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PRESENCIAS ASUMIDAS EN LA VOCACIÓN

Valores evangélicos para una nueva sociedad II

Jesús PELÁEZ


Valores humanos para la nueva sociedad

Convencido de esto, cuando en las Conversaciones de Ávila del año 1997 me propusieron que estableciese un “decálogo de valores cristianos” terminé escribiendo un artículo titulado “Valores humanos para una comunidad cristiana”[14].

En este artículo proponía cuatro valores humanos, que destacan en el evangelio, sobre los que debe basarse no sólo la construcción de la comunidad cristiana, sino también la de la nueva sociedad. Estos valores son la libertad, la igualdad, la apertura al otro y el amor solidario; estos cuatro los quiero hacer preceder de otro: la austeridad solidaria[15].

En una sociedad consumista como la nuestra, la práctica de un estilo de vida basado en la austeridad solidaria se presenta hoy como la vía de salida para poner remedio a los grandes desequilibrios entre países ricos y pobres; por otro lado, la práctica de la austeridad solidaria por parte del individuo y de la comunidad humana abre el paso a los otros valores, pues posibilita la verdadera libertad e igualdad entre los hombres y es prueba fehaciente de apertura y amor hacia los otros, especialmente hacia los más desfavorecidos. Valores como la libertad y la igualdad, tan connaturales al Evangelio, -hasta el punto de coincidir los historiadores en que la abolición de la esclavitud se debió a la implantación del cristianismo-, no han sido especialmente promovidos por la Iglesia a lo largo de los siglos, sino más bien negados, aunque, paradójicamente afirmados por los estados democráticos que los han incluido en sus respectivas constituciones desde la Revolución Francesa con su famoso lema de “Libertad, Igualdad, Fraternidad” que pasó a formar parte del preámbulo de la Constitución Francesa denominado “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”[16]. Respecto al cuarto, la apertura al otro o universalismo, la Iglesia lo ha entendido más para implantar el cristianismo por doquier que para abrirse al diálogo con las otras culturas e incardinarse en ellas; el último o el primero, según se quiera, el amor, se ha convertido, con frecuencia, a lo largo del tiempo en la práctica de una “caridad” de viejo cuño, que cerraba el paso al ejercicio de una justicia reivindicativa contra el desorden injusto establecido. En síntesis, que estos valores evangélicos, que son tan profundamente humanos, no han sido valores prioritarios para la praxis de la Iglesia, que apelaba, un día sí y otro también, a su origen o procedencia divina. Paradojas de la historia[17].

Luchar por la implantación y defensa de estos valores en la sociedad es la tarea principal del cristiano que ha heredado de Jesús la misión de ser sal y levadura que haga habitable el planeta. Al mismo tiempo, la implantación de estos valores debe convertirse en el punto de encuentro del cristianismo con las otras religiones y culturas para promover la plena humanización de la persona humana que, sin ellos, no puede adquirir su plena maduración.

No voy a repetir ahora todo lo dicho en el artículo citado en nota 13 al que remito; solamente subrayaré de cada uno de estos valores algún punto de los allí no tratados, que pueda servir de complemento.

 

1. A la felicidad por la “austeridad solidaria”.

Ante una sociedad con grandes desigualdades entre ricos y pobres, como era la de tiempos de Jesús, y en mayor medida la nuestra, Jesús proclamó la primera bienaventuranza: “Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”, bienaventuranza que la NBE, en traducción de Juan Mateos, dice así: “Dichosos los que eligen ser pobres (esto significa pobre de espíritu o pobre en cuanto al espíritu, dichosos los pobres por opción o decisión propia), porque éstos tienen a Dios por rey”[18].

Jesús no duda en unir en esta primera bienaventuranza tres conceptos básicos -“felicidad, pobreza y reino” que, tal vez, ninguno de nosotros se hubiese atrevido a emparejar y declara que solamente aquellos que sean capaces de hacerse pobres hasta el extremo de la mendicidad, si fuese necesario, pueden formar parte del grupo cristiano[19]. El texto griego utiliza la palabra ptôkhós (mendigo) en lugar de pénês (pobre). Estos pobres voluntarios se verán libres de toda atadura para denunciar la miseria en la que anda sumida gran parte de la humanidad y que no es, en modo alguno, un estado deseable ni causante de felicidad. La miseria degrada al ser humano, lo lleva a perder su autonomía, acaba con todo proyecto de comunidad y fraternidad, y hace nacer en el interior del corazón la envidia, el resentimiento y la desesperación.

A la felicidad o bienaventuranza se llega, según Jesús, liberándose voluntariamente de la esclavitud del dinero, ese dios que exige idolatría y que cierra el corazón humano al amor solidario y, al mismo tiempo, luchando -con la libertad que genera la pobreza voluntaria- contra la pobreza material, que impide al hombre su desarrollo humano.

Esta generación de pobres voluntarios, que ha sido capaz de renunciar al dinero –verdadero dios para la inmensa mayoría de la gente de nuestro mundo-, no lo ha hecho para engrosar la ingente multitud de los pobres de la tierra, sino para sacar de la pobreza a los que andan sumidos en ella.

Es evidente que las palabras de Jesús en la primera bienaventuranza son una formulación extrema –como tantas otras que hay en los evangelios- con la que Jesús indica hasta dónde hay que estar dispuestos a llegar para acabar con este orden injusto. No proclama Jesús dichosos solamente a los que ya se han hecho pobres, sino a todos aquellos que han iniciado este camino para acabar con la injusticia en el mundo, a cuantos, en la medida de sus posibilidades y capacidades, marchan para conseguir esa meta. Podemos decir que Jesús invita a sus seguidores a hacerse voluntariamente pobres para que ninguno lo sea realmente[20].

Es una trágica realidad que, en la actualidad, más de 800 millones de personas de nuestro mundo no tienen recursos suficientes para comer, viéndose imposibilitado no sólo su pleno desarrollo humano, sino su desarrollo físico, con niveles de malnutrición que debieran cubrir nuestros rostros de vergüenza y de dolor.

Leí hace unos días en el Diario El País (27-08-03) que uno de cada cinco latinoamericanos sigue siendo pobre. Lo que quiere decir que 220 millones de personas de ese continente se mantuvieron durante los últimos cinco años bajo la línea de la pobreza, de los cuales 95 millones son indigentes. Esto representa el 43,4% de pobres y el 18% de indigentes de la población de América Latina, según el último informe sobre panorama social de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), organismo dependiente de Naciones Unidas.

Las clasificaciones internacionales consideran que una persona se encuentra “bajo la línea de la pobreza” cuando sus ingresos no superan un euro con setenta y seis céntimos diarios y, por tanto, no pueden comprar la cesta de alimentos básicos; se considera “indigente” cuando vive con menos de 88 céntimos de euro al día. Por eso es urgente, a mi juicio, como primer requisito para la alternacionalización, implantar cuanto antes a nivel planetario, un estilo de vida ciudadano basado en la práctica de la austeridad solidaria, expresión que me parece una magnífica actualización de la primera bienaventuranza; un estilo de vida que “excluya la elevación continua e insaciable del nivel de vida, el deseo de lo superfluo y el consumismo frívolo que están acabando no sólo con la vida de los hombres, sino con los recursos del planeta”[21].

El evangelio invita a practicar la austeridad solidaria, no por voluntarismo ascético, sino como expresión de nuestra solidaridad hacia los desposeídos de la tierra, pues en la medida en que los bienes -que pertenecen a todos- se han acumulado en manos de unos pocos -basta con decir que el capital de las siete personas más ricas del mundo daría lo suficiente para dotar de servicios básicos a todos los habitantes del planeta-, en esta misma medida queda vetada a la mayoría de la humanidad el acceso a ellos y, consiguientemente, su desarrollo humano.

Ignacio Ellacuría proclamaba en su testamento espiritual en el Ayuntamiento de Barcelona, cuando le otorgaron el premio de la Fundación Alfonso Comín el año 1989, pocos días antes de que el ejército salvadoreño lo matase, que los cristianos deberíamos “oponernos al neoliberalismo imperante empezando desde dentro, con una cultura de la moderación e incluso de la pobreza”. Había entendido bien el mensaje evangélico. Tarea utópica, ciertamente, y a largo plazo, pero por la que no sólo los cristianos, sino los creyentes de todo el mundo, junto con las personas de buena voluntad, deberían comenzar unidas a luchar desde ahora.

Es urgente, por tanto, “poner freno a este consumismo desmesurado que pone en peligro el medio ambiente y el sistema ecológico mundial; hay que parar este estilo de vida actual, insostenible a largo plazo, que genera el calentamiento de los casquetes polares, el agujero de las capas de ozono, la deforestación y los incendios, los movimientos de la corriente del Niño, el deterioro y el ensuciamiento de los océanos, en definitiva, la supervivencia de la civilización humana en el planeta”[22].

¡Ah!, y por supuesto, esta austeridad solidaria debería ser una de las notas de la Iglesia, una, santa, católica, apostólica y austera, que no ha pasado en conjunto a la historia por poner en práctica precisamente esta primera bienaventuranza o valor evangélico, tan profundamente humano.

Obligados los monjes a hacer voto de pobreza, las órdenes religiosas acumularon a lo largo del tiempo inmensas fortunas y patrimonio, aunque sus miembros viviesen en estricta austeridad. A veces me da la impresión de que necesita tanto dinero la Iglesia oficial para mantener sus estructuras que parece más interesada por que se ponga la cruz en el casillero de la declaración de la renta que por mostrarnos al crucificado en el calvario, desnudo y empobrecido y a tantos crucificados como existen en la humanidad actual, hombres, mujeres y pueblos enteros crucificados[23].

 

2. A “la libertad” por la verdad y el servicio.

El segundo de los valores que propugna el evangelio -y que debe contribuir a la creación de la nueva sociedad- es la libertad, valor que está en la base de las constituciones de los países democráticos del mundo.

La palabra “libertad” (en griego, eleuthêría) no aparece en los evangelios, aunque sí el verbo liberar (eleutheroô) y el adjetivo libre (eleútheros), aplicados a la persona y acción de Jesús.

El Diccionario de María Moliner define esta palabra como “la facultad que tiene el hombre para elegir su propia línea de conducta de la que, por tanto, es responsable”.

Un texto del evangelio de Juan precisa cuál es el camino por el que se llega a la libertad. Dice así: Dijo entonces Jesús a los judíos que le habían dado crédito: -Vosotros, para ser de verdad mis discípulos, tenéis que ateneros a ese mensaje mío; conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32)[24].

Según este texto, los seguidores de Jesús llegarán a ser libres cuando se atengan a su mensaje, que se define como “la verdad”. Lo que significa que, para ser libres, hay que conocer "la verdad".

El problema está, por tanto, en precisar qué entiende el evangelista Juan por “verdad” (en griego, alétheia).

En nuestro Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento[25] una de las acepciones de la palabra “verdad” se define como “la realidad de Dios y de su proyecto sobre el hombre, que, al ser conocida, lleva a obrar en beneficio de los seres humanos” y éste es el sentido con el que la usa el evangelista Juan en este texto. La verdad que nos hará libres no consiste en un principio o formulación teórica, sino en el descubrimiento del amor universal de Dios, como fuente de vida, que comunica al hombre su Espíritu de amor y en la puesta en práctica por parte del cristiano de este amor hacia los demás. De ahí que Jesús mismo, expresión sublime del amor de Dios a los hombres, se defina a sí mismo como “el camino, la verdad y la vida”.

A través de la práctica del amor a los demás, el cristiano percibe a Dios como Padre y se percibe a sí mismo como hijo y, amando a los demás, se experimenta como ser libre, pues la vivencia del amor es incompatible con todo tipo de sometimiento a instituciones o usos sociales opresores. El amor ni se impone ni acepta imposiciones.

La libertad cristiana no es la “autarquía” de los griegos (=palabra que se traduce por “suficiencia”, “independencia”, “estado del que se basta a sí mismo”), sino la puesta en práctica de la capacidad de amor y de servicio a los demás. Así lo entendió San Agustín cuando dijo: "Ama y haz lo que quieras; si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Como esté dentro de ti la raíz del amor, ninguna cosa sino el bien podrá salir de tal raíz...” Solamente se es verdaderamente libre, cuando se ama plenamente.

La libertad, según el evangelio, no se identifica, por tanto, con el deseo de independencia o de suficiencia, sino que, adaptando la definición de María Moliner, es “la facultad que tiene el hombre para elegir su propia línea de conducta –que no puede ser otra, sino la del amor al otro-, de la que, por tanto, es responsable”. Es esta voluntad de servicio al otro por amor la que acaba con todo tipo de dominación y ayuda a crear un mundo de personas libres, o lo que es igual, una sociedad nueva de personas voluntariamente dependientes unas de otras por amor.

“La libertad cristiana, como ha escrito Jon Sobrino, es libertad para amar. Es la libertad de Jesús cuando afirma: «La vida nadie me la quita, sino que la doy» (Jn 10, 18). Es la libertad de Pablo cuando escribe: «Siendo del todo libre, me hice esclavo de todos» (1 Cor 9,19). La libertad que expresa el triunfo del Resucitado nada tiene que ver con salirse de la historia, sino que consiste justamente en no estar atado a la historia en lo que ésta tiene de esclavizante -miedo, prudencia paralizante-, consiste en la máxima libertad del amor para servir, sin que nada ponga límites a ese amor”[26].

Quien ha hecho esta opción tiene ya “el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16; 15,26) que lo hace plenamente libre.

La libertad es un valor tan genuinamente evangélico que no es casual que Hegel proclamase que la libertad efectiva para todos, es decir, para todo individuo humano en cuanto persona, haya entrado en la historia de manos del cristianismo: “los orientales sólo han sabido que uno es libre, y el mundo griego y romano que algunos son libres, y nosotros que todos los hombres son en sí libres, que el hombre es libre como hombre”[27].

Jesús es el prototipo de hombre libre[28], dada su estrecha relación de amor con el Padre que le lleva a dar la vida por la humanidad.

A pesar de ser uno de los grandes valores que propugna el evangelio, la libertad –y muy en especial la libertad de expresión- no ha sido –ni es hoy- un valor especialmente inculcado por la Iglesia a los cristianos; pues ésta, desconfiando de la mayoría de edad del hombre, ha insistido mucho más en la obediencia[29] y la sumisión del cristiano a la autoridad que en la práctica de la libertad, que ha exigido hacia fuera, pero no ha practicado hacia dentro. ¿No es prueba de ello el afán actual del Vaticano de coartar la libertad de expresión de los teólogos, demonizando toda crítica especialmente cuando éstos abordan con libertad, sinceridad y responsabilidad la organización y el poder eclesiásticos?[30].

 

3. A “la igualdad” por la generosidad.

Nuestro mundo está inmerso en una gran paradoja. “La globalización de la economía, la caída de las fronteras entre los países, los nuevos procesos tecnológicos, la velocidad fantástica de la comunicación en el ciberespacio y el progresivo esclarecimiento de la estructura genética, entre otros factores, sugieren la llegada de una nueva época para la humanidad. Estos cambios deberían posibilitar una mayor interacción y fomentar la solidaridad entre los pueblos, la utilización racional de los recursos naturales y la vida cotidiana en condiciones de bienestar. Sin embargo, en lugar de dar mayor racionalidad al proceso productivo en el mundo, estas transformaciones han acentuado las desigualdades entre países pobres y ricos, contrariando frontalmente la meta de búsqueda de la equidad[31].

La globalización neoliberal, en contra de lo que se podría esperar de ella, desarrolla y refuerza las desigualdades; el abismo es cada vez mayor entre los "pobres" y los "ricos", entre poseedores y desposeídos, y eso en todos los aspectos: desde la salud a la información, desde el marco vital al acceso a los servicios. De este modo, en nuestro mundo globalizado, la igualdad entre hombre y mujer, entre los ciudadanos de un mismo país, entre los países de un mismo continente o entre los distintos continentes se ha convertido en una de las grandes utopías.

Sin embargo, sin una verdadera igualdad entre los seres humanos, no es posible construir la nueva sociedad.

Son muchos los textos que hablan de igualdad en los evangelios. Pero hay una parábola que me llama la atención, porque indica el camino que hay que recorrer para acceder a una sociedad más igualitaria. Es la parábola de los jornaleros contratados a la viña (Mt 19,30-20,16), en la que, tras la imagen del dueño, se deja ver el rostro de un Dios con un comportamiento sorprendente y aparentemente injusto. Habiendo sido contratado cada uno de los jornaleros a una hora diferente del día, cuando llega la hora de pagarles el salario, el dueño da la siguiente orden a su encargado: -"Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Llegaron los de la última hora y cobraron cada uno el jornal entero. Al llegar los primeros pensaban que les daría más, pero también ellos cobraron el mismo jornal por cabeza” (Mt 20,9-10).

El jornal estipulado con los primeros (un denario) era en aquel tiempo la cantidad que necesitaba una familia para vivir un día. Los jornaleros, que se fueron incorporando al trabajo a distintas horas, todos percibieron el mismo salario, pues todos necesitaban de ese dinero para vivir. Pero los contratados a primera hora se sintieron defraudados, al ver que percibían lo mismo que los últimos. No aceptan un mundo igualitario, ni que se les trate como a los otros; exigen, sin razón, un tratamiento diferenciado. Por eso el dueño de la viña, ante la protesta de los primeros, que se creen con derecho a percibir más, le dice a uno de ellos: "-Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en ese jornal? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera con lo mío?, ¿o ves tú con malos ojos que yo sea generoso? (Mt 20,13-15) [32].

Y aquí está la clave de la parábola. Con la aplicación de la estricta justicia no se puede construir un mundo de iguales. Para que todos lleguen a ser iguales, hoy como ayer, no bastará con cumplir la estricta legalidad, sino que habrá que dotarse de una buena dosis de generosidad, como la que muestra el dueño de la viña y como debieran mostrar los países desarrollados hacia los no desarrollados, los ricos hacia las pobres, los privilegiados hacia los excluidos[33]. Se necesita tan poco para esto: solamente el 1% del P.I.B. bastaría para cubrir las necesidades básicas de la humanidad.

Otro tanto sucede en la parábola de los talentos (Mt 25,14-30), donde el protagonista da a cada uno según sus capacidades (cinco, dos o un talento) y premia no la cuantía lograda, sino el esfuerzo realizado. Quienes han trabajado con los talentos, reciben la misma alabanza y reconocimiento de su señor, a pesar de que cada uno presenta una cuenta de resultados diferente.

La igualdad cristiana está basada en el presupuesto de que todos somos hijos del mismo Dios y, por tanto, hermanos e iguales, aunque diferentes entre sí.

Tampoco la igualdad ha sido un valor especialmente vivido en el interior de una Iglesia tan poco democrática y tan fuertemente jerarquizada como la nuestra[34]. La frase de J. A. Moler es bastante representativa a este respecto: “Dios creó la jerarquía y, desde entonces hasta el fin del mundo, la Iglesia está provista sobradamente”[35].

Habría que suprimir cuanto antes del argot eclesiástico la palabra “jerarquía”, que significa etimológicamente “poder sagrado”, pues en el Nuevo Testamento, no prima el poder, sino el servicio; y cuando se habla de “poder”, aplicado a Jesús, esta palabra no designa “la fuerza para dominar a otros”, sino “la capacidad que Jesús tiene para hacer curaciones y exorcismos”, o lo que es igual, su fuerza liberadora. De donde se deduce que cualquier poder, cualquier autoridad, cualquier jerarquía que no sea liberadora no es tal según el Evangelio. El poder crea desigualdades; solamente el servicio, la diakonía, hace a los hombres iguales. Jesús lo entendió bien cuando, con ocasión del primer intento de conquistar el poder por parte de Santiago y Juan, los hijos del trueno, esto es, "los autoritarios", avisó a sus discípulos: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las dominan, y que sus grandes les imponen su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera hacerse grande ha de ser servidor vuestro, y el que quiera ser primero, ha de ser siervo de todos; porque tampoco el hijo del Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos.” (Mc 10,42-45).

¿Por qué no reconoce la Iglesia en la práctica la igualdad de hombre y mujer y no estudia el acceso al sacerdocio de la mujer siendo así que ésta desempeña un papel tan importante en el conjunto de la pastoral de la Iglesia?

¿Por qué sigue cayendo la Iglesia en la tentación de usar de su poder para conservar sus privilegios y mantener una situación de cristiandad más propia del pasado que de los tiempos presentes? [36]

La nueva sociedad no se construirá con privilegios o con el uso del poder, que discrimina y domina.

Para Jesús, no hay otro camino que el servicio para crear una sociedad de iguales, de la que esté excluido todo autoritarismo o dominio de unos sobre otros.

 

4. Al otro por el camino de la “apertura” indiscriminada.

En una sociedad como la nuestra en la que las fronteras se diluyen y el mundo se presenta cada vez más interrelacionado, con grandes flujos migratorios, la apertura al otro –aceptando del otro su derecho a la diferencia de sexo, de raza, de lengua, de país, de cultura o de religión- se muestra como el presupuesto básico para la convivencia.

Este valor tan evangélico y tan humano es especialmente necesario para la construcción de la nueva sociedad, que hoy se debe distinguir sobre todo por su talante abierto a la interculturalidad.

La actitud de apertura y acogida de Jesús hacia el otro, sea cual sea su procedencia, es una de las notas más características de su estilo de vida. Como prueba de su talante acogedor y universalista[37], Jesús se sienta a la mesa con publicanos y pecadores, excluidos de Israel y equiparados a los paganos por los judíos observantes (Mc 2,15), y no sólo come con aquellos, sino que admite a uno de ellos, Mateo, en el círculo de sus seguidores (Lc 5,27-32; cf. Mt 9,9-13; Mc 2,14-17); frente a la sociedad judía que excluía del pueblo a muchos judíos (leprosos, pecadores, recaudadores, gente con impureza ritual, etc.), Jesús propone un modelo de comunidad abierta e integradora en la que todos son admitidos en principio, mostrando incluso hacia los paganos una especial deferencia: libera del demonio a la hija de la mujer cananea (Mc 7,24-31; cf. Mt 15,21-28), y entra en la casa de un centurión romano (Mt 8,5-13), que, por ser pagano, era considerado por los judíos impuro desde el punto de vista religioso.

Hay dos parábolas que describen especialmente este carácter acogedor de Jesús y de su comunidad: la del grano de mostaza que se convierte en un modesto árbol de huerto y acoge en sus ramas a los pájaros del cielo, símbolo de los paganos (Mc 5,32) y la de los invitados al banquete del reino (Lc 14,7-23) en la que, al negarse los primeros invitados a participar en el banquete, el dueño de la casa manda llenar de gente la sala, de modo que todos, indiscriminadamente, se puedan sentar a la mesa, preconizando de este modo una sociedad en la que no haya primeros ni últimos, en la que no haya excluidos del pueblo ni pueblos excluídos[38].

No se ha distinguido tampoco la Iglesia ni el cristianismo por su talante acogedor; más bien cayó a lo largo del tiempo en la tentación de separarse de los demás, en la tentación del fariseísmo.

El prurito de ser diferentes impedía a los cristianos trabajar en el mismo tajo que el resto de los humanos a la hora de transformar la sociedad o, de hacerlo aquéllos, se veían obligados a enarbolar la bandera del evangelio para que se notase el por qué de su actuación. Exactamente lo contrario de la recomendación de Jesús a sus discípulos de ser sal que se disuelve en el guiso para sazonarlo o levadura, que fermenta la masa para hacerla comestible. Como la sal o la levadura, los cristianos deben estar en el mundo sin que se note su presencia; únicamente cuando no estén, debe notarse su ausencia.

El cristiano, de este modo, cayó en el fariseísmo, se separó del mundo, al que consideraba esencialmente malo y peligroso, para ir a refugiarse en Dios, en el templo y en el culto, perdiendo su talante abierto y acogedor.

La oración del fariseo en la parábola del fariseo y el publicano[39] describe esta actitud tan poco cristiana, pero tan practicada por los cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia: “Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese recaudador. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano” (Lc 18, 11-12).

Curiosamente el fariseo no pide nada a Dios, como si no necesitase nada para sí. Está plenamente satisfecho de su condición presente. Su acción de gracias es sólo aparente; es más bien un monólogo de complacencia en sí mismo. Dios debería estarle agradecido por su fidelidad. Estas convicciones le llevan a formar una clase aparte de seres privilegiados que le hace sentirse diferente; de los demás, destaca sus vicios: “ladrón, injusto o adúltero”; no se parece en nada a ese recaudador, al que se refiere despectivamente; de sí mismo resalta sus méritos: “ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano”. Su religión mira sólo a Dios: ayuno y pago del diezmo para el mantenimiento del templo y del culto. Nada de amor al prójimo, que no cuenta en el catálogo de valores de su práctica religiosa. Centrado en sí mismo, en el culto y en el templo, el fariseo se olvida del prójimo al que desprecia para refugiarse en el templo[40].

 Entendida la vida cristiana al modo fariseo, los cristianos pasaron a segundo término la práctica de los valores que defendía el evangelio y terminaron por separarse del mundo para no contaminarse, como los fariseos, centrando su atención en cumplir los innumerables preceptos de la Iglesia, considerando a Dios como un banquero que apuntaba en su libro de cuentas las acciones buenas y malas de los hombres. Si uno salía debiendo algo, podía compensarlo con sacrificios en el templo o con obras de misericordia. El objetivo era en todo caso “ser diferentes de los demás”, “ser mejores que los demás”, “ser más fieles que los demás” y, de este modo, hacer méritos ante Dios a la espera de un más allá en el que Dios diese a cada uno según su merecido.

La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro[41], dirigida a los fariseos, representa en su primera parte este ideario religioso fariseo centrado en un más allá en el que Dios pondrá los puntos sobre las íes, castigando al rico y premiando al pobre; sin embargo, con frecuencia se olvida que el centro de atención de esta parábola no es el estado del rico y del pobre en el más allá, sino la invitación al cambio de comportamiento en este mundo dirigida a los cinco hermanos del rico, para que eviten ir a parar al mismo lugar en el que había terminado su hermano.

Concebido al modo fariseo, el centro de interés del cristianismo pasó a ser Dios y no el hombre; la espera del más allá y no la transformación del más acá; la observancia de los preceptos y no el amor al prójimo; el templo y el culto más que la vida; como resultado el cristianismo se convirtió en una religión con sacerdotes, templos y dogmas; más aún, a juicio de la Iglesia, en la única religión verdadera[42].

Como ha afirmado Juan Luis Herrero del Pozo[43], como toda religión, también el cristianismo se impregnó de magia. “En todos los moldes del pensamiento religioso universal –y digo en todos porque es algo que hace cuerpo con la misma condición humana- la relación con lo numinoso (Dios o lo “más allá” de nuestro ser) está contaminada por el virus de la magia. El mito es positivo, si se lo toma como tal; la magia, en cambio es a extirpar de raíz porque pervierte la religión al pensar y tratar a Dios a nuestra imagen y semejanza... A poco que se analice, toda la institución eclesial es un constructo trufado de sobrenaturalismo mágico. Nos podríamos interrogar en qué medida es, no sólo escasamente razonable sino objetivamente inmoral invitar a los hombres y mujeres de la modernidad a dar su adhesión a la institución eclesial, salvo para superarla como Jesús superó toda religión. Jesús no “inventó” ninguna nueva religión y si la Iglesia pretende fundarse en él, debería hacerlo “en espíritu y en verdad”. Como toda experiencia viva que el Espíritu creador suscita en la historia, su misión es la de converger con todas las demás al servicio de la humanidad”.

¡Qué lejos queda todo esto del evangelio y de los valores que propugna! El cristianismo, que nació rompiendo con el judaísmo y separándose de él, volvió al redil del judaísmo y se convirtió de nuevo en una religión, en cuyo centro de atención estaba Dios y la consecución de la salvación en el más allá. Los valores del evangelio -con los que los cristianos deberían haber colaborado a lo largo de la historia a la humanización de la sociedad- pasaron a un segundo lugar para ser sustituidos por la puesta en práctica de unos mandamientos antiguos y unas prácticas religiosas con frecuencia desgajadas de la vida y repletas de ritos sin sentido.

Es necesario recuperar el carácter laico del cristianismo primitivo, para que éste abra su brazos a nuestro mundo laico también, aunque necesitado de trascendencia. Para Bonhoeffer[44], Jesús no llama a una nueva religión, sino a la vida. Es decir, que sólo cuando se afirma plenamente la vida humana puede ser posible vivir la fe cristiana.

 

5. A la plenitud por el “amor”.

 Ni la austeridad solidaria, ni la libertad, ni la apertura al otro ni la igualdad adquieren pleno sentido, si no están adobadas de amor. El amor es el más grande de los valores humanos, el único mandamiento evangélico, -si es que el amor se puede mandar-, y el que da razón a toda nuestra existencia y a todos nuestros comportamientos. Querer y ser queridos es lo único que hace feliz al ser humano.

Sin amor no adquieren pleno sentido ni el ser ni el pensar ni el actuar del hombre. Sin amor -que es sinónimo de entrega de sí mismo al otro para procurarle vida- el ser humano no llega a la plenitud. El amor, por tanto, es el valor supremo entre todos los valores humanos y la meta necesaria para alcanzar la plenitud humana, que no es otra, sino llegar a ser hijos de Dios. Así lo afirma Jesús en el evangelio de Mateo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos”. (Mt 5,45). Para ser llegar a ser “hijos de Dios” no hay otro camino que el amor incluso a los enemigos, si fuese necesario.

Hay dos parábolas del evangelio que describen la dimensión divina y humana del amor.

La parábola del hijo pródigo o mejor del padre pródigo –de ese padre que se prodiga en amor- representa la dimensión divina de este amor que perdona al hijo que lo ha abandonado malgastando su herencia y lo acoge, teniendo que encararse a la protesta del hermano mayor que no se alegra de la vuelta de su hermano[45].   

La parábola del samaritano representa la dimensión humana de un amor que no tiene fronteras, encarnado en la práctica de un heterodoxo, un samaritano, que lleva a cabo sorprendentemente siete acciones con el malherido: al verlo (no olvidemos que el sacerdote y el levita habían dado un rodeo y pasado de largo), 1) se conmovió, 2) se acercó 3) y le vendó las heridas, 4) echándoles aceite y vino; 5) luego lo montó en su propia cabalgadura, 6) lo llevó a una posada y 7) lo cuidó. Llama la atención la minuciosidad con que el evangelista describe la actitud de amor del samaritano hacia aquel malherido. Para los judíos el número siete indica la serie completa; el evangelista, sin embargo, añade una acción más, la de ocho, cuando dice que “al día siguiente sacó dos denarios de plata y, dándoselos al posadero, le dijo: “Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta”, preocupado no sólo por el presente del malherido, sino por su futuro. El ocho es el número cristiano por excelencia. El primer día después del sábado, el día octavo es el día de la resurrección y el de la vida plena. El samaritano sabe que un amor que se limita al presente no es perfecto y, por eso, se preocupa no sólo del presente del malherido, sino de su total recuperación en el futuro[46].

Confrontados con el amor, todos los valores humanos son secundarios. Pablo en la primera carta a los Corintios (13,1-13) lo dice claro. Sin amor no se puede construir una nueva humanidad. La nueva sociedad, al igual que la comunidad cristiana, no debe tener por centro la ley, sino la práctica de un amor sin límites ni fronteras hacia todos los malheridos en el camino, que deben convertirse en el centro de atención de los oficialmente sanos[47].

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Austeridad solidaria, libertad, igualdad, apertura y amor. Éstos son los principales valores humanos que propugna el evangelio y con los que el cristiano puede colaborar decisivamente a la creación de la nueva sociedad, uniéndose a todos los que, como él, creyentes o no, aspiran a experimentar personal y colectivamente la plenitud de vida.

En esta tarea de construir la nueva sociedad, los cristianos reciben de Jesús, muerto y resucitado, que les envía su Espíritu, un fuerte impulso para llevar a la práctica estos valores que conducen al ser humano a la verdadera felicidad –descrita en el evangelio bajo la imagen de la “vida verdadera o definitiva”, de la que participa ya desde el momento en el que se adhiere por la fe al estilo de vida del maestro nazareno.

Sorprende grandemente que, siendo los valores que propugna el evangelio, valores tan “claramente democráticos”, la Iglesia no sea democrática y tenga tantos recelos hacia la democracia. Como ha dicho Torres Queiruga en un magnífico artículo sobre “La democracia en la Iglesia”, “por institución, constitución y finalidad, en la Iglesia tienen su patria natural las estructuras antropológicas básicas en las que se funda y apoya el espíritu democrático”; por eso añade que si “la Iglesia católica, no logra actualizar sus estructuras visibles corre el peligro de aparecer, en su institucionalización visible, como un inmenso fósil histórico, que amenaza con aplastar con el peso de su caparazón externo la preciosa experiencia que quiere aportar a la humanidad”[48].

¿No se ha convertido paradójicamente la Iglesia por esta y otras razones en uno de los más serios obstáculos que tienen los jóvenes y los no creyentes para acceder al evangelio?[49].

¿No se asemeja la jerarquía eclesiástica a una gerontocracia o gobierno de ancianos, extrañamente vestidos, que ha perdido contacto con la realidad? La misma imagen del papa Juan Pablo II, un anciano octogenario, seriamente reducido en sus capacidades vitales, que inspira más que otra cosa compasión y pena por su estado delicado de salud, ¿no es ya imagen de una institución arcaica que está llegando a su término y se resiste a morir?

En el diálogo con las otras religiones, ¿por qué se muestra la Iglesia más preocupada por defender sus dogmas y verdades absolutas, –a partir de los cuales difícilmente encontrará el camino del ecumenismo- que por hacer frente común para remediar los grandes males que afligen a la humanidad, posibilitando a escala mundial un proyecto humanizador del género humano que acabe con el hambre que asola a gran parte de la humanidad, que ponga fin a los conflictos militares que tienen sumidos a tantos países en el odio y la muerte, que colabore eficazmente en las campañas de prevención de grandes epidemias como el sida y que luche contra todo tipo de fundamentalismo para hacer una nueva sociedad en la que el centro de todo sea el ser humano y su pleno desarrollo, como expresión de la voluntad de un Dios que quiere que todos se salven?[50].

¿Por qué ha pasado la Iglesia -en expresión que he oído recientemente a Juan José Tamayo- de la “modernización del cristianismo” propugnada por el Concilio Vaticano II a la “cristianización de la modernidad”, a través del programa de la “nueva evangelización”, diseñado por el cardenal Ratzinger, seguido por Juan Pablo II y llevado a la práctica por determinados movimientos eclesiales, que son el brazo largo del programa restaurador del pontífice actual: los carismáticos de tipo pentecostalista o los movimientos integristas, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, los Kikos, Sodalitium, etc.?[51].

Todas estas cuestiones me llevan a hacerme una última pregunta: ¿Transmite la Iglesia –y ahora me refiero a toda la iglesia, y no solamente a la jerarquía- los valores que propugna el evangelio?

He aquí el gran reto para la Iglesia y el cristianismo en los tiempos que se avecinan.

 

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[14] Publicado en Frontera, 5 (Enero-Marzo 1998) 27-46, http://www.elalmendro.org/epsilon/menu5.htm.

[15] Juan José Tamayo, en un artículo publicado en las páginas de opinión del diario El País de 29 de Junio de 1998 (“Ética del cristianismo frente a ética del mercado”) describe la ética del cristianismo en cuatro apartados: ética de la projimidad y de la alteridad, ética de la com-pasión, ética de la liberación y ética de la solidaridad, como expresión de los grandes valores que propugna el cristianismo.

[16] Es interesante notar cómo en la Revolución Francesa se apela a estos valores que propugnaba el evangelio tantos siglos antes y cuya aplicación a la vida política daría lugar al nacimiento del estado moderno. “Una consecuencia directa de la Revolución fue la abolición de la monarquía absoluta en Francia. Asimismo, este proceso puso fin a los privilegios de la aristocracia y el clero. La servidumbre, los derechos feudales y los diezmos fueron eliminados; las propiedades se disgregaron y se introdujo el principio de distribución equitativa en el pago de impuestos. La Revolución también desempeñó un importante papel en el campo de la religión. Los principios de la libertad de culto y la libertad de expresión tal y como fueron enunciados en la “Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano”, pese a no aplicarse en todo momento en el periodo revolucionario, condujeron a la concesión de la libertad de conciencia y de derechos civiles para los protestantes y los judíos. La Revolución inició el camino hacia la separación de la Iglesia y el Estado”. Todos estos logros tendían a implantar una sociedad más igualitaria, más libre y más fraterna, luchando contra las clases constituidas en poder, la aristocracia y el clero. Cf. www.france.diplomatie.fr/france/14juillet/es/libegfr.html

[17] El descubrimiento de estos valores por parte de la sociedad civil se puede considerar con todo derecho un “reflorecimiento de la simiente evangélica, en el sentido de que sólo gracias al impulso original de la experiencia cristiana pudieron aparecer en nuestra cultura: sin cristianismo es muy probable que la verdadera democracia universal no apareciese en Occidente”, como ha afirmado Andrés Torres Queiruga en “La democracia en la Iglesia”, RELaT 309, p. 22: http://servicioskoinonia.org/relat/309.htm.

[18] Un estudio magnífico de las bienaventuranzas de Mateo es el de A. Maggi, Las bienaventuranzas. Traducción y comentario de Mateo 5,1-12, El Almendro, Córdoba 2001; para la primera bienaventuranza, cf. pp. 47-77. Este estudio parte de la investigación de F. Camacho, La proclama del Reino. Análisis semántico y comentario exegético de las Bienvanturanzas de Mt 5,3-10, Ed. Cristiandad, Madrid 1987; véase también J. Mateos-F. Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura comentada, Ed. Cristiandad, Madrid 1981, pp. 51-58.

[19] Puede verse a este respecto mi artículo “El núcleo central de la utopía del Reino: la liberación de los pobres en el contexto de hoy”, Éxodo 66 (Diciembre 2002) 19-28, www.elalmendro.org/epsilon/menu5.htm o servicioskoinonia.org/relat/326.htm.

[20] Véase mi artículo “Jesús y el dinero. La parábola del rico y los graneros (Lc 12,13-40)”, publicado originalmente en valenciano por el XI Fòrum “Cristianismo i mòn d’avui”, con el título de “Actitud de Jesús davant els diners”, Valencia 1999, pp. 31-60; traducción castellana en http://www.elalmendro.org/epsilon/menu5.htm; también el artículo de F. Camacho, "Jesús, el dinero y la riqueza", Revista Isidorianum, Centro de Estudios Teológicos de Sevilla, 6 (1997) 393-415

[21] Cf. J. Mateos-F. Camacho, El Hijo del hombre. Hacia la plenitud humana, o.c., p. 240. Como ha afirmado Jon Sobrino (“¿Es Jesús buena noticia?”, RELaT 70, nota 3 http://servicioskoinonia.org/relat/070.htm) “hay más vida y más calidad de vida en la austeridad compartida fraternalmente –verdadera buena noticia, pero camino todavía intransitado- que en todos los progresos de pocos –incluidas muchas de sus libertades- a costa de los retrocesos de las mayorías, que es el camino por el que nos quieren hacer transitar a todos.

[22] Cf. Luis de Sebastián, "Actitudes cristianas ante la sociedad neoliberal”, en Neoliberalismo y Cristianismo, XVIII Congreso de Teología (10 al 13 de Septiembre de 1998), Evangelio y Liberación, Madrid 1998, p. 100.

[23] Me parece interesante transcribir aquí la descripción que hace Jon Sobrino de la crucifixión en el mundo de hoy: “No hay que olvidar que son hoy millones en el mundo los que no simplemente mueren, sino que de diversas formas mueren como Jesús a mano de los paganos, a mano de los modernos idólatras de la seguridad nacional o de la absolutización de la riqueza. Muchos seres humanos mueren realmente crucificados, asesinados, torturados, desaparecidos por causa de la justicia. Otros muchos millones mueren la lenta crucifixión que les produce la injusticia estructural. Existen hoy pueblos enteros convertidos en piltrafas y deshechos humanos por las apetencias de otras personas, pueblos sin rostro ni figura, como el crucificado. Esto, desgraciadamente, no es pura metáfora, sino realidad cotidiana. Desde un punto de vista cuantitativo, lo que en verdad acredita hoy la resurrección de Jesús es que pude dar esperanza a inmensas mayorías de la humanidad”. Cf. Jon Sobrino, “El resucitado es el Crucificado. Lectura de la resurrección de Jesús desde los crucificados del mundo”, en RELaT, 219, p. 6; http://servicioskoinonia.org/relat/219.htm.

[24] El comentario a estos versículos lo he tomado de la obra de Juan Mateos y Juan Barreto, Juan. Texto y Comentario, El Almendro 2002, ad locum.

[25] J. Mateos - J. Peláez - GASCO, Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento. Análisis semántico de los vocablos. Fasc. 2º, El Almendro, Córdoba 2002, ad locum.

[26] Una vida radicalmente libre para servir trae consigo su propio gozo, aun en medio de los horrores de la historia. En ese gozo se hace notar la presencia del resucitado... Y esa libertad y ese gozo son la expresión de que vivimos ya como seres humanos nuevos, resucitados en la historia, cf. Jon Sobrino, “El resucitado es el Crucificado. Lectura de la resurrección de Jesús desde los crucificados del mundo”, en RELaT, 219, p. 12; http://servicioskoinonia.org/relat/219.htm y “Jesús y Pobres. Lo meta-paradigmático de las Cristologías”, en RELaT 69, http://servicioskoinonia.org/relat/069.htm.

[27] Cf. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Madrid 1974, 67-79, cit. por Andrés Torres Queiruga, en “La democracia en la Iglesia”, RELaT 309, p. 9, http://servicioskoinonia.org/relat/309.htm.

[28]Así se titula la obra de Christian Duquoc publicada por Ediciones Sígueme, Salamanca 1975. Una reseña de esta obra, escrita por Juan Trejo Aguilar, puede leerse en http://dyred.sureste.com/jesucristo/bibliografia.htm.

[29] Curiosamente la palabra obediencia (en griego, hypakoé), considerada “virtud cristiana por excelencia”, no aparece tampoco en los evangelios, pero se convirtió en la Iglesia en el tercer voto de las órdenes religiosas, junto con la pobreza y la castidad. Jesús, sin embargo, no invita a nadie a la obediencia, sino al seguimiento (en griego, akolouthéô), que es diferente, pues mientras que la obediencia, calificada en su grado supremo de “ciega”, despersonaliza y anula a la persona, el seguimiento de alguien, el discipulado, puede hacerse sin dejar uno de ser uno mismo, conservando su propia identidad.

[30] Como afirma Jon Sobrino (“Crisis de apostolado y pastoral en la Iglesia: Reflexiones sobre la decisión de Leonardo Boff”, Sal Terrae, Santander, 950, [1992] 749-757, http://servicioskoinonia.org/relat/024.htm) “es triste, pero es experiencia acumulada en el mundo de los teólogos que se puede hablar sobre el misterio de Dios con mayor libertad que sobre el de Cristo. Si se habla sobre la Iglesia, disminuye más la libertad real. Y si se aborda con libertad, sinceridad, responsabilidad y honradez la organización y el poder eclesiásticos, los problemas aumentan. Parece haber algo de intocable en ese poder…”. Este artículo concreta la crisis que atraviesa la Iglesia en cinco apartados: crisis de autoritarismo, crisis de fraternidad, crisis de gozo y agradecimiento, crisis de apostolado y pastoral, y crisis de credibilidad. Sabine Demel, en “Libertad de expresión y obediencia cristiana: ¿la cuadratura del círculo? (Selecciones de Teología [2002], 59-68, http://servicioskoinonia.org/relat/298.htm) ha puesto de manifiesto hasta qué punto la legislación actual de la Iglesia ha hecho de la relación entre magisterio y teología, entre obediencia y libertad de investigación y de expresión, un problema casi insoluble. Su autora expone con claridad y precisión cuál es la normativa actual de la Iglesia católica y las dificultades que ésta comporta para que el/la teólogo/a realice su tarea no sólo de investigar, sino también de expresar libremente el resultado de su investigación. Sólo con una gran dosis de ecuanimidad y prudencia por ambas partes se puede salvar el escollo de convertir una relación constructiva y enriquecedora entre magisterio y teología en la cuadratura del círculo.

[31] Texto tomado la Carta de Salvador. La epidemiología en la búsqueda de la equidad en salud, Rev Cubana Salud Pública 23(1997)103-5, www.infomed.sld.cu/revistas/spu/vol23_1_97/spu11197.htm

[32] Para una explicación más detenida de esta parábola puede verse mi artículo “Jesús, el Evangelio y la Iglesia”,Conferencia de apertura del XVI Congreso de Teología de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, en Evangelio e Iglesia", Centro Evangelio y Liberación, Madrid 1996, pp. 25-28, servicioskoinonia.org/relat/267.htm.

[33] En un artículo de Adela Cortina “La arrogancia neoliberal” (Diario El País, 16-09-2003), su autora habla en línea con la parábola de la responsabilidad social de las empresas en el marco de la sociedad neoliberal –se refiere a las empresas farmacéuticas y el derecho de patente-: “Una empresa asume su responsabilidad social cuando integra voluntariamente preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales y en sus relaciones con los interlocutores; cuando -por decirlo de forma sintética- se compromete a llevar un triple balance: económico, social y medioambiental. No se trata sólo de cumplir las leyes, de "rendir cuentas", en el sentido de la accountability, sino también, yendo más allá, de tomar medidas sociales y medioambientales que las leyes no exigen, en el sentido de la responsibility. Tampoco apuestan (las empresas) por la filantropía, término muy extendido en el discurso empresarial, porque la filantropía trata de promover el desinterés, mientras que la responsabilidad social se dirige a lo que los actuales kantianos llamaríamos el interés universalizable; la empresa no puede optar por una ética desinteresada, pero sí puede y debe hacerlo por una ética del interés de todos los afectados por ella: clientes, trabajadores, accionistas, proveedores, organizaciones cívicas, lugar de implantación, Administración.

[34] “Una mirada al funcionamiento real de la Iglesia no puede ocultar que está prevalentemente moldeada sobre modelos predemocráticos: la misma nomenclatura judeo-helenística –presbyteros, epíscopos, summus pontifex- designa una estructura de gobierno en la que se transparenta con toda claridad el ordo romanus, la estructura feudal y el centralismo de la monarquía absoluta...”, cf. Andrés Torres Queiruga, “La democracia en la Iglesia”, RELaT 309, p. 22, http://servicioskoinonia.org/relat/309.htm.

[35] Ibidem, p. 24.

[36] En España, por poner un ejemplo, la Iglesia pugna por mantener su estatuto de privilegio apoyada en la Constitución y en el Concordato con la Santa Sede, que acaba de cumplir cincuenta años, forcejea para seguir recibiendo vía impuesto de declaración de la renta el dinero para mantener el culto y el clero, y acaba de conseguir colocar la enseñanza de la religión como una materia más entre las materias de enseñanza, controlando los obispos y no el Ministerio de Educación la selección del profesorado.

[37] Sobre el carácter universalista de Jesús, véase mi artículo “El Universalismo de Jesús” en la obra Infieles y bárbaros en las Tres Culturas, ed. por Jacinto Choza y Witold P. Wolny, Fundación San Pablo CEU, Andalucía,Sevilla 2000, pp.15-42, www.elalmendro.org/epsilon/menu5.htm.

[38] La explicación de estas dos parábolas puede encontrarse en mi artículo “Jesús, el Evangelio y la Iglesia”, Conferencia de apertura del XVI Congreso de Teología de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, en Evangelio e Iglesia", Centro Evangelio y Liberación, Madrid 1996, pp. 20-28, http://servicioskoinonia.org/relat/267.htm.

[39] Véase la explicación de esta parábola en mi artículo “Parábolas en la red” publicado en la página web de la Fundación Épsilon: www.elalmendro.org/epsilon/menu5.htm.

[40] Sigo las notas de la segunda edición del Nuevo Testamento de Juan Mateos y L. Alonso Schökel, Ed. Cristiandad, Madrid 21987, ad locum.

[41] Véase la explicación detenida de esta parábola en “Parábolas en la red”, publicado en la página web de la Fundación Épsilon: www.elalmendro.org/epsilon/menu5.htm.

[42] W. Kasper, hablando del carácter absoluto del cristianismo (Sacramentum Mundi, Herder, Barcelona 1976, vol. II, cols. 54-59) o lo que es igual, del cristianismo como “única religión verdadera”, afirma que en la teología católica se entiende por carácter absoluto del cristianismo la tesis de que éste no sólo es de hecho la más alta de las religiones existentes, sino que constituye además la definitiva manifestación de Dios a todos los hombres de todos los tiempos, manifestación que por esencia es insuperable, exclusiva y universalmente válida. Esta pretensión le parece al hombre actual, no sólo un escándalo intolerable, sino también incompatible con datos o hechos indiscutibles de la historia de las religiones y con la fundamental historicidad de todo ser humano... Sin embargo, el autor propugna que el carácter absoluto del cristianismo no consiste en las pretensiones absolutas de una comunidad religiosa particular, sino del valor absoluto del evangelio de la gracia para todos los hombres.

[43] Cf. Juan Luis Herrero del Pozo (“Superación del pensamiento mágico. Necesaria clave hermenéutica en toda religión”, RELaT 324, 1, http://servicioskoinonia.org/relat/324.htm).

[44] Cf. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, Sígueme, Salamanca 2001. (Carta del 30-1944, 197), citado por Daniel F. Álvarez Espinosa, “Un ejemplo de cristiano comprometido: Dietrich Bonhoeffer”, Proyección XLIX (2002) 306.

[45] La explicación de esta parábolas puede encontrarse en mi artículo “Jesús, el Evangelio y la Iglesia”,Conferencia de apertura del XVI Congreso de Teología de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, en Evangelio e Iglesia", Centro Evangelio y Liberación, Madrid 1996, pp. 28-31, http://servicioskoinonia.org/relat/267.htm.

[46] He explicado en detalle esta parábola en “La propuesta de solidaridad de Jesús de Nazaret” en AA.VV., Rostros alternativos de la solidaridad, Ed. Nueva Utopía,Madrid 1997, 107-132.

[47]Véase el artículo citado de Jon Sobrino “La iglesia samaritana y el principio-Misericordia”, (RELaT 192, http://servicioskoinonia.org/relat/192.htm), que tiene por trasfondo la parábola del samaritano y muestra cómo el amor-misericordia es el principio estructurante de la vida de Jesús y debe serlo también de la vida de la Iglesia. El ejercicio de la misericordia es lo que pone a la Iglesia fuera de sí misma y en un lugar bien preciso: allí donde acaece el sufrimiento humano, allí donde se escuchan los clamores de los humanos... El lugar de la Iglesia es el herido en el camino, coincida o no este herido, física y geográficamente, con el mundo intraeclesial-; el lugar de la Iglesia es “lo otro”, la alteridad más radical del sufrimiento ajeno, sobre todo del masivo, cruel e injusto... El herido en el camino es el que des-centra a la Iglesia, el que se convierte en el otro (y en el radicalmente otro) para la Iglesia.

[48] “La democracia en la Iglesia”, Andrés Torres Queiruga en “La democracia en la Iglesia”, RELaT 309, p. 22, http://servicioskoinonia.org/relat/309.htm.

[49] Según Juan Luis Herrero del Pozo (“Superación del pensamiento mágico. Necesaria clave hermenéutica en toda religión”, RELaT 324, http://servicioskoinonia.org/relat/324.htm) “la institución que pretende ser fermento, luz, sal y “maestra en humanidad” se ha convertido en barrera, pantalla opaca y escándalo.... La contaminación con el afán de prestigio, de dinero y de poder deformaron su figura”. El autor continúa el artículo enumerando brevemente las tentaciones a las que ha sucumbido la Iglesia a lo largo de la historia, desde el Imperio romano a la modernidad y definiendo el perfil del pensamiento mágico. La última parte del artículo se dedica a profundizar en una de las categorías más decisivas a que da lugar el pensamiento de la Ilustración, la de la autonomía de lo intramundano, autónomo, aunque habitado por Dios, un Dios distinto pero no distante, un Dios fundante pero no intervencionista.

[50] “Sin renunciar a la propia identidad, las religiones están llamadas a reconocerse complementarias en un laborioso doble esfuerzo de mutua purificación y fecundación. Ni exclusivismo, pues, ni inclusivismo, sino pluralismo. Todas están llamadas a respetarse superándose desde su condición de portadoras de verdad y de error, de fidelidad y de infidelidad”, cf. Juan Luis Herrero del Pozo (“Superación del pensamiento mágico. Necesaria clave hermenéutica en toda religión”, RELaT 324, 1, http://servicioskoinonia.org/relat/324.htm). El autor comienza este artículo (págs. 2-3) haciéndose una batería de preguntas que muestran el talante mágico del cristianismo, para concluir de este modo: “Existe mucha mayor afirmación de Dios en la ortopraxis que en la ortodoxia. No todo el que dice ‘Señor, Señor’... En la ortopraxis reside el ecumenismo definitivo entre creyentes y no creyentes envistas a la misma tarea humana. Dicha ortopraxis pasa, en un momento de serio riesgo de ecocidio y de humanicidio, por la identificación con los más pobres y excluidos. Es la única universalidad, por la base, en que debemos converger todos. Si dentro de la Iglesia, o entre las Iglesias, o entre los creyentes e increyentes de toda religión (o magia) es difícil un pluralismo respetuoso en nuestras cosmovisiones, démonos al menos todos la mano en la liberación de los que sufren y mueren por nuestra irresponsable necedad relativa al que toca al talante mágico del cristianismo.

[51] Conferencia de Juan José Tamayo en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense de El Escorial, Agosto 2003

 

Jesús Peláez
Universidad de Córdoba