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La identidad y la
espiritualidad del sacerdote a
la luz de la vocación laical
I

A partir del Concilio Vaticano II fue creciendo la conciencia sobre el lugar de los laicos en la vida y la acción evangelizadora de la Iglesia; este progresivo reconocimiento de lo laical provoca una revisión de la identidad y el lugar del sacerdote en la Iglesia. Desde esta perspectiva la presente nota aporta su reflexión.

Las íntimas relaciones que hay entre los miembros de la Iglesia (1 Co 12,19-26) hacen que, modificando la comprensión de uno, se modifique también la comprensión de los otros ¿Nos hemos replanteado qué es lo específico de la identidad del sacerdote a la luz de su relación con la figura del laico? ¿Hemos asumido en la praxis eclesial todas las consecuencias de este replanteo?

Creo que la debilidad con la que hemos enfrentado estas preguntas ha producido una fuerte tensión entre la autoconciencia de los sacerdotes y la realidad que deben enfrentar; y esto es fuente de desconcierto, además de muchos sufrimientos y cansancios innecesarios.

Curas que perdieron la sal

Es común escuchar quejas de los obispos y del clero de más de treinta años sobre la desorientación, la falta de responsabilidad y de entusiasmo que advierten en los sacerdotes más jóvenes.

Creo que una de las causas de esta situación está en una idea muy presente en la formación de los seminaristas de las últimas décadas que llevó a una nueva mitificación de la figura sacerdotal. La sana apertura que trajo el Concilio Vaticano II amplió también el panorama del sacerdocio, y nos llevó a descubrir que era necesaria una mayor sensibilidad frente al mundo actual y a los nuevos desafíos que se presentan a la actividad evangelizadora. Pero frecuentemente esto se tradujo en la siguiente idea errónea: el sacerdote ha de estar preparado en todo (psicología, política, sociología, medios de comunicación, etc.) porque debe responder a los nuevos desafíos. Y a medida que el tiempo pasaba se descubrían nuevos ámbitos en los cuales el sacerdote no podía ser un inexperto. En algunos seminarios esto llevó a multiplicar cursos de todo tipo, que por su brevedad no pueden convertir a nadie en un experto, dejando así la sensación de imperfección y de insuficiencia, con una suerte de complejo de culpa por no estar completamente preparado para responder a los desafíos actuales.

Este sentimiento de culpa se ahonda cuando, en los primeros años de sacerdocio, el cura comprueba que, efectivamente, no tiene la capacidad ni las fuerzas ni el tiempo para responder a todos los desafíos que se le presentan en la actividad pastoral. No es el cura hábil y eficiente que soñaba ser. Y ya que la realidad de su desempeño sacerdotal no puede responder a la figura sacerdotal que él había acariciado y alimentado, sólo queda lugar para el desaliento. Consiguientemente, el entusiasmo se pierde muy pronto, y el joven desinflado opta por reducir su actividad al mínimo indispensable, descuidando sus funciones esenciales, y procurando, de múltiples maneras, satisfacer su necesidad de libertad y de placer, como todo posmoderno.

La raíz profunda: el clericalismo oblativo

A esta concepción del sacerdote como proveedor de todas las respuestas y fuente en la que cualquiera pueda hallar todo lo que necesita, yo la llamaría "clericalismo oblativo".

Su buena intención es loable: un deseo de responder a las necesidades de la Iglesia y del mundo. Pero es clericalismo al fin: él debe serlo todo, hacerlo todo, poderlo todo: él es el centro y el origen de la vida de la Iglesia y debe ser el centro del mundo. Tan desproporcionado ideal, tarde o temprano se estampa contra el cemento duro de la realidad.

La idea del sacerdote "padre" necesita ser liberada de una imagen patriarcal autoritaria, pero también del clericalismo romántico, con notas espirituales y oblativas, que lleva a ver en el sacerdote el origen último de la vida sobrenatural. La plenitud fontal y el Principio sin principio es Dios Padre. El cura ni siquiera es una especie de "medianero de todas las gracias", sino sólo un signo e instrumento de Jesús que es quien derrama su vida en la comunidad.

Un manto sagrado: el clericalismo pastoral

El desengaño consigo mismo se acentúa, y llega al núcleo profundo y dolorido de la autoestima, cuando aquella desproporcionada figura sacerdotal ha sido además mitificada con una determinada espiritualidad sacerdotal. Me duele reconocer que a veces se trata precisamente de la espiritualidad centrada en la "caridad pastoral".

Cuando decimos que la clave de la espiritualidad del sacerdote es la caridad pastoral, en realidad lo que queremos recordar es que su espiritualidad, como la de cualquier otro cristiano, debe tener como centro y móvil principal a la más grande de las virtudes: el amor.

Pero a veces, cuando se quiere traducir el sentido exacto del añadido "pastoral" es cuando se produce una exaltación de la figura sacerdotal a costa de la espiritualidad de los laicos. Frecuentemente, cuando se enumeran las actitudes "pastorales", en realidad se está hablando de las actitudes propias de la caridad "fraterna" que todo cristiano debe vivir con los que tiene cerca de sí. Lo reconoce el decreto Presbyterorum Ordinis cuando habla de los sacerdotes como "buenos pastores":

"Mucho contribuyen a lograr este fin las virtudes que con razón se estiman en el trato humano, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, el continuo afán de justicia, la urbanidad y otras" (Presbiterorum Ordinis 3).

El Concilio reconoce así que estas expresiones de la caridad que los muestran como buenos pastores, son en realidad las virtudes que se esperan de cualquier persona en el trato humano habitual, y que en un cristiano se convierten en las expresiones ordinarias del amor fraterno. Por lo tanto, no son características exclusivas, distintivas o específicas del sacerdote, sino de todo cristiano.

La nota de "pastoral" podría pensarse entonces como el conjunto de las actitudes propias de quien toma a otro bajo su cuidado (el pastor cuida las ovejas). Pero en realidad esto también es común a todos los cristianos: nos cuidamos unos a otros; todos los miembros de una comunidad cristiana son pastores unos de otros. Esto mismo podría describirse como una "maternidad", que implica cuidado cercano y generoso y es una función propia de la comunidad cristiana, de todos sus miembros, más que del sacerdote. Así lo reconoce expresamente Presbyterorum Ordinis:

"La comunidad eclesial ejerce, por la caridad, la oración, el ejemplo y las obras de penitencia, una verdadera maternidad para conducir las almas a Cristo. Ella constituye, en efecto, un instrumento eficaz..." (Presbi-terorum Ordinis 6).

Debemos discernir lo esencial de lo coyuntural: Los laicos no pueden celebrar la Eucaristía, pero sí pueden presidir una comunidad. Así lo confirma la misma praxis de la Iglesia, que en ocasiones confía el cuidado pastoral de algunas parroquias o comunidades a diáconos o a laicos (Código de derecho canónico 517, 2). Las asociaciones de fieles "tienen potestad, conforme a la norma del Derecho y de los estatutos, de dar normas peculiares que se refieran a la asociación, la celebración de reuniones, la designación de los moderadores oficiales, ministros, y los administradores de bienes" (Código de derecho canónico 309). Todos los fieles tienen derecho a "promover y sostener la acción apostólica con sus propias iniciativas" (Código de derecho canónico 216), y sólo requieren del consentimiento de la autoridad eclesiástica competente si quieren que su asociación o su actividad reciba la denominación oficial de "católica" (216). El Papa ha recordado recientemente que los sacerdotes no deben sólo tolerar o soportar estas iniciativas autónomas de los laicos, sino que tienen "el deber de promover las diversas realidades de asociación, que tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales, siguen dando a la Iglesia una fuerza vital que es don de Dios constituyendo una auténtica primavera del Espíritu" (Novo Millennio Ineunte 46). Y el Santo Padre recuerda además que "junto con el ministerio ordenado pueden florecer otros ministerios, instituidos o simplemente reconocidos, para el bien de toda la comunidad, atendiéndola en sus diversas necesidades" (46).

Por otra parte, hay sacerdotes que no trabajan apostólicamente en parroquias y prestan servicios que no implican autoridad alguna, y eso no disminuye el valor específico de su sacerdocio.

¿Entonces, cómo se entiende correctamente la nota de "pastoral" aplicada al sacerdote? Evidentemente, desde la función específica, principal e indelegable del sacerdote, que es celebrar la Eucaristía e impartir la absolución sacramental. Es decir, en cuanto es instrumento de la donación de la Gracia, que se derrama en esos sacramentos. Es así la figura del pastor que lleva a las ovejas a los verdes prados y a las fuentes del agua sobrenatural que restaura (Sal 23, 2-3), y las cura (Ez 34, 4. 16).

También los laicos alimentan y curan a los demás, pero el sacerdote lo hace sobre todo ofreciendo lo que es la fuente principal de la vida de la Gracia, la Eucaristía, y liberando a los fieles del obstáculo que les impide acercarse a ella: el pecado mortal. Él hace presente como signo al Buen pastor, que trae vida abundante (Jn 10, 10), alimenta a las ovejas en la Eucaristía y las cura en el Sacramento del perdón.

Veamos un ejemplo de descripción de actitudes "pastorales":

"El futuro sacerdote aprende en el Seminario a estar presente justamente allí donde la gente vive y llora, donde hay necesidad de compartir los sufrimientos y la desesperación; donde hay necesidad de él y de su acción misericordiosa. En una palabra, él aprende a estar allí donde puede ser hombre del Espíritu, para anunciar el Evangelio del amor de Cristo y para ser signo revelador del Pastor supremo" (V. Gambino, La Carità Pas-torale, Roma, 1996, pp. 29-30).

Es cierto, pero en realidad todo esto se podría decir igualmente de cualquier cristiano, no define notas específicas del sacerdote que procedan sólo del Orden sagrado que ha recibido, sino actitudes a las que está obligado simplemente porque es cristiano.

Es desde su potestad para celebrar la Eucaristía que se ha de elaborar una adecuada espiritualidad de la "caridad pastoral" que se atribuya específicamente al sacerdote. Advirtamos que la resistencia a reducir el sacerdocio ministerial a la administración de los Sacramentos ha sido una manera sutil (aunque aparentemente progresista) de mantener en pie el viejo clericalismo en detrimento de la riqueza y la variedad de la vida comunitaria donde los laicos pueden desempeñar multitud de funciones pasto-rales.

El lugar exclusivo del Buen Pastor, Cabeza y Esposo

¿Esto significa negar la idea de "jerarquía" dentro de la Iglesia? No. La función sacerdotal es "jerárquica" aunque vale aclarar que no se debe priorizar su aspecto de autoridad, sino que "está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo" (Mulieris dignitatem 27). Por eso su clave no es el poder, sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía, que es la fuente primera de la santidad de los fieles.

Esto implica que el ejercicio principal del sacerdocio ministerial, el que lo constituye en su núcleo esencial, no es la autoridad sino la celebración de la Eucaristía. Pero precisamente por su relación única con la Eucaristía, hay una función de guía y conducción característica del sacerdote: la de armonizar los diversos carismas y ministerios en la unidad de la comunidad y en la comunión de ésta con la Iglesia diocesana. ¿Por qué? Porque él está particularmente ligado a la Eucaristía, que es el Sacramento que significa y realiza la unidad de la Iglesia (Lumen Gentium 3). Por consiguiente, es el primer responsable de asegurar la comunión, aun en los casos en que cumpla sólo la función de asesor o de moderador. Cuando en la comunidad un carisma pretende ejercer dominio sobre los demás o comienza a ser causa de divisiones e injusticias, allí entra en juego la función del que debe asegurar la comunión que se significa en la Eucaristía. La idea de superioridad que aparece en la figura del Pastor con respecto a las ovejas, sólo puede aplicarse a Cristo en relación con cada ser humano, no al sacerdote frente a los laicos.

No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal "nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad" (Christifidelis Laici 51): las tareas "no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros; no suministran ningún pretexto a la envidia" (Inter insigniores; ver Christifidelis Laici, nota 190).

Por eso mismo no se dice que los sacerdotes deban ser varones debido a una superioridad de lo masculino, sino porque significan a Cristo esposo (Mulieris dignitatem 26) que se dona en la Eucaristía a su esposa que es la Iglesia y la purifica en la absolución sacramental.

Parece obvio, pero hay que decirlo y repetirlo para evitar la mitificación de la figura sacerdotal: el signo eficaz de la Gracia es el sacramento de la Eucaristía, no el sacerdote que la celebra. La Eucaristía es la fuente de la vida de la comunidad, no lo es el sacerdote que la preside "in persona Christi". Él es sólo un signo "funcional" (necesario pero secundario y subordinado) del signo eficaz que es la Eucaristía. Por eso lo importante es que el Pueblo se encuentre con Cristo, más que con él; que busque a Cristo, más que a él: que se sienta cómodo con Cristo, más que con él; que encuentre todo en Cristo, más que en él.

La cuestión del sacerdocio reservado exclusivamente a los varones, que por ser varones pueden ser signos sensibles de Cristo esposo (Mulieris dignitatem 26) en la celebración eucarística, sería menos conflictiva si de hecho se liberara la figura del sacerdote de una asociación excesiva con la idea de poder y autoridad, como si sólo él pudiera reflejar a Cristo que toma decisiones, enseña y guía para el bien y el cuidado de las ovejas.

De hecho, los padres de familia pueden y deben ser signos más luminosos del Buen Pastor para sus hijos que el sacerdote de la parroquia. Pero cuando los laicos y las laicas sean ordinariamente dirigentes de comunidades con poder de decisión, consejeros espirituales o predicadores, podrá aceptarse más pacíficamente que sólo los varones sean sacerdotes, ya que una más adecuada distribución de funciones ayudará a reducir una indebida y desproporcionada inflación de la significatividad del sacerdote, que parece absorber en sí todo lo más noble, bueno y bello.

Participación del cuidado pastoral con identidad laical

Falta que esto, para ser más convincente, se traduzca en una valiente transformación de las estructuras eclesiales. De ahí que el Papa, al presentar esta perspectiva, plantee inmediatamente la necesidad de "pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica" (Christifidelis Laici 51), para lo cual pide "tempestividad y determinación", de manera que participen también "en la elaboración de las decisiones" (51).

Este pedido ha sido repetido con fuerza en Novo Millennio Ineunte, ahora dirigido a los Obispos, diciendo que la capacidad de hacer participar a los fieles en las decisiones es algo más que las estructuras eclesiásticas y sus leyes, porque es el "alma de la estructura institucional" (Novo Millennio Ineunte 45) sin la cual todas las estructuras se convierten en "medios sin alma" (Novo Millen-nio Ineunte 43). No hacerlo no implica violar alguna ley eclesiástica, pero sí implica privar a las estructuras diocesanas de su "alma", que es una espiritualidad de comunión, lo cual es más grave.

Si es precisamente el Papa quien pide esto, surge inevitablemente la pregunta: ¿Dónde se originan los obstáculos y las ideologías que impiden que este vehemente pedido se ponga en práctica?

El hecho es que una mujer, aunque no pueda acceder al sacerdocio, podría recibir del Obispo la misión de presidir una comunidad (en un pueblo, en un barrio, en un movimiento) con poder de decisión, aunque esto se entienda como una "cooperación" en el ejercicio de la potestad de régimen o jurisdicción (Código de derecho canónico 129), y dejando en claro que "colaborar no es participar en la naturaleza de su poder u oficio, como es el caso de los ministros ordenados" (R. Berzosa, "Los ministerios confiados a laicos": Seminarios 159 [Madrid 2001] 49). Se trata de una verdadera "participación en el ejercicio del cuidado pastoral de una parroquia" (Código de derecho canónico 517, 2), pero es una participación que el laico realiza según su identidad peculiar como laico, y que requiere indispensablemente del sacerdocio ministerial, como signo de Cristo cabeza y esposo, para la celebración eucarística y la absolución sacramental. Decir lo contrario sería "clericalizar" las funciones desempeñadas por laicos olvidando que siempre deben ejercerlas desde su propia identidad laical.

La participación de los laicos en esas funciones no se da en una parroquia sólo cuando faltan sacerdotes sino también cuando la comunidad tiene un párroco residente y con dedicación exclusiva, pero con el sano hábito de fomentar los diversos carismas y de dar participación, con poder de decisión, a varios laicos y en diversos órdenes de la actividad parroquial.

La "conversión estructural"

Todo lo dicho implica dos momentos en la llamada "conversión pastoral": un momento más espiritual, donde el sacerdote abre su mentalidad y su corazón, liberándose del egocentrismo y de las pretensiones de dominio absoluto. Muchos dicen haber dado este paso, pero, en la práctica, no se advierten grandes novedades. Esto significa que es necesaria también una "conversión estructural", que implica un conjunto de decisiones firmes, resueltas e inicialmente dolorosas, de manera que la estructura de la parroquia se vuelva efectivamente participativa. Sin embargo, un cambio de estructuras sin un cambio espiritual que toque realmente las convicciones, los deseos y la manera de ver las cosas, será inútil, porque las nuevas estructuras podrán ser nuevamente manipuladas para mantener las riendas de toda la vida parroquial propiciando que los laicos con peculiares carismas para el liderazgo y notables capacidades para la guía espiritual, la organización o la predicación, abandonen las parroquias.

La costumbre de no delegar nunca las atribuciones que implican poder de decisión ciertamente está de acuerdo con las leyes eclesiásticas, pero contradice el "alma" de una institución como la parroquia que debe ser instrumento de comunión.

Es notable la resistencia a producir cambios realmente significativos en todo lo que tenga relación con el poder:

"Si los cristianos seglares, los ministros y los sacerdotes quieren ser agentes del cambio social, lo primero que tienen que aprender es cómo compartir el liderazgo. Estamos acostumbrados a decir que la gente que tiene responsabilidades tiene también la autoridad que va unida a esas responsabilidades. Pero es asombroso encontrar que la mayoría de los sacerdotes sigue trabajando mucho sin formar equipo, y que no ha encontrado las formas creativas para movilizar el liderazgo potencial en sus parroquias y compartir sus responsabilidades con los demás" (H. J. M. Nouwen, Un ministerio creativo, Madrid, 1998, pp. 120-121).

El modelo de la Iglesia primitiva

El Nuevo Testamento no nos presenta figuras que concentren en sí todos los ministerios o todas las funciones, sino que unos son profetas, otros son doctores, otros tienen el don de gobernar (que no ocupa el primer lugar en esta descripción), pero ninguno concentra en sí todos estos carismas (1Cor 12, 28), cosa que parece suceder hoy con los sacerdotes. En Ef 4, 11-12 vemos que "él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio". No se advierte aquí que sea uno solo el que posea todas las funciones. Si la Iglesia luego se organizó de determinada manera, eso no significa que la distribución de las funciones no pueda hoy recuperar el estilo más participativo de la Iglesia primitiva.

En el capítulo 16 de la carta a los Romanos vemos un modelo de estilo más participativo. El valor de estas líneas está en la imagen de Iglesia que se refleja en cada uno de los saludos y en el conjunto de los detalles que Pablo menciona. El Apóstol envía estos saludos a través de Febe (16, 1), diaconisa de la iglesia de Cencreas (puerto de Corinto). Y esto indica que en las primeras comunidades se daban ministerios importantes también a las mujeres, aunque no sepamos exactamente cuáles eran las funciones que implicaba. Cabe aclarar que el apelativo de "diaconisa" no tenía poca importancia. Pablo se llamaba a sí mismo "diácono" cuando defendía su autoridad (2Cor 3, 6; 6, 4) y cuando mencionaba sus títulos de honor (2Cor 11, 21-23). Por otra parte, Febe es llamada "nuestra hermana", lo cual no era simplemente una expresión de fraternidad, sino un título particular para los que ocupaban un lugar especial en la comunidad, como colaboradores directos del Apóstol. Además, Pablo se detiene a recomendar que reciban a Febe dignamente y que la asistan en todo (Rom 16, 2).

También manda saludos a otras mujeres, elogiadas por sus fatigas: María, Trifena, Trifosa, Pérside (16, 2), la madre de Rufo (16, 13), Julia y la hermana de Nereo (16, 15). Finalmente, habría que destacar a Junia, que recibe, junto con Andrónico, el apelativo de "ilustre entre los apóstoles" (16, 7).

Todos estos saludos tienen el valor de mostrarnos una maravillosa riqueza de amor y de reconocimiento fraterno. Inmersos en un mundo hostil, los cristianos de las primeras comunidades valoraban el apoyo de la fe compartida y el sentimiento de la mutua pertenencia. Cualquier obra buena, cualquier entrega era valorada y agradecida. Y las mujeres, lejos de ser discriminadas, y más allá de los límites culturales (1Cor 11, 5; 14, 34), en la práctica tenían amplias posibilidades de servir y de intervenir en la Iglesia; eran reconocidas en sus empeños y fatigas, y eran recordadas con afecto.

Todos eran servidores y amigos para la causa común: el Evangelio de Cristo.

Los datos que tenemos sobre Prisca y Aquila, que Pablo llama sus "colaboradores" (Rom 16, 3) indican que se habían instalado permanentemente en Éfeso (Hch 18, 24-26) después de acompañar a Pablo desde Corinto (Hech 18, 2-3. 18-19). En Éfeso eran dirigentes (Hech 18, 26-27), y su casa era lugar de reunión de la comunidad (Rom 16, 5; 1Cor 16, 19). Esto nos muestra cómo este matrimonio cumplía en Éfeso una verdadera función de cuidado pastoral y de vínculo de unidad en la comunidad cristiana. En un próximo ar-tículo continuaremos analizando esta problemática.

(Tomado de la revista Vida Pastoral de Argentina, n. 249)