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PASIÓN POR EL EVANGELIO

(Día del Seminario2012)

Reflexión teológico-pastoral


«Al verlos, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos
para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la
Iglesia y la oferta del Evangelio al mundo».

Homilía de Benedicto XVI en la celebración eucarística con los seminaristas
durante la JMJ 2011

El sacerdocio, la «profesión» más feliz

A finales del pasado mes de noviembre, la prestigiosa revista norteamericana Forbes,
especializada en el mundo de los negocios y las finanzas y conocida habitualmente
por la publicación anual de la lista de las personas más ricas del mundo, publicaba
una lista de las diez profesiones más gratificantes, a juzgar por el grado de felicidad
de quienes las ejercían. Los sacerdotes católicos y los pastores protestantes –los
clérigos– lideraban el ranking.

¿Es el sacerdocio la profesión más feliz del mundo? Según el parecer de la revista
Forbes, sí. La razón esgrimida en el artículo para justificar la felicidad inherente al
ejercicio del sacerdocio consiste en que este otorga a la vida un sentido que hace de
la propia existencia algo digno de ser vivido. Según el estudio, ni la remuneración
económica ni el status social que se deriva del ejercicio de una profesión inciden en
la felicidad que reporta.

La afirmación de que los sacerdotes eran las personas más satisfechas y realizadas
en el ejercicio de su profesión causó sorpresa tanto entre creyentes como en no
creyentes. La imagen que habitualmente se tiene del sacerdocio apunta más bien en
dirección contraria. Los sacerdotes son presentados con frecuencia como hombres
algo amargados, apartados del mundo y escasamente comprometidos con los
problemas reales de la sociedad. Por eso, afirmar que el sacerdocio es la profesión
más “feliz” causa cierta perplejidad e invita a formular una cuestión: ¿qué es lo que
hace del sacerdocio la profesión más feliz del mundo?

Responder a esta cuestión no es fácil. Hoy quizá más que nunca somos conscientes
de que los obstáculos y las dificultades del camino sacerdotal no son escasos, y que
las sombras acompañan siempre los momentos luminosos. El sacerdote experimenta
el gozo de la entrega y el servicio desinteresado, pero también padece, como tanta
gente en nuestro mundo tecnificado, la soledad. Acompaña a las personas, es
instrumento de la misericordia de Dios, pero muchas veces se siente indigno y
pecador. Preside la Eucaristía, predica la Palabra, anima y guía a la comunidad
cristiana, pero son pocos los que le escuchan o parecen interesados en el mensaje
del que es portador. Si las sombras en el ejercicio del sacerdocio son tan evidentes
como las luces, el interrogante que planteábamos no se despeja describiendo las
tareas del sacerdote.

Esta última constatación nos induce a pensar que la pregunta por los motivos que
hacen del sacerdocio la “profesión” más feliz quizá no esté bien planteada. ¿Es el
sacerdocio una profesión? Es verdad que podemos identificar algunas tareas que son
propias del sacerdocio, y que el sacerdocio está considerado socialmente como un
“trabajo cualificado”, pero si se le pregunta a cualquier sacerdote por la índole de
su sacerdocio, ninguno dirá que se trata de una profesión. Dirá más bien que se trata
de una vocación.


¿Profesión o vocación?

El estudio de Forbes se hace eco de una equívoca identificación entre profesión
y vocación, ampliamente difundida en nuestra cultura, y que da lugar a no pocos
malentendidos. Aunque es cierto que algunas profesiones tienen un componente
vocacional elevado (en general las profesiones arquetípicas, como el médico, el
psicólogo o el maestro), no es menos cierto que un gran número de profesiones
carecen de este carácter.

En la siguiente tabla aparecen algunos indicadores que establecen algunas diferencias
entre una profesión y la vocación, en este caso la sacerdotal.

PROFESIÓN VOCACIÓN
Se refiere a una actividad externa Tiene que ver con
el interior de la persona
Se determina en función de
los gustos, las cualidades
y las posibilidades
Exige una determinación espiritual
Se pone en funcionamiento la
dimensión creativa-generativa
de la existencia
Se ponen en funcionamiento todas
las dimensiones de la vida: afectiva,
racional, creativa, etc.
Remunerado Gratuito
Puede cambiar Permanece
Pide disciplina y dedicación Exige exclusividad, entrega absoluta,
nace de una pasión


Las diferencias enumeradas no han de ser consideradas dialécticamente, como opuestos
excluyentes, sino como matices distintivos. El que la vocación sacerdotal requiera de
una determinación espiritual, es decir, de una elección libre del individuo que responde
ante Dios, no significa que los propios gustos se marginen o que las propias cualidades
permanezcan sin explotar. Hay sacerdotes que son excelentes músicos, escritores o
profesores. Lo que significa es que estos, contra lo que muchas personas opinan, no
constituyen el elemento fundamental de la vocación sacerdotal.

Si observamos con detenimiento las notas mencionadas, enseguida nos percatamos
de que mientras los indicadores de la profesión tienen que ver sobre todo con el hacer,
los de la vocación apuntan más bien al ser. La vocación, en efecto, afecta a nuestra
identidad profunda, dice quiénes somos en realidad, más allá de toda apariencia. De
este modo, podemos decir que el sacerdocio es una profesión en la medida que el
sacerdote “hace” cosas, desempeña diversas funciones, pero con eso no está dicho
todo. Lo que verdaderamente define al sacerdocio es su carácter vocacional; es
decir, el hecho de que se trata de un proyecto de vida que exige una determinación
espiritual (una respuesta a una llamada), que afecta a todas las dimensiones de la
vida (corpórea, afectiva, intelectual, etc.), que pide exclusividad, entrega y fidelidad
absolutas, y que es animado por una pasión: la pasión por el Evangelio.

El lema escogido para la campaña del Día del Seminario en este año reza precisamente
así: Pasión por el Evangelio. Esta expresión alude a la energía interior, al movimiento
del corazón, que nutre toda vocación sacerdotal tanto en su origen como en su
crecimiento. La vocación al sacerdocio está animada por esta pasión, un arrebato
que desinstala a quien posee de sus coordenadas habituales y le ofrece un espacio
diverso en el que integrarse.

El sacerdocio, una cuestión de pasión…

La pasión es un movimiento del alma, una exaltación de nuestro ser, que surge
espontáneamente, sin que medie determinación alguna por parte de quien es presa
de ella. Es un elemento fundamental de la experiencia del amor, aunque esta no se
agota en la pasión. La pasión embruja, hechiza, desinstala de la realidad habitual
para hacer entrar a quien posee en una dimensión distinta, en otro orden de realidad.
Es la condición indispensable del enamoramiento.

Con frecuencia se piensa que la pasión es instintiva e irracional, que irrumpe
intempestivamente, arrasando toda consideración racional o moral. «La pasión es
ciega», dice el dicho popular. El genial escritor Stendhal, en cambio, afirma: «la pasión
no es ciega, sino visionaria». Frente a la creencia popular, la pasión no es arbitraria y
voluptuosa, sino que recrea la realidad, imagina un nuevo orden, un mundo diverso,
precisamente para hacer más habitable el mundo real. En este sentido, se puede
decir que la pasión no es “razonable”, ya que cuestiona la prudencia de la razón, el
realismo de la sensatez que no pocas veces enmascara un larvado pesimismo.

La pasión, señalábamos antes, es un ingrediente fundamental del enamoramiento y,
consecuentemente, de la experiencia del amor. La pasión, por tanto, es provocada
siempre por una persona que suscita en nosotros un deseo de proximidad y unión.
Las cosas o las ideas no poseen esta capacidad. Cuando en el lenguaje cotidiano se
utilizan expresiones como «me apasiona el fútbol» o «siento pasión por los toros», el
término pasión es usado en un sentido analógico, porque solo una persona es capaz
de suscitar pasión.

por el Evangelio

Sentir pasión por el Evangelio es posible porque el Evangelio no es primariamente un
mensaje, un conjunto de ideas encomiables, sino fundamentalmente una persona, Cristo,
el Hijo de Dios, que nos ha invitado a la conversión y a creer en el Evangelio
(Mc 3,14), o sea, en Él mismo, portador y realizador de la salvación. Él ha llevado a
cabo la salvación por los caminos de Galilea, curando a los enfermos, expulsando a
los demonios, acogiendo a los pecadores y excluidos, predicando la buena noticia
de la misericordia de Dios. Él ha constituido la Iglesia para perpetuar el anuncio
del Evangelio, y le ha dejado el Espíritu para que suscite la pasión por el Evangelio
en todos los creyentes, para que sean testigos de Cristo, Hijo de Dios, que murió
por nuestros pecados y resucitó (1 Cor 15, 1ss). El anuncio del Evangelio es, en
efecto, una empresa tan urgente y personal que, sin duda, requiere grandes dosis de
pasión.

Una pasión así solo puede nacer del corazón de Dios, quien se ha apasionado
primero por el hombre. El mismo Dios, que siente predilección por sus criaturas, es
quien toca el corazón en la intimidad de cada hombre, quien suscita la pasión por
el Evangelio en cada ser humano, especialmente en aquellos a quienes llama a ser
testigos en la Iglesia de la incesante fecundidad del Evangelio: los sacerdotes.
Los profetas utilizan el lenguaje de la pasión para dar cuenta de esta especial relación
que se constituye entre Dios y aquellos a quienes elige de entre su pueblo para una
misión especial a la que no pueden sustraerse: «Yo me decía: “No lo recordaré;
no volveré a hablar en su nombre”; pero había en mis entrañas como fuego, algo
ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía» (Jr 20,9). La
pasión, avivada por el Espíritu, empuja a la proclamación del Evangelio, hace de este
anuncio una tarea insoslayable, urgente, necesaria para quien lo proclama, pues su
vida se haya estrechamente vinculada al mensaje anunciado.

Tener pasión por el Evangelio solo es posible si se contempla a Cristo como origen y
raíz del Evangelio. De los episodios de la vida de Jesús, de sus palabras incisivas y de
sus gestos de misericordia brota un estilo de vida evangélico del que el sacerdote es
testigo y portador. En la contemplación de Cristo, presente y actuante en la Eucaristía
y la Palabra, fermenta el estilo evangélico, la gestualidad cristiana, que se alimenta
de una incesante pasión por el Evangelio, avivada por el contacto habitual con Cristo
en la oración y los sacramentos.

La pasión en cierto modo va impresa en la misma lógica del Evangelio. El Evangelio
no es para gente “razonable”, para gente que tiene “los pies en la tierra”. El Evangelio
subvierte la lógica del mundo, valora la realidad terrena con criterios ajenos a los
comunes. En este sentido, el Evangelio difiere del “sentido común”, del modo habitual
de comprender los retos de la existencia. Quien acoge el Evangelio eleva la mirada,
entra en una esfera de conocimiento diferente, aprende a observar la realidad desde
otro ángulo, con los ojos de Dios. Solo puede entrar y permanecer en esta lógica
quien está animado por una pasión por el Evangelio.

La pasión posibilita el surgimiento de la esperanza allí donde la razón solo constata
la imposibilidad, donde el sentido común desaconseja cualquier inversión. Esta
realidad se constata claramente en la experiencia del amor. La literatura nos da cuenta
de amores imposibles –Abelardo y Eloísa, Calisto y Melibea, Romeo y Julieta–, que
prosperan en virtud de la pasión, capaz de suscitar la esperanza de un amor logrado,
no obstante la aparente imposibilidad de llevarlo a cabo. La pasión por el Evangelio
nos abre también a la esperanza, desplegando una mirada nueva sobre la realidad,
hasta entonces percibida como cerrada en sí misma. No se trata de una esperanza
cualquiera, sino de la Esperanza con mayúsculas: la esperanza de la salvación, del
advenimiento del Reino de Dios. Esta esperanza tiene como garante el Evangelio
predicado –Cristo muerto y resucitado– y constituye el dinamismo esencial de la fe
cristiana.

Así, la pasión por el Evangelio emerge como una fuerza que empuja a crecer, a
estrechar la distancia entre Cristo y cada uno de nosotros. Se trata de un dinamismo
necesario en el seguimiento de Jesús, pues nos alerta ante cualquier acomodamiento.
La pasión por el Evangelio libera de las certezas adquiridas, nos obliga a distanciarnos
de ellas para cuestionarlas. El Evangelio es para quien lo acoge y lo hace vida una
fuente constante de riesgo, pues abre una brecha entre la realidad –personal y social–
tal como es y la realidad tal como debería o podría ser.
«Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la
imposición de mis manos…» (2 Tim 1, 6)

A veces, cuando se rompe una pareja, se aduce como razón que “se había extinguido
la pasión”. Es verdad. En toda historia de amor –y la vocación sacerdotal lo es– existe
el riesgo de que la pasión se apague, de que deje de alumbrar y dar calor a la propia
existencia. ¿Cómo conjurar este riesgo?
Hemos comenzado este escrito haciéndonos eco de la sorprende noticia aparecida en
la revista Forbes en la que se afirmaba que el sacerdocio es la profesión más feliz del
mundo. Al explicar la diferencia entre una profesión y la vocación, señalábamos que
la vocación sacerdotal se caracterizaba por estar animada en su origen y desarrollo
por una verdadera pasión por el Evangelio. Lamentablemente, esta pasión puede
decaer, dejar de dar luz y calor al corazón sacerdotal.

Por esto, el saludo de Pablo a Timoteo contiene una exhortación a reavivar el don
de la vocación recibida. Pablo es consciente de que si esta pasión no se alimenta se
desvanece azotada por los vaivenes de la vida y las dificultades. La crisis vocacional
de nuestro tiempo aparece así como una crisis de pasión, una mengua de la vitalidad y
el entusiasmo en la vivencia de la vocación sacerdotal, que repercute en la capacidad
de suscitar en los jóvenes el deseo de unirse más estrechamente a Cristo. Recordar
que el núcleo de la vocación sacerdotal está habitado por una inextinguible pasión
por el Evangelio invita a volver la mirada sobre ella para reavivarla y contagiar así a
otros de esta fuerza salvífica que no conoce frontera