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SER SACERDOTES EN EL NUEVO MILENIO

-III -

LA COMUNIÓN CON CRISTO EN LA IGLESIA

Queridos hermanos, en esta tercera etapa de nuestro itinerario de reflexión y de oración hablaremos de la comunión a la que estamos llamados a vivir con Cristo en la Iglesia.

  1. Sacerdotes para la comunión

Si nuestro sacerdocio es impensable sin el Señor Jesús, no es menos impensable si viniese separado del misterio de la Iglesia. La Iglesia nos ha engendrado a la fe y a la gracia del bautismo y del sacerdocio. Es por la Iglesia que hemos sido constituidos pastores: Y es en ella que nosotros nos acercamos todos los días a las fuentes de la gracia, al agua de la vida de la que tenemos necesidad para vivir y que estamos llamados a donar a nuestros hermanos y hermanas. Durante los años en la cárcel pensé tantas veces en aquella frase de los Hechos de los Apóstoles donde se nos dice que: “mientras Pedro estaba en prisión, una oración de la Iglesia subía incesantemente a Dios por él” (Hech. 12, 25): Jamás me he sentido abandonado o separado de la Iglesia, y con la ayuda de Dios he buscado ofrecer todos mis sufrimientos por la Iglesia, aún cuando por causas de fuerza mayor era forzado a ser -al menos aparentemente- un católico “no practicante”. Digo aparentemente, porque el Señor me regaló el don de poder continuar celebrando clandestinamente la Santa Misa por mi pueblo, con tres gotas de vino y una de agua contenidas en la palma de la mano y cualquier migaja de pan. Allí encontré la fuerza para sobrevivir, para continuar amando siempre a mis perseguidores y para ofrecer la vida por el pueblo que Dios me había confiado. Por tanto, cuando digo que nuestro sacerdocio no puede ser pensado sin la Iglesia, hablo a partir de la experiencia vivida directamente, sobre todo en los años de forzada separación de la comunidad, en las pruebas de la dura cárcel, que sin razón ni juicio jurídico, he tenido que sufrir.

Por lo tanto, de la Iglesia les hablo con el amor de un hijo que habla de su madre, de un esposo que habla de su amada, de un padre que habla de sus hijos. Por esto cuando leí en la Novo millennio ineunte el n. 43 que trata de la espiritualidad de la comunión, me pareció encontrar en él el sentido profundo de lo que he experimentado en toda mi vida de cristiano y de pastor. Verdaderamente la Iglesia es “la casa y la escuela de la comunión”, donde nacemos al amor y aprendemos a amar con el corazón de Dios. Espiritualidad de la comunión es “capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorizarlo como don de Dios: un don para mí, además que para quien lo ha recibido directamente. Espiritualidad de la comunión es saber hacer espacio al hermano, llevando ‘los pesos los unos de los otros’ (Gal. 6,2), y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y generan competencias, carrerismos, desconfianza, celos” (n. 43). Sin esta espiritualidad de comunión no podremos vivir nuestra vida de pastores, llamados a edificar y sostener la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia que amamos.

  1. Las dificultades en el camino de la comunión

En la “Carta pastoral” de los Obispos mexicanos, titulada “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”, se delinean de manera muy concreta las dificultades o las resistencias que es posible encontrar en el camino de la comunión. La primera dificultad es aquella constituida por la inercia: esta nace de la frustración de no ver con frecuencia los resultados de nuestro trabajo y de un cierto sentimiento de soledad y de fatiga que nos hace preferir la repetición mecánica al coraje y a la creatividad pastoral. También para mí, en los años de cárcel, se presentó algunas veces la tentación del desánimo: en aquellos momentos podía parecerme preferible la búsqueda de algún compromiso, que consintiese un “statu quo” tranquilo con los poderosos que me tenían en prisión. He rechazado siempre esta tentación pensando en el futuro que Dios preparaba para mi pueblo y para mí como su pastor, y confiándome a la fidelidad de Dios, que se demuestra sobre todo en los momentos oscuros de la prueba. De este modo, he podido comprender cuanto es sutil y peligrosa la tentación de hacer comparaciones entre aquellos que buscan los caminos del compromiso con los hombres y a los que parece que les va bien, y quien por el contrario elige el camino difícil de la fidelidad a la voluntad de Dios obedecida y aceptada en la propia conciencia. La espiritualidad de la comunión ayuda a superar la inercia, porque nos recuerda que nosotros sacerdotes debemos amar sobre todo a la Iglesia que Dios nos ha confiado y la verdad que la hace libre.

Una segunda dificultad en el camino de la comunión está constituida por la falta de formación, sea de base o permanente, de nosotros presbíteros: esta refleja a veces una mayor falta de atención a la identidad y a la misión de los sacerdotes de parte de la comunidad. Sobre la base de mi experiencia puedo afirmar que la formación teológica y espiritual es fundamental para vivir en el tiempo la fidelidad al don que se nos ha confiado: en los años en que estuve privado de todo, hasta de la posibilidad de leer cualquier cosa, me volvían continuamente a la mente y al corazón los fundamentos de mi formación de cristiano, de sacerdote y de obispo. Sin la asimilación profunda de aquellos valores, el primero de todos el amor a la verdad y la exigencia de obedecer a Dios y de agradarle en todo, quizá no habría sobrevivido. Muchos de mis compañeros de cárcel, incapaces de perdonar a quien nos hacía el mal, murieron también después de su liberación por las consecuencias de la ira acumulada y por los traumas sufridos. Perdonando a todos, siempre, buscando amar a todos, y así poner en práctica la vida para la que fui formado, no sólo he sobrevivido, sino que he permanecido en la paz y en el gozo. He aquí por qué me parece que debemos cuidar siempre nuestra formación y la de los jóvenes que se preparan al sacerdocio: si los fundamentos son buenos, la casa resistirá a todos los golpes de la vida, y si el mantenimiento es previsto ésta permanecerá siempre bella y capaz de acoger y dar la vida.

Una tercera dificultad que encontramos para construir la comunión es la falta de unidad en los criterios pastorales, a lo que se añade un cierto espíritu de autosuficiencia de algunos grupos o movimientos, una escasa integración a veces de la presencia de los religiosos y una insuficiente articulación de la vida eclesial con relación a los desafíos pastorales articulados y diversos con los cuales debemos enfrentarnos: como han escrito los Obispos mexicanos a propósito del don del Espíritu constituido por los nuevos movimientos eclesiales: “debe evitarse el riesgo de que vivan aislados y al margen de la vida eclesial y de los planes diocesanos, o que lleguen incluso a despreciar otras formas de vida cristiana y hasta la misma autoridad del párroco y del obispo” (n. 162). Y más en general, a propósito de la convergencia de los esfuerzos pastorales los mismos Obispos escriben: “El riesgo de los caminos paralelos o dispares entre los agentes activos en la evangelización, es muy delicado y exige humildad y un gran esfuerzo de renovación y corrección” (n. 163). Cuando se ha vivido una experiencia de Iglesia perseguida se comprende cuanto sea importante la unidad en la fe: hace más daño a la Iglesia la división interna entre los bautizados, que la misma persecución por parte de sus enemigos. La falta de unidad en la fe genera sufrimientos y compromisos muy dolorosos para todos. Cuando la Iglesia está en paz no debería olvidar jamás esta enseñanza que le viene de los tiempos de persecución. Debemos respetar la diversidad sin sacrificar jamás la comunión. A partir del único Evangelio debemos saber dar respuestas diversas a desafíos diferentes, en profunda sintonía con todas las fuerzas que operan en la Iglesia al servicio de la evangelización. Les suplico, en nombre de Dios, busquen siempre la unidad, aun a costa de sacrificar el propio yo: el individuo pasa, la Iglesia permanece. Nosotros podemos y debemos morir a nosotros mismos, la Iglesia debe vivir para llevar a todos la luz de las gentes, en el esplendor de su comunión.

Una cuarta dificultad en el camino de la comunión está constituida por el clericalismo y por la carencia de conciencia en los laicos de su identidad y misión. Afirma la “Carta pastoral” ya citada: “Existe todavía un fuerte clericalismo celoso de compartir responsabilidades con el laicado, e incluso, rasgos de una cultura machista que discrimina de diversas formas el ejercicio de la vocación que asiste por derecho propio a las mujeres en la comunidad eclesial” (n. 159). Porque por muchos años he sido privado del ejercicio visible de mi ministerio, puedo decir que comprendo desde dentro la situación de aquellos que -sacerdotes o laicos- no pueden expresar plenamente la riqueza de su vocación. A todos les digo que valoren el ofrecimiento continuo a Dios de lo que son y hacen o pueden hacer: a la Iglesia entera le pido estar atenta en valorar la aportación de cada uno en su especificidad. La diversidad de los dones no es una amenaza, sino una riqueza para la comunión. He aquí por qué los laicos no deben tener miedo de discernir y vivir en pleno cuanto el Espíritu les ha donado: y nosotros pastores debemos educarnos en la escucha y en el discernimiento de los carismas, para integrarlos en la plenitud del diálogo eclesial y de la acción común al servicio del Evangelio. También el reconocimiento y la promoción de la mujer en los procesos decisorios de la comunidad es un valor al que debemos educarnos, a ejemplo de Jesús, que ha tenido una relación de gran libertad y verdad con las mujeres.

La última dificultad me parece está constituida por el debilitamiento del sentido de la comunión y de la consecuente falta de pasión misionera: donde el gozo de ser uno en Cristo no es advertido y cultivado, también la motivación para anunciar a los otros la belleza del Señor va desapareciendo. Donde este gozo es advertido también la pasión misionera se intensifica. Recuerdo un día, cuando estaba en la cárcel, la mujer que nos llevaba de comer me llevó un pequeño pescado envuelto en una hoja de periódico, era del Osservatore Romano, evidentemente confiscado en algún ambiente eclesial. Lavé aquella hoja, la puse a secar al sol y la custodié como una reliquia, porque apareció un mensaje que me decía que la Iglesia me amaba, que no estaba solo, que la comunión universal me sostenía: y esto me dio una carga y un impulso para dar testimonio de mi fe, que permitió a tantos, también entre mis carceleros, comenzar a entender y quizá a amar a Cristo y a la Iglesia. Sentido de comunión y espíritu misionero van por tanto unidos, el uno sosteniendo y alimentando al otro. No lo olvidemos jamás en el cultivo de nuestra espiritualidad de comunión y en nuestro compromiso en la misión, ¡sobre todo nosotros, sacerdotes y obispos! Nos recuerda la exhortación postsinodal Ecclesia in America: “Como miembro de una Iglesia particular, todo sacerdote debe ser signo de comunión con el Obispo en cuanto es su inmediato colaborador, unido a sus hermanos en el presbiterio. Ejerce su ministerio con caridad pastoral, principalmente en la comunidad que le ha sido confiada, y la conduce al encuentro con Jesucristo Buen Pastor. Su vocación exige que sea signo de unidad” (n. 39).

2. Aprender a vivir la comunión

El gran camino para superar las dificultades indicadas y aprender a vivir la espiritualidad de la comunión es el camino de la oración y de la unión con Dios: es el Espíritu que infunde en nuestros corazones la caridad del Padre (cf. Rom. 5, 5); Y es Él el agente y el que suscita continuamente la “koinonia” de la que habla el Nuevo Testamento. Existe una imagen patrística muy bella que describe a la Iglesia como la luna. En la noche del mundo ella brilla no con luz propia, sino que con luz reflejada, aquella del único Sol que es Cristo. Cuanto más se deja besar por sus rayos, tanto más se ilumina la noche del corazón humano y de la historia. La oración, especialmente en su culmen y en su fuente que es la liturgia, pero también en su preparación y dilatación, que es la oración personal, es el lugar en el que nos dejamos inundar de la luz del sol Cristo, para volvernos capaces de vivir la comunión y anunciar el Evangelio de la comunión. Deseo leerles una oración que escribí cuando estaba en la cárcel: “La comunión es un combate de todo momento. La negligencia de un solo instante puede pulverizarla; basta una nimiedad; un solo pensamiento sin caridad, un juicio conservado obstinadamente, un apego sentimental, una orientación equivocada, una ambición o un interés personal, una acción realizada por uno mismo y no por el Señor. ... Ayúdame, Señor, a examinarme así: ¿cuál es el centro de mi vida: tú o yo? Si eres Tú, nos reunirás en la unidad. Pero si veo que a mi alrededor poco a poco todos se alejan y se dispersan, es signo de que me he puesto a mí mismo en el centro”. La oración, por tanto, nos ayuda a convertirnos a Cristo, fuente verdadera de nuestra comunión.

Una segunda ayuda para vivir la unidad es la relación fraterna: con frecuencia, a nosotros sacerdotes y obispos nos cuesta tener amigos. Estamos habituados a relaciones verticales, con el superior o con aquellos que miramos como grey a nosotros sometida, y no a una relación horizontal de sincera y simple fraternidad. Aprender a cultivar la amistad es una verdadera escuela de comunión. Cuando fui nombrado obispo un amigo mío me escribió de Francia estas palabras: “Ahora que serás obispo no tendrás más amigos, no conocerás más la verdad, pero tendrás siempre buenos banquetes”. Debo decir que gracias a Dios los eventos de la vida me han quitado muchos buenos banquetes, pero me han dado tantos amigos, que me han dicho la verdad: la cárcel, donde verdaderamente se pasaba hambre, ha sido una escuela de amistad y de fraternidad con las personas más diversas. No lo olviden: ¡por el puente de la amistad pasa Cristo! Busquen tener amigos verdaderos, de ser amigos: ¡sobre todo entre ustedes sacerdotes y obispos! ¡Le vendrá muy bien a su vida y a su misión!

Y, en fin, amen mucho a los pobres, a aquellos que ninguno ama: es el tercer camino para educarnos en la comunión. Quien ama verdaderamente al pobre, no lo ama por la gratificación que recibe, sino porque reconoce en él la dignidad del hermano por el que Cristo murió. Los pobres son nuestros maestros en el camino del Evangelio, y saben dar mucho más de lo que se pueda pensar. Como dice el “Instrumentum laboris” para este último sínodo de los Obispos, dedicado a la figura del “Obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo”, “el mismo san Pablo tenía como punto firme de su apostolado el cuidado de los pobres, que permanece para nosotros el signo fundamental de la comunión entre los cristianos” (n. 123). Amar a los pobres es amar a Cristo, que en ellos se presenta a nuestro corazón (cf. Mt. 25,31ss). Y quien ama a Cristo, se deja amar por Él y aprende a vivir el amor, no obstante todo, hasta contra toda dificultad y resistencia. Como ya les he dicho, Cristo me dio la gracia de no faltar jamás a la caridad hacia mis carceleros y hacia los responsables de mi injusta prisión: y esto me ha hecho crecer en la comunión y me ha dado mucha paz.

Especialmente para nosotros Obispos esta llamada a la espiritualidad de comunión se vuelve una invitación urgente para el ejercicio de la colegialidad, en la que hemos sido insertados por la gracia de nuestra ordenación: como nos ha enseñado el Vaticano II, insertados en la sucesión del colegio apostólico los Obispos forman parte del colegio episcopal en torno al Sucesor de Pedro, que es la Cabeza universal. La colegialidad –en el espíritu del Concilio- no es sólo una realidad jurídica, sino una verdadera forma de espiritualidad, que exige prontitud para la escucha recíproca, sinceridad de relaciones, solicitud de cada uno y de todos por el bien de todas las Iglesias. Sin esta comunión colegial los años de prisión habrían sido para mí una experiencia trágica de abandono de mi grey: sabiendo, por el contrario, que los otros Pastores eran solidarios conmigo, me sentí también más seguro de que mis ovejas no serían dejadas solas. Así, creo, debe ser siempre, en los tiempos de paz y en los de prueba: ¡la comunión colegial entre los Obispos ayuda a la Iglesia a ser sobre la tierra la imagen viviente del amor trinitario! Lo experimentamos en modo particular cuando tenemos la gracia de vivir la concelebración eucarística: es entonces cuando advertimos cómo Cristo es el Pastor que nos une y nos envía juntos a ser sus testigos hasta los confines de la tierra. La celebración de cada día se vuelve así la cita en la que se aprende siempre de nuevo a vivir en la comunión y a crecer en la comunión.

Un día el Pastor Roger Schutz me dijo que cuando visitó al Patriarca Athenagoras éste le habló de la comunión y acompañándolo a la puerta, antes de despedirlo, hace el gesto de la elevación del cáliz, para decir que es allí donde se logra la comunión y la unidad. ¡No lo olvidemos jamás, mis queridos hermanos! El Señor nos conceda entender el sentido de aquel gesto y de hacer nuestra la oración del mismo Athenagoras, con la que me gusta concluir: “¡Hay que conseguir el desarme. Yo he hecho esta guerra. Durante años y años. Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado. Ya no le tengo miedo a nada, porque el amor ahuyenta el miedo. Estoy desarmado de la voluntad de prevalecer, de justificarme a expensas de los demás. Ya no estoy alerta, celosamente aferrado a mis riquezas. Acojo y comparto. No me importan especialmente mis ideas, mis proyectos. Si me proponen otros mejores, los acepto de buen grado. Es decir: no mejores, sino buenos. Los sabéis, he renunciado al comparativo... Lo que es bueno, verdadero, real, esté donde esté, es lo mejor para mí. Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no se posee nada, ya no se tiene miedo. “¿Quién nos separara del amor de Cristo?” Pero si nos desarmamos, si nos despojamos, si nos abrimos al Dios–hombre que hace nuevas todas las cosas, entonces es Él quien borra el pasado malo y nos devuelve un tiempo nuevo donde todo es posible. ¡Amen!”

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN: DESAFIOS, DIFICULTADES, PROMESAS

  1. A partir de lo esencial

Cuando estaba en la cárcel viví algunas veces momentos de desesperación y de rebelión: ¿por qué Dios me deja en estas condiciones? ¿Por qué me ha abandonado, si todo lo que he hecho en mi vida ha sido para su servicio, para construir Iglesias, escuelas, estructuras pastorales, guiar vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, seguir movimientos y experiencias espirituales, desarrollar el diálogo con las otras religiones, ayudar a la reconstrucción de mí país después de la guerra, según la particular recomendación que me hizo Pablo VI? ¿Por qué Dios se ha olvidado de mí? ¿Por qué ha abandonado a su Iglesia y todas estas obras emprendidas en su nombre? Muchas veces no lograba dormir y me invadía una gran angustia pensando en todo esto: pero una noche sentí como una voz dentro de mí que me decía: “Todas estas cosas son obras de Dios, pero no son Dios. Tú debes elegir a Dios y no a sus obras. Si Dios lo quiere, podrás reemprender estas obras, pero debes dejar a Él la elección: Él lo hará ciertamente mejor que tú”. A partir de aquel momento sentí una paz profunda en mi corazón y no obstante todas las pruebas me he repetido continuamente esas palabras: “Dios y no las obras de Dios”. Lo que cuenta es vivir según el Evangelio, únicamente de esto y para esto, como ha dicho San Pablo: “¡Todo lo hago por el Evangelio!” (1Cor. 10,23). Es necesario vivir de lo esencial y, en todas las cosas, pero sobre todo en el impulso misionero de nuestra vida de pastores, partir de lo esencial.

De vez en cuando me alegro al pensar en las palabras de un sabio de la antigua historia china, que todos los días iba al mercado y miraba todo, pero nunca compraba nada. La gente sintió curiosidad por su modo de actuar y comenzó a preguntarle por qué actuaba así. El sabio respondió: “Voy a ver todas aquellas cosas para sentir la felicidad de no tener necesidad de ninguna de ellas. ¡Tengo lo esencial en mí corazón!”. Cuando se tiene lo esencial dentro de nosotros, no hay necesidad de nada más. También en nuestra vida sacerdotal lo que cuenta es tener lo esencial en el corazón. ¿Qué cosa es lo esencial? Dios y su voluntad: si tienes a Dios, lo tienes todo. Si no tienes a Dios en tu corazón, te falta todo. Por esto, cuando estaba en la cárcel todos los días antes de celebrar la Santa Misa pensaba en las promesas que había hecho el día de mi ordenación episcopal: en ellas me había comprometido a hacer todo para tener a Dios, para custodiar lo esencial en mi vida, es decir, a Él y a su Santa voluntad. Este es el verdadero sentido de la respuesta a las nueve preguntas que vienen hechas al nuevo obispo en el acto de su ordenación. Las recuerdo con Ustedes: “Querido hermano, ¿quieres fielmente y hasta la muerte cumplir esta tarea que los apóstoles nos han confiado y que nosotros estamos por transmitirte con la imposición de las manos por la gracia del Espíritu Santo? ¿Quieres predicar el Evangelio de Cristo fielmente y sin interrupción? ¿Quieres custodiar íntegro y puro el depósito de la fe según la tradición recibida de los apóstoles, la que ha sido custodiada siempre y en todas partes en la Iglesia? ¿Quieres edificar el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y vivir en la unidad con el colegio de los obispos, bajo la autoridad del Sucesor de Pedro? ¿Quieres obedecer fielmente al Sucesor de Pedro? ¿Quieres como verdadero padre, asociando a tu ministerio a los sacerdotes y diáconos, tomar el cuidado del pueblo de Dios y conducirlo por los senderos de la salvación? ¿Quieres por amor al Señor mostrarte comprensivo y misericordioso hacia los pobres y los extranjeros que se encuentren en necesidad? ¿Quieres imitar al Buen Pastor que busca la oveja perdida y la regresa al redil de su Maestro? ¿Quieres orar sin interrupción por el pueblo de Dios y cumplir la tarea episcopal de un modo irreprensible?”

Estas promesas –hechas una vez y para toda la vida- no han sido hechas, sin embargo, como si no hubiese necesidad de renovarlas continuamente: estas nos interpelan todos los días y nos demandan una fidelidad que no es una simple repetición del pasado, sino la novedad siempre nueva del don de nuestro corazón a Dios y a la Iglesia y de la acogida de la gracia de su Espíritu, que hace rejuvenecer en nosotros el compromiso y nos vuelve testigos de una experiencia nueva cada día del amor del Señor. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de la exigencia de partir siempre de lo esencial: todo es relativo, “todo pasa”, como he querido escribir en mi anillo episcopal. ¡Sólo Dios permanece y sólo Él basta! No lo olvidemos jamás: lo esencial no se puede perder sino con el pecado. Si nos esforzamos por ser fieles, lo custodiaremos en el corazón y esto nos dará el gozo de comenzar cada día desde el principio con nuevo empuje y entusiasmo.

2. Leer los signos de los tiempos: La nueva evangelización

El Papa Juan XXIII ha vuelto a descubrir la importancia de los “signos de los tiempos” y nos ha invitado a interpretarlos. Él amaba repetir: “Si la Iglesia no va al mundo, el mundo no vendrá a la Iglesia”. Lo que el Papa bueno quería significar es que con frecuencia la situación del mundo sin el Evangelio no es sino la consecuencia del anuncio de un Evangelio sin mundo. Sólo quien habla el lenguaje del tiempo puede ser comprendido por la gente a la que se dirige: y aprender este lenguaje no significa traicionar el Evangelio, sino interpretarlo para que su anuncio alcance efectivamente a las mujeres y a los hombres a los cuales hemos sido enviados, con toda la fidelidad requerida por el depósito de la fe, pero también con toda la relevancia que sólo un lenguaje comprensible puede dar a nuestro anuncio. Como Presidente del Pontificio Consejo de “Justicia y Paz” y miembro de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Obispo de un país del así llamado tercer mundo, con problemas muy cercanos a los de ustedes, he recorrido el planeta al servicio del Evangelio y he podido entender cómo el encuentro con Cristo apremia dentro y nos impulsa a evangelizar a todas las gentes. Dice el texto de la Exhortación pos- sinodal Ecclesia in America: “Cristo resucitado, antes de su ascensión al cielo, envió a los Apóstoles a anunciar el Evangelio al mundo entero (cf. Mc. 16,15), confiriéndoles los poderes necesarios para realizar esta misión. Es significativo que, antes de darles el último mandato misionero, Jesús se refería al poder universal recibido del Padre (cf. Mt. 28, 18). En efecto, Cristo transmitió a los Apóstoles la misión recibida del Padre (cf. Jn. 20,21), haciéndolos así partícipes de sus poderes” (n. 66). En cuanto sucesores de los apóstoles, investidos de la misión apostólica, nosotros, obispos y sacerdotes, somos verdaderamente todos enviados y nuestra identidad más profunda es inseparable de nuestro compromiso misionero, que va ejercitado a tiempo y a destiempo, en todos los contextos y de frente a los desafíos más diversos. Me limitaré a dar sólo algún ejemplo de este destino universal de nuestra vocación apostólica, leyendo algunos de los signos de nuestro tiempo.

El primer desafío misionero que quisiera señalar es el de la evangelización de la cultura: La importancia de este ámbito está expresada por la famosa frase de Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, donde se dice: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo” (n.19). Los Padres del Sínodo para América han por tanto afirmado que: “la nueva evangelización pide un esfuerzo lúcido, serio y ordenado para evangelizar la cultura” (Ecclesia in America 70). Se trata de realizar la ley de la encarnación, por la cual el Hijo asume la naturaleza humana para salvar a los hombres: por tanto, “es necesario inculturar la predicación, de modo que el Evangelio sea anunciado en el lenguaje y la cultura de aquellos que lo oyen” (ib). Precisamente aquí en México una extraordinaria invitación celeste ha sido dada a la Iglesia para evangelizar la cultura: “El rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde el inicio en el Continente un símbolo de la inculturación de la evangelización, de la cual ha sido la estrella y guía” (ib). La evangelización de la cultura pasa ante todo a través de la evangelización de los centros educativos: “El mundo de la educación es un campo privilegiado para promover la inculturación del Evangelio” (n.71). En cuanto pastores debemos tener una atención privilegiada a todo el campo de la educación, porque es donde se preparan y se forman los jóvenes, es donde se prepara también el futuro de la historia: Sin ahorro de energías, estamos llamados a hacer llegar el Evangelio a las nuevas generaciones especialmente a través del canal de las escuelas y de las universidades. Igualmente de gran importancia para la evangelización de la cultura son los medios de comunicación social, que si por una parte unifican el planeta en la llamada “aldea global”, por la otra pueden ser utilizados para la transmisión de todo tipo de mensaje, también el más negativo: por tanto, sólo “con el uso correcto y competente de dichos medios se puede llevar a cabo una verdadera inculturación del Evangelio. Por otra parte, los mismos medios contribuyen a modelar la cultura y mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, razón por la cual quienes trabajan en el campo de los medios de comunicación social han de ser destinatarios de una especial acción pastoral” (n. 72).

Un segundo ejemplo al cual quisiera referirme es el constituido por el desafío de las sectas: sin duda alguna, “la acción proselitista, que las sectas y nuevos grupos religiosos desarrollan en no pocas partes de América, es un grave obstáculo para el esfuerzo evangelizador” (n. 73). La verdadera respuesta a este desafío está en el renovado impulso de la evangelización en el estilo auténtico del Evangelio, que “respeta el santuario de la conciencia de cada individuo, en el que se desarrolla el diálogo decisivo, absolutamente personal, entre la gracia y la libertad del hombre” (ib.). Para realizar este tipo de evangelización es necesario por parte de todos los bautizados y especialmente de los pastores el testimonio creíble de la vida y dedicación completa para hacer llegar la palabra del Evangelio en manera directa y personalizada a cada uno: lo cual exige una constante unión de acción y contemplación, de modo que las palabras transmitan la experiencia del don recibido, y que la gracia de la conversión del corazón se irradie a través de gestos de caridad y de justicia comprensibles para todos. También el desafío de las sectas lleva así a redescubrir la calidad de la tensión misionera de la vida eclesial: la misión “ad gentes” no es una actividad marginal, añadida a las otras, sino que es la expresión concreta de una pasión por el Evangelio que arde hasta el punto de provocar elecciones radicales de vida y de donación de sí mismo. Lo han afirmado con claridad los Obispos americanos y el Santo padre lo ha confirmado: “El programa de una nueva evangelización en el Continente, objetivo de muchos proyectos pastorales, no puede limitarse a revitalizar la fe de los creyentes rutinarios, sino que ha de buscar también anunciar a Cristo en los ambientes donde es desconocido. Además, las Iglesias particulares de América están llamadas a extender su impulso evangelizador más allá de sus fronteras continentales” (n.74). Se trata, entonces, de unir el anuncio “extra muros” a la predicación y a las catequesis ordinarias: estas son, sin duda, necesarias y deben ser renovadas en el lenguaje, en los medios, en los métodos, en los protagonistas de modo que la palabra de la fe alcance en profundidad el corazón de los creyentes y el Evangelio fructifique a partir de la nueva evangelización de todos los bautizados. Es necesario, sin embargo, extender el radio de nuestra acción misionera al mundo entero. ¡Ningún obispo, ningún sacerdote debería jamás limitar el horizonte de su dedicación a la causa del Evangelio! Así también, debemos demostrar creer en la “imposible posibilidad” de Dios, de la cual hablaba el teólogo evangélico Karl Barth.

Quisiera confirmar esta última consideración con una experiencia de mi vida de pastor. Cuando estaba en el barco, en cadenas, para ser transportado junto con otros mil quinientos detenidos del Sur al Norte de Vietnam, a 1700 Kms de mi Diócesis, un día, el 1 de diciembre de 1976, tuve como una pesadilla: en ella vi. alejarse la luz de mi Diócesis, que estaba dejando, y me encontré en la oscuridad total, física y mental, al fondo de la nave, con mis compañeros de tragedia, tristes hasta la muerte, sin saber cuál sería nuestro destino. A la mañana siguiente, a la luz del día, mucha gente comenzó a reconocerme: la mayor parte no eran católicos, pero sabían que era un Obispo, y me dijeron que tenían confianza en la presencia de un Obispo y vinieron a hacerme muchas preguntas. En aquel momento comencé a sentir en mi corazón que estaba sucediendo un cambio en el camino de mi vida: como san Pablo en cadenas sobre el barco que lo llevaba a Roma, capital del Imperio, yo iba sobre un barco prisionero hacia la capital de Vietnam, Hanoi. Como él comprendió que el Señor le confiaba una nueva misión, la de alcanzar el centro del Imperio para cambiarlo desde dentro, así yo entendí que estaba llamado a llevar el Evangelio a un nuevo campo. Comencé a considerar aquel barco y luego la prisión como mí más bella catedral, donde debía anunciar el Evangelio con la palabra y con la vida. Todos los prisioneros, budistas, confucionistas, católicos, protestantes, eran el nuevo pueblo que Dios me confiaba, y no sólo ellos, sino también los carceleros comunistas. Entonces se me abrió una nueva perspectiva y yo dije a Jesús: “Heme aquí, Señor, estoy listo para ir por Ti fuera de los muros, como Tú has muerto por mí fuera de los muros de Jerusalén, para que el Evangelio alcanzara a toda criatura”. Esta misión, especialmente dirigida a los pequeños, a los pobres, a los paganos, desde entonces continúo a vivirla no en una sola diócesis, sino en el mundo entero. Así, quisiera pedir y augurar a cada uno de ustedes, queridos hermanos obispos y sacerdotes, una pasión por el Evangelio que trascienda todos límites y todos los confines, y partiendo de lo esencial se irradie a todos los campos de la misión que Dios confía a cada uno de ustedes, sin excluir ninguna nueva posibilidad.

3. Donde Dios llora

La situación de nuestro mundo está caracterizada por la llamada “globalización”, una realidad que no podemos desconocer, desarrollando los aspectos negativos y vigilando sobre aquellos negativos para evitarlos y corregirlos. Quisiera aquí señalar algunos de estos aspectos negativos, en los cuales es posible reconocer la presencia de Cristo crucificado y sufriente. Parto de una reciente lectura, hecha en un avión entre Roma y Washington: un artículo de periódico hablaba de la “nueva Trinidad”. El Padre sería la Casa Blanca, de donde vienen las directrices y los impulsos para actuar. El Hijo seria la CNN, la red televisiva global, que es la palabra del Padre, difundida en el universo, y el consumismo sería el Espíritu Santo, que hace desear lo que quieren el Padre y el Hijo. Esta imagen puede parecer blasfema, pero retrata muchos aspectos de la situación actual en el mundo, donde por ello Dios llora. Tal situación es confirmada por un libro que compré en París, y que se titula Le trois superpuissances: Pensaba que trataba de los Estados Unidos, de Rusia y de China, ¡pero en vez de eso habla del dólar, del marco alemán y del yen! Para el mundo actual, al final de cuentas, es la economía la que lo domina todo. Podemos entonces preguntarnos: Si las cosas están así, ¿adónde va el mundo? Un autor francés responde a esta pregunta en un libro titulado L’horreur économique, que distingue tres etapas del proceso en acto en el ámbito mundial: La primera etapa es la explotación de los pobres. Se ha pasado de la esclavitud y de la colonización a las nuevas formas de esclavitud y de neocolonialismo. La segunda etapa es la exclusión: todo está en las manos de pocos, los del G8. El resto de los países esta excluido, no puede decidir nada. La tercera etapa es la eliminación: algunos pueblos son considerados superfluos, al punto de retener que sería mejor eliminarlos o facilitar su extinción mediante la guerra, la pobreza, el hambre, el SIDA, las enfermedades, etcétera. En todos y cada uno de estos tres procesos podemos decir verdaderamente que Cristo es nuevamente crucificado: en ellos Dios llora. Podríamos sintetizar estas interpretaciones con las palabras del testamento de Pablo VI, que no podía no añadir la visión de la esperanza cristiana: “Cierro los ojos a esta tierra dolorosa, dramática y magnífica, invocando una vez más sobre ella la divina bondad”. Recogeré ahora mis pensamientos finales en torno a estas tres calificaciones de la escena del mundo que pasa: tierra dolorosa, dramática y magnífica.

Una tierra dolorosa:               (Testigos de esperanza, 47-49)

Una tierra dramática:             (Testigos de esperanza, 49-51)

Una tierra magnífica:             (Testigos de esperanza, 45-47)

El cuadro trazado no debe inducirnos al pesimismo, sino impulsarnos a mirar aún más con ojos de confianza al Dios de la vida y de la historia, que a través de su Hijo Jesús continúa diciéndonos: “Rema mar adentro” – “Duc in altum”. Es la invitación que el Santo Padre ha querido hacer resonar para todos nosotros en la Novo millennio ineunte, texto inspirador de los pasos de la Iglesia al inicio de este tiempo nuevo. Hago mía esta invitación soñando con ustedes a ojos abiertos: ¡Sueño con una Iglesia que es Palabra, que muestra el Libro del Evangelio a los cuatro puntos cardinales de la tierra, en un gesto de anuncio, de sumisión a la Palabra de Dios, como promesa de la Alianza eterna! ¡Sueño con una Iglesia que es pan, Eucaristía, que se deja comer por todos para que el mundo tenga vida en abundancia! ¡Sueño con una Iglesia que está apasionada por la unidad que quiso Jesús! ¡Sueño con una Iglesia que está en camino, pueblo de Dios que lleva la cruz y, orando y cantando, va al encuentro de Cristo Resucitado, esperanza única! ¡Sueño con una Iglesia que lleva en su corazón el fuego del Espíritu Santo, y donde está el Espíritu hay libertad, diálogo sincero con el mundo y especialmente con los jóvenes, con los pobres y con los marginados! ¡Sueño con una Iglesia que es testigo de esperanza y de amor, con hechos concretos, que abrazan a todos en la gracia de Jesucristo, en el amor del Padre y en la comunión del Espíritu, vividos en la oración y en la unidad! ¡Sueño también en un mundo sin corrupción, sin deuda externa, sin drogas, sin carrera armamentista, sin racismo, sin guerras ni violencias, el cual sólo Dios podrá edificar con nuestro sí! (cf. Ecclesia in America, nn. 60-75) ¡Sueño con una humanidad en la que la doctrina social de la Iglesia realice plenamente su tarea de instrumento al servicio del crecimiento de la vida y de la calidad de la vida de todo hombre y de toda mujer, para la gloria de Dios! (ib., n. 54).

María, estrella de la nueva evangelización, invocada aquí como nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América, nos invita a cantar con Ella su Magnificat, y nos sostiene en la certeza de que la última palabra de la vida y de la historia no podrá ser del mal que triunfa, sino del amor que salva. A Ella confiamos nuestro ministerio de obispos y sacerdotes al servicio de la nueva evangelización. Con ella proclamamos las maravillas del Altísimo, que han guiado los pasos de la Iglesia en el tiempo y de nuestra vida, y nos conduce en el gozo al puerto de su casa, la Jerusalén celeste, cuando Dios será todo en todos y el mundo entero será la patria de Dios.