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El sacerdote sanado en la misericordia de Cristo I

 

En medio de este mundo herido, al que hemos sido enviados a llevar la salvación, la sanación de Jesucristo, estamos nosotros, sacerdotes, también heridos. Nuestro intento no es ofrecer remedios para “otros” heridos, sino en primer lugar, mirarnos a nosotros mismos, y tomar conciencia colectiva de esas heridas, analizarlas para reconocer sus efectos en nuestra vida y misión, hacer un diagnóstico de la situación ambiental y mostrar con la mayor claridad y convicción posible, cómo en Jesucristo podemos encontrar la verdadera sanación: “sus heridas nos curaron” (1 Pe 2,24).

Desde dos perspectivas podemos acercarnos al tema. Desde una perspectiva sociológica: el presbítero un hombre herido en una sociedad herida, “el sanador herido”, y buscar respuestas donde la psicología y la sociología la encuentran: “¿quién cuida de los cuidadores?” es una cuestión a la que se intenta dar una solución desde las ciencias humanas. Sin embargo, aunque no podemos dejar de lado la ayuda de los análisis y las respuestas que estas nos ofrecen hoy, nuestra aproximación al tema y sobre todo nuestra búsqueda de soluciones, se situará preferentemente en el plano teologal, que comporta la experiencia de fe. Porque el sacerdote es un hombre herido que está llamado y enviado a anunciar la salvación de Jesús, a cura y a sanar (Mc 3,13-15; 16,17-18). Jesucristo continúa sanando a través de su ministerio. No podemos olvidar en nuestro análisis esta gozosa realidad, como tampoco que nuestras propias heridas dificultan y obstaculizan en nosotros mismos, como creyentes y como ministros, la fuerza salvadora de la Buena Noticia que anunciamos. Es posible que nuestras vidas puedan situarse a distancia de esa fuente de vida que proclamamos, y asentarse en un amargo sin sentido de la propia existencia.

Habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados

Qué pensaríamos si nos sugirieran introducir en un cuestionario para evaluar capacidades de un candidato al sacerdocio, una pregunta como ésta: ¿Es suficientemente débil para ser sacerdote? y se acompañara este item de varios conceptos que desgranaran y explicitaran esa debilidad. Ciertamente nos extrañaría; lo consideraríamos casi como una provocación fuera de lugar, y sin embargo, la carta a los Hebreos nos habla de que la eficacia del ministerio y del sacerdocio de Cristo están precisamente en la debilidad: “pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (Heb 2,18), “Pues no tenemos un Sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15). “y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados por estar también él envuelto en flaqueza” (Heb. 5,2).

Esta “debilidad” no significa solo la experiencia de pecado, sino también la experiencia de una peculiar vulnerabilidad ante el sufrimiento humano, que el Hijo de Dios asumió en su encarnación. Reconocer los sufrimientos de su tiempo en su propio corazón, y hacer de esta experiencia un aspecto fundante de su ministerio. Esta apertura al sufrimiento da como resultado la incapacidad de asegurar nuestro propio futuro, de protegernos de cualquier adversidad, de defendernos del dolor propio y ajeno y aún de la angustia interior. Así entendida, forma parte de la vocación y de la estructura de nuestro sacerdocio; una indicación de la gratuidad con que Dios nos “llama”, del reconocimiento de la incapacidad humana ante la misión que se nos confía como sintieron los Patriarcas y los Profetas, al verse llenos de debilidades para llevarla a cabo.

Ya K. Rahner hace más de treinta años, escribía a este respecto, un texto que ha sido muy difundido: “el sacerdote no es un ángel, es un hombre, un miembro de la santa iglesia, un cristiano, lo mismo que vosotros. Como dice la Escritura, ha sido tomado de entre los hombres. Lo cual no es tan evidente al escucharlo; pues esto quiere decir que nosotros, los sacerdotes, somos hombres como vosotros, hombres pobres, oprimidos, débiles, pecadores….hombres de esta época precisa y no de otra…que no se diferencian de los demás, pobres, débiles, cansados, necesitados de la misericordia de Dios. A estos ha llamado Dios para que sean en vuestra comunidad servidores del altar…Cuando el obispo les impone las manos siguen siendo hombres y esta gracia que se le es conferida es la gracia de la flaqueza humana, la gracia en medio de la humana defectibilidad…”

Ser sacerdote no significa ni puede significar que estamos libres de todo aquello que nos asemeja y nos identifica con los demás hombres en sus debilidades, como si estuviéramos llamados a tratar a los demás desde una gran altura. Dios nos ha llamado a salvar a los hombres y mujeres de nuestro mundo, y no hay salvación sin encarnación: “a pesar de su condición divina…se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos…” (Filp 2,5). Nuestra debilidad, por lo demás, es condición para relacionarnos en profundidad con Dios, porque proporciona un ámbito donde se manifiesta su gracia, donde su presencia que nos sostiene puede revelarse, donde incluso su poder llegue a hacerse patente. La debilidad es el contexto y la condición de posibilidad para la epifanía del Señor, es la noche en que El aparece, no siempre como una promesa tranquilizadora, sino, la mayor parte de las veces, como un poder que nos hace seguir siendo fieles, aun cuando nos sentimos sin fuerzas, aun cuando la fidelidad signifique simplemente dar un paso más. En resumen, la experiencia de la debilidad profundiza nuestra experiencia de Dios.

Pablo vio la historia de su propia vida como una letanía de contrariedades y sufrimientos, como momentos sucesivos de debilidad, pero transformada mediante el poder de Cristo que le sostenía: “…con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,9-1). El presbítero descubre en momentos semejantes lo que significa su vocación; cuando el poder de Dios se hace evidente en la continuidad de su vida fiel, de una fidelidad que su debilidad parecería sólo socavar, pero que en realidad es sostenida por ella misma, ya que evoca la presencia poderosa y llena de misericordia del Señor. Por eso, debería contemplar sus debilidades con una mirada tierna y compasiva, como las mira el Señor, pues ellas no son obstáculos sino ocasiones para realizar su ministerio de sanación; pueden ser siempre fuente de humilde reconocimiento del don gratuito de la llamada y acicate para volver su mirada al corazón traspasado de Jesús que salva y sana sus heridas.

En la Exhortación Apostólica “Pastores dabo vobis”, Juan Pablo II afirma que el presbítero “debe acrecentar y profundizar aquella sensibilidad humana que le permite comprender las necesidades y acoger los ruegos, intuir las preguntas no expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las alegrías y los trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar a todos y dialogar con todos. Sobre todo conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia la experiencia del dolor en sus múltiples manifestaciones, desde la indigencia a la enfermedad, de la marginación a la ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica y transparente en un creciente y apasionado amor al hombre”. (PDV 72).

Y un poco después la misma Exhortación afirma: “Del sacerdote, cada vez más maduro en su sensibilidad humana, ha de decir el Pueblo de Dios algo parecido a lo que de Jesús dice la carta a los Hebreos: ‘no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado’ (PDV 72).

El sacerdote es ministro de la eucaristía; cada día hace presente el cuerpo y la sangre de Cristo, pero un cuerpo partido y una sangre derramada; hace memoria de la entrega de Jesús a su pasión y a su muerte, donde se pone más de manifiesto la debilidad humana de Jesús, su pavor, su angustia, su dolor, su soledad, sintetizada en Getsemaní (Mc 14,32ss, Mt 26,16ss) y en la cruz. Es la gran paradoja de este misterio, la fuerza de nuestro sacerdocio radica precisamente donde la debilidad se manifiesta con más radicalidad.

En realidad con esta reflexión sobre los textos de la carta a los hebreos, acabamos de señalar una de las amenazas de la modernidad a nuestras vidas de presbíteros: la dificultad para aceptar la debilidad y el reconocimiento de nuestro ser de criaturas limitadas; en definitiva, de gloriarnos, como Pablo, en nuestras flaquezas. Vivimos en la cultura del éxito, de la eficacia, de la posibilidad de realizarlo todo, del “hombre omnipotente”, donde el débil y el que no triunfa no tienen un lugar en la escala social, son despreciados, no cuentan, porque se ha aceptado el principio de que de las pasividades no puede surgir la vida y conviviendo con ellas no es posible ser feliz. De ahí el miedo a afrontar las propias heridas, el rechazo a lo que socialmente se considere como debilidad y la negación de todo sufrimiento.

El cristianismo de “autorrealización”

En nuestra sociedad, pero también en la pastoral, funcionan dos “voces mudas” que configuran un estilo de cristianismo que podríamos llamar de la “autorrealización”, que comporta un sutil deseo de “autorrealización y de felicidad” como meta de la existencia.

En esta concepción de la vida que predica la postmodernidad, uno “no se recibe” de otra instancia; los fines se elaboran y se formulan desde el propio sujeto, y en la consecución de ellos, se concreta la felicidad, a la que se tiene un “derecho inalienable”, una especie de derecho humano. Así queda flotando en el ambiente el convencimiento de que el sentido de la vida humana es alcanzar la felicidad, que será diferente según los objetivos y fines que cada uno se haya propuesto, y por tanto, aquella se identifica con la autorrealización personal. Esta, en modo alguno, incluye el “descentrarse”, el “salir del propio amor, querer e interés”, la abnegación, la gratuidad… en definitiva, todo lo que pueda sonar a “cruz”.

Sin embargo, este ambiente ha penetrado, sin mucho esfuerzo, en nuestra pastoral, en las comunidades religiosos y en nuestras propias vidas, y de un modo u otro, la vida cristiana se presenta como un medio para alcanzar estos objetivos. Por supuesto que la fe cristiana promete la plenitud de la vida y el logro verdadero de la persona humana, pero lo cifra en la identificación con quién es la plenitud de la humanidad: Cristo. Además la fe nos enseña a dejarnos dictar los objetivos más profundos de la propia vida por otra Persona, que toma el señorío y las riendas de nuestra propia vida, el Señor: “amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma...” (Mc 12,28-34) “Si vivimos, vivimos para el Señor...” (Rom 14,7 ss). Los “fines”, los “para qué...” los formula el Criador y Señor de todas las cosas, que es quien en definitiva los dota de sentido y finalidad.

En este modo de concebir la existencia humana, la autorrealización y el éxito se convierten en salvación, y por consiguiente, no hay lugar para la presencia de Dios en el dolor, en el sufrimiento, en la frustración. En el fondo se expulsa la cruz de la fe, mientras Jesús ha cifrado la plena realización del hombre en la donación, en la entrega hasta la muerte por amor, y en el cumplir no la propia voluntad sino la del Padre. Efectivamente, si el sujeto se da a sí mismo sus objetivos y sus fines, Dios no puede intervenir “pidiendo” una renuncia o el “cambio” de los propios planes, gustos, o metas. A Dios no se le permite actuar como Señor de todas las cosas y pedir, en consecuencia, la vida entera, no hay lugar para la “indiferencia”, la “disponibilidad”, ni, por tanto, para la adoración. Esa actitud de vida que lleva al reconocimiento de que no hay otro todopoderoso sino solo Dios, a quien se le reconoce y acepta, profunda y cordialmente. Se goza de que Dios sea Dios y eso le hace libre.

“Sus heridas nos curaron…”

Desde la psicología muchos autores apuntan que existen elementos sanadores en aceptar la limitación y la debilidad propias, sin negarlas ni vivir resentido por ellas. Pero también reconocen que hay elementos de sanación en la tradición religiosa. Incluso sus teorías se aplican a la pastoral. Suponen que sea el mismo Dios quien se vaya haciendo presente como fuente de seguridad y nos ofrezca un lugar donde aceptarnos vulnerables. Sin duda que ningún otro lugar es comparable con la experiencia de la bondad y la misericordia infinita de Dios, manifestada en Cristo Jesús. La vocación del presbítero se cimienta en esa llamada misteriosa pero real de Jesús a seguirle para colaborar con El en su obra de salvación. Pero el seguimiento de Jesús tiene que ir precedido y acompañado de la experiencia de sentirse sanado por su misericordia. No se puede dar el paso a vivir con Jesús y como Jesús, si no se ha tocado el borde de su manto y se ha sentido invadido de su fuerza sanadora (Mt 9,21).

El Evangelio está lleno de escenas donde Jesús, sanando, se muestra como liberador del pecado del mundo. El mismo se define como el médico que ha venido a buscar no a los sanos sino a los enfermos, porque son estos los que necesitan ser curados (Mt 9,12). Se podría decir que la primera prioridad de Jesús son los enfermos, los débiles, los que sufren heridas en el cuerpo y en el espíritu. Es estremecedor el resumen que hace Marcos (Mc 1,32-34): “al atardecer, puesto ya el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados; y toda la ciudad se reunió a la puerta; Jesús curó a muchos pacientes de diversas enfermedades y echó muchos demonios”

Algunas de estas escenas son iconos de las curaciones que Jesús continúa haciendo hoy de las heridas de nuestra sociedad y de nosotros sacerdotes. Así la curación de la mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años (Mt. 12.20). Jesús la cura, y ataja esta hemorragia de vida, este vaciarse de ánimo e ilusión, la anemia espiritual que convierte en estériles los esfuerzos apostólicos. En Jesús encontramos, desde el humilde reconocimiento de nuestras heridas que sangran, la fuente de la vida. O la curación en sábado de la mujer encorvada que nos narra San Lucas (Lc 13,10), a la que sana de ese corazón curvado sobre sí mismo que le impide abrirse a la alteridad y percibir la realidad de su entorno. Imagen elocuente de situaciones no raras entre los presbíteros: curvados sobre nosotros mismos, ensimismados, preocupados sólo por las propias situaciones personales o pastorales como si en el mundo y en la Iglesia no hubiera otras angustias sino nuestros propios problemas.

Curvados, ensimismados, cultivando un narcisismo estéril que nos imposibilita acoger el don misericordioso del amor de Dios y el sentirnos reconocidos y amados por los demás. Nos buscamos tanto que al final únicamente encontramos nuestro propio yo, solo, envuelto en pesimismo, crítica e incluso a veces amargura.

Después de muchos años, aquella mujer se alzó y se tropezó con unos ojos que la miraban con amor. Jesús nos cura y nos hace alzar los ojos y encontrarnos con su mirada llena de perdón y todo un mundo que amar y evangelizar.

Podríamos detenernos en la bella conversación de Jesús con la Samaritana (Jn 4.) que nos ha transmitido el evangelio de San Juan; una mujer herida, a la que Jesús sacia su sed de felicidad y la devuelve a la comunidad. Es un icono de cómo acoger nuestras propias debilidades, al contemplar la delicadeza de Jesús que va sacando de esa mujer herida lo mejor que lleva dentro, el tesoro del que es portadora. Un icono de cómo acoger a otros hermanos en el sacerdocio, de cómo es posible que brote en nosotros una fuente de agua viva que nos haga decir que ‘ya no creemos por lo que nos han dicho sino por lo que hemos visto’, por lo que hemos experimentado.6 Jesús no se acerca desde la condena de la mala conducta, sino mostrando su propia necesidad, “dame de beber” y ofreciéndole lo que a ella le falta para hacer verdad. Hay una invitación de Jesús a nuestro espíritu a huir de ilusiones y falsas teorías que nos alejan o disimulan nuestra realidad herida. Jesús acoge esas heridas y nos introduce en el camino de la verdad. Negarnos a ver la verdad conduce sólo a mantener nuestra ruptura interior, mientras que de la aceptación brota la unidad y la integración personal.

‘En esto has dicho la verdad’. Como presbíteros necesitamos vivir en verdad y encontrar la unidad de nuestra vida interior para acoger y descubrir a Dios presente en nuestras heridas porque de ahí brota una fuente de agua viva.

Y a la vez, cuando al volver la mirada sobre nuestro interior, reconocemos y acogemos al pobre y herido que hay en nosotros, la acogida de los “otros” se hace en verdad. De lo contrario, puede suceder que estemos buscando enfermos y pobres a los que atender, para ocultar la necesidad de la propia sanación, o de afirmarnos entre los demás como ‘sanadores”.

Una identidad amenazada socialmente

No es ninguna novedad afirmar que en los años siguientes al Concilio una de las frases más usadas para describir la situación de los presbíteros era “la crisis de identidad del sacerdote”. La crisis no era simplemente teológica, sino también existencial. Con el tiempo, la teología de la Prebyterorum ordinis ha sido profundizada y diversos documentos del Magisterio han ayudado a que esta formulación doctrinal esté en la actualidad bien adquirida.

Sin embargo, el problema que se plantea todavía hoy, como una herida compartida por muchos en nuestra sociedad, es el de “la identificación con la propia identidad”. Se ha dicho que uno se hace sacramentalmente presbítero por la ordenación, pero sólo la vida y el trabajo pastoral le va haciendo existencialmente presbítero. Es decir la integración de todas las dimensiones de la persona en torno a la vocación y a la misión es una tarea larga, progresiva en la que no faltan retrocesos y dificultades. La identidad como la madurez no son realidades estáticas, sino procesos dinámicos que comportan una continua tensión entre las características nucleares de la identidad y el contexto social en que se mueve la persona. Esto significa que ese núcleo personal se logra sólo a través de sucesivas síntesis realizadas a lo largo de la vida.

Una de las dificultades mayores, especialmente para los sacerdotes jóvenes, para forjar y vivir la identidad sacerdotal es la incorporación al propio yo de sensibilidades o culturas diversas que cuentan con una gran aceptación social, incluso en la comunidad cristiana, pero que contradicen en muchos de sus elementos la sensibilidad cristiana. Hay un verdadero choque de sensibilidades y de culturas; es frecuente pertenecer y sentirse interiormente habitado por ambas, y sin que ello suponga ningún desgarro especial, se pasa de una a otra con extrema facilidad. Cuando esto sucede, la identidad sacerdotal se aleja mucho de ser humana y espiritualmente madura y cae en una destructiva difusión, que afecta a uno de sus elementos principales, cual es el de la fidelidad; es decir, la capacidad de mantener lealtades elegidas con libertad a pesar de las contradicciones y dificultades inevitables de las opciones tomadas. Es muy posible que todos Vds. tengan experiencia de haber tenido que gestionar procesos de abandono del ministerio, y habrán constatado con tristeza y no poca sorpresa, la facilidad, incluso frivolidad, con que no pocos se ha desembarazado del ministerio o de los votos; como quienes se desprenden de algo que era un añadido, en modo alguno como algo que era carne y sangre propia.

Un individualismo descomprometido

La toma de decisiones que conducen a un compromiso con una visión global de la realidad, como el sacerdocio o la vida religiosa, es un signo de caminar hacia una identidad madura. Pero con frecuencia estas opciones son sólo aparentemente profundas, no llegan a un verdadero compromiso que en fidelidad supere las dificultades, los contratiempos, los fracasos propios del ministerio. Esta herida manifestada la dificultad que existe en la cultura postmoderna para todo lo que implique vinculación o compromiso y que afecta evidentemente a los compromisos en el ministerio y en la vida consagrada.

Comprometerse significa vincularse, entrar en relación y comunicación con personas, con ideas o proyectos determinados, algo que se contrapone, por consiguiente al aislamiento, la desunión, o el narcisismo. Poseer capacidad de comprometerse supone, pues, disponer de una aptitud para abrirse a la alteridad y superar el individualismo. Pero nuestra época está caracterizada precisamente por una especie de glorificación de la individualidad, hasta tal punto de que el valor supremo no es lo que nos supera sino lo que encontramos en nosotros mismos. Esto significa que vivimos una especie de dificultad para la apertura al otro, para la relación y en consecuencia para el vínculo y el compromiso. Es cierto, que el individualismo, en cuanto afirmación del individuo, de la persona humana por lo que ella es, ha supuesto una gran conquista de la humanidad, pero al mismo tiempo el mito de la autonomía personal conduce fácilmente a la concepción de la libertad como la liberación de cualquier tipo de influencia ajena, es decir como un estar desligado y desvinculado. Asistimos a una exaltación del individualismo, de su independencia y autonomía, lo cual hace evidente las dificultades para establecer una elección, una decisión personal que entrañe un compromiso fuerte que aspire a mantenerse con carácter definitivo. Se sobreentiende que los compromisos se mantendrán mientras nos sintamos cómodos en ellos, pero ni un momento más. Resulta enormemente significativo a este respecto, fenómenos como los llamados “separaciones por nada”. Es decir, separaciones que se llevan a cabo no por razones de peso, como una incompatibilidad, un conflicto de celos o infidelidad, etc. No. Nada de esto, la separación se lleva a cabo por que sí; por nada en concreto. En lo profundo, por la incapacidad de sostener un compromiso con otra persona. Pero desgraciadamente, algo parecido está sucediendo también en el ministerio y en la vida consagrada.

La realidad nos está mostrando que en nuestra sociedad existe un terrible encadenado de la exaltación de lo individual con la multiplicación prodigiosa de las posibilidades de elegir, internet es un ejemplo de ello, y la reducción drástica de las capacidades de vincularse. Se nos invita a disfrutarlo todo sin renunciar a nada. La utopía actual es la de la renuncia a la renuncia. Los efectos ciertamente son catastróficos, afectando a las mismas relaciones humanas que se configuran cada vez más, evitando cualquier compromiso personal, cuando por el contrario la madurez del individuo sigue el camino de la vinculación y de la responsabilidad con sus lealtades que le vinculan con los otros, y le incorporan a grupos más amplios de pertenencia.

(Fuente: Comisión del clero, CEE)