se han producido al saberse o sentirse un número en la empresa, muchas veces sacrificado a las necesidades de las obras, tantas veces, especialmente con la edad, incapaces de la tarea.

Esta razón instrumental, se afirma en los análisis de la vida consagrada, ha condicionado y está condicionando la identidad de la misma y hace que la vida religiosa no acabe de encontrar su razón de ser, su renovación profunda, a pesar de tantos buenos esfuerzos y tantos cambios y experiencias ensayados, tanto en los lugares de inserción como en los destinatarios de sus trabajos.

No otra es la figura-modelo del sacerdote. También él se percibe identificado con sus tareas o actividades. Se discutirá si ha de distinguirse por las actividades de orden litúrgico , sacramental, o por las del campo de la "evangelización por la palabra", o del ámbito de la dirección o gobierno de la comunidad, pero en todos los casos lo que prima en la concepciónes la condición de "trabajador", las actividades que ha de realizar. La "razón instrumental", lo que hace, las obras parroquiales, los proyectos apostólicos, los servicios múltiples que se han ido añadiendo , le absorben, le han convertido también en "ese pobre ser sobrecargado", corriendo apresuradamente de un lugar para otro para no perder ninguna de las posibles demandas de servicios.

Como es sabido, las grandes preguntas sobre la identidad del presbítero, se han colocado preferentemente en el ámbito de esta razón instrumental, del "poder hacer": si lo que hace el cura lo puede hacer también el laico. Incluso desde ahí se plantea de ordinario la actual cuestión del sacerdocio de la mujer, que de hecho no ha superado todavía esta perspectiva, hoy ya obsoleta, de la razón instrumental.

Evidentemente esta comprensión instrumental ha movido y sigue moviendo buena parte del empeño de pastoral vocacional: una pastoral vocacional que ha podido ser calificada acertadamente como "de emergencia", de búsqueda de "mano de obra", búsqueda caracterizada por la angustia y el miedo , ante la perspectiva de tener que abandonar obras en las que se han desgastado vidas y fortunas, con una nostalgia de los tiempos idos, con el deseo de recuperar la abundancia de los servicios prestados en tantas y tan gloriosas instituciones.

Ante esta situación se hizo ese enorme esfuerzo de nombrar-enviar "delegados" de pastoral vocacional para que, como fuera, "reclutaran" por las aldeas y cortijos, sobre todo niños, que se prepararan para trabajar en las obras de congregaciones y/o diócesis. Y a esto responde la pregunta insidiosa y presionante que todos los años se les lanzaba tanto desde las instancias oficiales como desde los propios compañeros: ¿cuántas vocaciones conseguiste este año? (4)

2. La "razón simbólica". El nuevo paradigma teológico, tanto en la identidad y figura del sacerdote como en la de los religiosos se sitúa en lo que se ha dado ya en llamar de manera bastante común "la razón simbólica".

A ella se ha llegado por un triple camino: el primero, el fracaso de la razón instrumental tanto en el orden de la renovación de las personas como en el de la acción apostólica y, especialmente, en el de la pastoral vocacional: en efecto, hacerse trabajador de este tipo de empresas con todo lo que "exigen", no resulta demasiado llamativo, el mismo trabajo se puede realizar sin tanto sacrificio desde la condición de laico; el segundo , la profunda reflexión sobre la línea de la encarnación del Hijo de Dios, el Icono o Imagen del Padre, que lleva a descubrir en sus discípulos y seguidores "la imagen del maestro", de su ser y vivir; la tercera, la de la sacramentalidad de la Iglesia, y por lo mismo de todos los convocados a y en ella: todos llamados a ser en ella y desde ella, signos-sacramentos o sacramentales del propio Cristo y de su Iglesia.

La identidad, la razón de ser, la misión propia de las vocaciones se definen hoy, pues, no por lo que hacen sino por su funcionalidad, es decir, por lo que significan, por los valores cristianos que encarnan, por los aspectos del misterio de Dios o de Cristo y de la Iglesia que ponen de relieve, por los rasgos de Jesús que hacen visibles en este nuestro contexto histórico, por los elementos de su salvación que resaltan y/o realizan. Todo eso que se conoce como el "carisma" de cada vocación.

a) El presbítero deriva su razón simbólica de su condición sacramental. El es un"sacramento de Cristo Cabeza y Pastor" (cf. PDV 22, y passim). Esto quiere decir que su misión consiste en re-presentar, en hacer visiblemente presente el misterio salvífico de Cristo que se describe con la imagen de la Cabeza y del Pastor, con toda su riqueza bíblica, teológica y antropológica: el origen de la Iglesia en Cristo y por El; la convocación por el Padre, o sea, la prioridad absoluta de la gracia que es ofrecida a la Iglesia por Cristo resucitado (PDV 16); la compasión misericordiosa del Padre para con los hombres descarriados; la reconciliación y consiguiente congregación de los hombres en Cristo en un solo pueblo, en un solo cuerpo, en un solo rebaño.

La presencia del presbítero en una comunidad es memorial y estímulo para la construcción de la comunión de todos sus carismas y vocaciones en la comunidad eclesial. En esta perspectiva desaparece la preocupación angustiosa por su número y, sobre todo, por sus haceres, o actividades. Un solo presbítero, con su sola presencia, aun sin hacer nada, puede ser signo para muchas comunidades, puede ser una perfecta transparencia de Cristo Pastor.

b) La identidad de la vida religiosa se viene describiendo desde hace ya bastantes años, y hoy puede decirse que se ha hecho ya común tanto en la teología europea como en la americana, desde categorías como "parábola", "icono", oficializada ya esta última por la Exhortación "Vida consagrada" (cf. VC 14) (5). Con ello se quiere acentuar lo que la vida religiosa sugiere y evoca, lo que representa, el rasgo de Cristo que cada congregación encarna, el aspecto de su misterio que pretende vivir y difundir en el mundo. La parábola o el icono se hacen significativos en la medida en que hacen realidad y viven lo que tratan de expresar.

c) En un caso y en otro, tanto en el presbítero como en la vida consagrada, -y lo mismo habría que decir de la vocación laical, sobre todo en su concreción matrimonial-, la misión fundamental ya se entiende que no es el hacer, la actividad que desarrolla, el trabajo que realiza (aun cuando siempre habrá tareas y actividades que están en especial sintonía con la significación, como la presidencia de la eucaristía en el caso del presbítero) sino lo que significa y cómo lo significa. Y por lo mismo, la preocupación fundamental es la capacidad de significación y trasparencia de lo que están llamados a ser.

Así se entiende la unidad entre ser y misión: la misión consiste en ser un excelente signo. Cuanto más claro sea el significar más estamos en el propio ser. Así se entiende las frecuentes apelaciones a que se evangeliza más por lo que se es que por lo que se hace.

Esto libera de esa doble angustia ya aludida: el número y la edad. Y desde ahí se entiende la acertada frase de Masseroni, que citábamos al comienzo: no importa cuántos signos hay sino qué tipo de signo se es, cuál es su calidad.

Esto acentúa también, como ya hemos sugerido, el valor de la figura, de lo que se ve en estas vocaciones, de su vivir, de su presentarse. Porque ahí se juega su significación, su capacidad real de transparentar el misterio. Si algo se ha de decir del hacer desde esta perspectiva del símbolo es que lo que verdaderamente importa no es la cantidad de lo hecho, sino el modo de ese hacer, los lugares donde se realiza, a quiénes se destina, el modo de gestionarla, el estilo de la actividad(6).

Si esta comprensión relativiza el problema del número y de la edad -basta una partícula para que el pan re-presente el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía; bastan 12 personas, los apóstoles, para que se realice la Iglesia entera de Jesús- ella sola estimula la verdad de lo que se es, la coherencia de la vida con lo que se proclama ser. Y es esto sin duda lo que va a marcar nuevo rumbo a la pastoral vocacional (7).

3. El valor antropológico de la vocación

En el contexto cultural actual en el que la persona se sabe y quiere responsable de su propia construcción como persona y se redescubre una sensibilidad especial frente a la condición de felicidad, la vocación no puede ser concebida ni presentada como negación o renunciad o sacrificio de lo humano, ni tampoco solo como entrega a Dios y servicio a los hombres (autotrascendencia)sino que ha de acentuarse también el sentido humanizador, identificador y de bienaventuranza-felicidad que la vocación, toda vocación, entraña.

El anhelo de autorrealización que caracteriza a las generaciones nuevas es sin duda un signo positivo, una manifestación existencial de la vocación primera impresa en el ser humano por el Creador, tal como nos viene típicamente sugerido en la narración del Génesis. El "creced", a diferencia del "multiplicaos", entraña el desarrollo personal, el llevar hasta la máxima perfección la capacidad de cada ser humano, hasta la plenitud que consiste en llegar a cumplir a la perfección la condición de "imagen de Dios", o, siguiendo la línea del comentario que hace San Pablo, hasta llegar a transformarse «en la imagen del Hijo cada vez más gloriosa» (2 Cor 3, 18), «hasta que seamos hombres perfectos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo» (Ef 4, 13, -texto situado precisamente en un contexto vocacional, de organización de los carismas en la Iglesia-)(8). Cristo, que se hizo semejante a lo humano en todo excepto en el pecado, es la pauta.

La vocación no exige ninguna represión. La ofrenda de sí mismo a Dios, en el servicio a los hombres, excluye, sí, cualquier anhelo de autorrealización de tipo narcisista considerada como el simple desarrollo de todas las capacidades y la satisfacción de las propias necesidades, ocupar un puesto de relieve social, comprar la estima de los hombres. La vocación cristiana pretende y ofrece la posibilidad de la integración de todos los aspectos de la personalidad, de todas las energías y capacidades del yo en torno a un valor, que es la meta última, el núcleo unificante de toda la personalidad, de toda la historia personal, por negativa que haya podido ser(9).

No se trata, por tanto, de negar o suprimir, sino de reorientar, de organizar, de hacerlo girar todo en torno a ese valor nuclear que en el caso de las vocaciones es una persona y la causa de esa persona. Por ello la vocación desvela el propio ser y a la vez le da alas, lo eleva, lo estimula.En ella uno descubre el propio "yo ideal", la meta absoluta y el punto de arranque a la vez del propio desarrollo, incluida la propia afectividad, el proyecto personal que asume el proyecto de Dios para mí.

Por su parte cada grupo ecesial, las distintas vocaciones específicas, tienen la misión de asumir-revelar-realizar algún aspecto de esa imagen de Dios que es el Hijo, de su acción salvífica, como se dice a propósito de la vida consagrada, «memoria viva de la forma de existir y actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos» (VC 22), o bien de representar al "Cristo en oración sobre el monte (vida contemplativa) o al Jesús «anunciando a las multitudes el reino de Dios, curando a los enfermos y heridos, llevando a los pecadores a la conversión, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos» (VC 32).

En el encuentro de ambas perspectivas, la personal y la institucional, el carisma propio y el congregacional o ministerial, la persona descubre su "ideal", más por intuición que por raciocinio, más en la oración y en el vivir cotidiano que en el estudio o reflexión puntuales, ese su "yo ideal", que indica rumbo a su existencia, que hace de él un enviado convencido a realizarse como persona en plenitud precisamente en ese carisma y no en cualquier otro; allí intuye que está la fuente de su felicidad, su descanso, lo que dinamiza todas sus energías y las eleva de categoría y de dinamismo. El carisma-vocación se convierte así en esa «realidad objetiva, trascendente y no creada por el individuo, que revela al hombre su identidad subjetiva ideal, lo que está llamado a ser» (Cencini).

Es claro que en este contexto cultural esta perspectiva antropológica es la única que puede orientar una pastoral vocacional que quiera responder a este nuevo signo de los tiempos que tiene que ver con la realización en plenitud de la persona y con su felicidad.

1. Quizá esta fuera una de las razones deléxito de la antigua presentación de las vocaciones, especialmente de la religiosa, con su lenguaje de la perfección, del "elitismo espiritual": ofrecer un horizonte de crecimiento, de desarrollo personal, de elevación del propio horizonte existencial.

2. Cf. Cencini, Vocaciones... p. 95-96.

3. Sobre todo este paradigma pueden verse los numerosos artículos y reflexiones contenidos en las revistas "Vida Religiosa (Madrid), especialmente las de J. C. Rey García de Paredes, G. Fernández, M. Martínez, S. M. Alonso, y Testimonio (Chile), Convêrgencia (Brasil), Vita Consecrata (Italia). En esta línea se sitúa la reciente Exhortación apostólica Vita Consecrata.

4. A. Tomás, Los jóvenes, el futuro de la vida religiosa, en Confer 35 (1996) p. 316

5. J. C. Rioja, Los religiosos, "esos pobres seres ocupados", en Vida Religiosa, 78 (1995) 298-302.

6. Véase la lúcida y acertada descripción de este aspecto en A. Cencini, Vocaciones. De la nostalgia a la profecía, Ed. Atenas, Madrid 1994, p. 41-52.

7. Véase especialmente los artículos de J. Cristo Rey García de Paredes y de G. Fernández Sanz en Vida Religiosa y Testimonio, que han fundamentado y divulgado esta perspectiva.

8. Véase lo dicho a este respecto por el P. José Cristo Rey García de Paredes: «Se cae frecuentemente en la trampa del "eficacismo". Se piensa, por ejemplo, en ofrecer a la sociedad un "buen colegio", un "buen hospital"... Y por "bueno" se entiende "eficaz". Y la "eficacia" se juzga por los resultados "burgueses": un colegio "de alto nivel intelectual", un "hospital de alta técnica". Otra cosa es plantearse la misión apostólica en clave de signo. Erigir un "colegio-parábola", un "hospital-parábola", una "parroquia-parábola". Y... parábola del Reino, por supuesto... Reconvertir las actividades y obras apostólicas, las instituciones, en "parábolas del Reino" les exige a los religiosos "volver a sus orígenes carismáticos", a aquel momento en que la educación, el servicio a los enfermos, la atención a los marginados era una parábola dentro de la sociedad. Hoy día nuestros pueblos necesitan "nuevas parábolas" en favor de una humanidad no discriminante, que no valore al hombre solo por su capacidad intelectual, por sus ideas religiosas, por su gratitud, por su educación, por su dinero, por su poder social. Parábolas que hablen de Dios con el lenguaje de nuestros contemporáneos, pero del buen Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos, que tienen abierta siempre la puerta de la casa para el hijo pródigo, que no arranca la cizaña (qué sería una institución educativa o sanitaria en esta clave?)», en El reto de la evangelización a la vida religiosa apostólica, en Seminarios 35 (1989) 163-164.

9. Resulta curiosa la historia que cuenta Cencini de su propio Instituto: durante más de cien años nunca fueron más de 3 religiosos. Y cuando entraba uno nuevo, uno de los tres moría pronto, Cf. Vocaciones... p. 44, nota 2.