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DESAFÍOS MÁS HONDOS A LA VIDA RELIGIOSA

José María Vigil

 

La vida es un sin fin de desafíos. Sólo estando muertos podremos hurtarnos a ellos.

Y hay desafíos de siempre, permanentes, que parece que nunca cesarán en la historia, por más que se revistan de nuevas formas o de coyunturas cambiantes. Así, la defensa y el cuidado de los pobres, la opción por su Causa, la lucha por la transformación de la historia… son desafíos para toda la vida, y siempre urgentes. «Pobres los tendrán siempre con ustedes», dijo ya Jesús. Así es la vida, al menos del lado de acá de la historia.

Pero hay horas históricas en las que los desafíos parecen afectar también a zonas más hondas, las de los fundamentos, que habitualmente parecen ser de “pacífica posesión”, ajenas a las turbulencias de la superficie. Son momentos de crisis, en los que lo que reclama la atención no son los desafíos de cada día, sino la comprensión de nosotros mismos, aquello precisamente que nos permite asumir los desafíos. Son épocas en las que se oscurece –porque se transforma- el fundamento mismo, o la identidad, el ser, o la fe…

Estamos en una de esas horas históricas. Después de una larga «época de cambios» llegó –o está llegando- el «cambio de época». Ya no son pequeñas actualizaciones las que se nos presentan para ser incorporadas, como remiendos, a nuestro vestido viejo. Ahora es un cambio completo de vestimenta, de comprensión de todo el conjunto, lo que se nos impone. No es ya el desafío de cada día -variable pero permanente y, al fin y al cabo, conocido-; se trata más bien de una urgencia a salir a lo desconocido, porque el suelo en el que estábamos asentados se ha hecho movedizo, se hunde, y todo el edificio entra en cuestionamiento.

Apliquemos a la realidad esta afirmación que hemos hecho de entrada.

[Ver]

Además de los desafíos de la justicia, de los pobres, de la profecía, de la transformación de la actual sociedad excluyente (desafíos siempre nuevos y siempre viejos)… lo que ha entrado en escena ahora es la «metamorfosis» (Martín Velasco) de la religiosidad, de la fe, y también de la fe cristiana concretamente. El suelo de nuestras verdades sabidas –y hasta de las «verdades eternas»- se mueve. Quien esté simplemente un poco informado del mundo teológico, habrá percibido claramente lo que ya es un clamor en boca de los más: la actual interpretación de la fe cristiana, tanto teóricamente, como en la práctica institucional y pastoral, reclama con urgencia una reformulación a fondo. «Otra manera de creer», para superar «ese terrible desencuentro entre la religión y la cultura, que amenaza de manera muy radical a la credibilidad y aun a la comprensión misma la fe en nuestros días» (Torres Queiruga). El «imaginario» cristiano común, y el «imaginario teórico» al uso -si cabe hablar así-, están profundamente desactualizados y absolutamente inermes ante las trasformaciones teóricas y epistemológicas profundas que están en curso. Enumeremos sólo algunos de los síntomas:

- la transformación de la imagen de Dios: es insostenible la imagen clásica, que arrastra deudas de una concepción obsoleta de la realidad, hecha de dominación, de machismo, de juridicismo…

- la crisis de la concepción de la revelación como venida verticalmente de arriba, «al dictado», ajena a la historia, y susceptible de ser entendida literalmente, y guardada en un «depósito de la fe» empaquetada en fórmulas inamovibles fundamentalísticamente interpretadas. Torres Queiruga es quien más ha abordado este desafío.

- el «desfallecimiento utópico» de nuestra sociedad desde la década de los 90. El «fin del pensamiento utópico mesiánico». La desconfianza en el progreso y en la modernidad. La despolitización cultural de la sociedad. El paso de una militancia política a otra humanitaria…

- la toma de conciencia de que -como observa Panikkar- dos terceras partes de la humanidad actual no comparten el paradigma de la historia, tan bíblico y tan cristiano; y de que, por tanto, ese paradigma tal vez no pueda constituirse en «la» comprensión matriz única reivindicada por el cristianismo…

- la nueva perspectiva del pluralismo religioso, que no es un simple ecumenismo entre las religiones, sino la aceptación sincera por parte de ellas del descentramiento de sí mismas, de su autodestronamiento, de su renuncia voluntaria a un estatuto deabsoluticidad, de un «pluralismo religioso de derecho divino» (es Dios mismo quien ha querido el pluralismo religioso), de su «renuncia a la categoría (bíblica incluso) de la elección»…

- la revisión profunda de la cristología, o su «desdogmatización», tal como apenas ahora se está empezando a insinuar… y que es un desafío que viene para quedarse…

Se podría alargar la enumeración, pero basta la hecha para evocar lo que queremos significar: ya no está en juego sólo «el desafío nuestro de cada día», sino la comprensión de nosotros mismos que nos permite estar en pie para afrontar esos desafíos cotidianos. Es un desafío como “de segundo grado”. Hoy día hay que atender ese otro nivel más fundamental que hasta ahora se mantenía en pie por sí mismo sin necesitar mayor atención. Los fundamentos eran permanentes, el suelo era firme y ni siquiera imaginábamos que pudiera dejar de serlo. Eso se acabó. Y ése es quizá el principal síntoma del «cambio de época».

[Juzgar]

¿Qué es pues lo que está pasando?

Creo que a estas alturas empieza a haber un consenso: no es, no son problemas parciales, no son nuevas teorías localizadas en puntos o temas concretos. Es un fenómeno más bien de transformación de la perspectiva del conjunto, de hermenéutica por tanto; una mutación transversal a todo el universo del pensamiento.

El campo del conocimiento humano se está ampliando inimaginablemente, como nunca antes en la historia de la humanidad. Recordamos el entusiasmo –rayano en el éxtasis contemplativo- de Teilhard de Chardin, hace sólo medio siglo, que tantas veces tematizó esta transformación del pensamiento humano, cuando apenas lo estaba adivinando anticipadamente con su capacidad visionaria. Hoy se ha ampliado el campo del conocimiento humano de un modo incomparablemente mayor. Si hasta finales del siglo XIX –y para muchos teólogos, hasta toda la primera mitad del XX- la edad estimada de la humanidad era de unos seis mil años, hoy la paleontología nos habla de al menos un millón de años de presencia de la humanidad en el planeta, o tal vez de 6 ó de 7 millones. Una tremenda «ampliación temporal» (Queiruga) de la perspectiva nos hace ahora conocer la formación del planeta, del cosmos, de la raza humana, de su pensamiento, de las civilizaciones, de su religiosidad. Una casi inabarcable acumulación de datos ancestrales que durante toda nuestra historia, no sólo no conocíamos, sino que ni siquiera imaginábamos que pudieran haberse dado.

Se está ampliando también espacialmente: san Pablo pudo pensar que había llegado a los confines del mundo, y en la Edad Media europea pudo el cristianismo pensar que había sido predicado el Evangelio hasta los extremos más remotos de la tierra, en lo que hoy nos parece que se reduce a una pequeña parcela de un mundo cuya población, por otra parte, se ha multiplicado exponencialmente en el siglo pasado. Hoy conocemos la tradición cristiana como «una más» entre otras muchas, y a estas muchas las conocemos con una intensidad y una calidad de las que nunca antes habíamos gozado.

Se está ampliando también la dimensión de profundidad: a estas alturas de la historia se va acumulando la visión crítica de las anteriores etapas históricas, y nada lo podemos ya mirar ingenuamente. Los intereses ocultos, no sólo ajenos sino también propios, nos saltan a la conciencia como interrogantes críticos que todo lo someten a la «hermenéutica de la sospecha». Lo que siempre fue tradición indiscutible, aceptada sumisamente, hoy comienza a ser visto «simplemente como tradición», como tradiciones que se acepta resignada o gozosamente porque también cumplen su papel de producción de sentido, pero ya no como valores o realidades objetivas incontestables.

Y se está ampliando, finalmente, la «velocidad de la fermentación». El mundo humano ha sido siempre un hervidero de ideas y movimientos, un laboratorio en ebullición. Pero su velocidad de procesamiento se ha multiplicado ahora exponencialmente: la intercomunicación mundial, que alcanza ya a muchas partes del globo, en lapsos de tiempo mínimos o incluso simultáneos, más la aplicación de las técnicas informáticas y telemáticas al tratamiento de la información, hacen que el cúmulo de conocimientos se duplique en un lapso de tiempo mucho menor que anteriormente, y la evolución del pensamiento hace viejas las ideas de ayer mismo.

Esto es lo que nos ha llevado al «cambio de época». No es posible arreglar el vestido viejo con más remedios. Es vino nuevo lo que se necesita para los odres nuevos, que ya están ahí, clamando por una nueva visión «a la altura de los tiempos».

¿Qué significa todo esto referido a la Vida Religiosa?

Pues significa que también para la VR esta época es nueva, y que no podrá caminar ágilmente por ella si no se hace a sí misma un vestido nuevo, en vez de intentar poner más remiendos al viejo hábito secular. Y que está en un impase es algo obvio, al menos en el primer mundo. Lo evidencian dos factores: el colapso del número de vocaciones y la insistencia generalizada en que “esta figura histórica de VR está agotada”. Se atribuye a Tillard aquella confesión: «Hay algo indiscutible: si no somos los últimos religiosos, somos inexorablemente los últimos testimonios de un cierto modo de vivir la vida consagrada».

Según los datos anuales de 2002, el número mundial de las religiosas y religiosos (los varones son sólo la quinta parte del total) ha descendido en un 19% a pesar de todos los esfuerzos que la institución eclesial ha hecho por revertir el Concilio Vaticano II, factor al que precisamente se le achacaba el descenso vocacional por su permisividad y secularismo. El descenso se da ya durante más de 20 años, en pleno período de Juan Pablo II, lo que evidencia que su política eclesiástica de involución y de “corrección del Vaticano II” no ha dado resultado en este campo vocacional (seguramente porque tampoco era ésa su causa).

Vivimos una «experiencia epocal de esterilidad» (Bonifacio Fernández). Estoy recordando lo que contaba Albert Schweitzer respecto a la publicación de la obra de Reimarus (+1768) sobre Jesús, aquella en la que evidenciaba que muchas de las cosas que clásicamente se habían dicho sobre Él en la teología y en la espiritualidad, no tenían fundamento histórico. Muchos seminaristas “se vieron desorientados y buscaron otra profesión”. Hoy, en vez de salir de los seminarios o noviciados, simplemente no entran en ellos. Tal vez, porque lo que está ocurriendo en la sociedad en el plano de la interpretación de la fe en este momento de cambio de época, es mucho más grave que lo que pudo ocurrir con la publicación de aquellos primeros replanteamientos que Reimarus hizo respecto a la figura de Jesús.

Demos pues un paso más y tratemos de identificar las tareas que creemos que se deducen de esta situación para la vida religiosa.

[Actuar]

a) Recuperar la teología de la VR

Recuerdo que me llamó poderosamente la atención que un comentarista del Sínodo último sobre la VR, en la revista «Vida Religiosa», señalara en su comentario la constatación de algunos oradores sinodales de que la teología de la VR estaba en crisis y había que reconstruirla desde su base. Si hay una rama teológica sobre la que se haya escrito con profusión en este período posconciliar, ésa es la teología de la VR. ¿Y ahora venimos a saber que no tenemos una teología de la VR fiable y sólida? Pues así parece estar siendo. ¿Es que la que se creó a raíz del Vaticano II fue mala o deficiente? No necesariamente; pudo estar bien construida, pero hoy ya no es capaz de dar cuenta de sí misma, en esta «nueva época», con las mencionadas ampliaciones de la perspectiva del conocimiento humano.

b) Recuperar la antropología de la vida radical

Quizá no sea exagerado decir que en el posconcilio la VR recreó su teología sin recuperar debidamente su antropología. El fundamento en que hemos basado la VR en todos estos años ha sido teológico, con una teología básicamente del seguimiento de Jesús y de los carismas fundacionales. Se podría decir que para muchos manuales de esta teología, la VR casi era originariamente un fenómeno cristiano, originado en Jesús mismo. Se daba ahí un cierto salto en el vacío, un primer paso en la «teología del seguimiento» sin asentar previamente la base de una antropología del modo de vida profético liminar radical. Por eso, cuando la religiosidad cristiana –y hasta la cristología- están en crisis de mutación, la teología de la VR se ve arrastrada también hacia la crisis; no hay una realidad auto-fundamentada, «simplemente humana», que pueda permanecer autónoma más allá de los vaivenes teológicos y cristológicos.

Quiero recordar, en concreto, que la VR no es una realidad primariamente teológico-cristiana, sino originariamente humana. Siempre ha existido, ya antes del cristianismo y también fuera de él. Por eso no puede quedar reducida a los estrechos límites de su fundamentación cristológica en el «seguimiento de Jesús». La VR es la «vida radical», una experiencia humana de «liminaridad» –a veces en formas nada fáciles de ser reconocidas, en formas incluso aparentemente no religiosas- que se ha dado y se dará mientras el ser humano sea tal. La gracia no sustituye a la naturaleza, sino que la supone y la plenifica. La teología del seguimiento de Jesús no puede sustituir a una antropología de la vida radical, sino que la necesita y en ella puede echar sus raíces como en el mejor suelo. Y sin ella, puede convertirse en un sucedáneo institucional que acaba dejando de ser «vida radical» aunque se pague a sí mismo con una buena teología.

Esta recuperación de la antropología de la vida radical no es una aventura teórica académica… Significa algo más. Significa volver a tomar conciencia de que la vida religiosa –una forma concreta de la vida radical- es más antigua que la Iglesia, que tiene sus raíces también más allá de ella, que arraiga su fundamento también parcialmente fuera de ella, y que encuentra su hábitat incoercible en una libertad de radicalidad que muchas veces falta en la Iglesia. Su radicalidad no puede quedar enjaulada en los marcos canónicos e institucionales. La VR ha de ser radical, y si no lo es, si pacta con estructuras o juridicismos u obediencias que dobleguen su ser más profundo, dejará de ser realmente vida radical, y se convertirá en una sal que ya no sirve sino para ser arrojada y que la pisen.

Una vida radical que impone un límite a su radicalidad, no es radical; será «casi radical», pero no más; los místicos lo han dicho muy claramente respecto a la consagración a Dios: no importa que la atadura sea una gruesa cadena o que sea un finísimo hilo, mientras no rompa la atadura el ave no puede volar. Y esto es lo que en buena parte le pasa a la VR: una VR que se autocensura, que se calla o se amordaza a sí misma, pro bono pacis, o simplemente para asegurar su sobrevivencia institucional en una Iglesia autoritaria o infiel, es una VR que no puede volar, que se niega a sí misma, que resulta inviable en definitiva como «vida realmente radical».

c) Adecuar el capital simbólico de la VR

Es decir: rehacer la teología de la VR, esa teología que en el Sínodo de Vida Religiosa se dijo que falla, o que falta. Y para rehacerla, será preciso estar al tanto de la actual transformación teológica, porque la teología de la VR no es una rama o un sector aislado y autónomo, sino una rama del mismo tronco. Y es toda la teología la que, estando bajo el desafío de esta «nueva época», se ve sometida el imperativo de una inaplazable reformulación.

Si la imagen de Dios está cambiando, si hay un «eclipse de Dios» (M. Buber), una «crisis de Dios» (Metz) o de una cierta imagen clásica de Dios, necesitamos una nueva teología de la VR, que hable y se encare con ese nuevo rostro de Dios, o con la «ausencia de Dios», si es eso lo que la nueva época más siente.

Si estamos en una época «fragmentada», y el ser humano moderno no siente que haya un fundamento común sobre el que construir un sentido para la vida, ¿por qué no ser religiosos –radicales- compartiendo más encarnadamente el desafío de esta «situación epocal» de fragmentación de la humanidad?

Si la teología del carisma congregacional (dado por el Espíritu al fundador/a y transmitido a la comunidad histórica congregacional con una misión apostólica, etc.) es una creación de los años posconciliares y hoy se evidencia sobrepasada, ¿por qué encadenarse a ella, o ponerle parches, en vez de construir otro planteamiento, que no tiene por qué ser peor que el que construyeron con tan buena voluntad nuestros teólogos mayores hace simplemente treinta años?

Si la inteligencia del misterio de Cristo y la formulación dogmática en que ella fraguó en los siglos IV y V (Nicea 325, Constantinopla 451), entronizada en una dogmatización extrema como la pieza esencial de la fe cristiana, se revela hoy como necesitada de un nuevo examen que reevalúe su proceso de gestación, que proyecte sobre ella las «sospechas» que durante tanto tiempo hemos mantenido ocultas, que pondere el papel político que ejerció en su momento y el uso que a lo largo de la historia se hizo de ella, así como la influencia que una determinada cultura ejerció en todo ese itinerario, ¿por qué no comenzar a dar pasos en una reformulación de la teología, de la espiritualidad y hasta de la piedad cristológicas también en la VR y en su teología del seguimiento? (No creo ser profeta si anuncio que a la teología del seguimiento se le avecina una conmoción radical como consecuencia de la revisión de la cristología; tiempo al tiempo).

Si la «misión», o al menos bastantes de sus aspectos y planteamientos, se relativizan, precisamente para centrarse más lúcidamente en el absoluto verdadero y no en los aspectos relativos indebidamente absolutizados en el pasado, ¿por qué no empezar a poner nombres a los bueyes y comenzar a abandonar ya algunas de las muchas cosas concretas que no debemos incluir en la misión, y adoptar nuevas actitudes y nuevas exigencias de la misión reformulada? Por poner sólo un ejemplo: la gran mayoría de las comunidades religiosas cristianas de Japón están dedicadas casi en exclusividad a la atención de las comunidades cristianas y a su crecimiento y expansión; la expectativa teórica de estas comunidades respecto del 99% de la población japonesa (la no cristiana) es la de su conversión al cristianismo; ¿por qué no entender la Misión allí como una dedicación a los no cristianos, pero no para conseguir su conversión a la Iglesia, sino su conversión al Reinado de Dios (con su nombre o equivalencia sintoísta)? O sea, ¿por qué no «convertir al Reino nuestra misión», poniendo como meta de nuestra renovada misión-por-el-Reino el objetivo de que los sintoístas sean buenos sintoístas (lo que será por otra parte, sin duda, el mejor camino para un eventual encuentro fraterno con el Evangelio)? Tal vez la adopción de gestos visibles como éstos, ayudarían a comprender plásticamente el necesario replanteamiento de la Misión.

Si el pluralismo religioso es mucho más que un “ecumenismo con religiones no cristianas”, si la aceptación sincera del pluralismo religioso implica re-entender de un modo nuevo a Dios (teología), su relación con las demás religiones (soteriología), la identidad y la misión de Cristo (cristología), el significado del “Pueblo de Dios” (eclesiología)… ¿cómo seguir pensando con la misma teología, continuar rezando con los mismos devocionales, recitar salmos de hace tres mil años, celebrar la liturgia con rituales multiseculares anclados en teologías sacrificiales del siglo XIII, seguir tratando en nuestros capítulos generales los mismos temas de siempre, prolongar la formación que fue diseñada desde paradigmas ya superados…?

Quiero aterrizar mejor, para concluir, sintetizando todos estos desafíos en dos grandes tareas que afectan al corazón del problema. Son tareas yo diría que «macrodimensionales» en cuanto a su magnitud, y «de segundo grado» -como decía al principio- en cuanto a su ubicación epistemológica, o sea, que están más allá de los «desafíos nuestros de cada día» y se ubican sobre la transparencia de los fundamentos mismos que nos permiten sencillamente ser y creer. Las nombraré con sendos barbarismos que creo inteligibles y expresivos: «des-cristocentrizar» y «reinocentrizar» la VR.

a) Des-cristocentrizar la VR

Sin duda que podrá parecer extraña la afirmación para quien no esté al tanto de los movimientos actuales de la teología, y hasta provocativa y susceptible de malentendidos para quien no quiera entender lo que se dice. Esta tarea empalma –negativamente- con aquel movimiento que se dio al comienzo de la gestación de la Iglesia y le dio una orientación que ha condicionado en buena parte su historia. Hablo del momento histórico en que en la génesis del Nuevo Testamento el mensajero del Reino pasa a convertirse él mismo en mensaje (Bultmann), en «autobasileia» (Orígenes). La predicación del Reino, que era la predicación misma de Jesús, fue desplazada por la predicación del Resucitado. «Jesús anunció el Reino, pero lo que vino fue la Iglesia», dirá luego quejosamente A. Loisy. «Siempre que indico la luna, alguien se me queda mirando al dedo», dice por su parte el proverbio chino.

Si Jesús volviera, tal vez nos haría el reproche de Loisy y del proverbio chino: Él no fue cristocéntrico, sino teocéntrico y reinocéntrico. Él vino a enamorarnos del Reino, a entusiasmarnos locamente por «vivir y luchar por la Causa del Reino», pero muchos cristianos y cristianas se enamoraron simplemente de sus ojos. Lo dejaron todo «para quedarse con Él» mirándole extasiados. Para «seguirle a Él», pero olvidando que ese seguimiento de Jesús es mediacional, porque Jesús no es el fin de sí mismo, sino que es también relacional, «en función del Reino», su Causa. Jesús no invita a nadie a seguirle como si fuese para “acompañarle a dar un paseo”, o a una aventura de amor privado, fuera del mundo y de la historia…

Durante siglos, el seguimiento de Jesús fue más bien «imitación de Cristo», un seguimiento autoencurvado sobre el mismo Cristo, sin salida histórica, volcado hacia la transcendencia saltando sobre la historia: algo que Jesús no hizo ni quiso, ni para sí ni para nadie, evidentemente.

El equívoco fue posible, entre otros factores, por efecto del carácter absoluto con que fue revestido en la cosmovisión cristiana. Se produjo lo que algunos autores llaman la «reducción personalista de la fe cristiana» (Sobrino). El seguimiento se agota entonces en la persona misma de Cristo. Si Cristo es absoluto, el creyente no siente necesidad de salir de sí mismo hacia la historia para encontrar la plenitud: ya la obtiene postrándose de hinojos ante Él. El «tú» de Cristo se convierte en el «correlato absoluto del yo» cristiano, y ahí se produce un cortocircuito que consume y agota la esencia de la misión cristiana, sin salir de esa relación yo-Tú.

Todo esto en realidad proviene del espejismo a que la dogmática cristológica puede dar lugar. Si Cristo es un absoluto, nuestra relación con él deja de ser la relación con un mediador, para convertirse en relación final, lo cual, evidentemente, entraña un claro peligro de distorsión del universo cristiano y de su praxis histórica. Es bueno comunicar a quienes no lo saben que hace años que está en curso una revisión a fondo de la inteligencia del misterio de Cristo tal como fue cristalizada en las expresiones dogmáticas ya citadas de los siglos IV y V, en un debate que en su edición actual lleva ya 25 años (el exponente más significativo es John HICK, La metáfora del Dios Encarnado, colección Tiempo Axial, Verbo Divino, Quito 2003). Y se habla y se siente cada vez con más claridad la necesidad de una «desabsolutización de la cristología» o una «desmitización» de la misma. (Sinivaldo SILVA TAVARES, De que se ocupa a Cristologia? Presupostos e relevância, REB 62(janeiro 2002)22; ya antes, lo decía con esas mismas palabras H. BERNHARDT, Deabsolutierung der Christologie?, en BRÜCK-WERBICK (coords), Der einzige Weg zum Heil?, QD 143, págs, 144-200, Friburgo de Brisgovia 1993). La VR, como seguimiento de Cristo que es, no puede permanecer indiferente; debe estar informada, y puede tener en cuenta esa orientación para su propia renovación teológica y espiritual.

Todo esto es algo todavía difuso y por concretar; todavía no lo vemos claro, y tal vez hagan falta varias generaciones para llevar a cabo esta tarea. Pero es algo sobre lo que todos podemos ya reflexionar.

b) Reinocentrizar la Vida Religiosa

«Sólo el Reino es absoluto, todo lo demás es relativo» (Evangelii Nuntiandi 8). La tarea complementaria a la anterior es esta de “reinocentrizar”: «Ustedes busquen el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura». Ésa es la tarea, la misión en la que no hay que temer ser «radicales». Poner en el centro lo que debe estar en el centro, lo que Jesús puso en el Centro y nunca quiso que se fuera desplazado del Centro. Quizá hoy también Jesús está diciendo: «Conviene que él (el Reino) crezca y yo mengüe. Para esto vine». Jesús fue un radical apasionado del Reino, un religioso cristiano avant la lettre, un gran destacado en la gran corriente de los hombres y mujeres que optan por una «existencia liminal profética». Precisamente como el mejor ejercicio de «seguimiento de Cristo», la vida religiosa cristiana debe destacarse a la frontera del Reino y jugárselo todo a esa carta.

El Reino es de Dios, no es un Reino abstracto. Por eso, reinocentrismo y teocentrismo no apuntan a centros diferentes: son intercambiables.

Todas éstas que hemos señalado, no son tareas para todos, lo reconocemos; pero sí son tareas para los/las profetas, los centinelas y quienes aman el futuro. Por lo demás, a todos nos conviene reflexionar sobre hacia dónde está soplando el Viento en las capas más altas, o hacia dónde se mueven las aguas más profundas... Estas líneas querían simplemente contribuir modesta y opinablemente a esa reflexión, con toda la humildad del caso, y sin querer irritar a los guardianes del pasado.

(Tomado de Revista Latinoamericana de Teología, n. 354)