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MUNDANIDAD SAGRADA

Una clave en la
espiritualidad del clero

 

Autor: Víctor Manuel Fernández

 

Estimulado por el interés y por ciertas dudas que ha despertado este tema en muchos sacerdotes, me parece oportuno profundizar una característica distintiva de la espiritualidad del clero diocesano, que podría llamarse “mundanidad sacerdotal”.

1. Espiritualidad que se perfecciona en la misión

El adjetivo de “secular” que se da al sacerdote diocesano, es sinónimo de “seglar”, que se usa para identificar la vocación laical. Y está indicando una particular inserción en el mundo y en la historia (el “seculus”). El cura no puede fugarse del mundo porque está llamado a insertarse en él, y en un lugar bien determinado del mundo que lo ha impregnado también a él con sus peculiares características.

Eso implica la necesidad de una profunda compenetración entre espiritualidad y acción en el mundo para que él pueda realizarse y vivir feliz. Por eso no podemos decir sólo que la espiritualidad enriquece y da impulso a la acción, sino también lo contrario: que la actividad enriquece a la espiritualidad. ¿De qué manera? Permitiéndole expresarse, explayarse, concretizarse, desarrollarse, realizarse en la historia.

La razón está en la esencia de lo que llamamos “espiritualidad”, ya que su ejercicio no consiste sólo en acudir a medios de espiritualidad personal (oración personal, lecturas piadosas, determinados ejercicios). El núcleo de la espiritualidad es más bien el dinamismo de las virtudes teologales que es alimentado gracias a esos medios. Pero el dinamismo de las virtudes teologales se alimenta también cuando se lo ejercita en la acción pastoral.

Por ejemplo: Si en la íntima contemplación nos hemos detenido en la Palabra de Dios, no dejamos de encontrarnos con ella cuando la predicamos, sino que al predicarla nuestro encuentro con la Palabra se abre a nuevas dimensiones, se manifiesta, se amplía, se concretiza produciendo un fruto maduro. Igualmente, cuando contemplamos el misterio de la Gracia en la oración, no abandonamos esa contemplación cuando vamos a bautizar o a administrar la Reconciliación, sino que en la celebración de los Sacramentos profundizamos, concretizamos e insertamos en la historia lo que hemos contemplado, y así la contemplación se enriquece y alcanza su plenitud.

2. Espiritualidad situada

Por otra parte, al pasar a la acción, la espiritualidad es embellecida con unas características que proceden de los permanentes desafíos de la propia misión, del lugar concreto donde se ejerza el ministerio, de la cultura de la gente a la cual se sirva, de su pequeña historia, etc. La vida del Espíritu (que es el dinamismo del amor que nos inclina hacia el otro) debe dejarse marcar por las características del ministerio sacerdotal diocesano en la acotada porción de mundo donde es ejercido. El amor, núcleo de la espiritualidad, adquiere notas, matices, características peculiares cuando se expresa en determinadas acciones que son propias de una determinada misión y en una determinada tierra; y por eso, el sacerdote diocesano no ama de la misma manera que un monje; y debe gozarse en su modo específico –e incluso local– de amar.

Así se hace posible la inculturación del Evangelio, que es también la inculturación de la espiritualidad del evangelizador, lo cual implica encarnarse en “las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano” (EN 63). En ese modo de vivir, de mirar, de orar o de amar que caracteriza al catalán, al coya, al porteño, al veneciano, al maya, al vasco o al coreano, se forja también un modo concreto de ser espiritual y una manera singular de ser cura diocesano.

3. Dualismo existencial

Esto se ve obstaculizado cuando en el sacerdote diocesano hay una dicotomía entre lo interno y lo externo, entre la actividad y la intimidad. Porque en ese caso vivirá lo externo y mundano como un peligro para su espiritualidad y para sus espacios personales; estará siempre a la defensiva cuidando sus tiempos, y sufrirá tremendamente por el aguijón permanente de la dispersión donde está fatalmente inserto. Hemos criticado mucho el dualismo cuerpo-alma; pero hay que advertir que en el mundo postmoderno tenemos que enfrentar un dualismo más sutil y peligroso: el que contrapone lo interno y lo íntimo a lo externo.

De ahí que para vivir una auténtica espiritualidad del “clero diocesano” que esté marcada por su misión hacia el mundo, y que al mismo tiempo lo haga feliz, es indispensable que el cura adquiera un “gusto” por la mundanidad, e incluso un aprecio por la dispersión misma vivida como camino espiritual:

“Este es el gran atractivo del tiempo moderno: sumergirse en la más alta contemplación y permanecer mezclado con todos, hombre entre los hombres. Diría más todavía: perderse en la muchedumbre para informarla de lo divino, como se empapa la migaja de pan en el vino. Y diría todavía más: hacernos partícipes de los designios de Dios sobre la humanidad, trazando sobre la multitud estelas de luz; pero al mismo tiempo compartir con el prójimo la deshonra, el hambre, los golpes, las breves alegrías”.

¿Estamos hablando en definitiva de la caridad, del amor a los seres humanos de carne y hueso, insertos en una tierra y en una historia? Ciertamente. Por eso esta espiritualidad se llama “caridad” pastoral.

La “encarnación” de la espiritualidad en la acción se realiza cuando los actos externos son verdaderamente actos de amor al prójimo, los cuales, lejos de dificultar la contemplación, “la hacen más fácil” , porque abriendo el corazón al hermano –con su cultura propia y en su mundo concreto– lo estamos ampliando para dar mayor espacio a Dios.

4. Recogimiento y tensión mundana

Podría decirse que esto requiere, de todas maneras, la presencia de algunos espacios de recogimiento que mantengan vivo este estilo y lo sostengan. Es cierto. Nadie puede decir que la oración personal no sirva para nada. Al contrario: hemos dicho que la contemplación íntima y personal se prolonga en la acción, y por lo tanto la acción necesita de ese recogimiento como condición previa que le otorgue profundidad espiritual. Pero digamos también que, para que esto suceda, la contemplación solitaria debe realizarse de tal manera que por sí sola nos impulse al mundo. ¿Cómo es posible?

Es posible cuando ya en su íntima contemplación de Dios el cura experimente una orientación hacia el mundo. Y esto sucede si su oración está centrada en ese Dios que en un desborde de vida se comunica al mundo, lo cual alcanzó su plenitud en la Encarnación, cuando habló nuestro lenguaje y se introdujo con nuestra propia carne en esta tierra y en esta historia.

La inserción en lo mundano que se realiza en la acción pastoral, participando de la dispersión propia de la historia, prolonga de un modo peculiar el misterio de la Encarnación. Por eso, el sacerdote diocesano debería vivir la dispersión misma como un llamado de Dios, como un designio del amor de Dios que lo introduce cotidianamente en esa dispersión para prolongar el misterio de su Hijo encarnado. De este modo el sacerdote se hace para Jesús –como gustaba decir a Isabel de la Trinidad– una suerte de “humanidad suplementaria”, que introduce la eficacia de la Pascua en los rincones y trechos de esta historia local: en las calles y el canto de Sevilla, en los suburbios de Roma, en los cerros peruanos, en las fabelas de Río de Janeiro. Y también en las insólitas ocurrencias de la vida de nuestra gente que reducen a trizas los discursos repetidos y los esquemas pastorales que de golpe pierden toda su efectividad y nos obligan a nacer de nuevo como pastores.
Luego de la acción, al regresar a la contemplación silenciosa y solitaria, el pastor llevará consigo los desafíos, las interpelaciones que ha recibido en la dispersión mundana, asumirá esa riqueza nueva, y así su contemplación silenciosa estará llamada a ampliar sus horizontes, a considerar gozosa y calladamente nuevos aspectos del misterio de la vida y de Dios mismo. Además, en su lectura del Evangelio, podrá mirar con más delicadeza y atención el modo de actuar de Jesús entre la gente.
Es cierto que las “interrupciones” de los demás, cuando nos sacan de nuestros esquemas, son un modo existencial como la dispersión puede hacernos sentir aguijoneados. Pero “¿y si las interrupciones fuesen oportunidades que nos desafiaran a una respuesta interior que se traduzca en un crecimiento, haciéndonos alcanzar la plenitud del ser... abriéndonos campos de experiencia nuevos e inexplorados?

5. La primacía de las personas

La incapacidad para aceptar y vivir esto ciertamente no es una ayuda, sino un tremendo obstáculo para la espiritualidad del sacerdote, porque el rechazo de la mundanidad, de la dispersión y de las inevitables interrupciones, impide a la vida del Espíritu explayarse en la vida concreta y cotidiana de la persona, y así dificulta su crecimiento espiritual. En este sentido, el Papa ha pedido a los sacerdotes “una constante disponibilidad a dejarse absorber, casi devorar, por las necesidades y exigencias de la grey” (PDV 28).

Esto no significa caer en la imprudencia de una actividad que pueda terminar enfermándonos en poco tiempo, incapacitándonos para un servicio alegre, ni una falsa disponibilidad que termine haciéndonos sumamente accesibles a unas pocas personas que nos absorben y nos aíslan de todos los demás. Por eso el Papa, en el mismo texto antes citado, dice que “es verdad que estas exigencias han de ser seleccionadas y controladas”, y así nos permite hacer la siguiente distinción: No estamos hablando de un desborde activista que está más centrado en los proyectos y en los éxitos que en las personas. También el cura, como todo cristiano, está llamado a “ser” más que a “hacer”, y por lo tanto evitará la “idolatría del hacer”. Pero la luz del Evangelio nos descubre que no podemos “ser” nosotros mismos sin un ideal de “ser para los demás”, que en el sacerdote diocesano se traduce como “ser para este pueblo” con disponibilidad. Entonces, deberá vivir los espacios de recogimiento y soledad con una espiritualidad que le ayude a no sentir los reclamos de la dispersión como enemigos permanentes, aceptando que deben ser serenamente asumidos como una característica de su vida y de su misión, en respuesta a la voluntad de un Dios que ama.

Así se entiende cómo la raíz de la espiritualidad del clero secular está en el dinamismo de la “caridad pastoral”, que no está centrada tanto en los proyectos, en las actividades, cuanto en las personas a las que nos orientan esos proyectos y esas actividades. Significa desarrollar el hábito de estar atento a las personas tal como son y en su contexto concreto, prestándoles una atención amable, interesada, de amor, porque son verdaderamente importantes para el corazón sacerdotal. Por eso decía santo Tomás que la palabra “caridad” dice algo que no se expresa en la palabra “amor”, ya que indica que el ser amado “es estimado como de alto valor” (ST I-II 26, 3), y que “del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis” (110, 1). De este modo comprendemos que la vida teologal no es sólo contemplación de Dios, sino también una contemplación del hermano y una contemplación del mundo que resulta de la interacción entre los seres humanos. Contemplación que se realiza en el diálogo, en el encuentro, en el servicio.

6. Contemplar al Espíritu en la vida del mundo

Pero hay que destacar que este “volcarse hacia el mundo de los hombres” no es un complemento o un simple matiz de su espiritualidad. Porque es la misión la que determina la espiritualidad y no al revés. Por lo tanto, la mundanidad debe ser una nota constitutiva de quien está llamado a ejercer un ministerio plenamente inserto en el mundo. En el mundo mismo el cura diocesano debe percibir la presencia del Espíritu, y eso es “espiritual”. Ser espiritual, para el cura, es lo mismo que ser pastor. Por eso hay que decir también que el sacerdote diocesano es espiritual siendo mundano, y es mundano de una manera espiritual, religiosa, sagrada.

El Papa ha reivindicado recientemente esta “mundanidad sagrada”:
“Frente al misterio de gracia infinitamente rico por sus dimensiones e implicaciones para la vida y la historia del hombre, la Iglesia misma nunca dejará de escudriñar, contando con la ayuda del Paráclito... No es raro que el Espíritu de Dios, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8), suscite en la experiencia humana universal, a pesar de sus múltiples contradicciones, signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo a comprender más profundamente el mensaje del que son portadores... ¿No ha sido quizás esta humilde y confiada apertura con la que el Concilio Vaticano II se esforzó en leer los «signos de los tiempos»? Incluso llevando a cabo un laborioso y atento discernimiento, para captar los «verdaderos signos de la presencia o del designio de Dios», la Iglesia reconoce que no sólo ha dado, sino que también ha «recibido de la historia y del desarrollo del género humano». El Concilio inauguró esta actitud de apertura...” (NMI 56).

Precisamente porque cree en el Espíritu Santo, artífice primero de toda auténtica espiritualidad, el cura está siempre abierto a la contemplación del prójimo, a la admiración ante lo que el Espíritu hace en la vida de la gente. Enamorado del mundo donde el Espíritu deja sus señales, se eleva a una adoración de Dios que nunca deja de ser “mundana”. Ya lo decía san Buenaventura al afirmar que el hombre perfecto no es el que descubre a Dios sólo en su intimidad, sino “el que es capaz de descubrirlo en el mundo exterior”, y ponía como ejemplo a san Francisco que “gustaba a Dios en el mundo como se gusta del manantial en sus corrientes de agua”.

Este “éxtasis” ante el mundo puede percibirse en un hombre que fomentó el diálogo entre la Iglesia y el mundo: el Papa Pablo VI. En él no encontramos la “huida del mundo” de una espiritualidad desencarnada. Es más, ni siquiera cuando se acercaba su muerte se evadía soñando en una eternidad alejada de este mundo; al contrario, moría contemplando el mundo y de alguna manera queriendo llevárselo con él: “Cierro los ojos ante esta tierra doliente, dramática y magnífica”.
Esta percepción de la belleza, a veces también dramática, que el Espíritu derrama con su luz en la vida del mundo, es precisamente lo que vive cada párroco en su pequeño mundo y en su limitada historia.

7. ¿Universal o local?

Alguien podría objetar que el Papa, en el texto de Novo Millennio Ineunte que citamos arriba, en realidad nos está invitando a ampliar la mirada para contemplar al mundo entero, en toda su amplitud y riqueza, y no a encerrarnos en el reducido espacio local y diocesano. Es cierto. Podríamos recordar también la indicación del Concilio Vaticano II: “El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines de la tierra (Hech 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles” (PO 10a).

Es posible relativizar la importancia de esta “universalidad” diciendo que esto simplemente nos exhorta a estar dispuestos con disponibilidad a un cambio de lugar, pero que el mismo Concilio indica que los sacerdotes diocesanos se consagran “plenamente” al servicio de una Iglesia particular para acrecentar “a una porción” de la grey del Señor (ChD 28a), y que deben vivir la fraternidad “especialmente en la diócesis, a cuyo servicio se consagran” (PO 8a).

Sin embargo, nuestra reflexión sería poco integradora y profunda si nos limitáramos a decir eso. Es indispensable advertir que las dos actitudes (universalidad y localismo) se alimentan la una a la otra, que una no es auténtica ni puede desarrollarse adecuadamente sin la otra. No se puede ser verdaderamente universal si no se es profundamente local; no se puede ser sanamente local si no se es universal. Veamos: No se es auténticamente universal sino desde el amor a la tierra, al lugar, a la gente y a la cultura donde uno está inserto. Recordemos que no hay auténtico diálogo si uno no tiene una clara identidad personal, porque nadie dialoga de verdad con otro si sólo le muestra una máscara, una apariencia, y tampoco si no tiene nada propio, si su consciencia es sólo un sincretismo de ideas y experiencias que acoge indiscriminadamente y como si todo fuera igual. ¿Alguien sin identidad puede ofrecer a otro algo verdaderamente “personal”? Lo mismo sucede cuando alguien no está arraigado en una cultura, en un lugar, cuando desconoce la misma tierra concreta que está pisando: ¿Desde dónde puede percibir los ricos matices de las variadas culturas, desde dónde puede acoger al diferente, desde dónde puede pensar la diversidad? ¿Y qué puede ofrecerle a ese mundo inmenso si no conoce ni valora a fondo el lugar que lo ha alimentado, si no se dejó enriquecer por el lugar donde vivió la mayor parte de sus días?

En este sentido es sumamente útil acudir a la reflexión de H. Gadamer, quien nos invita a reconocer que nadie piensa con una mente en blanco, que siempre pensamos desde determinados presupuestos. Sin los “prejuicios” que hemos recibido en nuestro lugar simplemente no podríamos pensar, no podríamos entender nada. Además, ese trasfondo que uno posee a partir de la experiencia de la vida que ha hecho en un lugar y en una cultura determinada, lo capacita para percibir aspectos de la realidad que quienes no tienen esa experiencia no pueden percibir tan fácilmente. En este sentido, un chino –desde su perspectiva específica– puede descubrir en un alemán una riqueza que quizás el mismo alemán no alcance a percibir en sí mismo.

Por eso es evidente que no se puede ser verdaderamente universal sino desde el trasfondo de la propia identidad “local”. Y vale también lo contrario: No se puede ser sanamente y adecuadamente local sino desde una sincera y amable apertura a lo universal. Es fácil advertir la pobreza de las mentalidades cerradas que se clausuran obsesiva, terca y fanáticamente en unas pocas ideas, costumbres y seguridades, incapaces de admiración frente a la multitud de posibilidades y de belleza que ofrece el mundo entero. Así, la vida local se limita en sus posibilidades de desarrollo, se vuelve estática y se enferma.

Esto tiene consecuencias para el sacerdote diocesano. No debe olvidar que es parte de una Iglesia “católica”, maravillosamente inserta en todas las culturas, donde se percibe, de múltiples maneras diferentes, la acción del Espíritu en el mundo. Abierto con ternura y admiración ante esa riqueza, procurará que su pequeño pueblo se enriquezca también con esa amplitud. Pero al mismo tiempo, si esa apertura universal no es superficial, vacía o resentida, tendrá esa misma mirada positiva hacia su propia tierra, enamorado de su propia cultura con sus notas específicas, profundamente arraigado en el lugar que lo acoge maternalmente.

8. Implicado y propicio

Esta actitud contemplativa ante la obra del Espíritu en su pequeño mundo, lleva al sacerdote diocesano –si es fiel a su identidad– a estar más atento a las cosas positivas y buenas que hay en el pueblo concreto al que le toca servir, y no tanto a sus defectos. Es como un enamorado que se hace capaz de descubrir en el ser amado rasgos de belleza insospechados para todos los demás; o como la madre que fácilmente encuentra excusas a los defectos de sus hijos. Es como el mismo Jesús, que siendo crucificado buscaba una excusa a sus verdugos: “no saben lo que hacen”, o que se detenía a contemplar y comentar el gesto de la viuda pobre, dejándose cautivar por su generosidad.

Entonces, no responde a esta inclinación la tendencia a destacar los defectos, vicios y errores del pueblo que le toca servir, a acentuar las imperfecciones y desviaciones de su religiosidad, o a insistir excesivamente en la “ignorancia” de los laicos que no tienen formación, o a criticar las variadas manifestaciones de su cultura. Buscando elevarlos un poco más, y con la permanente disposición a aprender de ellos a partir de una “confianza en la acción escondida de la gracia (PdV 26), el pastor tiende más bien a destacar los signos de la acción de Dios en ellos para partir de lo que el Espíritu ya ha hecho sin él; y desde allí intentará promoverlos.

9. Aprender de los mundanos

En esta dinámica de encuentro con el mundo el sacerdote tiene mucho que aprender de los laicos, que son más mundanos que él. Ya que él, si bien ejerce su ministerio en el mundo, está también en frecuente contacto con realidades sagradas, con los sacramentos, los espacios celebrativos, etc., y a veces la actividad que desarrolla dentro de la sede parroquial no le permite un contacto tan asiduo con las realidades mundanas; entonces puede llevar un estilo de vida que lo distancia del mundo y de la vida concreta de esos que pasan todo el tiempo en la calle, luchando por sobrevivir.
Por eso el sacerdote necesita profundizar y enriquecer la dimensión mundana de su espiritualidad procurando que el tiempo dedicado a planificar, a predicar, a formar a los demás, no sea tan desproporcionado que le quite la posibilidad de detenerse a escuchar, a compartir la vida de los laicos, a sumergirse en la multitud y en medio de la existencia cotidiana del pueblo.

Él, que ejerce una paternidad espiritual, está llamado a contemplar la paternidad de los laicos en su hogar, para advertir a qué grado de heroísmo suelen llegar ellos en el ejercicio de su paternidad. El padre que trabaja denodadamente y lucha para mantener su familia, para sostener a su esposa en un momento de dolor, para contener a sus hijos en una dificultad, puede enseñarle a ejercer una paternidad espiritual más disponible, cercana, oblativa.