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"La vocación: el arte de saber escuchar"

 La escucha no es algo espontáneo. Es un arte. Y bíblicamente hablando, es también obediencia, es fe. Como arte, la escucha requiere ejercicio, aprendizaje, tiempo, paciencia y, sobre todo, una serie de condiciones. Nos detenemos en estas tres: estar interesado, hacer silencio y reconocer la propia limitación.

  1. Mientras oír es, en primera instancia, percibir sonidos (cosa que puede hacerse aunque uno no quiera), escuchar es prestar atención a lo que se oye. Y solo se presta atención a quien dice algo que me interesa, algo que me resulta bueno, que está en sintonía con mis anhelos, con mis pensamientos, con mi vida. Mientras se oye sin atender, no se escucha sin atender. Se comprende ahora porque la Palabra de Dios se presenta como una buena noticia. Si no fuera así, no podría interesar ni ser escuchada. El interés despierta el oído. De ahí que el orante pide al Señor que despierte su oído, para poder escuchar, como un buen discípulo (Is 50,4). Cuando está limitado el interés, también lo está el conocimiento. Hay conocimientos que sólo llegan cuando se los desea: «el deseo capacita y prepara al que desea para conseguir lo deseado», dice Tomás de Aquino. El cuarto evangelio dice, que Dios se da a conocer al que le ama (Jn 14,21), pues hay una sabiduría que sólo es hallada por los que la buscan y la desean (Sab 6,12-13) Escuchar requiere percibir lo que se me dice como interesante y bueno para mí.

  2. Nótese el matiz: interesante para mí. Pues para interesar a alguien no basta con darle buenas noticias. Es necesario que las perciba como tales. En ocasiones algunas buenas noticias se perciben como malas. Bien explica Tomás de Aquino que «el bien espiritual les parece a algunos malo en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados». Hay posturas, situaciones, lugares, que impiden o, al menos dificultan, determinadas escuchas. Ni todos los lugares están preparados, ni todas las personas están capacitadas para escuchar determinadas noticias, por muy buenas e interesantes que sean. Además del interés se necesitan unas circunstancias favorables que posibiliten la audición. Cuando las circunstancias que dificultan son personales, se necesita una conversión. El apóstol Pablo advertía que cuando se está instalado en los «dioses de este mundo» el entendimiento se ciega y no le resulta posible percibir «el resplandor glorioso del Evangelio de Cristo» (2 Cor 4,4). De ahí la necesidad del silencio exterior, pero sobre todo del silencio interior, para poder escuchar. No hay que interrumpir al que habla antes de que concluya. Hay que dejar a un lado el ruido de tantas preocupaciones para concentrarse en lo que de veras vale la pena.

    3. Una tercera condición para la escucha es el reconocimiento de la propia limitación. No somos poseedores de la verdad, no lo sabemos todo, no tenemos siempre toda la razón. Hay mucho que aprender, mucho que recibir de los otros. Siempre nos falta algo. Quien piensa que todo lo sabe, que los demás son incapaces de aportarle nada, no está en disposición de escuchar nada. La paciencia, el deseo de aprender y, sobre todo, la humildad, la capacidad de. autocrítica, son condiciones esenciales de toda escucha. Dicho de otro modo: para escuchar es necesario ser bien consciente de que uno no es Dios. Relacionado con esta actitud está el dejar que el otro sea otro, no seleccionar sólo aquellas opiniones que coinciden con las nuestras, no evaluar lo que el otro dice desde nuestros propios esquemas. Escuchar es también dejarse sorprender, ponerse en lugar de los demás, dejar a un lado los propios paradigmas y asumir que otros pueden ver las cosas de manera diferente. Escuchar, en definitiva, es estar dispuesto a convertirse, a cambiar.

(Sacado del artículo de Martín Gelabert Ballester en la revista VERITAS 19 [2008], titulado "Escuchar la voz y el silencio de Dios)