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Reflexiones sobre la carta apostólica «Ubicumque et semper»

La nueva evangelización

RINO FISICHELLA*

La Iglesia existe para llevar el Evangelio en todos los tiempos y a todas las personas, dondequiera que se encuentren. El mandato de Jesús es tan cristalino que no permite ningún tipo de interpretación ni ninguna coartada. Quienes creen en sus palabras son enviados a los caminos del mundo para anunciar que la salvación prometida ya es una realidad. El anuncio debe conjugarse con un estilo de vida que permita reconocer a los discípulos del Señor dondequiera que se encuentren.

En algunos aspectos, la evangelización se resume en este estilo que distingue a cuantos siguen a Cristo. La caridad como norma de vida no es más que el descubrimiento de lo que da sentido a la existencia porque la impregna, incluso en sus meandros más íntimos, de cuanto el Hijo de Dios hecho hombre vivió personalmente.

Se podrá discutir largamente sobre el sentido de la expresión «nueva evangelización». Es razonable preguntarse si el adjetivo califica al sustantivo, pero no hace mella en la realidad. El hecho de que se la llame «nueva» no pretende calificar los contenidos de la evangelización, sino la condición y el modo como se lleva a cabo. Benedicto XVI, en la carta apostólica Ubicumque et semper, subraya con razón que considera oportuno «dar respuestas adecuadas para que toda la Iglesia..., se presente al mundo contemporáneo con un impulso misionero capaz de promover una nueva evangelización» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de octubre de 2010, p. 5)

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Alguien podría insinuar que decidirse por una nueva evangelización equivale a juzgar la acción pastoral realizada precedentemente por la Iglesia como un fracaso debido a la negligencia o a la escasa credibilidad manifestada por sus miembros. Aunque esta consideración no está exenta de verdad, sólo tiene en cuenta el fenómeno sociológico, en sí fragmentario, sin considerar que la Iglesia en el mundo presenta rasgos de santidad constante y de testimonios creíbles que también en nuestros días están marcados por la entrega de la vida. El martirio de muchos cristianos no es distinto del padecido a lo largo de los siglos de nuestra historia y, sin embargo, es verdaderamente nuevo porque impulsa a los hombres de nuestro tiempo, a menudo indiferentes, a reflexionar sobre el sentido de la vida y el don de la fe.

 

Cuando ya no se busca el sentido auténtico de la existencia, adentrándose en senderos que desembocan en una selva de propuestas efímeras, sin advertir el peligro que acecha, entonces es justo hablar de nueva evangelización. Constituye un verdadero estímulo para tomar en serio la vida, para orientarla hacia un sentido acabado y definitivo, cuya única respuesta es la persona de Jesús de Nazaret. Él, el revelador del Padre y su revelación histórica, es el Evangelio que anunciamos aún hoy como respuesta al interrogante que inquieta a los hombres desde siempre. Ponerse al servicio del hombre para comprender el anhelo que lo impulsa y proponer una solución que le dé serenidad y alegría es precisamente el contenido de la buena nueva que anuncia la Iglesia.

 

Así pues, una nueva evangelización, porque nuevo es el contexto en el que viven nuestros contemporáneos, a menudo sacudidos por teorías e ideologías pasadas de moda. Por paradójico que pueda parecer, se prefiere imponer la opinión más bien que orientar hacia la búsqueda de la verdad.

 

La exigencia de un lenguaje nuevo, que los hombres de hoy puedan comprender, es una exigencia de la que no se puede prescindir, sobre todo por lo que respecta al lenguaje religioso, cuyo carácter tan específico a menudo resulta incomprensible. Abrir la «jaula del lenguaje» para favorecer una comunicación más eficaz y fecunda es un compromiso concreto para que la evangelización sea realmente nueva.

 

Un icono en el que quiere inspirarse el nuevo dicasterio es el de la Sagrada Familia de Gaudí. Quien observa su riqueza arquitectónica oye la voz del pasado y la del presente. A nadie escapa que es una iglesia, un espacio sagrado que no se puede confundir con ninguna otra construcción. Sus torres se recortan hacia lo alto, obligando a mirar hacia el cielo. Sus pilares no tienen capiteles jónicos o corintios y, sin embargo, los evocan, aunque permiten ir más allá siguiendo un entramado de arcos que hacen pensar en un bosque donde el misterio te invade y, sin oprimirte, te da s e re n i d a d .

 

La belleza de la Sagrada Familia sabe hablar al hombre de hoy, aun conservando los rasgos fundamentales del arte antiguo. Su presencia parece contrastar con la ciudad formada por edificios y calles que se suceden mostrando la modernidad a la que somos enviados. Las dos realidades conviven y no desentonan, más aún, parecen hechas una para la otra; la iglesia para la ciudad y viceversa. En cualquier caso, es evidente que la ciudad sin esa iglesia se vería privada de algo sustancial, mostraría un vacío que no puede colmarse con otro cemento, sino con algo más vital que impulsa a mirar hacia lo alto sin prisa y en el silencio de la contemplación.

*Presidente del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización