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EL ARTE DE DESENREDAR CUESTIONES COMPLEJAS

«Jesús de Nazaret» y la mirada nueva de Benedicto

El primer sentimiento que experimenté al leer Jesús de Nazaret fue de admiración. Tengo muchos motivos para admirar este libro, como cristiano, como católico y, por último, como profesor. Conozco bastante bien lo que es un buen libro. Este, formalmente, es excelente, digno no sólo de un cardenal y de un Papa (el autor firma con estos dos títulos), sino también —y lo digo con ironía—, de un gran profesor. Un arzobispo de París, monseñor Hyacinthe-Louis de Quélen, durante la Restauración, hacia 1820, dijo que Jesucristo no sólo era el Hijo de Dios, sino también, por parte de su madre, de óptima familia.

Un buen profesor conoce su materia a fondo; un gran profesor es capaz de explicarla con sencillez y claridad. La materia es pura y simplemente la fe cristiana, y el Papa, que es su custodio, no tiene ninguna intención de proponer una interpretación personal. En este libro no se encontrará una «teología de autor». No hay novedades. Pero hay algo nuevo. Este Papa no deja de leer y de estudiar. Ahora bien, cree necesario indicar una breve bibliografía de libros contemporáneos. Se trata principalmente de libros en alemán, porque es su lengua y porque los alemanes han escrito mucho, pero cita también libros en otras lenguas. En francés no se olvida de De Lubac, uno de sus maestros, de Feuillet o de Louis Bouyer.

Benedicto XVI posee el arte de desenredar cuestiones complejas. Por ejemplo, la fecha de la Última Cena. El Papa sostiene que es mejor seguir la cronología de san Juan, en vez de la que sugieren los Sinópticos. De ahí saca una conclusión teológica muy importante: Jesús no celebró la Pascua judía; celebró otra Pascua, la suya, que tiene un sentido igual y a la vez distinto.

La explicación es tan luminosa que lleva la mente del lector a sentir el placer de la demostración lograda de un teorema de gran alcance. Este placer lo experimenté en todo el libro. Voltaire escribió que todos los géneros son buenos excepto el aburrido. Este libro es de los que, una vez abiertos, ya no se pueden cerrar. Es apasionante.

La encíclica Divino afflante spiritu de Pío XII (1943) abrió al pensamiento católico la interpretación histórico-crítica; a partir de ella los exegetas católicos han recuperado velozmente terreno respecto a la exégesis protestante, hasta las hipótesis más aventuradas. El Papa considera que esa interpretación —a la que acabamos de aludir—, ya «ha dado lo esencial que tenía que dar». Pues bien, «dicha exégesis ha de reconocer que una hermenéutica de la fe, desarrollada de manera correcta, es conforme al texto y puede unirse con una hermenéutica histórica consciente de sus propios límites, para formar una totalidad metodológica» (p. 7). ¿Una totalidad metodólogica? El objetivo es muy ambicioso. Se trata de armonizar las exigencias de la fe, que no cambia, con las evidencias de la razón, que cambian continuamente, que siempre se han de criticar y reconstruir, pero en su orden legítimo.

El desafío no es nuevo. Se remonta a los inicios de la religión cristiana. Desde Richard Simon, Espinoza, la Ilustración y la erudición alemana, no ha hecho sino radicalizarse. Es urgente afrontarlo. Es lo que hace este libro, de modo sereno, pacífico y generoso. Es el estilo constante de Benedicto XVI.

Los acontecimientos se desarrollan en una semana, desde el domingo de Ramos hasta el domingo de la Resurrección. Para los cristianos la Semana santa tiene un significado inagotable. Más que una sucesión de acontecimientos es una sucesión de misterios. Pero eso no impide al historiador investigar lo que aconteció realmente.

El método de Ratzinger consiste en seguir paso a paso el texto, y, al hacerlo, disipar las interpretaciones inapropiadas. Sólo señalo dos.

La primera considera a Jesucristo como un actor político, más exactamente un revolucionario. Durante el siglo XIX encontramos al Cristo revolucionario en 1792 y al Cristo socialista en 1848. En el siglo XX al Cristo de la «teología de la liberación». Se trataba de una inyección de marxismo leninismo en el Evangelio. Eso alborotó a enteros continentes, y los pobres fieles a menudo prefirieron pasar directamente a los partidos leninistas o refugiarse en sectas donde, al menos, se creía seriamente en Dios y en la salvación por medio de Jesucristo. No queda nada de esas teologías si se sigue de buena fe el desarrollo de este libro.

La segunda interpretación es el protestantismo liberal. Ratzinger encontró aliados en el protestantismo auténtico, en particular en Joachim Ringleben, a quien se refiere como un «hermano ecuménico». El blanco principal es Rudolf Bultmann, y en general las interpretaciones simbólicas de los acontecimientos. Digo blanco aunque en estas pacíficas exposiciones no hay nada de agresividad. Cuando Bultmann tiene razón, Ratzinger lo alaba.

De estos análisis se deduce que Cristo se mantiene lo más cercano posible a la Ley y a los Profetas, a los que no deja de citar y a los que hace referencia continuamente. Sigue paso a paso la tradición. Al hacerlo, observando la Torá sin cambiar una sola coma, la transforma.

Me siento orgulloso de haber subrayado, a propósito de la película La pasión de Cristo de Mel Gibson, un punto que aquí encuentro desarrollado a fondo. Atañe a Caifás y Pilato. No hay necesidad de atribuirles una maldad particular. El primero buscaba la salvación de su pueblo; el segundo quería salvar la pax romana. Cristo fue llevado a la muerte por todos los hombres: por los malos, naturalmente, pero también por los buenos, que no lo son hasta ese punto y que no saben que tienen necesidad de ser salvados. Eso vale para todos nosotros. El mundo judío ha reaccionado favorablemente a esta afirmación, olvidando que ya la habían hecho el concilio de Trento y el Vaticano II. No es inútil repetirlo.

La nueva relación con el pueblo judío, que persiste, es una de las conquistas más importantes del Vaticano II. Con todo, hay que mantener el equilibrio. En algunos católicos, siempre inclinados a la idolatría, se constata cierta idealización del pueblo judío, que este último no pide. Hay continuidad entre los dos Testamentos. Pero también hay un corte. Cristo no es un rabino. No es otro Hillel.

Puede ser que el trabajo histórico-crítico sobre el Nuevo Testamento ya se haya agotado, pero continúa el trabajo sobre el Antiguo Testamento. Desde hace un siglo se excava con pasión en la tierra de Israel, en busca de pruebas. Pues bien, no sólo no se han encontrado, sino que la arqueología cree haber encontrado algunas que demuestran que las cosas no sucedieron como lo sugiere la narración bíblica. Parece que se ha logrado un amplio consenso entre los arqueólogos y los exegetas judíos, protestantes y católicos. Yo he leído, como muchas personas, los libros de Finkelstein y de Silberman, y el de Liverani. Hay reacciones muy críticas del ámbito judío.

Pues bien, los cristianos estamos en la misma barca. Nuestra religión es una historia. No se puede pasar demasiados acontecimientos a la categoría de leyendas. Dos puntos parecen cruciales. El primero se refiere a la estancia del pueblo elegido en Egipto y su liberación por parte de Moisés. Es el origen tanto del judaísmo como del cristianismo. Cristo —nos explica Ratzinger— se presenta como el nuevo Moisés. Sería difícil admitir que el éxodo es un relato legendario.

El segundo concierne a la datación y al estatuto de David, de Salomón y de Jerusalén.

Dejo mi juicio en suspenso a la espera de que estas nuevas teorías se comprueben. En su libro, el Papa parece remitir esas cuestiones a más adelante. Cuestiones que inevitablemente se plantearán.

Espero con impaciencia la tercera parte de la investigación, que el Papa ha prometido. Se referirá a los Evangelios de la infancia. Quisiera estar informado sobre la cuestión de los «hermanos de Jesús», que se ha vuelto candente en nuestro tiempo. Para mí, se trata de un Shiboleth. Cuando veo un libro que se atreve a afirmar que la Virgen María tuvo varios hijos, lo rechazo con la misma indignación que experimentaban Lutero y Calvino cuando alguien sostenía dicha tesis delante de ellos. Es la Encarnación lo que está en juego.

  Alain Besançon