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EL SEMINARIO, ESCUELA DE FORMACIÓN

Victor Ferrer Mayer

1. INTRODUCCIÓN

«Precisamente por esto la labor educativa debe saber conciliar armónicamente la propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar, la exigencia de caminar con seriedad hacia ella, la atención al “viandante”; es decir, al sujeto concreto empeñado en esta aventura...» (PDV 61e)

La formación de los sacerdotes en la Iglesia es un proceso que abarca prácticamente toda la existencia del individuo; se inicia, aún mucho antes de sentirse llamado por el Señor, en el seno de la propia familia (Cf. Santo Domingo. 81; 200). La formación continúa más allá de la ordenación sacerdotal (Cf. OT 22; PDV 70-81). Pero el período de formación previo a la ordenación sigue siendo considerado primordial en la Iglesia. Este es el tema central de la exhortación apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes, Pastores dabo vobis. Este documento está a la base la presente reflexión.

El tema que nos ocupa es tratado en el CAPITULO V, el mismo que abarca las “dimensiones” de la formación integral, el “ambiente” en el que se debe dar dicha formación y los “protagonistas” de la misma. Resulta evidente la centralidad que ocupa el ambiente formativo, es decir, el seminario mayor.

El fin especifica los medios. La finalidad del Seminario especifica los medios formativos para alcanzar determinada finalidad. Como la urdimbre y la trama en un telar, dos elementos conducen nuestra reflexión: la meta de la formación sacerdotal y el elemento imprescindible del caminante que se conduce hacia ella. La urdimbre, los hilos conductores a lo largo del tejido, corresponde a la meta, que no puede ser otra que la formación de los futuros pastores que necesita nuestro pueblo que sufre y cree. La trama, el hilo que va y viene en torno a la urdimbre para formar el tejido, corresponde a la autoformación. La estructura hace posible el paso de la trama por la urdimbre es el ambiente formativo del Seminario.

2. CLARIDAD DE LA META

«En este sentido el Seminario en sus diversas formas y, de modo análogo, la casa de formación de los sacerdotes religiosos, antes que ser un lugar o un espacio material, debe ser un ambiente espiritual, un ambiente de vida, una atmósfera que favorezca y asegura un proceso formativo, de manera que el que ha sido llamado por Dios al sacerdocio pueda llegar a ser, con el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia» (PDV 42c; Cf. 61a)

2.1. EL SACERDOCIO COMÚN Y EL SACERDOCIO MINISTERIAL

La labor educativa del Seminario es, por su naturaleza, el acompañamiento de las personas históricas y concretas que caminan hacia la opción y la adhesión a determinados ideales de vida. El primer elemento de esta labor es la «propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar» (61e). La razón de ser del Seminario es la formación de los futuros pastores que necesita nuestro pueblo. Es por ello necesario permanecer en una clara concepción del sacerdocio católico para que la formación se realice en orden a ésta.

Cristo es el Sacerdote Único. Él quiere compartir su sacerdocio constituyendo a su Iglesia como un “pueblo sacerdotal”, un pueblo de hombres libres que como hermanos alaban a Dios como Padre y Redentor y Santificador. Por el bautismo todos participamos ya del sacerdocio de Cristo; después Él mismo llama a miembros de su Pueblo para hacerlos participar de su propia capitalidad en el sacerdocio ministerial: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan del único sacerdocio de Cristo» (LG 10b).

Juan Pablo II ilumina esta mutua ordenación entre las dos maneras de participar del sacerdocio único de Cristo. Nos dice que el presbítero «está insertado en la comunión con el Obispo y con los otros presbíteros, para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia» (12c). Ahora bien, el servicio del presbítero es la promoción del sacerdocio común: «El ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios» (16b; Cf. 15e; 17d.e)

El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles. Entonces, el Seminario debe formar sacerdotes para un pueblo sacerdotal. No forma seminaristas, sino a los que dejarán de serlo para configurarse con Cristo Cabeza y Pastor. Tampoco forma a quienes ejercerán un oficio sacerdotal en beneficio propio. La pérdida en la claridad de la meta lleva a la deformación: pueden surgir sacerdotes arrogantes y autoritarios en lugar de servidores humildes, dispuestos a caminar con su pueblo para ser todos juntos Pueblo de Dios.

2.2. LA SANTIDAD DEL SACERDOTE

El presbítero participa del sacerdocio de Cristo, es decir, de una condición que no le es conferida por méritos personales sino por la libre elección del Esposo que lo llamó a servir a su Iglesia Esposa. Ahora bien, la Iglesia está llamada a compartir la santidad del Esposo y el ministerio del presbítero se inserta dentro de esta llamada a una santidad comunitaria, pues «los miembros del Pueblo de Dios son “embebidos” y “marcados” por el Espíritu» (19b), de modo que, como enseña san Pablo, «la existencia cristiana es “vida espiritual”, o sea, vida dirigida y animada por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad» (19c). Esta perfección no deja de ser personal, pero es tal sólo en cuanto es la perfección de relaciones interpersonales. Por ello podemos afirmar que la vocación universal a la santidad es una llamada “a todos” y cada uno de los bautizados, pero que implica una respuesta dada “entre todos”. Nadie podría estar en el “camino de perfección” si no está atento para ver por qué camino van sus hermanos. En cuestión de santidad no importa quien llega primero, sino que lleguemos todos unidos a la meta.

La santidad del presbítero se halla en esta comprensión comunitaria de la santidad de la Iglesia. Ni está llamado a ser sacerdote en beneficio propio ni a ser santo por su cuenta, sin relación con el Pueblo al que debe servir. Más bien, “hermano entre hermanos” (20b), el presbítero debe ser santo con y para sus hermanos (Cf. 20a).

2.3. EL PASTOR: HOMBRE DE COMUNIÓN

La consagración sacramental configura presbítero con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una “potestad espiritual”, que es participación de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía a su Iglesia. Gracias esta consagración la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral (Cf. 21-23). Esta caridad se vive en el servicio a la Iglesia. La autoridad es servicio cuando es ajena a toda presunción y a todo deseo de “tiranizar” a la grey confiada (Cf. 1 Pe 5,2s). La caridad pastoral es servicio en orden a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación integral» (21e).

En cuanto representa a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el presbítero no sólo está en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. Debe revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, a punto de «ser capaz de amar a la gente con un amor grande y puro, con una auténtica renuncia de sí mismo, con una entrega total, continua y fiel, a la vez con una especie de “celo” divino (Cf. 2Co 11,2), con una ternura que asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los “dolores de parto” hasta que “Cristo no sea formado en los fieles” (Cf Ga 4,19)» (22c). La vivencia intensa de la caridad pastoral hace del sacerdote «el hombre de la comunión» (Cf. 18b; 43d). Esta comunión esponsal –afectiva y efectiva– le exige su creatividad expresada en la planificación pastoral correspondiente.

Pero, así como el amor conyugal está recíprocamente al servicio del crecimiento de cada uno de los esposos, la relación esponsal del presbítero con el pueblo al que sirve tiene también su vertiente recíproca: el sacerdote debe dejarse amar por su pueblo y –desde ese amor– dejarse “formar” por él. Esta relación esponsal con su comunidad es el ambiente en el que ha de continuar la formación (permanente) de los sacerdotes.

3. ATENCIÓN AL “VIANDANTE”

«No se puede olvidar que el mismo aspirante al sacerdocio es también protagonista necesario e insustituible de su formación: toda formación –incluida la sacerdotal– es en definitiva una auto formación. Nadie nos puede sustituir en la libertad responsable que tenemos cada uno como persona» (PDV 69)

3.1. LOS PROTAGONISTAS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL

La PDV nos habla de los protagonistas: la Iglesia y el Obispo (n. 65), la comunidad educativa del Seminario (n. 66), los profesores de teología (n. 67), las comunidades de origen, asociaciones, movimientos juveniles (n. 68), y el mismo aspirante al sacerdocio (n. 69).

El Espíritu Santo es el protagonista por antonomasia de la formación (PDV 33), pero el primer responsable es el mismo formando, pues se trata de la formación de una persona libre y la “forma” a la que se tiende brota desde dentro de la persona. Además, cada uno debe responder a la llamada del Señor... responder a Dios, a la Iglesia y a los hombres, de la propia formación, con todas sus consecuencias.

3.2. FORMACIÓN COMO AUTOFORMACIÓN

Una “lectura ética” de la parábola de las “vírgenes prudentes” (Cf. Mt 25,1-13) nos lleva a concluir que el “aceite” corresponde a la propia eticidad, que –como resulta del relato– es intransferible. Todos podemos y debemos hacer el bien a los demás; incluso nuestro ejemplo puede animar a los otros a ser buenos... pero no se puede ser bueno en lugar del otro. Cada cual debe construir su propia bondad, es decir, hacerse personalmente bueno. Por lo tanto, puesto que nadie hace bueno a otro, en el Seminario cada uno debe asumir la responsabilidad de la propia formación en vista a la configuración con Cristo mediante el sacramento del Orden. Esta responsabilidad se realiza en los siguientes elementos:

Autoconvicción: El seminarista quiere ser sacerdote de Cristo en la Iglesia Católica: está convencido de que ha de formarse, y que se debe formar él. Por eso quiere hacer todo lo necesario, lo mejor posible, para formarse.

Autoconocimiento: Quien desea formarse, debe conocerse para trabajarse adecuadamente. Conocer el objetivo: sacerdote católico; y conocer la base con que se cuenta (personalidad, formación, cualidades y defectos)... Conocerse, aceptarse, superarse.

Autoformación: Aceptarse no es conformarse con lo que se es. El seminarista se conoce (cualidades y límites), ve la meta, constata la distancia, luego se esfuerza realmente por superarse. Este proceso exige, por lo menos, tener sentido de:

– responsabilidad: tomar las cosas con seriedad y en primera persona. El seminarista es responsable de su formación.

– sinceridad: transparencia sin disimulo; hacer las cosas por convicción y no porque lo están observando

– iniciativa: tomar las riendas de la propia formación; no caminar a “remolque”.

Confianza: Autoformación no es “autoguía”; el seminarista confía en la mediación en sus formadores y se deja guiar por ellos.

3.3. FORMACIÓN COMO TRANSFORMACIÓN

Formarse es adquirir una forma. La forma, en nuestro caso, es esa forma Christi, con la que el seminarista no cuenta al inicio. Para cristificarse, el aspirante al sacerdocio hace suyos (parte de su bagaje, de su personalidad, de su comportamiento, de su vida) los valores de la misma meta a la que aspira. Para interiorizar la forma Christi debe:

1. Conocer: El hombre se guía por las ideas que iluminan su razón. Formar la mente conociendo a Cristo, la Iglesia, la identidad del sacerdote, su misión, las necesidades pastorales...

2. Valorar: Nos movemos por motivos, “valores”: reconocer el valor de las distintas actividades y exigencias del Seminario.

3. Vivir: vivir un valor lleva a profundizar su valoración. Vivir lo valorado no es una experiencia saltuaria sino continua (virtud).

3.4. EL AMOR A CRISTO: MOTIVO FUNDAMENTAL

Jesús llamó a sus apóstoles “para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Les pidió que permanecieran en su amor (Cf. Jn 15,9). Permanecemos en su amor si guardamos sus mandamientos; y del amor a Cristo nace el amor a los hombres (Cf. 1 Jn 4,20s)

El aspirante a compartir el sacerdocio único de Cristo ha de vivir deseando ardientemente conocer e imitar al Buen Pastor. Este es el “cristocentrismo existencial”, el motivo fundamental de su formación integral (Cf. 45-56: la formación espiritual es el eje de toda la formación).

4. EXIGENCIAS DEL CAMINAR

«El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico, es sobre todo una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce» (PDV 60b)

4.1. LA COMUNIDAD EDUCATIVA

El Seminario es una especial comunidad eclesial educativa cuyo fin específico es el «acompañamiento vocacional de los futuros sacerdotes, y por tanto discernimiento de lo vocación, la ayuda para corresponder a ella y la preparación para recibir el sacramento del Orden con las gracias y responsabilidades propias» (61a). Por tanto, el Seminario está intensamente dedicado a la formación humana, espiritual y pastoral de los futuros presbíteros, formación que presenta contenidos, modalidades y características que nacen de manera específica de la finalidad que persigue (Cf. 61b).

La formación para ser futuros pastores, hombres de comunión, promotores del sacerdocio de sus hermanos laicos, etc., plantea una serie de exigencias que se deben ir alcanzando a lo largo de la formación. El logro proporcionado y gradual de las mismas corresponde al “plan de formación” del Seminario (Cf. 61c). Éste, en cuanto “ambiente” ha de estructurarse de modo que propicie el logro de dichas exigencias.

Entendemos aquí por “estructuras” las diversas relaciones que guían la vida del Seminario. Son las “reglas de juego” (pre-establecidas y estables) que favorecen la comunión y la participación como los dos ejes sobre los cuales se desarrolla la vida del Seminario. Como veremos más adelante, esto último no se opone a entender el Seminario como «ambiente normal, incluso material, de una vida comunitaria y jerárquica» (60a).

La identidad del Seminario consiste en ser –a su manera– una continuación de la experiencia comunitaria en la que Jesús formó a sus apóstoles antes de la misión. «Esta identidad constituye el ideal formativo (...) que estimula al seminario a encontrar su realización concreta, fiel a los valores evangélicos en los que se inspira y capaz de responder a las necesidades y situaciones de los tiempos» (60c).

Las estructuras –cambiantes según tiempos y culturas– están al servicio de la identidad. Es decir, las estructuras están al servicio de la vida comunitaria del Seminario que, incluso desde un punto de vista humano, «debe tratar de ser una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la alegría» (60e). La dimensión humana de la fraternidad se enriquece con la vivencia de la misma fe eclesial y la celebración litúrgica de los misterios de salvación. Esta comunión de hermanos en la fe prepara y alimenta el sentido de comunión de los candidatos al sacerdocio con su Obispo y con su Presbiterio.

Aunque el Seminario es una comunidad que educa a los futuros “hombres de la comunión”, debe tener en cuenta que acompaña en la formación a personas históricas concretas en contextos socioculturales igualmente concretos. La meta es la misma pero no son iguales los pasos que conducen a ella, por eso se exige una «sabia elasticidad, que no significa precisamente transigir ni sobre los valores ni sobre el compromiso consciente y libre, sino que quiere decir amor verdadero y respeto sincero a las condiciones totalmente personales de quien camina hacia el sacerdocio» (61e).

4.2. EL “AMBIENTE” FORMATIVO

Con la misma claridad con que se propone la meta (formar los futuros pastores) debe presentarse las exigencias que tiene el caminar hacia la meta.. Estas exigencias, a su vez, requieren las “reglas de juego” o normas que rigen la vida del Seminario a fin de que sea un verdadero ambiente formativo. En vista a la formación del criterio es importante exponer la razón de ser de las normas.

El ambiente formativo tiene, entre otras, las siguientes características:

1. Espíritu de familia: Un ambiente fraterno, sin tensiones y sin angustias, permite adquirir la madurez afectiva, a la vez que evita la búsqueda de satisfacciones extrínsecas a la vida del Seminario. Este mismo espíritu debe animar el...

2. Trabajo en equipo: El Seminario forma para la comunión en la que cada formando desarrolla la propia responsabilidad. Este estilo de vida es una perenne invocación de la Iglesia (Cf. LG 28; PO 8; ChD 28; can 245; PDV 31; 74-80; Puebla 663;: Directorio 25-28).

3. Aire sacerdotal: La aspiración a la misma meta es el elemento clave de comunión entre los seminaristas y da un “tono” propio a la vida del Seminario que favorece la búsqueda de la santidad. Esto se manifiesta en el espíritu de recogimiento, silencio, reflexión, estudio, etc., y provoca al exterior del Seminario un testimonio claro de la opción vocacional de los seminaristas. Este aspecto formativo está sostenido por la...

4. Vida espiritual y litúrgica: ésta es el “núcleo” de la vida del Seminario; no es sólo esencial durante el tiempo de formación, sino en la vida del presbítero. La formación tiene en cuenta esta continuidad.

5. Deportes y recreación: Evita la polarización en si mismos favoreciendo el intercambio (el aislamiento es terreno propicio para el decaimiento). El ambiente informal permite conocer otros aspectos de los seminaristas.

6. Programas: Metas proporcionadas a cada año/curso.

7. Tradiciones: Los estilos de vida (fiestas, organización, disciplina)ya experimentados y asumidos ayudan a formar a los nuevos seminaristas: que los mayores expliquen las “tradiciones” a los que recién llegan.

4.3. ESTRUCTURAS DE “COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN”

Sin pretender ser exhaustivos, sugerimos algunas instancias que acrecientan el sentido comunitario entre los seminaristas y favorecen la relación de éstos con sus formadores, igualmente acrecientan el sentido de responsabilidad en la propia formación y en la marcha del Seminario:

1. Grupos de vida: Grupos de seis a ocho seminaristas; se organizan según la propia iniciativa. Se favorece la relación interpersonal y la creatividad. Se reúnen para dialogar sobre la propia vida, para orar y para realizar algunos trabajos en bien de la comunidad del Seminario (limpiar, comprar, cocinar, etc.).

2. Revisión de vida: Reunión semanal para revisar tanto la marcha del Seminario como el proceso de respuesta personal a las exigencias formativas. Permite superar tensiones, chismes, malos entendidos, etc. Ambiente propicio para la “corrección fraterna”.

3. Recreo comunitario: Reunión semanal para favorecer la participación de todos en un ambiente informal. Alternativamente a cargo de cada grupo de vida. Propicia la creatividad y responsabilidad en los organizadores, y la amistad entre todos.

4. Responsabilidades: La marcha del Seminario requiere, además de las normas y estructuras, de personas responsables de tareas en bien del Seminario. Cargos semestrales o anuales (enfermero, bibliotecario, despensero, etc.)