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«LA MISIÓN DEL LAICADO EN LA NUEVA EVANGELIZACION»

 

 

 

¿A qué laicado nos referimos?

    “La misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo” (Verbum Domini, 94). Es evidente que, por razón del propio bautismo, todos los cristianos han de ser partícipes activos en la “nueva evangelización” conforme al magisterio de S.S. Juan Pablo II y Benedicto XVI. Todos los fieles laicos están llamados, pues, a comprometerse en esta tarea primordial de la misión de la Iglesia en nuestro tiempo. Sin embargo, esta declaración de principio, como imperativo categórico, no es suficiente.

     En efecto, cuando se habla genéricamente del laicado, ¿cómo no tener en cuenta que constituye más del 95% del pueblo de Dios, en realidades extremadamente diversificadas, en las que se dan los más diferentes grados de pertenencia y adhesión, de participación y corresponsabilidad en la vida de la Iglesia? De los 1.200 millones de bautizados en la Iglesia católica, sabemos que son muchos los que ya no se reconocen como católicos y que sólo un porcentaje que oscila entre el 5 y el 20% cumple con el precepto dominical. Se ha verificado la paradoja que mientras algunos sectores significativos del “laicado” han crecido en la conciencia de su vocación bautismal, dignidad cristiana y corresponsabilidad eclesial – en la fecunda actuación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II -, ha habido en los últimos 50 años vastos fenómenos de desafección y de alejamiento por parte de multitudes de bautizados, que han sepultado el don recibido en el olvido o en la indiferencia en medio de fuertes corrientes de descristianización. ¿Cómo no recordar la observación de S.S. Juan Pablo II en la exhortación apostólica pos-sinodal Christifideles laici, cuando afirmaba que “Enteros países y naciones, en los que un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes (...) están hoy día sometidos a dura prueba e incluso alguna vez que otra son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo”. Grandes masas de hombres viven “como si Dios no existiese”. Pero también “en otras regiones o naciones (en que) todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y religiosidad popular cristiana” ese “patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impulso de múltiples procesos, entre los que se destacan la secularización y la difusión de las sectas” (n. 34). Se asiste, en verdad, a una erosión de la confesión cristiana di muchos por efecto de la potente asimilación mundana, al punto di reducirse a una etiqueta convencional, a fragmentos de creencias y episodios de la propia existencia. Decía el papa Benedicto XVI en Lisboa que no hay que afanarse por sacar las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, porque se la presupone en formas cada vez menos realistas.    

La ardua tarea de transmisión de la fe

     Esta situación indica que el patrimonio de la fe ya no se transmite pacíficamente de generación en generación, sino que conlleva hoy una tarea ardua y difícil. Los grandes medios de comunicación y homologación social vehiculan y difunden vigencias culturales cada vez más alejadas y hostiles respecto de la tradición cristiana.  Ser cristiano, vivir como cristiano, con la fidelidad, radicalidad y totalidad que ello implica, significa hoy día ir contra corriente, ser signo de contradicción y, a la vez, de novedad sorprendente. La cuestión capital que se plantea a la Iglesia no es la de combatir a sus enemigos “externos” sino la del modo con el que el don de la fe es custodiado, transmitido, acogido, vivido, celebrado y comunicado entre los cristianos y por los cristianos. La Iglesia no queda definida por las circunstancias en las que le toca vivir sino por la fidelidad a su Señor, que es el mejor modo de realizar su misión en todas las circunstancias. No en vano la prioridad que se plantea el pontificado de S.S. Benedicto XVI es la de mostrar la presencia de Dios en el corazón de la experiencia y convivencia humanas y ayudar a redescubrir la novedad y alegría, la verdad, belleza y felicidad de ser cristianos en un mundo cada vez más neo-pagano. Si “evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, n.14), por la evangelización la Iglesia misma es construida y plasmada, y siempre renovada, como comunidad de fe. Lo que importa, pues, es que todos los bautizados sean destinatarios de esa evangelización y emprendan así, por gracia de Dios, el camino hacia la pertenencia y participación en un pueblo de discípulos, testigos y misioneros.

     Dos son los motivos de esperanza que animan la tarea fundamental y urgente de la nueva evangelización. El primero es que el Espíritu de Dios nos precede en el corazón de las personas y en la cultura de los pueblos, y nos toca sólo ser sus dóciles instrumentos, mendigando su gracia para que la presencia de Jesucristo se haga carne en nuestra carne, abrace y transforme todas las dimensiones de nuestra existencia, nos de el renovado ardor de evangelizadores. El segundo es que las evidencias y exigencias constitutivas de la persona humana, sus irreprimibles anhelos de verdad y amor, de justicia y felicidad, tienden siempre a emerger y a requerir respuestas últimamente satisfactorias que sólo Cristo puede dar en abundancia. La cuestión capital sigue siendo, pues, si nosotros cristianos somos capaces de dar, por gracia del Espíritu de Dios, el testimonio de una vida cambiada, convertida en más humana, persuasivo, razonable y convincente atractivo de respuesta a dichos anhelos.

La cuestión prioritaria

       Cuestión prioritaria e fundamental es rehacer la fe de los cristianos. Todos estamos llamados a vivir la fe como nuevo inicio, como novedad sorprendente de vida, esplendor de verdad y promesa de felicidad, que reenvía al acontecimiento que la hace posible y fecunda. No es casual que el pontificado de Juan Pablo II haya comenzado con su llamado a “abrir las puertas a Cristo” y concluya con su invitación a “recomenzar desde Cristo”, fija la mirada en su rostro, redescubriendo toda la densidad, profundidad y belleza de su misterio, confiándose mendicantes a su gracia, conscientes de ser llamados a la santidad, desde la pertenencia al misterio de comunión que es la Iglesia, en la más inaudita “revolución del amor” que da sentido y plenitud a la historia humana.

     La tradición se mantiene vigente no por declamaciones retóricas o combates políticos sino convirtiéndose cada vez más en carne y sangre de nuevos cristianos. Todo lo demás se dará por añadidura. No hay otro camino que  “recomenzar desde Cristo”, para que Su Presencia sea percibida, encontrada y seguida con la misma realidad, novedad y actualidad, con el mismo poder de persuasión y afecto, que lo experimentado hace 2000 años por sus primeros discípulos en las orillas del Jordán. Sólo en el estupor de ese encuentro con Cristo, cuya Presencia se trasluce en el testimonio de sus apóstoles y discípulos, sobreabundante a todas nuestras expectativas pero percibido y vivido como plena respuesta a los anhelos de verdad y felicidad del “corazón” de la persona, el cristianismo no queda reducido a una lógica abstracta sino que se hace “carne” en la propia existencia. 

     En otras palabras, se trata del redescubrimiento, lleno de gratitud, alegría y responsabilidad, del propio bautismo como la más profunda y sublima autoconciencia de la dignidad de la persona, disminuida y ofuscada por el pecado pero regenerada por la gracia, destinada a la plena estatura de lo humano en Cristo Jesús. El Señorío de Cristo ha de ser siempre de nuevo experimentado en modo concreto, comprensible, razonable, convincente y conveniente, como certeza experimentada en la vida, y no como discurso abstracto y formal. Gracias a ese encuentro y seguimiento, se emprende un camino de crecimiento en la fe y de su verificación en la vida, desde la reiniciación cristiana hacia la formación de personalidades cristianas maduras. De tal modo, crece la “criatura nueva” que somos por el bautismo, hombres nuevos y mujeres nuevas, no en sentido retórico o simbólico sino desde todo su realismo ontológico, en cuanto protagonistas nuevos dentro del mundo.

     Por eso mismo, hay que estar vigilantes ante tres modalidades de reducción del cristianismo, que están en el futuro de nuestro presente. Una es su reducción como preferencia religiosa irracional, confinada entre las muy variables e intercambiables ofertas “espirituales” que abundan en los escaparates de la sociedad del consumo y el espectáculo, sea en la versión de un sentimentalismo “light”, sea en las rígidas formas reactivas del pietismo, del fundamentalismo. Otra es su reducción moralista, como si el cristianismo fuese sólo símbolo de compasión por los semejantes, un edificante voluntariado social, un mero impulso ético de complementación funcional para tejdos sociales disgregados por el fetichismo del dinero, por el empobrecimiento, la injusticia, la exclusión y la violencia. Está, en fin, la reducción “clerical”, preocupada sobre todo por el poder, en que agendas y estilos eclesiásticos quedan modelados por esa atracción idolátrica y modelados por la presión mediática. 

      Sólo quienes tengan una profunda experiencia de Dios en su vida, transformada por gracia del Espíritu Santo y conformada a Cristo, por incorporación como miembros vivos de su Cuerpo, se convertirán efectivamente en protagonistas de vida nueva en el mundo, protagonistas de nueva evangelización.

Un nuevo ardor de misioneros en el mundo

     Cuando nos referimos a la nueva evangelización no pensamos, en primer lugar, en programas, proyectos, multiplicación de iniciativas pastorales, sino en el despertar y alimentar ese “nuevo ardor” del corazón, como sucedido a los discípulos de Emaús, que abatidos, escépticos, abandonados a sus solas frágiles fuerzas, se convierten en testigos de la resurrección del Señor cuando reconocen su Presencia que viene a su encuentro y se convierte en su compañía, compartiendo con ellos el pan de su vida eterna y confirmándolos en la comunión de sus apóstoles y discípulos.

     La Iglesia es, por propia naturaleza, misionera. Ha recibido la misión de evangelizar, de comunicar ad gentes el Evangelio de Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre. La “nueva evangelización” – nueva en su ardor, en sus métodos y expresiones – es la reactualización, en las condiciones de nuestro tiempo, del mandato misionero confiado por Cristo a sus apóstoles y discípulos. 

     La misión no es una suerte de añadidura a la vocación cristiana, algo extraordinario que se añade a lo ordinario de la confesión cristiana, sino que es la comunicación de la misma experiencia cristiana, casi como ósmosis de persona a persona, a través del testimonio de quien comparte un gran don recibido gratuitamente – ¡el don del encuentro con Cristo! – experimentado y gustado en la propia vida, y destinado a todos. Lo que se ha recibido gratuitamente, gratis tiene que ser comunicado. La misión es el ímpetu urgido desde el profundo del propio corazón, conmovido por la gratitud y la alegría, confirmado por el mandato evangélico, por comunicar el don del encuentro con el Señor, compartiendo la verdad, la belleza y el bien experimentados como gesto de amor hacia la vida y el destino de los demás.

     La mejor contribución de los fieles laicos a la nueva evangelización reside en ese testimonio de hombres nuevos y mujeres nuevas, de sorprendente novedad de vida, porque el Señor ha ido transformando – no obstante arraigadas resistencias y reiteradas traiciones – todas las dimensiones de su existencia. Porque si es verdadero encuentro con el Señor, entonces cambia todo e imprime con su impronta la vida matrimonial y familiar, las amistades, el trabajo, las diversiones, el uso del tiempo libre y el dinero, el modo de mirar toda lo que acontece en el que madura el “instinto” y la inteligencia de la fe como inteligencia de la realidad, e incluso los mínimos gestos cotidianos. Todo lo convierte en más humano, más verdadero, más esplendoroso de belleza, más feliz. Todo lo abraza con la potencia de un amor transfigurador, unitivo, vivificante. “El que está en Cristo, es nueva creación” (II Cor. 5, 16). El cristianismo es llamado de Cristo a nuestra libertad; espera la simplicidad del “fiat”,  como el de la Virgen María, para que, por medio de la sacramentalidad de la Iglesia, se haga carne en nuestra carne. De tal modo se convierte en totalizante, que es lo contrario de un cristianismo disociado de los intereses vitales de la persona. Y esa “metanoia”, esa novedad de vida, no es resultado del mero esfuerzo moral, siempre frágil, de la persona, sino fruto ante todo de la gracia, o sea, de un encuentro que se vuelve amistad, comunión, confianza en el amor misericordioso de Dios y que puede llegar a exclamar con el apóstol: “vivo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 3, 19). “La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar – señalaba Juan Pablo II – será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vivir más conformes a la dignidad humana”. Sólo quienes vivan la experiencia de una vida materialmente cambiada por la fe, no obstante las propias incoherencias y miserias, siempre confiándose a la misericordia de Dios, se convertirán en auténticos sujetos que hagan presente el cristianismo en todos los ámbitos de la vida personal y la convivencia social.

     Contaba el Padre Joseph Cardjin, fundador de la Juventud Obrera Católica, después creado Cardenal por el Papa Pío XI, un diálogo suyo con un joven cristiano que era aprendiz en una cadena de montaje, allá por los años 30 del siglo pasado. Si después de trabajar uno, dos, tres meses en la cadena de montaje, los compañeros de trabajo que tienes cercanos no se plantean preguntas por tu persona, por tu sonrisa, por tus gestos, por tu relación con ellos, por el modo con el que trabajas, por tus conversaciones, por tu presencia en la fábrica, entonces quiere decir que no estás dando testimonio transparente de Aquél otro que imprime su impronta sobre tu persona. Y si en esos tres meses no has encontrado la buena oportunidad de dar razón de tu vida y de tu esperanza, entonces corres el riesgo de no llegar a ser nunca un apóstol de Cristo.

     La singular y fundamental contribución de los fieles laicos a la nueva evangelización es precisamente ésa: dar testimonio en la propia vida matrimonial y familiar, en el trabajo, en todos los ámbitos de la vida social y cultural, incluso y hoy más que nunca en la vida política, de esa vida nueva en Cristo. Ese testimonio, personal y comunitario, tendría que suscitar en los más diversos ambientes de la convivencia, si no el estupor al menos la curiosidad del preguntarse…¿por qué viven así?, ¿qué es lo que les provoca esa alegría y esperanza, aún en medio de tantas dificultades?, ¿de dónde viene esa gratuidad con la que abrazan la vida de los otros, incluso y preferentemente de los más necesitados y desamparados, de los que no cuentan nada en la sociedad?,...al modo de aquel asombro de los paganos ante los primeros cristianos: ¡Mirad cómo se aman! Ha de ser una curiosidad movida por el presentimiento de que esa vida humana verdadera, sorprendente, feliz, también es posible y buena para sí. La fe se comunica por esa especial “atracción”. Ella reenvía al acontecimiento que la ha hecho posible y que siempre la regenera. Por eso, hay que anunciar sin inhibiciones ni cobardías y proponer a la libertad de todos este acontecimiento: el Misterio en que todo consiste y subsiste se ha hecho carne - ¡es el Emmanuel, el Dios con nosotros! -, se nos ha revelado como Amor misericordioso, sigue viniendo a nuestro encuentro en la persona de su Hijo, Jesucristo, que es contemporáneo a todo hombre, por gracia de su Espíritu, mediante su Cuerpo, la Iglesia - la compañía de sus apóstoles y discípulos, sacramento de su Presencia -, revelando a la vez nuestra vocación y dignidad humanas, el sentido de la existencia, el camino de plena realización de una vida verdadera. Y hay que anunciarlo oportuna e inoportunamente, porque las circunstancias actuales parecen llevarnos a pensar que este anuncio se está volviendo siempre “inoportuno” en una sociedad del consumo y del espectáculo, encerrada en su capa de banalidad, propagadora de un libertinismo para las masas que tiende a ser el nuevo “opio del pueblo”. Recordemos que el Espíritu Santo nos precede siempre y que esa capa de banalidad puede distraer, confundir, censurar, pero no puede cancelar la búsqueda, la pregunta, el deseo, a veces el clamor, que brota del corazón del hombre, anhelante del florecer de una vida más humana en medio de la desertificación de la convivencia. Hay que saber, pues, dar razones de la esperanza que está en nosotros.

Compañías fundamentales

        Para multiplicar en cantidad y calidad fieles laicos como sujetos de la nueva evangelización se requieren, por cierto, comunidades cristianas vivas, que sean para ellos ámbitos educativos de iniciación y regeneración en la fe de la Iglesia según métodos/caminos que los ayuden a crecer hacia una madurez cristiana. Se requieren, sí, comunidades cristianas que los familiaricen con la Palabra de Dios a la luz de la gran tradición católica, que alimenten su encuentro con Cristo mediante los sacramentos (y especialmente por el acercamiento frecuente al sacramento de la reconciliación y la Eucaristía), que los forjen en una disciplina de oración, que los sostengan con la unidad entre los hermanos en la fe, que ayuden a abrazarles toda su vida en Cristo, que sean para ellos moradas de vida nueva, casas y escuelas de comunión, ímpetu para la misión.

     Permítanme decirles especialmente la tremenda necesidad que tienen los fieles laicos de contar con la compañía cercana de los sacerdotes ante sus necesidades y preocupaciones, sufrimientos y esperanzas, gracias a su solicitud pastoral urgida, con el fervor congenial al ministerio de dispensador de los misterios divinos, con el abrazo de su caridad, con la paciencia educativa de su paternidad, con su capacidad de ser constructores y animadores de comunidades vivas, con su acogida y valorización de los carismas que viven los fieles laicos individualmente o asociados, con el testimonio de su santidad. Por eso, la primera cosa que se espera del sacerdote es que sea, sobre todo, un cristiano, o sea, que ‘viva en Cristo’, que toda su vida, el discernimiento y el seguimiento de su vocación, su formación integral, sus estudios sistemáticos, la conciencia de su consagración, el ejercicio de su ministerio, todos los trabajos que desarrolla… todo esté íntima y totalmente impregnado por la experiencia del encuentro y de la comunión con Jesucristo. Muchos fieles laicos, por instinto evangélico, por lúcida conciencia teológica y/o por experiencia espiritual son bien concientes de la imponencia de la vocación y del ministerio de los sacerdotes:  elegidos por Dios, ungidos por el Espíritu Santo con el sacramento del orden, configurados a Jesucristo como cabeza y pastor que da la vida por Su Iglesia, partícipes de Su sacra potestas y animados por Su caridad pastoral, “no para permanecer separados de este mismo pueblo y de cualquier hombre, más bien para consagrarse enteramente a la obra para la cual lo ha tomado el Señor” (Prebyterorum Ordinis, 3). El sacerdote es la persona que, en el encuentro con Cristo, está llamada a ser instrumento de este encuentro para sus prójimos. Esto, ciertamente, le da una tensión dramática a la vida del sacerdote, ya que lo pone continuamente frente al misterio de Dios que se comunica al hombre, y frente al misterio del destino del hombre que, en este tiempo y para el tiempo definitivo, al menos en cierta medida, depende de él.

     En efecto, los fieles laicos tienen necesidad de que los sacerdotes compartan con ellos, a manos llenas y con el corazón lleno de gratitud y de celo por las almas, los dones de la Palabra de Dios y los Sacramentos, en la conciencia de la común pertenencia al misterio de la Iglesia como acontecimiento principal y decisivo de la vida. Los fieles laicos tienen necesidad de ser reenviados siempre a las fuentes de la fe. Tienen que ser alertados a reconocerse pecadores, mendicantes de la misericordia divina, para volver a acercarse con frecuencia al sacramento de la penitencia, encontrando a los sacerdotes en su espera, pacientes y disponibles en el confesionario. Tienen necesidad de ser acompañados en la perseverante respuesta a la gracia del matrimonio, para vivir con mayor plenitud ese gran misterio de unidad, fidelidad y fecundidad. Tienen necesidad de sacerdotes que sean auténticos educadores de la fe y en la fe, que los sostengan en su crecimiento como christifideles. Tienen necesidad de recibir del sacerdote el pan bueno de la  doctrina cristiana, conforme a la gran tradición católica, al Catecismo de la Iglesia Católica. Tienen necesidad de ser configurados en Cristo por el itinerario de una auténtica existencia eucarística, que les haga redescubrir, una y otra vez, que es la Eucaristía la fuente y el ápice de toda vida cristiana. Tienen necesidad de sentir cercano al sacerdote en los momentos cruciales de su existencia. ¡Los laicos tienen necesidad, por lo tanto, de sacerdotes para su salvación! Esta necesidad es sentida más dramáticamente en aquellas comunidades donde el presbítero no está presente y solamente puede visitarlas ocasionalmente. Los franceses las llaman expresivamente: ‘comunidades en la espera del sacerdote’. De hecho, sin el sacerdote no hay Eucaristía y sin la Eucaristía no hay Iglesia.

     Los fieles laicos sienten vivamente la necesidad de santos sacerdotes. “No se trata cierto de olvidar que la eficacia sustancial del ministerio permanece independiente de la santidad del ministro”, aclara S.S. Benedicto XVI en su carta en la vigilia de la apertura del Año Sacerdotal (16. V. 2009), “pero no se puede tampoco descuidar la extraordinaria fecundidad generada del encuentro de la santidad objetiva del ministerio y aquella subjetiva del ministro”.  Santos sacerdotes son testimonio de un fuerte impacto ejemplar y educativo en la vida de los fieles laicos.

     Si consideramos especialmente la colaboración de sacerdotes y laicos en la nueva evangelización, es necesario tener en cuenta que, muchas veces, es como si los presbíteros – reducidos a meros agentes de culto, sobrecargados de tareas burocráticas-eclesiásticas de viejo o nuevo cuño, multiplicadores activistas de iniciativas  – continuasen cuidando a los cada vez menos fieles en el recinto, mientras la proporción de la parábola de las 99 ovejas del rebaño y la única perdida ha ido cambiando dramáticamente en sus proporciones. El sacerdote no debe esperar a los hombres dentro de los muros del templo o de su sacristía y salones de catequesis, como si tuviese el derecho de esperar a que los otros vengan a él. Todo lo contrario, él tiene que ir ad gentes,  hacia todos los ambientes donde viven y conviven los hombres, donde compartan alegrías y sufrimientos, donde estudian y trabajan, luchan y esperan.

     Ponerse en estado de misión es el signo mismo de la consagración sacerdotal, el donarse totalmente a Dios y al servicio de los hombres. Esto exige un cambio de mentalidad y muchas veces de estilo de pastoral, un renovado ardor por comunicar en todas partes el Evangelio de Cristo. Hoy necesitamos sacerdotes con mucho amor hacia las personas, las familias, los pueblos, apasionados por su vida y su destino; que vayan al encuentro de las necesidades y esperanzas de los hombres, sin discriminarlos con etiquetas o censuras previas; que sean capaces de escuchar y exponerse en un diálogo exigente en el afrontamiento de la realidad cotidiana. Todo ello sin refugiarse en discursos abstractos, sino poniendo todo lo que se vive y se comparte en relación con el anuncio de la presencia de Cristo, para darle respuestas concretas. El sacerdote es enviado por Jesús a todos los hombres, donde se encuentren. Necesitamos especialmente presbíteros dispuestos a arriesgar nuevas modalidades de presencia en los vastos y diversificados ambientes secularizados, fronteras de la misión. Ciertamente esto es todo lo contrario de la reclusión en el ghetto de los “buenos católicos”. ¿No debe acaso el sacerdote, como Cristo, ir al encuentro de los pecadores, los lejanos, los jóvenes que buscan un sentido a la vida aún en medio de la confusión y la trasgresión, a cuántos anhelan una salvación que no encuentran en ninguna parte? ¿No deben acaso mostrar la compasión del Señor para con todos los que sufren en el cuerpo y en el alma, para con todos los que viven en condiciones de pobreza, injusticia y violencia, cercano de los que viven en la soledad y la marginación? El corazón del buen pastor debe primar y arder en la comunicación de vida de Cristo a todos, ad gentes. La caridad pastoral no puede sino realizarse como compasión por las miserias del hombre, compartiéndolas en la misericordia. El sacerdote es hombre de la misericordia, porque vive de Dios y comunica a Dios, porque experimenta el mismo la misericordia de Dios.

Sobre los laicos y la formación sacerdotal

    De allí la importancia capital del Seminario para la formación de los futuros sacerdotes, para la vida de la Iglesia diocesana, para el crecimiento de los christifideles laicos. Toda la comunidad cristiana debe sentirse también responsable del propio seminario, que no está reservado solo a los “especialistas”. Sin embargo, la responsabilidad le toca directamente, primordialmente, a los Obispos. Es una responsabilidad intransferible y fundamental, que se ejerce no sólo escogiendo a sus mejores sacerdotes como colaboradores para guiar el Seminario, discernir las vocaciones y ayudar a crecer cristianamente a los candidatos al sacerdocio, sino también visitando con frecuencia el Seminario y conociendo y cuidando uno a uno sus seminaristas. Esta es una responsabilidad capital ante Dios, ante la Iglesia y ante los mismos seminaristas, que no puede ser descuidada ni delegada.

     No obstante ello, es también necesario y deseable que los fieles laicos manifiesten particular interés por la formación de los sacerdotes. Este interés está tanto más justificado cuanto más se vive la conciencia eclesial sobre la importancia de una institución que, desde los albores de los tiempos modernos, ha desarrollado un papel fundamental en el crecimiento espiritual, cultural, teológico y pastoral de los futuros sacerdotes. Es oportuno recordar también que, durante la primera fase del post concilio, los seminarios atravesaron un período crítico de desestructuración y experimentación, en el que elementos de auténtica renovación se mezclaron con experiencias confusas, disgregantes, desalentadoras y fallidas. Hoy se asiste a una coyuntura de más serena reflexión y discernimiento eclesial, pero las circunstancias imponen que no se siga demorando una revisión sistemática, orgánica, de las diversas dimensiones de esta institución eclesial y del itinerario de formación de futuros sacerdotes, en lo que se asegure una profunda experiencia de vida espiritual por parte de los seminaristas, una disciplina de vida comunitaria para ser educados en la libertad a la luz de la comunión y responsabilidad personal, una forja de temple humano maduro de la persona, una formación cultural actualizada, amplia y enriquecedora, una formación doctrinal fiel, sólida, rigurosa. A los estudios exigentes y sistemáticos de la filosofía y de la teología, es necesario sumar la educación, entre los seminaristas, por el gusto y acercamiento al arte, a la literatura, a los avances de la ciencia y de otros campos de la cultura, frutos de la curiosidad y del celo por todo lo humano. Se aplica también en la formación de los futuros sacerdotes ese alargamiento de la razón, subrayado por el magisterio de S.S. Benedicto XVI, para saber afrontar toda la realidad a partir de un juicio cristiano y ser capaz de diálogo a 360 grados con los laicos, cada vez más instruidos y competentes. El sacerdote de estos inicios del siglo XXI tiene que tener una personal y profunda experiencia de Dios, un amor inquebrantable a la Iglesia, y estar dotado de un gran equilibrio humano y nutrido por una cultura cuyo hilo conductor de juicio sintético y vivencial sea dado por la fe.

     Está claro que el seminario no tiene que ser un cuerpo extraño y aislado de la vida de la comunidad diocesana, sino que ha de saber combinar con sabiduría las propias exigencias espirituales e intelectuales, institucionales y comunitarias, con una progresiva integración y colaboración de los seminaristas en la vida y la misión de la Iglesia local y su participación en las actividades parroquiales, comunitarias y asociativas, en las cuales se aprende a convivir y a colaborar con los fieles laicos y a edificarse mutuamente. Incluso la presencia de cristianos laicos, fieles, maduros y competentes, en el cuerpo docente de los seminarios, es una experiencia que podría ser incrementada. Es importante que los seminaristas aprendan, con especial madurez humana y sensibilidad pastoral, a relacionarse con los fieles laicos, hombres y mujeres, evitando, por una parte, asimilaciones por compañerismos “simpaticones” y afectos tan imprudentes como desordenados o, por otra parte, el refugiarse mediante distancias asépticas y moralistas. 

     Si los fieles laicos son hoy más exigentes respecto de la formación espiritual, cultural y teológica de los sacerdotes, no es porque quieran “intelectuales” o “manager” pastorales, sino porque sienten la necesidad de personalidades cristianas sólidas, confiables y atrayentes, totalmente captadas para la causa de Cristo, que prolonguen la auto-donación del Redentor, exentos de superficialidad, con una madurez humana y afectiva en el vivir el propio celibato como libertad de donación a Dios y a todos, capaces de enfrentar realidades duras y complejas sin clausuras pietistas ni trastornos traumáticos, sino animado por una pasión por el hombre, por su bien, por su salvación.

Prof. Dr. Guzmán M. Carriquiry Lecour
Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina

 

 

 

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