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Sacerdotes para la nueva evangelización

 

            El pasado 20 de agosto en su homilía a los seminaristas el Santo Padre decía entre otras cosas: “¿Cómo vivir estos años de preparación? Ante todo, deben ser años de silencio interior, de permanente oración, de constante estudio y de inserción paulatina en las acciones y estructuras pastorales de la Iglesia...Meditad bien este misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra formación con profunda alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de radical fidelidad evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y las personas en medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da en cada tiempo la gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y realismo” . A partir de aquí pueden desarrollarse algunas consideraciones sobre la gran tarea que ustedes tienen y sobre la gran responsabilidad que la Iglesia les ha encomendado. Se trata de una responsabilidad compartida. Por un lado, ella pertenece al Obispo, primer responsable de la vida de la Iglesia particular, presencia viva que da testimonio de Cristo Resucitado por la sucesión apostólica; por otra parte, ella refiere a los jóvenes que les confían a ustedes un tiempo de su vida, para que en el discernimiento dinámico se pueda comprender qué signos manifiestan la vocación y de qué manera ella puede crecer y reforzarse para el servicio en la Iglesia. Por último, no es menor la responsabilidad por parte del mundo. Plasmar la vida de las personas que desarrollarán un rol no menor ante tantos otros, como es el caso de los futuros sacerdotes, siempre equivale a orientar la cultura misma. Si este ejercicio de responsabilidad no es acompañado con la oración y el estudio, sostenido por una fuerte madurez humana y sacerdotal, el riesgo de vaciar la gracia de Dios se convierte en una posibilidad lamentablemente real. Por ello es justo y necesario sostener el ministerio de ustedes con nuestra oración y profunda estima.

            La primera consideración que me viene espontáneamente se refiere al tema de la formación.  Benedicto XVI, hablando en general sobre esta problemática, decía:  “En realidad, hoy cualquier labor educativa parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran "emergencia educativa", de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas. Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable” . Esta es también nuestra preocupación con respecto a quienes se forman para la vida sacerdotal o religiosa. Por otra parte, la historia muestra que la educación siempre ha empeñado a la Iglesia. Una mirada a los grandes santos y santas en siglos diversos manifiesta el gran aporte realizado en este tema en favor del progreso de la sociedad y las personas. Desde la primera escuela creada en Roma alrededor del año 150 por Justino, hasta nuestros días, se han sucedido ininterrumpidamente hombres y mujeres que han creado toda suerte de instituciones con el objetivo de ofrecer una formación humana y cristiana. En modo particular pienso en la obra realizada por san Juan de Avila en favor de los sacerdotes y de la reforma del clero, quien desde España fue capaz de impulsar una concreta renovación en la vida de toda la Iglesia.

Nuestra fe ha provocado, de generación en generación, la fiel de transmisión interpersonal de lo que ha sido creído “siempre, por todos y en todo lugar”, para retomar la feliz expresión de san Vicente de Lerins; y esto con la convicción de transformar la cultura y permitir alcanzar la verdad sobre la propia existencia e incidir en el progreso de la vida común. Evidentemente, en nuestros tiempos, un sano realismo nos enfrenta con muchos interrogantes acerca del futuro que espera a las nuevas generaciones. Nuestros jóvenes son hijos de su tiempo, y la elección vocacional no los diferencia de sus coetáneos. Estos aparecen siempre más desorientados, con grandes dificultades para ubicarse; sin identidad ni raíces sienten la tentación del éxito fácil y de la riqueza, olvidando el compromiso con una vocación que dura en el tiempo. La violencia parece cada vez más normal entre los adolescentes que son sus espectadores pasivos y sucumben, mientras otras veces se convierten en protagonistas inconscientes.  Una difusa mentalidad entre los adultos tiende a justificar desmesuradamente estas formas, mientras otros viven una especie de frustración encerrándose en una nostálgica visión del pasado. Lo que a menudo parecería faltar, en cambio, es un sentir común que permita avanzar hacia soluciones y compromisos compartidos.  Una mirada serena y realista, lleva a verificar una gran crisis antropológica que se hace más intensa en un momento como el nuestro, de transición entre el fin de una época (la modernidad) y el inicio de una nueva fase de la historia (posmodernidad). Una primera tarea que debemos afrontar es  la de comprender el proceso de cambio que se está realizando, para entrar en la mentalidad y en la cultura de estos jóvenes, que llevan inconscientemente los signos de la crisis cultural dentro de sí.

De hecho, en decenios pasados ha faltado una responsabilidad general frente a una formación que permitiese individuar los valores auténticos y decidirse por ellos. La primera preocupación ha sido a veces, la de acoger a todos sin el debido discernimiento a fin de ocupar las parroquias vacantes, con lo cual es lógico que la debilidad haya prevalecido. Por otra parte, si lo que se ha sembrado durante años ha sido lo efímero y la diversión, ¿cómo podrían esperarse otros frutos que no sean la indiferencia hacia toda forma de compromiso, apatía por el estudio, comportamiento refractario hacia toda forma de disciplina? Incluso el término mismo ha caído en desuso y la sola mención provoca alergia y rechazo. Y si embargo, es urgente poner remedio a esta situación, y volver a proponer con seriedad y determinación una visión de la vida que recupere el esfuerzo personal y haga de la educación un punto determinante, para no dejar enteras generaciones expuestas al vacío, o peor todavía, a la violencia gratuita. Deberíamos superar, por tanto, la fragmentariedad que caracteriza el momento cultural presente, para retornar a una visión unitaria no sólo del saber sino de la persona, que es el verdadero sujeto de la formación. Esto implica la necesidad de focalizar algunos contenidos referidos a la educación, y ser propositivos con un proyecto que no quede entrampado en la sequedad de las hipótesis, sino que se haga fuerte en la experiencia de generaciones pasadas para ofrecer contenidos que brindan certeza. Las hipótesis fascinan porque abren espacios de aventura y creatividad, pero tarde o temprano cada uno tiene necesidad de certezas para construir la existencia y darle identidad a la propia personalidad.

Inevitablemente surge la pregunta sobre cómo formular una propuesta que brinde certeza, y que pueda ser mantenida en el curso de la vida personal como auténtica conquista de valores y de estilos de vida que valgan no sólo para nosotros mismos sino para la entera comunidad. No podemos desconocer que una permanente mentalidad materialista lleva a procurar sólo algunas habilidades prácticas más que ayudar a la mente en la búsqueda de la fuerza intelectual; del mismo modo, a veces hasta la oración se convierte en una vía de escape, más que en un espacio en el que la acción cotidiana se conjuga con la contemplación; a menudo se persigue la vía más fácil de apagar todo deseo, sobreabundando en bienes de consumo tantas veces costosos e inútiles, antes que comprender el sentido positivo de la renuncia y del sacrificio como expresión de genuina libertad. No es irreal la tentación de abandonar el propio rol, sobre todo cuando nos sentimos abandonados a nosotros mismos en la difícil tarea educativa. La educación, por otra parte, o es la capacidad de entrar en sí mismo y captar el bien y la verdad, o no es tal.

Como puede verse, la comunidad cristiana en este particular momento de la historia, debe tener la capacidad de percibir el reclamo que surge de diversos sectores, especialmente de padres y docentes, a fin de crear una alianza entre diversas instancias educativas para salir de la crisis y construir una plataforma para los próximos decenios. Si no logramos crear una circularidad entre la familia, las instituciones escolares y la comunidad cristiana, no será posible arribar a una visión unitaria de la formación. Los jóvenes que entrarán en el seminario traerán consigo la fragmentariedad recibida. Esto conlleva otra pregunta que toca directamente a los formadores. En este momento de la historia son llamados a involucrarse no sólo los padres, los catequistas, los docentes...sino la entera Iglesia y la diócesis. Ninguno puede quedar al margen como si la cosa no le incumbiera o no fuera de la propia competencia. Cuando está en juego el futuro de la Iglesia misma ninguno puede pensar en tirar los remos de la barca. Todos estamos involucrados y comprometidos, porque somos parte de este mundo y de esta Iglesia en este momento particular, y para bien o para mal somos igualmente responsables de esta situación. Es por ello que el llamado a la responsabilidad no debe ser dirigido siempre a los otros. En momentos como el nuestro, estamos obligados a responder en primera persona, ya que hemos hecho de nuestra vida una  misión al servicio de los demás. La obligación de ofrecer la propia contribución concreta, por tanto, no es un privilegio de pocos, sino la necesidad de corresponder a la vocación recibida y al rol que debemos desempeñar.

Viene a la mente un párrafo de S. Kierkegaard sumamente significativo en la situación actual; el mismo nos ayuda comprender el camino que nos espera: “En Zama los romanos demostraron que se puede estar totalmente ciego por el sol y sin embargo seguir combatiendo; en Zama demostraron que se puede combatir ciegamente y sin embargo vencer. Ahora bien, nuestro combate por la fe, ¿es acaso una bufonada o una escaramuza elegante? Es tal el combate que dura más que la guerra de los Treinta años porque aquí no se combate sólo para conquistar, sino mucho más escarnecidamente para conservar. Consciente de que el intelecto desespera, la fe impulsa victoriosamente siempre más adelante la pasión de la interioridad...el estar sentado tranquilamente sobre una nave durante mucho tiempo no es una imagen de la fe; pero cuando hay una falla en el casco, el saber mantener la nave en funcionamiento con la ayuda de bombas, conservando el entusiasmo y sin buscar de volver al puerto: he ahí la imagen de la fe”. La metáfora es adecuada; a menudo se recurre a la fría lógica de los números y esta no siempre tiene una solución que sea eficaz; entonces es necesario conjugar la lucidez de la razón con el entusiasmo de la fe para arribar a un proyecto participado y fecundo.

Que existe una falla en la “nave” no creo que podamos negarlo; quedarse cómodamente sentados esperando que pase el peligro o que trabajen otros, no corresponde y no puede dejarnos tranquilos a quienes, marcados por el realismo de fe, miramos el futuro plenos de la esperanza cristiana. La batalla de Zama, a la que el filósofo se refiere, es señal de un esfuerzo poco común: conocemos los acontecimientos que llevaron al desencuentro entre Aníbal y Scipión. Uno para salvar Cartago, el otro para salvar la supremacía de Roma puesta a dura prueba durante muchos años por el joven impertinente pero genial conductor. Los elefantes cartagineses, a pesar de su poder no lograron dispersar al ejército romano; más aún, la estrategia de producir un grandioso estruendo de trombas espantó a los pobres elefantes y Scipión conquistó la victoria. La imagen es simbólica: frente a la fuerza de tantos medios, nuestra debilidad parece multiplicarse; sin embargo no es así. No tenemos la fuerza de los elefantes, pero poseemos la carta vencedora del encuentro personal. La credibilidad –la educación la exige de modo vital- no se la puede comprar, es una característica que se conquista en el terreno cuando se decide arriesgar la propia vida. Podremos ejercer la autoridad, pero ella permanece vacía si no tenemos credibilidad. Mantiene intacta su verdad la conocida expresión de Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio" (EN 41). Frente al creciente deseo de autonomía que atañe sobre todo al mundo juvenil, crece la tentación de volverse a los ídolos, sin darse cuenta del vacío del que están llenos.

Se están quemando enteras generaciones sólo por el temor de ofrecerles un verdadero salto de calidad en la comprensión de la vida; esto, sin embargo, reclama la fuerza de la credibilidad personal que no ceda al canto de las sirenas de turno, sino que se presente coherente con la elección realizada. La cercanía del sacerdote, amigo y formador, tendría que constituir una compañía en el proceso educativo capaz de sostener a nuestros jóvenes en la etapa de la distancia y del deseo de autonomía que pretenden tener. Esto será posible en la medida en que seamos capaces de proponer un camino pleno de genuina libertad y no su caricatura. La autonomía que se sueña a menudo está en contraste con la verdadera libertad que se desea alcanzar. Para que la obra educativa produzca frutos positivos es necesario que la libertad conduzca a la verdad sobre sí mismo, a las consiguientes elecciones a realizar y a la perseverancia para mantenerlas una vez decididas. Realizar elecciones que se mantienen durante toda la vida no es un insulto a la libertad, sino su exaltación. Siempre es bueno recordar que la verdadera libertad si no se nutre de elecciones definitivas, nunca podrá expresase como conquista de autonomía y liberación de tantas formas de esclavitud. Estoy personalmente convencido de que hoy como ayer el mundo juvenil experimenta fascinación cuando se encuentra con propuestas concretas, radicales y comprometidas; para que esto suceda es importante que sean presentadas por personas creíbles, que vivan coherentemente lo que proponen. Inevitablemente entra en juego la autoridad y credibilidad del formador. Si sólo transmitiéramos informaciones sería todo más fácil; alcanzaría con el estudio y la capacitación; la formación en cambio requiere mucho más. Ella implica estar involucrado con los contenidos que se quieren transmitir y la comunicación se realiza cuando se alcanza el mismo espacio de  participación. El lenguaje se vuelve realmente constructivo; es decir, un lenguaje que encuentra su razón de ser en la vida. La verdad de lo que proponemos se confirma en el actuar coherente que involucra y compromete. Los cristianos deberíamos conocer bien este lenguaje; y nosotros sacerdotes, mucho más todavía. El evangelio que anunciamos es la gramática constitutiva, y la eucaristía que transforma es el signo evidente del compromiso de una vida. Todo expresa un amor que no ha sido proclamado, sino vivido. La credibilidad interna del evangelio consiste propiamente en la revelación de la transparencia de Jesús de Nazareth, de la coherencia entre su predicación del Reino y su vivencia personal. El amor como entrega de la propia vida para siempre en favor de la persona amada sin reclamar nada a cambio, fue caracterizado por El de manera perfecta en el Gólgota. Jesús nunca hubiera influido en la vida de sus discípulos ni de cuantos han hecho de las Bienaventuranzas un estilo de vida hasta el martirio, si no hubieran visto que él, en primera persona,  era pobre, manso, puro, obediente... En una palabra, la formación se conjuga con el testimonio  que ofrece el conocimiento más adecuado en la comunicación de los contenidos axiológicos. Por su propia naturaleza, el testimonio es una forma de conocimiento que tiene en la relación interpersonal su punto de fuerza esencial y constitutivo. La verdad comunicada es considerada creíble cuando es ofrecida por una persona que arriesga toda su vida en el testimonio.

Para entrar directamente en el argumento, creo decisivo considerar algunos contenidos a los que debe atender la formación sacerdotal. En primer lugar, el gran valor de la vida sacramental. El sacerdocio no es una conquista humana o un derecho individual, como muchos piensan, sino un don que Dios otorga a cuantos ha decidido “llamar” para que “estén con él”, en el “servicio a su Iglesia”. Perder de vista esta dimensión vocacional, equivaldría a equivocar todo y hacer del sacerdote un empleado y no un hombre que desarrolla un ministerio en el signo de la plena gratuidad. Considerar esta dimensión permite relacionar al sacerdote en primer lugar, con la realidad que lo ubica en su ser: la eucaristía. Como ha dicho Benedicto XVI en la misma homilía del 20 de agosto: “La Eucaristía es la expresión real de esa entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio” . Como se puede verse, las palabras del Papa señalan que el verdadero desafío consiste en comprendernos a nosotros mismo en relación al misterio que celebramos y que hace de cada uno de nosotros un sacerdote de Cristo. La eucaristía permanece como un don inextinguible realizado a la Iglesia y a cada uno de nosotros singularmente; por esto le debemos respeto y devoción, sin pretender jamás manipular el misterio del que somos siervos como si fuésemos sus dueños. Todo nuestro ministerio debe caracterizarse por ubicar en primer plano no a nosotros mismos y nuestras opiniones, sino a Jesucristo. Si en la acción litúrgica –elemento peculiar de nuestro ministerio- somos nosotros los protagonistas, contradiríamos nuestra misma identidad y haríamos vano nuestro ministerio. Nosotros somos “siervos” y nuestra obra puede ser eficaz en la medida en que refiere a Cristo, y nosotros somos percibidos como dóciles instrumentos en sus manos para colaborar con él en la salvación. Vivir el misterio eucarístico lleva a enfrentar otro desafío, que contrasta grandemente con el profundo individualismo del mundo contemporáneo, y que es el de la comunnio que estamos llamados a vivir entre nosotros. Formare el unum presbyterium en torno al Obispo, para vivir de un amor verdadero y real que a ejemplo del Maestro se realiza en la donación total y plena de sí mismo a todos, sin pedir nada a cambio. Dejar todo para vivir junto al Maestro en un amor célibe que sabe reconocer a quienes están necesitados y solos, para ir al encuentro de todos. En otras palabras, tiene que ser fuerte en nosotros la convicción de “estar revestidos de Cristo”, y por ello capaces de un estilo de vida nuevo que haga evidente a todos que vivimos por Otro y queremos hacerlo visible. Fijar la mirada en la eucaristía equivale para el presbítero, a encontrar el fundamento de toda su existencia; aquello que le permite dar un sentido a su ministerio y a su vocación.  Nutrirse del cuerpo y sangre de Cristo equivale a realizar una unidad tan indisoluble, “un solo cuerpo” que no está permitido participar en ninguna otra mesa sacra, ni compartir el propio cuerpo con otros. “El que se une al Señor forma con El un sólo espíritu...Ustedes son el cuerpo de Cristo y sus miembros” (1Cor 6,17.12,27): Pablo no podía encontrar una expresión más fuerte que ésta para indicar la unidad basilar sobre la que se fundamenta la existencia cristiana y, a fortiori, el ministerio sacerdotal. La Eucaristía atestigua el estar expropiado de sí mismo para transformarse en cuerpo de Cristo. De manera igualmente vigorosa, Agustín afirma “Ustedes son  el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Cor 12,27). En consecuencia, si ustedes son el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que son ustedes mismos y reciben el misterio que son ustedes”. Como decir: sobre el altar eucarístico se celebra el sentido de la vida sacerdotal. El misterio de la vocación sacerdotal se hace comprensible si es encuadrado en el misterio más grande de Cristo eucaristía, que permite verificar cómo una llamada es signo de un servicio que dura toda la vida, en el olvido de sí mismo para donarse a los hermanos en su nombre.

            Otro contenido que considero particularmente importante es el de la confesión. Este tema no es en absoluto extraño a la nueva evangelización, al contrario. Le pertenece de pleno derecho porque en él se experimenta el amor y la verdad sobre la propia existencia. Creo importante que nuestra pastoral ubique correctamente, si no al centro, el sacramento de la confesión y de la dirección espiritual. Hay temas profundamente entrelazados que forman un todo con este sacramento. En primer lugar pienso en la pérdida del sentido del pecado, que deriva de la pérdida del sentido de la comunidad. Si no se tiene sentido de pertenencia a una comunidad, ¿cómo se puede comprender un estilo de vida que no sea una elección individualista que encierra sobre sí mismo? Del mismo modo, aquí se percibe el valor de la verdad sobre la propia vida personal, hecha de ideales y contradicciones que ameritan la experiencia de la misericordia. No hay que olvidar, por otra parte, la necesidad de enfrentar la verdad de la propia vida; en un período en el que el sentimiento de omnipotencia invade todo y se confunde el sueño con la realidad, no estaría mal reconciliarnos con lo que realmente somos; más aún: es una urgente necesidad. En un contexto cultural que ha olvidado el tema del perdón y que vive cada vez más de la violencia y el rencor,  celebrar el signo del amor que perdona sería una contribución significativa para el progreso de la sociedad. Debemos ayudar a nuestros futuros sacerdotes a comprender el valor de la confesión y de la dirección espiritual como momento real de una revolución cultural y como rasgo original de nuestra presencia significativa en el mundo de hoy. Dedicar tiempo al encuentro interpersonal es una de las acciones más importantes que podemos hacer; dispone a la escucha, al discernimiento y permite tocar directamente la misericordia y el amor de Dios.

Otro aspecto que considero fundamental es el de hacer comprender el valor de la catequesis. Sucedió que en los decenios siguientes al Concilio Vaticano II la catequesis –que constituye el momento más importante en la formación cristiana- siguió casi exclusivamente el método experiencial. Se prefirió modelar la catequesis sobre la experiencia personal más que sobre los contenidos de la fe. De ahí derivó no sólo un inevitable debilitamiento en el conocimiento de las enseñanzas básicas y tal vez obvias de la fe, sino además una crisis en el acto de fe, ya no sostenido por el conocimiento de los contenidos. El “yo creo” prevaleció sobre el “nosotros creemos”, empobreciendo tanto la elección de la fe, reducida a emoción pasajera, cuanto los contenidos que fueron relegados a un espacio para pocos privilegiados. La participación en la vida eclesial muchas veces fue propuesta como medicina para escapar a la debilidad emotiva y a la soledad, más que como participación en elecciones y contenidos comunes. Tendremos que pensar cómo retomar la catequesis como momento permanente en la vida del cristiano, que no termina con la preparación sacramental para la iniciación cristiana, sino como un acompañamiento de toda la existencia creyente. En este sentido creo que ha llegado el momento de empeñar todas nuestras fuerzas en el servicio de la homilía. No es posible que un momento como éste sea secundario en la vida de un sacerdote y, tanto menos, en la formación de los futuros predicadores. No se improvisa la homilía; el tiempo dedicado a ella es tiempo de verdadera acción pastoral. No tener la pasión por la predicación y no estar preparados para la homilía es una ofensa, en primer lugar, contra la Palabra de Dios y en consecuencia, una ofensa a los fieles que han sido confiados y que tienen derecho a comprender el sentido de la Palabra en su vida cotidiana. El esfuerzo invertido en favor de la homilía es fuente de renovación en la vida de la Iglesia y una genuina forma de llevar adelante una nueva evangelización.

            Un contenido al que me siento particularmente ligado y que considero decisivo para superar la crisis del momento es el tema de la verdad. En un período como el nuestro, que sufre la plaga del relativismo –sobre todo en el ámbito ético- es importante educar en el sentido y la búsqueda de la verdad, y del valor que ella tiene para asumir una plena responsabilidad. El hombre sólo llega a ser plenamente él mismo si se encuentra con la verdad; su continua búsqueda no es otra cosa que un anhelo y deseo de conocer siempre más, no sólo a cuanto lo circunda, sino a sí mismo y al misterio de su propia existencia. Las preguntas fundamentales sobre el sentido de la vida, del amor -frecuentemente confundido con la pasión-, del dolor, del sufrimiento, de la muerte y lo que pueda haber después...todos estos temas no sólo constituyen el escenario de la formación, sino que son la necesaria armadura para un sacerdote y su ministerio. Una personalidad madura, por otra parte, se alcanza cuando se encuentra una respuesta a estos interrogantes y no se abandona la propia vida a merced de los hechos, del destino, de la casualidad, como piensan muchos de nuestros contemporáneos. Lamentablemente, cada vez con más frecuencia, la palabra del sacerdote encuentra espacio en circunstancias dolorosas y absurdas, ante el luto que involucra en primera persona a tantos jóvenes. Accidentes callejeros, una sobredosis, un conflicto banal en el bar o en la discoteca que desata consecuencias dramáticas, crímenes pasionales y suicidios que constituyen la segunda causa de muerte entre los adolescentes...como se puede ver, el problema del sentido de la vida no es extraño a nuestra pastoral, sino que representa su punto focal. Educar en la verdad, por lo tanto, significa admitir que estamos siempre en camino, durante toda la existencia, y que sólo el esfuerzo y el compromiso conducen a una respuesta plena de sentido.  La verdad implica entrar en su lógica, abandonando nuestras visiones parciales para incorporarse a un horizonte global que permite abrazar todo. Resultan sumamente ilustrativas las palabras de un gran pensador de nuestro tiempo, Romano Guardini, cuando escribía: “quien habla diga lo que es, como lo ve y entiende. Por tanto, que exprese con la palabra lo que alcanza en su interioridad. Puede ser difícil en algunas circunstancias, puede provocar molestias, daños y peligros; pero la conciencia nos recuerda que la verdad obliga; que ella posee algo de incondicionado, que es noble. Por ello no se dice: tu puedes decirla cuando te gusta, o cuando debes alcanzar un objetivo; sino: cuando hablas, tú debes decir la verdad; no la debes reducir ni alterar. Debes decirla siempre, sencillamente; también cuando las circunstancias te induzcan a callar, o cuando puedes sustraerte con elegancia a una pregunta”. Este pensamiento debería animar nuestra acción formativa sin miedos ni reservas, sino conscientes del valor evangélico que posee. En este contexto, encuentra un lugar muy particular el tema de la tradición. Recuperar su sentido introduce más directamente en la vida de la Iglesia y permite desarrollar la dinámica de la fe que se desarrolla constantemente sin alterar sus contenidos. Un proyecto educativo con un sólido sentido de la tradición, muestra que cada persona crece en un desarrollo armónico, sin innecesarias rupturas con el pasado, por la incapacidad de colocarse en un contexto histórico y desenvolverse en él. Para esto es necesario recuperar el fundamento dado a la Palabra de Dios. En esta Palabra se encuentran principios de verdad, de inteligencia y de vida que son auténticos ideales capaces de inspirar no sólo la vida personal de los creyentes, sino también la vida social y colectiva. Hay una autoridad en esta Palabra que impulsa a salir de nosotros mismos para mirar más allá y encontrar a cuantos se encuentran sobre el mismo camino como artífices de progreso. En ella se encuentran contenidos que no duran sólo por un momento; la profunda verdad que poseen los hace trascender al fragmento y los transforma en preciosos compañeros de vida. Agustín decía: “buscamos con el deseo de encontrar y encontramos con el deseo de seguir buscando todavía”. La verdad de la que hablamos no se busca en la soledad ni se piensa de manera estática; al contrario. Ella es fruto de una continua colaboración interpersonal y cada grado alcanzado constituye siempre y solamente una etapa que empuja hacia una plenitud, que sólo el futuro podrá dar como don definitivo. Esta verdad se conjuga con el sentido de la vida al que cada uno debe dar una respuesta, so pena de renunciar a una personalidad adulta y madura.

Educar en la verdad para descubrir el amor lleva a vivir en la libertad. No se trata de una forma de autonomía para vivir según los propios derechos, como piensan muchos de nuestros jóvenes, sino un empeño para confrontarse con la verdad y llegar a ser responsables del otro. Verdad y libertad se declinan juntas, porque provienen del mismo intento de encontrar el sentido de la vida y de la vocación más allá de lo enigmático de la existencia. La formación debería llevar a descubrir la verdadera libertad como liberación del límite. Hay modernas formas de esclavitud que fascinan por su carácter ilusorio; y sin embargo, muchos son atraídos como por el canto de las sirenas. La libertad auténtica se confronta con la verdad y por ella sabe realizar la renuncia a sí mismo para entrar en un círculo de libertad más grande. Lamentablemente, hoy la libertad se vive como capricho, como excusa para disponer de sí independientemente de los otros;  sin darse cuenta que de este modo la libertad se frustra, y se convierte en opresión, porque significa una traición a sí mismo. Por este motivo, estamos llamados a presentar, con toda su verdad,  la persona de Jesucristo; el hombre nuevo que te llama a seguirlo y que en el misterio de su vida pide ser acogido y creído; el hombre nuevo que trae consigo la clave para interpretar el misterio de la propia vida.  Como recordaba con un dejo de ironía Tertuliano, “Jesús afirmó que era la verdad, no la costumbre”. La expresión lo dice todo, y significa una profunda crítica a tantas expresiones de nuestra fe que saben a obviedad y que carecen del vigor necesario para provocar el seguimiento. Jesús no es un mito, ni su vida una novela. No es una pieza de museo ni uno de los tantos líderes religiosos que se han sucedido en el curso de la historia. Es el Hijo de Dios hecho hombre por amor y se ofrece como última posibilidad para responder a la pregunta por el sentido de nuestra vida.

            En fin, para resumir estas consideraciones podemos recordar las palabras de Benedicto XVI en la homilía pronunciada en Chipre: “la Iglesia ha tomado conciencia nuevamente de la necesidad de sacerdotes buenos, santos y bien preparados. Necesita religiosos y religiosas completamente comprometidos con Cristo y con la propagación del reino de Dios en la tierra. Nuestro Señor ha prometido que los que den su vida como Él lo hizo, la guardarán para la vida eterna (cf. Jn 12, 25)”. Tres expresiones se destacan. La Iglesia, dice el Santo Padre, necesita sacerdotes “buenos, santos y bien preparados”; además añade “completamente comprometidos con Cristo” y “con la propagación del Reino de Dios”. En estas expresiones encontramos todos los elementos necesarios para condensar de algún modo una teología del sacerdocio para nuestro tiempo en vistas de una nueva evangelización.

            Podría ser de utilidad para concluir, recordar el ejemplo ofrecido por el Diario de un cura rural  de Bernanós. Volver a leerlo permite realizar un serio examen de conciencia, al tiempo que fortalece el ánimo sabiendo que la conclusión a la que arriba mantiene su actualidad para la vida sacerdotal. “Todo es gracia”. El cura rural no posee un nombre. A lo largo de toda la novela encontramos los nombres de quienes son el fruto de su acción pastoral: las personas que frecuenta, los sacerdotes que encuentra, las parroquias y pueblos vecinos; en suma, sabemos todo menos el nombre del cura. El no tiene nombre porque es el mismo en todas partes del mundo. Aquel cura es el rostro de todo sacerdote. Ninguna voluntad de eliminar su personalidad, al contrario. Está bien descripto en su carácter, en su modo de pensar y de actuar, en sus reflexiones cotidianas, en la alegría de una vuelta en motocicleta y en los espasmos del dolor permanente que lo llevarán a la muerte... no es un extraño. No haberle dado un nombre, sin embargo, equivale a elevarlo a imagen simbólica de cómo vive un sacerdote. Es verdaderamente audaz. Se convierte en signo de quien lleva esperanza a una mujer que durante años vivía en la tristeza y el rencor hacia Dios por la muerte del hijo pequeño; aún en la dureza de su discurso, abre el corazón para acoger el amor de Dios que se entregó por entero en la ofrenda de Jesús en la cruz. Todo esto ha sido posible porque el cura de Ambricourt encuentra en Jesús el compañero de camino en las calles de su parroquia y el amigo al que confiarse en los momentos de soledad extrema; es con Cristo con quien habla escribiendo su Diario, él es el confidente verdadero y el único capaz de entrar en los pliegues de su vida para consolarlo a cada paso. Por otra parte, emerge con claridad a sus ojos sobre todo frente a las situaciones de indiferencia y ateísmo o de abandono del sacerdocio, que él ha elegido hacer de su vida una imitatio Christi. Si pudiéramos penetrar a fondo el misterio del que hacemos experiencia directa en nuestra vida, comprenderíamos más profundamente la audacia de Dios. Esta sería para nosotros una provocación más para ponernos enteramente a su servicio, pronunciando aquel “fiat” que permanece como la forma más coherente de la obediencia y disponibilidad para dejarse transformar por la gracia.

X Rino Fisichella

Benedicto XVI, Homilía a los seminaristas, Madrid, 20 de agosto de 2011.

Discurso a la Diócesis de Roma, 11 de junio de 2007.

S. Kierkegaard, Post scriptum aux Miettes philosophiques, Paris 1948, 148.

Benedicto XVI, Homilía a los seminaristas, Madrid, 20 de agosto de 2011.

R. Guardini, Le virtù, Brescia, 1972, 21.

Tertulliano, De virginibus velandis, I,1