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Hacia una comprensión más integral y global del laicado en la Iglesia

Los avances en el estudio del nuevo testamento y las intuiciones del Vaticano II nos conducen a una nueva conciencia de lo que vivimos como cristianos y miembros de la Iglesia. En primer lugar, el nuevo testamento invita a la prudencia. Jamás emplea el término laikos (laico, laicado) aunque la palabra ya existiera dos siglos antes en el griego clásico. Debe existir una razón para ello y bastantes teólogos hoy tratan de encontrarla. La distinción entre el clero y el laicado entró en la literatura de la Iglesia solamente al principio del siglo tercero con Tertuliano, Clemente de Alejandría y Orígenes. Tertuliano hasta llega a decir que la distinción entre el clero y el laicado ha sido creada por la autoridad de la Iglesia (De exh. Cast ., VII, r).

En los inicios del siglo tercero es cuando se comienza a describir al obispo y al presbítero como sumo sacerdote (archiereus) y sacerdote (hiereus) respectivamente. No entra pues en el vocabulario del nuevo testamento. El vocabulario sacerdotal únicamente se usa para aplicarlo a Cristo (Hebreos) y a la comunidad cristiana en su conjunto (1 Pe 2,9; Ap 1,6; 5:,0). Afirmar esto, sin embargo, no es reprochar nada a la Iglesia del siglo tercero, simplemente es hacer una llamada a la prudencia antes de concluir que la división entre clero y laicado es una necesidad dogmática o teológica.

En este tema, las afirmaciones del Vaticano II son generalmente muy prudentes y aparecen como el resultado del consenso entre visiones teológicas divergentes de los padres del Concilio. Cuando describe lo que es el laicado, el Concilio no tiene la intención de dar una definición rigurosa, ontológica o teológica, sino una definición "tipológica" o descriptiva. Los autores del cuarto capítulo de la Lumen gentium se lo dijeron expresamente en su presentación del texto a los padres del Concilio. Es importante reconocerlo, de otro modo podríamos entender la descripción del laicado en Lumen gentium como una definición teológica o dogmática y vernos obligados a aceptarla como tal. Por ejemplo, cuando Lumen gentium, en el art. 31, afirma que el término "laico" se refiere a todo fiel, salvo a aquellos que están en las órdenes sagradas y los religiosos, no se trata de una definición teológica. Esto no significa, por ejemplo, que los religiosos formen parte del clero y no pueden ser considerados como laicos. Por lo menos en el pasado, los miembros de institutos religiosos clericales que no estaban ordenados eran llamados "laicos" (hermanos laicos), aunque hubieran sido religiosos de pleno derecho.

Otro ejemplo sería la afirmación siguiente: " el carácter secular es el carácter propio y particular del laicado" (LG, art. 31, par. 2). Si se considera que la inmensa mayoría de los cristianos, que no son religiosos ni ordenados, están comprometidos" en actividades seculares o practican una profesión secular ", resulta que los laicos tienen sobre todo un " carácter secular ". Esto no implica que por su naturaleza sean seculares. De otro modo, los institutos religiosos en los que la mayoría de sus miembros trabaja en una profesión secular como la enseñanza o la sanidad serían seculares por naturaleza. Paralelamente, puede ocurrir que un cristiano (por ejemplo un catequista de plena dedicación) esté plenamente comprometido con un ministerio propio de la Iglesia. Esto no implica que no sea ya laico. Aunque una observación sociológica de los miembros de la Iglesia pueda ser muy valiosa, debemos evitar hacerla una conclusión teológica o confundirla con una tal conclusión

Caracterizar las funciones del clero en la Iglesia como sagradas y las del laicado como seculares presenta muchas dificultades teológicas. Seguramente es fácil entender los sacramentos como actividades esencialmente sagradas. Y si los ministros ordenados están llamados a dirigir su celebración, igualmente los laicos están llamados a participar plenamente en su celebración. Los sacramentos no son exclusivamente una realidad del clero. Son esenciales en la vida de los cristianos; de tal modo que si éstos no participan en su celebración, les llamamos unos cristianos no practicantes.

A su vez, si los laicos parecen destinados a conducir hacia Cristo la realidad secular, los ministros ordenados tampoco están ajenos a esta actividad, en el sentido de que, como dirigentes en la Iglesia, tienen que exhortar a menudo a los laicos a hacerlo y también proclaman la Palabra que envía al creyente a instaurar en Cristo el mundo secular. Además, ¿realmente podemos decir que conducir hacia Cristo las realidades

seculares es una actividad secular? Debemos estar atentos al hecho de que las actividades seculares son realidades del ser humano como tal. Trabajar en el mundo, transformar las realidades terrenales para el bien de la humanidad no es específicamente cristiano, excepto si esto se lleva a cabo en referencia a Cristo y para gloria de Dios. Es la función o la vocación de la persona humana en cuanto ser humano. Si un hombre o una mujer, cristianos o no, se niegan a participar en esta función, no responden a su vocación humana en cuanto seres humanos. Hasta el ministro ordenado no puede ignorar esta función porque tiene al menos que trabajar o pagar para su subsistencia, su alimento, su vivienda y la ropa. No puede tampoco liberarse frente a la miseria de muchos de sus hermanos y de sus hermanas en el mundo; debe participar todo lo que pueda en la lucha por una vida mejor.

Resumiendo, toda actividad ejercida por un cristiano, sea ministro ordenado o no, si es ejercida al menos implícitamente en nombre de Cristo y por Cristo, es una actividad sagrada. Si esta actividad no es ejercida en nombre de Cristo y por Cristo al menos implícitamente, no actúa como cristiano. Es sólo un acto humano. No olvidemos el dicho célebre de Pablo a los cristianos:” ya comáis o bebáis, hacedlo todo para gloria de Dios". En cambio, las actividades específicamente eclesiales de proclamar la Palabra y de escucharla, de celebrar los sacramentos, son comunes al clero y al laicado; la diferencia está únicamente en la manera en la que cada grupo y cada individuo participan en ello. Que muchos cristianos no se muestren hoy más que comprometidos con las realidades seculares no les confiere una vocación específica en la Iglesia. Esto nos dice solamente que están más próximos a los no cristianos que a los cristianos.

Podemos aceptar, hablando de una manera general, que los laicos están más implicados que los ministros ordenados en las profesiones y las actividades seculares que, como cristianos, deben ejercer para gloria de Dios. Sin embargo, no debemos olvidar que los laicos constituyen la gran mayoría de los miembros de la Iglesia; el clero constituye sólo una fracción ínfima del número de los creyentes. Muchos laicos (en los países supuestos de misión, son más numerosos que los sacerdotes) están implicados a tiempo completo en actividades puramente eclesiales como catequistas y funciones semejantes. Y muchos ministros ordenados (sin olvidar a los religiosos) están implicados en profesiones tales como las de profesores de universidades, de profesores en las escuelas, de administradores de hospitales, de escuelas, etc. ¡ Cuántos institutos religiosos principalmente han sido fundados para actividades como esas! No hace falta mencionar a los clérigos que, en el pasado llevaron a cabo tareas políticas prominentes, como el cardenal Richelieu en Francia y los obispos que eran unos señores feudales durante el período feudal en Europa. ¿Qué podemos decir sobre el papa que todavía es jefe de Estado y que mantiene relaciones diplomáticas con numerosos países por medio de cardenales y de obispos a quienes el Papa nombra nuncios o pro-nuncios?

En conjunto pues si se consideran las circunstancias de número, de lugar, de mentalidad y de tiempo, podemos concluir que los laicos como laicos están ordenados para el mundo secular y los clérigos al mundo de lo sagrado. Ambas categorías de cristianos también están implicadas en las dos realidades; o más bien, todo lo que hacen es sagrado, si lo hacen para gloria de Dios.

Estas consideraciones son muy importantes, de otro modo podemos estar tentados a negar funciones en la Iglesia y en el mundo a cristianos, clérigos y laicos, que pueden y a veces deben cumplirlas en virtud de su bautismo. Es decir, que el Vaticano II, lejos de resolver todas las cuestiones teológicas respecto a los laicos y a los clérigos, con frecuencia las dejó abiertas. Posiblemente deberían quedar abiertas. La teología del laicado es bastante reciente en la Iglesia y ha evolucionado mucho. El Vaticano II fue el primer concilio ecuménico que le dedicó un documento completo. Sería bueno permitir que el debate continúe en la Iglesia. Y esto porque no parece que exista un consenso sobre este punto entre los teólogos. Desde hace algún tiempo, algunos teólogos han afirmado que se trataría de un problema falso. Para ellos, la Iglesia es toda ella ministerial y sus miembros cumplen una multitud de ministerios y de servicios, ordenados o no. Ven la Iglesia esencialmente como una comunión de miembros iguales, una comunión enviada al mundo por Cristo para servir por el ejercicio de dones innumerables del Espíritu Santo. Pero entonces debemos examinar otro texto de Lumen gentium sobre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial.

El texto de Lumen gentium sobre estos dos sacerdocios en el art. 10 también parece dejar abierto el tema, por lo menos en lo que se refiere a su definición ontológica. El Vaticano II afirma que estos dos sacerdocios " tienen entre ellos una diferencia esencial y no solamente de grado". Muchos teólogos puede que no vean ningún problema en esta afirmación. Sin embargo, deben tener cuidado en su comprensión para no contradecir el art. 32 que afirma la igualdad radical de todos los miembros del pueblo de Dios. El problema está en definir con más precisión lo que es el sacerdocio común de los fieles. El Vaticano II no lo hace. Según el tipo de respuesta que se dé, nuestra comprensión de la cita del art. 10 puede variar mucho. Podríamos, por una parte, explicar la diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial como si se dieran dos grupos esencialmente diferentes de cristianos en la Iglesia, es decir, el clero y el laicado. Ésta ha sido hasta ahora la opinión más común en la Iglesia. Sin embargo, si hay dos grupos esencialmente diferentes de cristianos en la Iglesia, ¿cómo es posible considerarlos como verdaderamente iguales (vera aequalitas)?

En cambio, si comprendemos el sacerdocio común como servicios y funciones en la Iglesia y en el mundo que se ejercen en virtud del bautismo y de la confirmación según los dones del Espíritu, no sólo hay dos grupos diferentes en la Iglesia, sino que, en cuanto hay dones del Espíritu, hay unos ministerios ordenados (radicalmente, provienen del bautismo gracias al sacramento del orden) que pertenecen al sacerdocio ministerial que confieren funciones específicas en la Iglesia, pero hay también un número innumerable de ministerios no ordenados o servicios que pertenecen al sacerdocio común que confieren también otras funciones específicas en la Iglesia. Además, es posible considerar el sacerdocio común, fundado sobre el bautismo, como primario y más radical. En este sentido, se manifiesta en todo tipo de ministerios incluido el sacerdocio ministerial, ya que el sacramento del orden brota del bautismo.

Resumiendo, toda función y todo ministerio que manifiestan el sacerdocio común constituyen " diferencias esenciales " en la Iglesia y no sólo de grado. Algunos entre ellos pueden ser transitorios, muy humildes y hasta prosaicos (como barrer la iglesia), pero no son menos, por todo ello, servicios ministeriales y menos necesarios en la Iglesia. Muchos teólogos parecen favorecer tal enfoque. Las jóvenes Iglesias del tercer mundo (o territorios supuestos de misión), bien sea por su práctica o por su reflexión consciente, apuntan hacia la misma conclusión. Por lo menos, parece que una distinción teológica y demasiado rígida entre clero y laicado tiende a darle todo al clero en la Iglesia y no al laicado, como aparece en ciertos documentos del pasado. Un buen ejemplo es el texto siguiente de Humbert da Silva Candida, un teólogo del siglo XI:

El deber del laicado es velar por sus propios asuntos y solamente por éstos, es decir, las cosas de este mundo. El deber del clero es, en el mismo sentido, velar por sus propios asuntos y solamente por éstos, es decir, los asuntos de la Iglesia. Así como el clero no puede meterse en asuntos de este mundo, lo mismo el laicado no puede meterse en asuntos espirituales (Lib. de I, 208).

La realidad en la Iglesia es mucho más compleja que esto. Todo creyente es responsable o debería ser responsable del bien de la Iglesia y del mundo, pero cada uno según sus propios dones.

( Artículo tomado de Eugène Lapointe, OMI. Traducido del francés por F. Lansac)