volver al menú

EDUCACIÓN GLOBALIZADORA PARA UN SERVICIO MEJOR

Liz Mohn, presidenta de la Fundación Bertelsman

En un mundo tan estrechamente conectado en planos como el económico, el político o el tecnológico, se hace evidente que ninguna cultura puede actuar sola y que cada una depende -y mucho- de las demás. Pero observamos que la tentación de cada país de actuar en solitario, o de imponer una visión particular, sigue existiendo. Esto es una clara consecuencia de que los valores y las actitudes de los seres humanos se adaptan muy lentamente a las nuevas condiciones de vida y trabajo, ya que actualmente no predomina un pensamiento progresista ni el deseo de reformas, sino más bien la inseguridad y el miedo; la consecuencia de ello es el estancamiento.

Al mismo tiempo, la sociedad y la economía experimentan una marcada pérdida de valores en las "células germinales de nuestra sociedad" como, por ejemplo, en la familia. Con una tasa de natalidad de 1,36 hijos por mujer, la República Federal de Alemania, mi país, ocupa el puesto 189 entre 192 Estados en la escala internacional que mide este ratio. Las consecuencias de este hecho sobre las estructuras sociales resultan determinantes, pues ¿dónde se transmite aún el sentido de comunidad?

En mis años de trabajo al frente de la Fundación Bertelsmann he podido comprobar que todas las comunidades y sociedades encuentran en el diálogo y en la participación ciudadana un denominador común para resolver sus desafíos. Y lo mismo ocurre en empresas de todo el mundo que, sin importar dónde desarrollen su actividad comercial, tienen en el compromiso, en la motivación personal y en la confianza de sus empleados, su principal activo a la hora de enfrentarse al desafío de conseguir la máxima productividad sin desatender su responsabilidad social.

Hoy me planteo si la globalización que ha llegado ya a nuestra vida cotidiana a velocidad de vértigo también lo ha hecho a nuestras conciencias, es decir, si realmente creemos que formamos parte de un todo intercultural e interreligioso o, simplemente, aún vamos a gatas en nuestra personal identificación con el mundo que nos rodea. Si en un reciente estudio hemos constatado la falta de una identidad europea por parte de los ciudadanos del viejo continente, imagínense a qué distancia nos encontramos de sentirnos verdaderamente ciudadanos del mundo.

Reconocer lo que nos une globalmente -que es mucho más que lo que nos separa- nos dotaría de un primer conjunto de valores comunes universalmente aceptados. Es momento entonces de que las personas sean capaces de plantearse esa búsqueda de un sustrato compartido de valores y estén dispuestas a hablar un mismo lenguaje con quienes les rodean. Este proceso ha de empezar por los políticos y los grandes empresarios, que toman decisiones, pero también ha de implicar a los ciudadanos, a las culturas no occidentales, que conforman la mayor parte de la población mundial, a las mujeres, a las minorías y a las futuras generaciones, que se harán cargo del mundo que les dejemos.

Todos debemos tener voz en un debate que intente como objetivo el alcanzar una verdadera globalización de la humanidad y un único lenguaje -a través de los valores- que nos permita tender puentes, cooperar a nivel internacional, mantener posturas comunes ante los difíciles retos que esta sociedad en continuo cambio nos plantea, adoptar acuerdos y encontrar soluciones por la vía amistosa a todos los problemas que nos vayan surgiendo. Esto ha de hacerse sin que cada uno perdamos nuestra identidad, aquella que nos confiere nuestra propia lengua y que permite describir el mundo en todas sus variantes, más rico y con prismas que contribuyan a un diálogo global con el que deberemos afrontar los conflictos de los próximos años. Nuestro mayor objetivo ha de ser que esos valores humanos prevalezcan en todo el mundo y formen nuestra lingua franca común y global para articular una coexistencia pacífica y sostenible.

(entresacado de un articulo aparecido en El País)