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    Recuperar el estilo de Dios

    Reflexión del arzobispo castrense de España, Juan del Río Martín

     

    Estas semanas cuaresmales tienen como objetivo intensificar la vida del Espíritu. Ello nos va configurando con la pobreza del Dios crucificado que enriqueció a la humanidad con su resurrección. Recorrer este camino nos exige en primer lugar, entrar en la “bodega interior” de nosotros mismos, para no ser dependientes de los ídolos y de los afectos que nos dominan. Es necesario descubrir que la verdadera miseria del hombre está “en no vivir como hijos de Dios y hermanos de los hombres” (MC 2014). Sucede que, si el interior de la persona está corrompido, toda la sociedad está enferma y no puede dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los individuos, y sobre todo a las profundas necesidades del corazón humano.

    También, en un segundo momento, este tiempo cuaresmal nos ayuda a desprendernos de la condición mundana y revestirnos del estilo de Dios que “siendo rico, se hizo pobre por vosotros…”. El gran misterio de la encarnación de Dios, marca una manera de pensar, sentir, hablar y vivir muy distinta a la de los hombres de este mundo, que buscan en la riqueza y en el poder la seguridad de sus vidas.

    La dinámica de la revelación cristiana es el despojamiento (kenosis). Lo primero que hace el Dios humanado es despojarse de su grandeza, vaciar su amor hacia los hombres, hacerse uno más de nosotros, excepto en el pecado. ¿Todo esto por qué lo hizo? El Papa responde: “la razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama” (MC 2014).

    Contemplando esta “rica pobreza” y “pobre riqueza” del Hijo de Dios crucificado y abandonado, el Obispo de Roma hace una aclaración muy importante: “la miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza” (MC 2014). Esta miseria profunda se manifiesta a tres niveles: material, moral y espiritual. Es necesario abrir el horizonte penitencial de nuestros ayunos, sacrificios y abstinencias, con objeto de ayudar a aquellos que se encuentran esclavizados por las nuevas lacras sociales, donde es tan palpable esa triple y brutal miseria humana de la que habla el Papa. Todo estas carencias nos deben interpelar continuamente, llevándonos “a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas; además nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza” (MC 2014).

    Cuanto más auténtica sea la Cuaresma que celebremos, más nos asemejaremos a Jesús, que “al ver a las gentes se compadecía de ellas” (Mt 9, 36). Compadecerse quiere decir ponerse en el lugar del otro: de ese hombre o de esa mujer, que no le encuentra sentido a su vida, que se percibe a sí mismo como abandonado a su propia suerte; de la muchedumbre de solitarios de nuestra sociedad del bienestar, que no necesitan tanto el pan de cada día, como el alimento de la amistad y de la compañía. Pero también de la multitud de los pueblos que viven en la hambruna y en el olvido del poder político y económico, lo que impide un auténtico desarrollo de esos países.

    Al mismo tiempo que realizamos esta caridad en la dimensión de la cruz, debemos alimentarnos de esa “otra pobreza” de Cristo que se hace realidad “en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia” (MC 2014). Únicamente los humildes y sencillos de corazón, descubren la importancia de ponerse en paz con Dios y con los hermanos, de manera especial mediante los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.

    Pues bien, renovando nuestra confianza en la victoria de Cristo sobre cualquier mal que oprima al hombre, la Cuaresma nos enseña a acoger la salvación integral que viene del Misterio Pascual. A la vez, por medio de las prácticas cuaresmales, aprendamos a mirar la realidad del mundo y de nosotros mismos con ojos de compasión, como los que tuvo Jesús para con los pobres y para con todos aquellos que se arrepintieron de sus pecados. Francisco, termina su Mensaje invitándonos a que “seamos misericordiosos y agentes de misericordia”.