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    Ser y quehacer del obispo al servicio de la Nueva Evangelización. I parte

     

    En el año 2001, el beato Juan Pablo II presidió en Roma la X asamblea general ordinaria del Sínodo los obispos, reunida para tratar el tema: “El obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo”. Las aportaciones de los padres sinodales y la reflexión magisterial del Santo Padre dieron un precioso fruto en la Exhortación Apostólica Pastores Gregis (2004).

    Se trata de la presentación del obispo, su ser y su obrar, en el ámbito de la eclesiología de comunión, siguiendo, puntual y prudentemente, las pautas y orientaciones del Concilio Vaticano II, así como el magisterio dl siervo de Dios Pablo VI y del beato Juan Pablo II, incluido el Código de Derecho Canónico, promulgado en 1983.

    De esta Exhortación Apostólica, su servidor ha querido presentar las líneas fundamentales, con el deseo de ser indicativo y sin pretender ser exhaustivo. Que este artículo nos ayude a amar, conocer y comprender a los obispos, porque como sucesores de los apóstoles y pastores de la Iglesia, deben ser sujetos de nuestra oración y gratitud, por su singular entrega.

    1.- La vida espiritual del obispo (n. 11)

    Queda debidamente subrayado que el obispo está llamado a santificarse y a santificar a los demás en el ejercicio de su ministerio. La espiritualidad del obispo es una espiritualidad eclesial, porque todo, en él, se orienta a la amorosa edificación de la Iglesia.

    Su estilo de vida ha de ser pobre y humilde, que lo lleve a estar cercano a todos, particularmente los sacerdotes, los pobres, enfermos, los alejados, los marginados. Así, al practicar la caridad pastoral, su persona y ministerio adquieren autoridad moral necesaria para que el ejercicio de la autoridad jurídica incida eficazmente en la comunidad eclesial. Si el oficio del obispo no se apoya en el testimonio de la humildad, de sencillez de casa y del vestir, en su capacidad de escucha comprensiva, y escucha generosa, su papel se irá reduciendo a lo funcional y burocrático, perdiendo fatalmente credibilidad ante los sacerdotes y fieles.

    El obispo, con el ejemplo de su vida, manifiesta la primacía del “hacer” y, más aún, la primacía de la gracia, que en la visión cristiana de la vida es principio esencial para una programación del ministerio episcopal.

    “Primero el obispo debe convertirse en luz y después iluminar: primero debe acercarse a Dios y después conducir a los otros a Él; primero debe ser santo y después santificar” (san Gregorio Nacianceno).

    La espiritualidad del obispo debe ser una espiritualidad de comunión, vivida en sintonía con los demás bautizados. Debe alimentar su vida espiritual con la Palabra viva y eficaz del Evangelio y el pan de la Eucaristía. Por su fragilidad humana, el obispo ha de recurrir frecuentemente y regularmente al sacramento de la penitencia. De este modo, expresa sensiblemente, el misterio de la Iglesia santa, pero también compuesta de pecadores que necesitan ser perdonados. El obispo ora con su pueblo y por su pueblo. No solamente transmite lo que ha contemplado, sino que abre a los católicos el camino a la contemplación. El testimonio del obispo, desde una rica vida espiritual y una generosa entrega apostólica, sigue siendo la gran prueba de la fuerza del Evangelio para transformar la persona y las comunidades.

    2.- El obispo, maestro de la fe y heraldo de la Palabra (n. 21)

    El anuncio de Cristo ocupa siempre el primer lugar en las labores episcopales, y es el obispo el primer predicador del Evangelio con la palabra y con el testimonio de vida, san Agustín de Hipona escribía: “considerando el puesto que ocupamos, somos vuestros maestros, pero respecto al único Maestro, somos con ustedes condiscípulos en la misma escuela”.

    Los fieles necesitan la palabra de su obispo. Este ministerio es ahora más urgente por la indiferencia e ignorancia de muchos católicos. También es evidente que, en el ámbito de la catequesis, el obispo es el catequista por excelencia. La Iglesia llama la atención de los obispos, “quienes deben defender con fuerza la unidad y la integridad de la fe, juzgando con autoridad lo que está o no conforme con la Palabra de Dios” (beato Juan Pablo II). Esta responsabilidad incluye el delicado teme de la moral, ya que las normas que predica la Iglesia reflejan los mandamientos divinos, que se sintetizan y culminan en el mandamiento de la caridad,

    El ministerio del obispo, como pregonero del Evangelio y custodio de la fe en el pueblo de Dios, no quedaría completamente descrito si faltara una referencia al deber de la coherencia personal: su predicación debe corresponder con su testimonio y con el ejemplo de una auténtica vida de fe. Oportuna es la cita de san Hilario de Poitiers: “un ministro de vida intachable, si no es culto, conseguirá sólo ayudarse a sí mismo; por otra parte, un obispo culto pierde la autoridad que proviene de su cultura si su vida no es irreprensible e intachable”.

    Dios no es enemigo del hombre, sino su Salvador. Y al obispo se le ha dado el Espíritu para poder llenar de fe en Dios la vida de los hombres. Si en los labios del obispo está en nombre de Cristo, su palabra se convertirá en esa lámpara que es luz en el sendero; será espada de doble filo que hiere, convierte y hace cambiar el pecado en justicia.

    Si la palabra del obispo es Jesucristo, por donde vaya ejerciendo su ministerio, dejando huellas de esperanza y de amor sacrificado y fraterno. Pero si los labios del obispo hablan poco del Hijo de Dios, será señal de una entrega que debe ser mejor y mayor, en la alegría de la conversión y la santificación.

    3.- El obispo, conocedor del mundo actual (n.17)

    El obispo percibe que las opciones laicistas están muy difundidas y arraigadas. Hoy, los criterios predominantes de la búsqueda de la libertad ilimitada, el relativismo y permisivismo moral, el acelerado incremento de los abortos y los divorcios, el aumento de la indiferencia e ignorancia, el alejamiento de muchos bautizados de las prácticas religiosas, particularmente de jóvenes y de adultos jóvenes. El obispo debe valorar las costumbres y devociones populares, purificándolas si fuera necesario, pero no es menos evidente para el obispo que son, cada día más, los que creen que pueden ser felices sin pensar siquiera en Dios. El obispo advierte que crese constantemente el número de los bautizados que no sienten necesidad de conversión, haciendo que aumente el número de católicos sin principios evangélicos, disimulando su identidad católica y viviendo al margen de Cristo. No se niega la doctrina ni se vive en el gozoso seguimiento de Cristo. Son cada vez más los que se sienten distantes de la Iglesia, críticos para con ella, sin el menor deseo de contacto o encuentro. El obispo en América Latina es testigo de la tibieza de muchos católicos, el avance constante de las sectas. Y, sobre todo, la indiferencia de la inmensa mayoría de los jóvenes y de muchos matrimonios.

    El obispo tiene el deber de llevar el Evangelio a todos, siguiendo el mandato de Jesucristo que tan elocuentemente nos ha recordado Aparecida y que recibirá nuevas y mejores orientaciones en la exhortación apostólica post-sinodal, fruto del Sínodo de los Obispos, celebrado en el pasado mes de octubre. “A grandes males, grandes remedios” (san Juan de Ávila).