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LA FORMACION PARA EL PRESBITERADO

COMO SUPERACION DE ANTINOMIAS

Vicente Hernández Alonso

"Las antinomias están implícitas en el proceso educativo. Es difícil que el educador que actúa prácticamente las perciba o las encare. Trabaja con ellas sin saberlo. Para que la conciencia de ellas sea nítida y segura es necesario entregarse a la pura contemplación de aquello que trasciende la apariencia superficial. Sólo una reflexión seria puede revelar la trama concreta del proceso educativo. Importa mucho conocerlas, porque ellas dan,inconscientemente, solución al problema de la educación" (1).

Quiero comenzar mi reflexión con estas palabras de Mantovani, insigne pedagogo argentino, porque, además de ser sumamente esclarecedoras, constituyen un reto para cualquier educador que ame su tarea. La práctica educativa, en efecto, exige entregarse a la contemplación de lo que trasciende la apariencia. Se impone el deber de establecer distancia y reflexionar. Y sólo mediante esa reflexión -asegura Mantovani- se puede tomar conciencia de las antinomias que lleva implícito el proceso educativo.

Tengo que confesar que desde mi experiencia de educador de seminaristas este asunto de las antinomias es el que más me preocupa, pues se impone como algo siempre problemático y candente, tanto en los educadores como en los educandos. Su misma problematicidad constituye, al mismo tiempo, en unos y en otros, una permanente tentación al desánimo en la tarea.Y, sin embargo, sucumbir a esa tentación es tanto como rendirse a las fuerzas desintegradoras del verdadero proceso formativo.

Por eso, este trabajo quiere ser una modesta respuesta al reto de Mantovani en lo que se refiere a las dificultades que brotan en la labor directa de la educación de los candidatos al ministerio presbiteral y que suelen adoptar un carácter antinómico. Me lo impongo como un intento más de ir poniendo orden en ese oficio de educador, que se experimenta como una modalidad muy exigente del ejercicio del ministerio pastoral. Son apuntes de reflexión sobre la marcha, que expresan las inquietudes sobre un asunto que, tanto desde la práctica como desde la teoría, se presenta como crucial. Con esa conciencia de provisionalidad lo ofrezco a quienes -educadores y seminaristas- estamos involucrados en esas tareas y en esos procesos educativos, de gran trascendencia para el futuro de la Iglesia, a las puertas del tercer milenio. Me sirvo como, documento básico, de la exhortación apostólica postsinodal "Pastores dabo vobis" (PDV) del papa Juan Pablo II, que viene a ser en estos momentos como nuestro libro de cabecera.

I. LA UNIFICACIÓN DE LA PERSONA, META DE LA FORMACIÓN

La formación para el ministerio presbiteral parte de la concepción del presbítero como "representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor", pues "este es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan del único sacerdocio de Cristo" (PDV 15). Por ello la formación para el presbiterado, en todas sus dimensiones y aspectos, se entiende como formación pastoral , en cuanto preparación para la unción sacramental del Orden, que configura al candidato con Jesucristo Cabeza y Pastor (2).

El ideal que dé identidad al formando será, por tanto, llegar a ser representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor. Identidad teológica, que progresivamente ha de hacerse identidad existencial mediante el proceso formativo.

Lograr la identidad personal es una aspiración de todos y responde a "la necesidad radical del espíritu de liberarse dentro de la unidad. Si un hombre no supera la multiplicidad interna de las fuerzas que lo arrastran, y en particular de las diferentes corrientes de conocimiento y de fe y de las diversas energías vitales que actúan en su espíritu, seguirá siendo un esclavo más que un hombre libre. Sangre, sudor y lágrimas son necesarias para esta tarea sumamente difícil que es la unificación de nuestro mundo interior" (3).

Por eso podemos decir que la identidad personal "está ligada especialmente a la capacidad de síntesis personal ", que ha de articularse sobre "una serie de polaridades, con las que cada individuo tiene que enfrentarse forzosamente para después conseguir integrarlas: subjetividad-objetividad, inmanencia-trascendencia, don-conquista, pasado-futuro, consciente-inconsciente, individualidad-grupalidad, yo actual-yo ideal, etc. El olvido o la infravaloración de algunos de estos elementos o de estas parejas significa inevitablemente un perjuicio para el resultado final"(4).

¿Cuál sería el elemento unificador, capaz de hacer la síntesis que integre las diversas polaridades para que la persona pueda ir logrando su identidad?

Esta pregunta se la hicieron a Jesús, aunque formulada en otros términos: "¿Cuál es el primer mandamiento de todos? Jesús contestó: El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas sus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos" (Mc 12, 28-30). La respuesta de Jesús conecta plenamente con la experiencia personal de cada uno de nosotros, pues "el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente" (5).

De ahí que sea el amor el agente de la unificación y de la identidad de la persona cristiana. "El amor llega a todas las dimensiones de la vida y de la persona: «El amor a Dios y al prójimo no es un aspecto parcial de nuestra vida al lado de otros, sino que es el único que puede dar a la existencia humana su unidad e integración» (L. F. Ladaria) porque el amor es la verdad del hombre por su relación con el Amor en el que somos y vivimos. Tiene pleno sentido la frase de San Agustín: «Cada uno es lo que es su amor», es decir, nos convertimos en aquello que amamos" (6).

Si el amor logra la integración y la unidad de la vida de todo cristiano, así ha de ser en el cristiano presbítero. En su caso, el amor cristiano se define como "caridad pastoral", que se entiende como "principio interior que anima y guía la vida espiritual del presbítero" y que "es capaz de unificar las diversas actividades" (PDV 23). La caridad pastoral da una "orientación vital e íntima" a toda la formación haciéndola integral (PDV 71).

Así, pues, el ministerio presbiteral, como representación sacramental de Cristo Cabeza y Pastor, da identidad al presbítero, y tal identidad se hace realidad personal merced al poder unificador de la caridad pastoral, don del Espíritu y respuesta humana, en un proceso al hilo de la vida.

Ahora bien, ese proceso es difícil y se va realizando trabajosamente ("sangre, sudor y lágrimas"). La labor integradora que realiza la caridad no es algo espontáneo. Aparecen en el proceso, desde el interior y desde el exterior de la propia persona, fuerzas que obstaculizan la integración y aspectos parciales que pretenden erigirse en principios totalizadores. Ahí es donde se sitúa el desafío pedagógico, pues la formación es ciertamente obra del Espíritu en el corazón del hombre; pero se requieren las mediaciones humanas (Cf. PDV 69). Esas mediaciones, ideadas y presentadas con una intencionalidad formativa, constituyen precisamente la educación.

En las páginas que siguen intentaré poner de relieve algunas dificultades para la unificación derivadas de la misma estructura del ser cristiano y del ser del presbítero, así como su necesaria superación. Indicaré luego otras dificultades provenientes del modo de ser de los actuales candidatos al presbiterado. Y, ya en la última parte, apuntaré algunas sugerencias pedagógicas que puedan favorecer la asunción del objetivo último de la formación presbiteral.

II. DIFICULTADES PARA LA UNIFICACIÓN

1. La difícil unificación de la vida cristiana

Hace unos años le pedían a Segundo Galilea, gran conocedor de la realidad pastoral de Latinoamérica, que hiciese una especie de diagnóstico de la situación del continente en ese aspecto. Quiero traer aquí su testimonio, porque puede aportar luz al objetivo de nuestro trabajo: la formación del candidato al ministerio presbiteral entendida como unificación de la vida en la caridad pastoral:

"A menudo encuentro todavía -y digo todavía porque advierto una creciente mejoría- que en los lugares de evangelización (parroquias, comunidades, movimientos laicos...) la evangelización es parcial; o es unilateral o le falta hacer síntesis o no tiene el equilibrio que prescribe el mismo Evangelio. Los desequilibrios o parcialidades no suelen ser los mismos y varían según tal o cual comunidad o grupo: eso depende de los pastores y de los responsables que ayudan en la orientación espiritual y pastoral. Depende menos del contexto humano, salvo casos extremos.

Hay comunidades, y en este término incluyo genéricamente a todas las instancias y lugares de evangelización, en que la educación de la fe se reduce prácticamente al aspecto religioso; la experiencia de Dios, la conversión, la espiritualidad, no se conectan fácilmente ni suficientemente con las consecuencias sociales, culturales, humanizadoras y liberadoras del mensaje cristiano. No digo que se nieguen, sino que se silencian. Y lo que se silencia tiene también aspectos deformantes. Creo que hablando globalmente, en las deficiencias pastorales en América Latina no hay aberraciones doctrinales sino fallas pedagógicas y de síntesis. No es que la gente de esas comunidades no preste servicios religiosos apostólicos, por ejemplo entre los pobres, pero se hace como práctica espiritual , sin la suficiente relación con la evangelización en sí misma.

De otra parte, en otras, pareciera que el objeto de la evangelización fuera la justicia social,los derechos humanos, una sociedad más humana. Lo propiamente religioso, lo sacramental, lo espiritual, están presentes, pero por la pedagogía empleada no parece tener un valor en sí mismo, como liberación interior y experiencia de vida nueva. Aparecen como "medios" para asegurar lo anterior, es decir, lo religioso, la espiritualidad, es un acompañamiento, no tanto la esencia de la evangelización.

Pero esos desequilibrios requieren una síntesis. Y forma parte de la evangelización el ayudar a personas y comunidades a realizarla. Se trata del eterno problema de integrar y sintetizar la dimensión religiosa y lo secular, lo vertical y lo horizontal en el cristianismo...Pareciera que la condición humana tuviera una especial dificultad en unir dos dimensiones que parecen contraponerse. Se suele disminuir una de ellas en beneficio de la otra, cuando debieran integrarse y sintetizarse" (7).

Es esta una dificultad muy vieja. Testigos de ella son los mismos textos del Nuevo Testamento, que reflejan sin duda los problemas que iban apareciendo en el seno de las primeras comunidades. Bástenos recordar las insistencias de Juan: Si alguno dice: "Yo amo a Dios", y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve (1 Jn 4, 20). O las de Santiago: Y si alguno dice: "Hay quienes tienen fe y hay quienes tienen obras", yo le responderé: "Pues a ver si puedes hacerme ver tu fe sin las obras, que yo por las obras te haré ver mi fe" (Sant 2, 18).

Sabemos también por la historia de la Iglesia que esta dificultad ha estado presente en todo momento a lo largo de su trayectoria. El Vaticano II, por su parte, se hace eco de la misma con palabras tajantes: "Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga a un más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación de cada uno.

Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos temporales, como si estos fueran ajenos del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época" (GS 43).

Yendo al fondo de la cuestión, quizá habría que decir que todo deriva de la dificultad de aceptar y de asumir vitalmente lo más sustantivo y original de la fe cristiana: que Cristo es Dios y es hombre. La historia de las herejías tiene mucho que decir en este punto y es posible que en todo creyente luchen de forma permanente esas tentaciones "heréticas". Pues bien, todo cristiano ha de situarse en esa tensión entre lo vertical y lo horizontal. La síntesis requiere esfuerzos y, además, es tarea permanente. Y el que aspira a presbítero, como creyente, tendrá que formarse en esa dirección.

2. La difícil unificación del ser del presbítero

a. Desde su misma estructura

Los polos dialécticos inherentes al ser cristiano cobran un carácter particular en el ministerio presbiteral. El Concilio lo expresa paladinamente en estos términos: "Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra a la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida más que de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres si permanecieran extraños a su vida y a sus condiciones. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo, pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor" (PO 3).

Con estas palabras al sacerdote se le está pidiendo expresamente que sepa mantenerse en esa bipolaridad. "Su posición es por lo tanto un sí y un no. En este punto comienza la angustia de la misión y de la existencia sacerdotal, testimoniada ayer por la historia de las religiones y hoy por la vivencia del sacerdocio neotestamentario" (8).

Ser dispensadores de la vida de Dios implica ciertamente una separación o segregación del mundo. "Esto queda expresado en la consagración y ordenación, en los ritos, en la doctrina, en el modo de ser y presentarse en el mundo... Esos símbolos separadores deben servir a la misión de reconciliación con el mundo. Pero aquí puede surgir el peligro: que se conviertan en sustantivos, que la reserva se baste a sí misma. Surge entonces la casta o clase sacerdotal" (9). Por otra parte, el requerimiento de vivir en el mundo, entre los hombres, puede desconectarse del otro polo, y en ese caso "la misión en el mundo degenera en sacralización de las divisiones y conflictos ya existentes. Se adapta sin crítica, olvidándose de su reserva, se encarna sin la forma redentora que purifica y acrisola lo que asume. Pierde su dimensión de retirada y de crítica y se diluye en una política de mano tendida. El sacerdocio se desvirtúa convirtiéndose en justificante ideológico de las divisiones existentes... Un sacerdocio alienado, al igual que un sacerdocio comprometido ingenuamente constituyen el mismo tipo de degradación de su esencia y sentido" (10).

Existe, por tanto, aquí también una tensión necesaria entre estos elementos antinómicos. El sacerdote precisa asumir así las cosas existencialmente para que su misión pueda ser eficaz. Hasta qué punto esto puede ser incómodo y comprometedor queda expresado en el destino final de Cristo, en su cruz.

Esta realidad se ha puesto especialmente de relieve en la reflexión posconciliar, empeñada en profundizar en la identidad teológica del ministerio ordenado, al hilo de la problemática de orden pastoral y existencial de los presbíteros en las últimas décadas. Y también aquí podríamos hablar de sangre, sudor y lágrimas. Muchos hemos sido testigos de lo que esta problemática ha supuesto respecto a la formación en los seminarios.

La exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis ha realizado una gran aportación en este sentido, haciendo síntesis de la reflexión teológica de las décadas precedentes, en lo que se refiere a la identidad del presbítero. La clave está en el recto entendimiento de la relación del presbítero con Cristo y con la Iglesia.

La Exhortación nos dice, por una parte, que "es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión trinitaria en tensión misionera, donde se manifiesta toda identidad cristiana, y por tanto también la identidad específica del sacerdote y de su ministerio" (PDV 12); y, por otra parte, también se afirma: "El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza" (Ibid.).

Más adelante se explica lo que podría parecer una contradición. "El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une a Jesucristo Cabeza y Pastor. Así participa, de manera específica y auténtica, de la "unción" y de la "misión" de Cristo. Pero íntimamente unida a esta relación está la que tiene con la Iglesia. No se trata de "relaciones" simplemente cercanas entre sí, sino unidas interiormente en una especie de mutua inmanencia. La relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con Cristo, en el sentido de que "la representación sacramental" de Cristo es la que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia" (PDV 16).

Así, pues, por una parte, su relación con Cristo es expresión sacramental de la relación que Cristo tiene con su Iglesia, y esto es constitutivo, "se sitúa en el ser y en obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio" (Ibid.). Cristo hace que la Iglesia realmente sea Iglesia, es decir -siguiendo a PDV-, que sea misterio de salvación para los hombres, que sea comunión , que sea misionera . Pues bien, precisamente "por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma conciencia en la fe de que no proviene de sí misma, sino de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los apóstoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de Cristo Cabeza y Pastor, han sido puestos -con su ministerio- al frente de la Iglesia , como prolongación y signo sacramental de Cristo, que también está al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación, El, que es el salvador del Cuerpo (Ef 5, 23)" (Ibid.).

Por otro lado, también deja bien claro la Exhortación que el sacerdote está en la Iglesia . El ministerio ordenado "surge con la Iglesia", en cuanto que es prolongación del "ministerio originario de los apóstoles", que evidentemente, nace con la Iglesia; no es "anterior" a ella. Pero eso significa afirmar también que no puede entenderse "como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio" (Ibid.).

De esta manera, la Exhortación logra encuadrar la teología del presbiterado "dentro de una correcta relación entre cristología y eclesiología" (11). Desde ahí queda claro que el sacerdote no está por encima sino dentro de la Iglesia, hermano entre hermanos, miembro del mismo y único cuerpo de Cristo (Cf PDV 74), a la vez que está frente a la misma para que pueda ser verdaderamente Iglesia de Cristo, lo cual es condición de su propia existencia. "Considerar el ministerio como poder sacral y absoluto en la Iglesia significaría hacer del Esposo y sus siervos dueños; eliminar el ministerio o reducirlo a delegación de la base significaría ratificar el divorcio de la Esposa respecto al Esposo y, por tanto, hacerle imposible la vida" (12).

Este modo de entender el ministerio ciertamente hace síntesis, pero también deja clara, como puede verse, la imprescindible y permanente tensión entre dos polos a la hora de vivirlo y ejercerlo. A nadie se le oculta la dificultad que comporta saber hacer síntesis en la práctica pastoral y en toda la existencia del presbítero. "Se dan, por una parte, los riesgos de prepotencia autoritaria, manipulación de las conciencias, miedo a perder significado e importancia, falta de respeto a la libertad ejercida por otros colaboradores. Por otra parte, sin embargo, puede existir dejación de las responsabilidades ante la crítica continua, incapacidad para tomar decisiones y comprometerse con una decisión vinculante, renuncia al ejercicio de una autoridad específica, requerida como servicio a la autenticidad de la fe y a la unidad de la comunidad cristiana" (13). Se hace, por tanto, necesario un continuo ejercicio de discernimiento impulsado y orientado por la caridad pastoral, no sólo en el plano personal sino también como presbiterio.

b. Otros aspectos antinómicos

Hay otros aspectos inherentes al ministerio presbiteral que pueden presentarse de modo antinómico - que no son sino facetas o manifestaciones diversas de lo ya planteado- y que están siendo estudiados y asumidos trabajosamente en los últimos tiempos.

Así, nos encontramos, por ejemplo, que se ha ido superando el planteamiento que establece ámbitos de realidad separados y enfrentados: el ámbito sagrado, que correspondería a los "sagrados" ministros, y el profano, correspondiente a los laicos. Hoy entendemos que "existe el único ámbito de la existencia, con esa complejidad de relaciones concretas que van tejiendo la historia y en las que tiene que situarse el cristiano, sea cual sea su carisma y su ministerio, dentro del respeto a la autonomía de las realidades terrenas, "dando al César lo que es del César" y en la apertura permanente al horizonte preocupante del Reino, "y a Dios lo que es de Dios" (14).

En esta dirección apunta la exhortación apostólica Christi Fideles Laici, cuando dice: "«(La Iglesia) tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros» (Pablo VI). Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas" (ChFL 15). Desde aquí es posible orientar y profundizar en la reflexión de la secularidad propia del sacerdote.

El ministerio pastoral está en función de las comunidades cristianas, que han de ser luz del mundo y sal de la tierra. La misma exhortación PDV al presentar la "naturaleza y misión del sacerdocio ministerial" nos expone su "relación fundamental con Cristo Cabeza y Pastor" (nn. 13-15) "al servicio de la Iglesia y del mundo"(nn. 16-18). Y se nos dice que "el presbítero debe ser,en su relación con todos los hombres, el hombre de la misión y del diálogo..., llamado a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad, de servicio, de búsqueda común de la verdad, de promoción de la justicia y la paz" (Ibd. 18). Y como servidores de la Iglesia, a imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo de la Iglesia, los presbíteros "podrán ser "modelo" de la grey del Señor que, a su vez, está llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación integral" (PDV 21).

Este aspecto de la secularidad del presbítero está ciertamente necesitando de una mayor profundización teológica, que sin duda llegará poco a poco. Pero nos queda claro que el presbítero no se sitúa en un ámbito especial sino que se sitúa de un modo especial en la dimensión secular de toda la Iglesia.

Podemos considerar asimismo las antinomias que con frecuencia brotan de las diversas funciones de los presbíteros: ministros de la palabra de Dios, ministros de los sacramentos y rectores del pueblo de Dios (cf PO 4-6). El concilio de Trento trató el sacerdocio desde una perspectiva sobre todo sacramental o cultual. El Vaticano II, sin negar para nada aquella doctrina, lo trató más bien en una perspectiva eclesial y misional. Los tiempos posconciliares nos trajeron ciertos enfrentamientos, que aún perduran, debido precisamente a la misma estructura del ministerio. Era frecuente contraponer "parroquia sacramentalista" a "parroquia evangelizadora", por ejemplo. Y viceversa. Y lo mismo con relación al sacerdote, que podía quedar clasificado en una u otra vertiente.

Los esfuerzos realizados tanto desde la reflexión teológica como desde el campo de la pastoral directa nos han ido llevando a un mayor equilibrio y hoy muchos estaríamos dispuestos a firmar discursos de este tenor: "El anuncio de la palabra no centrado en los sacramentos se convierte en una exhortación entre otras; la celebración de los sacramentos desgajada de las exigencias de la evangelización se degrada en ritualismo; la palabra y los sacramentos vaciados de su dimensión misionera conducen a un repliegue destructivo y a un cristianismo desencarnado...En realidad, palabra-sacramento-misión no existen plenamente sino en su mutua relación, y es su relación la que da a la Iglesia su impulso misionero. Ahora bien, precisamente el ministerio de los pastores (obispos y presbíteros) se sitúa en el encuentro de estos tres componentes indisociables de la Iglesia y manifiesta que los tres son dados por Dios"(15).

No podemos, finalmente, dejar de traer a colación la antinomia oración-acción pastoral en el presbítero. También en este terreno vamos pasando de la contraposición a la síntesis.

Resulta sumamente esclarecedor encontrar en la Exhortación PDV estas palabras: "la misión no es un elemento extrínseco o yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad intrínseca y vital: la consagración es para la misión. De esta manera, no sólo la consagración, sino también la misión está bajo el signo del Espíritu, bajo su influjo santificador. Así fue en Jesús. Así fue en los Apóstoles y en sus sucesores. Así es en toda la Iglesia y en sus presbíteros: todos reciben el Espíritu como don y llamada a la santificación en el cumplimiento de la misión y a través de ella. Existe por tanto una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio" (PDV 24).

Contraponer consagración a misión es una tentación permanente en la que se corre el riesgo "de construirse por sí mismo la propia práctica espiritual, a la medida de los propios gustos, así como la delimitación de un espacio... secreto, dentro del cual desarrollar nuestra relación con Dios, sin pasar a través del prójimo. Espacio considerado sagrado, que termina por contraponerse a la actividad apostólica, mirada con la perenne sospecha o con la íntima convicción de que se trata de algo menos noble, casi profano, con el permanente riesgo de terminar en activismo, sin darse cuenta de que de este modo no se construye unidad alguna dentro de sí, ni comunión en torno así. Y quizá ni siquiera espiritualidad alguna" (16).

Se puede caer, en efecto, en el individualismo e intimismo que denuncia PDV, como si la vocación de Dios "tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en servicio a la comunidad" (n.37). Y se puede caer en la actitud de "funcionario", que desconecta su acción ministerial de las fuentes de la gracia; o en un auténtico activismo en el que el presbítero sólo se busca a sí mismo. La postura de síntesis nos dice que tanto la oración como el ejercicio del ministerio deben ser "lugares" de revelación de Dios y de revelación del propio ser en su misión específica.

Así, pues, creo que puede decirse que nos hallamos en una época de síntesis en la reflexión sobre el ministerio presbiteral o, cuando menos, en un momento en el que vamos llegando al convencimiento de su necesidad, al hilo del esfuerzo general de toda la reflexión teológica. "La antropología teológica lleva recorrido un largo camino buscando superar el dualismo presente en distintas terminologías: natural-sobrenatural, temporal-espiritual, historia profana-historia de la salvación, liberación humana-liberación cristiana. La misma línea de integración lleva la teología espiritual buscando la superación de antinomias: la acción de Dios y la acción del hombre, la gratuidad y los medios, la acción y la contemplación, la acción del espíritu en el hombre y la importancia del sustrato humano. Se puede afirmar que la unidad es el gran objetivo de la antropología cristiana"(17).

3. La cuestión pedagógica

Todos estos esfuerzos de síntesis desde la reflexión son de gran importancia si se ponen al servicio de la persona en la educación. En la vida concreta del cristiano y, muy particularmente, a la hora de plantearse el sistema educativo de cara a la formación de los presbíteros, es imprescindible tomar conciencia de esas antinomias referentes a la vida cristiana y al ministerio presbiteral que se van haciendo patentes a lo largo del proceso formativo, tanto en el interior de la persona como en el mismo ambiente cultural y eclesial en que se mueve el formando.

Creo que no revelamos nada nuevo si decimos que en la Iglesia estamos tentados continuamente, como individuos y como grupos, a inclinarnos hacia uno de los polos, o sea, a resolver las cosas por el camino más fácil. Quizá esté ahí la clave de algunas de nuestras mutuas suspicacias y hasta descalificaciones. Estas posturas más o menos escoradas hacia un lado u otro no son ajenas a los seminarios y casas de formación, dando lugar a un determinado ambiente educativo. Si realmente concebimos la formación presbiteral como un progresivo identificarse con Cristo Buen Pastor y hacemos del amor pastoral la fuerza unificadora de la persona, esta cuestión de los polos dialécticos en los que se funda el ministerio sacerdotal tendrá que ser pieza clave en los planteamientos educativos. El enfoque que se le dé desde las diversas instancias educativas puede ser determinante en la formación del candidato al ministerio y en la edificación de la Iglesia del futuro, pues, como indicaba S. Galilea, los desequilibrios o parcialidades que aparecen en las comunidades dependen "de los pastores y de los responsables que ayudan en la orientación espiritual y pastoral".

Llegados, pues, a este punto, tendríamos que preguntarnos por las sugerencias pedagógicas para hacer frente a la cuestión, pero considero que antes hemos de acercarnos, siquiera someramente, a las características de los candidatos al ministerio en los tiempos actuales.

III. LOS CANDIDATOS AL PRESBITERADO

Resulta difícil hablar responsablemente sobre este particular. Me atrevo a decir algo partiendo de mi propia experiencia como educador, de los intercambios mantenidos en reuniones y encuentros de formadores de seminarios en España, de algunas lecturas sobre el tema... No contamos, por otra parte, con estudios serios al respecto. Lo que aquí se exponga, por tanto, necesariamente ha de ser parcial y limitado y el lector sabrá ponderarlo desde su propia visión y experiencia.

Creo que habría que empezar diciendo que la nota más característica de los seminaristas de hoy es su extraordinaria variedad. Si hacemos excepción de algunas diócesis de carácter muy rural, buena parte de los seminaristas mayores no proceden ya, entre nosotros, del Seminario Menor, que proporcionaba una notable homogeneidad, tras varios años de formación en edad de adolescencia. Ahora es frecuente que muchos chicos accedan al Seminario Mayor después de terminar el bachillerato en centros diversos, privados o públicos, o bien desde la universidad, tras haber realizado varios cursos de alguna carrera o incluso después de haber terminado los estudios universitarios. Son pocos los que llegan tras haber tenido cierta experiencia laboral, debido sobre todo a la dificultad de acceder a los puestos de trabajo por parte de los jóvenes en nuestro país.

Muchos proceden de grupos parroquiales y de movimientos juveniles y eclesiales de diversa índole. Es en el seno de esos grupos donde se han iniciado en la fe y han descubierto su vocación al sacerdocio. El joven difícilmente puede encontrar su identidad de forma espontánea en una sociedad tan plural como la nuestra, cosa que en otros tiempos era normal. Tampoco le da identidad el trabajo, la profesión, por lo dicho anteriormente. Le quedan pocos ámbitos en los que pueda sentirse protagonista. Estos suelen ser los grupos de amistad, los "hobbies", el voluntariado... y estos grupos eclesiales variopintos (18).

Hay que destacar la gran heterogeneidad de estos grupos de procedencia, frente a la relativa uniformidad que podía dar anteriormente, por ejemplo, la Acción Católica. Desde la experiencia que en su seno realizan, los jóvenes elaboran su propia visión de la Iglesia y de la vocación, que por lo general suele ser bastante parcial y subjetiva. Resulta cierta en este sentido la afirmación de que "en los jóvenes, todavía más que en los adultos, se dan una fuerte tendencia a la concepción subjetiva de la fe cristiana y una pertenencia sólo parcial y condicionada a la vida y a la misión de la Iglesia (PDV 8), fruto natural de una "situación humana y eclesial caracterizada por una fuerte ambivalencia" de la que no se puede "prescindir de hecho ni en la pastoral de las vocaciones ni en la labor de formación de los futuros sacerdotes" (PDV 9).

Simplificando un tanto las cosas, pero creo que sin faltar por ello a una verdad de fondo, podríamos decir que los jóvenes que hoy acceden al seminario están aún bastante alineados en "apostólicos" o "espirituales", dependiendo de las características propias de sus grupos eclesiales de pertenencia y, de modo muy particular, de los dirigentes de los mismos, que son sus "modelos vocacionales".

Esto crea ciertas dificultades de orden pedagógico. El aspirante lleva en su cabeza un determinado modelo de sacerdocio, acorde con las experiencias espirituales y pastorales que él ha tenido y con el estilo de los sacerdotes que él ha tratado. Ese es el modelo que espera encontrar en el seminario y, por tanto, espera también un seminario que responda a ese modelo. Tal modelo, por otra parte, tenderá a hacer de "filtro" de los contenidos y los medios educativos que se le puedan ir ofreciendo en el centro de formación.

Cuando hablamos de "apostólicos" y "espirituales", ciertamente hacemos referencia a grupos de procedencia diferentes, pero también a "temperamentos" de los individuos y, sobre todo, a "generaciones". En concreto, en el tema de "generaciones", aunque conscientes de cierta simplificación, solemos aceptar que la generación de sacerdotes ordenados en torno al Concilio Vaticano II y en la década posterior a él tienen unas características más en línea "apostólica", mientras que la generación de sacerdotes que va surgiendo en los últimos años y los jóvenes que hoy acceden a nuestros seminarios podrían ser caracterizados más bien como "espirituales" (19).

Los sacerdotes de la primera generación mencionada "solían tener un pasado cristiano o bastante cristiano, en un mundo marcado por la presencia cristiana, y su objetivo primero era entonces alcanzar al mundo " (20). Pero las cosas han ido cambiando muy rápidamente en la sociedad occidental. En España, en concreto, hemos dado paso al cambio político, a un tipo de sociedad más plural y secularizada que ha cuestionado en un breve período valores antes intocables, a una cierta decepción respecto a la política, a una situación de paro juvenil alarmante, etc. Por otra parte, a estos jóvenes no les ha afectado en absoluto el movimiento posconciliar de búsqueda del lugar del creyente y de la Iglesia en el mundo.

De ahí que, también entre nosotros, resulten acertadas estas consideraciones: "la reciente caída de las ideologías, la forma tan crítica de situarse ante el mundo de los adultos que no siempre ofrecen un testimonio de vida entregada a los valores morales y trascendentes, la misma experiencia de compañeros que buscan evasiones en la droga y en la violencia, contribuyen a hacer más aguda e ineludible la pregunta fundamental sobre los valores que son verdaderamente capaces de dar plenitud de significado a la vida, al sufrimiento y a la muerte. En muchos jóvenes se hacen más explícitos el interrogante religioso y la necesidad de vida espiritual. De ahí el deseo de experiencias "de desierto" y de oración, el retorno a la lectura más personal y habitual de la Palabra de Dios, y el estudio de la teología" (PDV 9).

Un amplio sector de nuestros seminaristas actuales participa de esas características, propias de esta generación de jóvenes cristianos deseosos de lo espiritual, que es lo que han experimentado como elemento orientador en medio de una sociedad muy compleja, plural y desierta de valores. La descripción de esta generación de seminaristas que se atreve a hacer J. Doré desde Francia no varía gran cosa de lo que estamos viendo en España. Estos jóvenes poseen un formación religiosa inferior a la de generaciones precedente y "lo primero que quieren y piden es ser esclarecidos, enseñados, equipados" (21). La actitud de crítica interna a la Iglesia, característica de la generación precedente, brilla por su ausencia. Poseen una "atracción acentuada, incluso dominante, por lo espiritual" (22), como ya quedó señalado. Además, un " talante clerical o, mejor, "eclesiocéntrico" acentuado", que se expresa "en una cierta revalorización del clero y de todo lo que lo diferencia de la vida laical frente a todo proceso anterior de "desclericalización", y también en "una adhesión más afianzada a la autoridad : cuando se tiene la suerte de tener maestros y jefes ¿qué mejor se puede hacer que seguirlos?" (23).

Añade Doré otra nota que él formula como una " mentalidad integralista " (que no habría que confundir con integrista) y que se expresaría en un luchar "en y por una Iglesia en posición de fuerza y de afirmación de sí misma. Y si para eso es conveniente que la Iglesia se centre de nuevo sobre ella misma , sobre sus posiciones, sus certezas y sus intereses propios, se presupone que es para que, reasegurada mejor sobre sus propias bases y purificada de sus tentaciones o de sus componendas, tenga un mordiente mayor ad extra, sea más conquistadora" (23).

Está claro que no todos los alumnos de nuestros seminarios participan de esas características, aun cuando ese tipo sea muy común, sobre todo entre los que proceden de movimientos eclesiales diversos y aquellos que pueden ser catalogados como neoconversos. A esto hay que añadir los diversos acentos y sensibilidades de cada grupo de procedencia, que a veces son de gran calado.

Considerando otros factores (grupos de procedencia,temperamentos, etc.), hay que decir que existe también el seminarista bastante más cercano a la generación posconciliar, más "apostólico", más volcado "al mundo", menos rezador. Entre éstos habría que situar a los seminaristas no alineados en movimientos especiales y, sobre todo, a los que proceden del Seminario Menor, que, por lo general, han recibido una formación más equilibrada y más sosegada, pero que, en contrapartida, pueden ir perdiendo el fervor en el transcurso de sus muchos años de seminario. Y vuelvo a insistir en la gran diversidad, que se resiste a toda clasificación, pues cada joven aspirante lleva consigo su experiencia familiar más o menos favorable, su experiencia psicoafectiva y sexual, su experiencia académica y espiritual, etc. (25).

Así, pues, los jóvenes que hoy llegan al seminario, por sus mismas características, están demandando una formación que sea realmente integradora, pues participan de la nota de fragmentación propia de los jóvenes de esta época, poseen una experiencia de fe y una visión de Iglesia muy mediatizada por el grupo de procedencia, así como una formación religiosa en general deficiente y una vivencia espiritual aquejada de cierto individualismo e intimismo. Tienen mucho de positivo (la nota de "espiritualidad" es, en principio, muy valiosa), pero se hace necesaria una labor educativa de desvelamiento de aspectos desconocidos e incluso rechazados y de asimilación de los mismos en busca de la identidad presbiteral que va proponiendo la Iglesia a lo largo del posconcilio, y que será, como indicábamos, integración de elementos imprescindibles en la persona, si es que queremos hablar de verdadera madurez.

IV. SUGERENCIAS PARA CAMINAR HACIA LA UNIFICACIÓN

1. Aceptar la necesaria tensión antinómica

Para ir afrontando las dificultades señaladas y otras posibles, el primer paso tal vez sea la aceptación por parte de toda la comunidad educativa -educadores, profesores, seminaristas...- de la necesaria tensión antinómica en el proceso formativo.

En este sentido conviene oír a quienes estudian el tema, dramático a la vez que fascinante, de la manipulación de las personas mediante el lenguaje: "La tendencia a considerar como dilemas ciertas contraposiciones que no son más que contrastes es un recurso siniestro pero sumamente eficaz para amenguar la creatividad de las personas y tenerlas bajo control... La interpretación dilemática, aparentemente inofensiva, resulta nefasta para la vida de personas y sociedades. Porque si se entiende como dilemas los esquemas que orientan la actividad intelectual y espiritual del hombre, éste queda desconectado de la realidad y cerrado, por tanto, a todo tipo de diálogo y encuentro. La creatividad del hombre queda anulada de raíz" (26).

Sería lamentable que esta estrategia de convertir los contrastes en dilemas, consciente por parte de los demagogos, la introdujeran los educadores y educandos, más o menos inconscientemente, en el proceso de formación, que podría de este modo verse dañado desde sus mismos planteamientos.

Autores de prestigio consideran que los errores pedagógicos de los últimos siglos, a partir del Renacimiento, se han producido como consecuencia de visiones antropológicas de carácter parcial, en las que un aspecto del ser del hombre adquiere rango de totalidad, dejando de lado el aspecto antinómico correspondiente: naturaleza frente a espíritu, individuo frente a comunidad, autoridad frente a libertad, inmanencia frente a transcendencia, etc. (27).

Sin embargo, "ahondando el proceso educativo en su concreta realidad, se comprenderá cómo ella se mueve por un juego de antítesis... Cada elemento antitético es un término del problema, un aspecto del proceso educativo, inseparables como el anverso y el reverso de una medalla... Las antinomias pedagógicas no son lógicas ni dialécticas; son reales. Pertenencen a lo más concreto que tiene el ser humano, su vida plena. Significan la presencia de dos elementos opuestos que no se excluyen, pero en donde uno quiere preponderar... El desarrollo de un término se hace con merma del contrario. Ambos representan dos exigencias simultáneas, no paralelas, pero tampoco excluyentes" (28). Hemos de concluir, por tanto, que es en el dominio de la tensión que presentan las antinomias pedagógicas donde crece precisamente la personalidad (29).

2. Una propuesta no dicotómica de la vida cristiana y del ministerio presbiteral

Además de la toma de conciencia y de la aceptación de la necesaria tensión entre las antinomias que aparecen en el proceso formativo, considero muy importante una propuesta honesta de la vida cristiana y del ministerio como realidades que se mueven en esa tensión. En tal sentido, las "dificultades" expuestas en el capítulo segundo y otras por el estilo han de ser afrontadas de manera permanente en todo el proceso, constituyéndose en objetivos de la formación.

Esta tarea puede resultar difícil y hasta enojosa para educadores y profesores, y más aún para seminaristas de distintas sensibilidades. Supone un diálogo constante que no eluda la confrontación necesaria y el afrontamiento de posibles conflictos. Pero importa mucho la clarificación de conceptos y de actitudes que pueda ayudar a salir de posicionamientos unilaterales y subjetivistas. Y, aunque esta tarea tenga que ser constante a lo largo de todo el proceso, se hace más necesaria en los primeros años. "La mayoría de los seminaristas que se encuentran en esta etapa, debido a los condicionamientos de su edad, han de pasar de una visión predominantemente subjetiva e idealista a una más objetiva y realista de sus propias motivaciones, actitudes y opciones, así como también de su concepción del ministerio presbiteral al que aspiran" (30).

3. Un ambiente comunitario integrador

A la propuesta verbal desde las diversas instancias educativas deberá corresponder un ambiente comunitario integrador. Hemos hablado más arriba de la gran heterogeneidad del grupo de formación, debido a la diversidad de procedencias eclesiales, a las diversas edades, a los diversos grados de formación académica, de madurez humana y espiritual, etc. Esto ciertamente es una dificultad si se compara con la gran homogeneidad en todos los órdenes cuando la comunidad del Seminario Mayor procedía básicamente del Seminario Menor. Pero esta realidad tiene también su lado positivo: el grupo, tan variopinto, puede convertirse en una palestra excelente para educarse en el respeto, en la valoración de estilos diversos, en la crítica positiva y en el avance hacia una visión más completa de la Iglesia y del ministerio presbiteral.

En este punto a los educadores se les pide, de primeras, un esfuerzo muy importante con relación a los seminaristas: "acogerlos tal como son, es decir, recibirlos y darles todas sus oportunidades en el estado en que la gracia los ha tocado y nos los ha encomendado" (31). Resultaría poco eclesial, e incluso absurda, la postura de recibir o rechazar a priori a los candidatos según procedan de tal o cual grupo eclesial o sean presentados al seminario por tal o cual persona. Esa actitud de acogida incondicional, tan difícil a veces para los mismos formadores, suele ser aún más difícil pero no menos necesaria por parte de los alumnos entre sí. Como objetivo de formación que es, también ha de entenderse como un proceso de conversión a lo largo de los años de seminario.

Esta realidad en el interior de la comunidad formativa es reflejo de la pluralidad social y eclesial en la que ahora nos toca vivir y hay que afrontarla como un recurso interesante de formación. El futuro presbítero se encontrará con el desafío de hacer comunidad en medio de esa pluralidad. Tendrá que saber respetar la diversidad para que cada uno encuentre su propio lugar, y proponer y alentar al mismo tiempo proyectos comunes. Es decir, tendrá que ser el garante de la unidad en la diversidad. "Lo podrá hacer sólo si lo ha experimentado en su proceso formativo y si se ha preparado progresivamente en este estilo de vida" (32). La comunidad forzosamente heterogénea puede transformarse en una plataforma interesante para formarse en esa dirección. En cambio, hacerla homogénea a base de exclusiones a priori puede resultar una pérdida de oportunidades en vista a la formación pastoral del candidato.

Todos estamos hoy de acuerdo en que el seminario es una comunidad humana, una comunidad de fe y una comunidad educativa. Constituirse así y tratar de vivir así es tarea permanente. Se impone el esfuerzo y la vigilancia, pues es fácil caer en los extremos. Y volvemos a las polarizaciones.

Se puede constituir una comunidad educativa "de observancia", en la que las necesidades de los individuos son subordinadas y adaptadas a las del conjunto; cada uno cumple el papel asignado por el superior y no se permite el disenso; se da primacía a la uniformidad. El polo opuesto sería la comunidad "de autorrealización", en la que priman las necesidades de los miembros; el individuo es el rey, y la norma básica es que la comunidad sirva a los individuos y dé satisfacción a sus necesidades.

La comunidad del seminario tendrá que evitar esos extremos, que, por lo demás, pueden resultar relativamente cómodos. Ni la persona es para la comunidad ni la comunidad es para la persona. La comunidad es "un lugar de trascendencia", un grupo humano y cristiano en busca de los valores vocacionales que se pretende llegar a encarnar. Se hace necesario mirar constantemente a las metas comunes. La comunidad es eficaz en la medida en que favorece la autotrascendencia de sus miembros (33).

Este modo de plantear la vida en comunidad supone proyectar y evaluar con lucidez. La forma de ejercer la autoridad por parte de los educadores tiene una gran importancia, sin duda, así como la actitud tomada por los alumnos. Los individuos afines por procedencias, estilos, simpatías, etc. pueden tender de forma espontánea a formar subgrupos "de autorrealización" y los directores de la comunidad pueden tender a contrarrestar el fenómeno con criterios "de observancia". Caminar en la "autotrascendencia" será don de Dios y tarea cotidiana.

Quisiera hacer una última observación en este punto. El ambiente educativo no es obra exclusivamente de los individuos que componen la comunidad; a él contribuyen también las influencias de fuera. Para lograr un ambiente comunitario integrador es preciso que la comunidad sea abierta y hospitalaria. La educación en gran medida consiste en la selección de influencias. Un seminario, si de veras desea crear un ambiente integrador, debe contar con las influencias de corrientes diversas, de personas diversas, de instituciones y de grupos diversos que forman parte legítimamente de la vida de la diócesis. Eso se traduce en las salidas y entradas. ¿A dónde acuden los seminaristas? ¿Qué personas entran en el seminario?.

4. El diálogo interior

a. Los términos del diálogo

"Por su interioridad (el hombre) es, en efecto,superior al universo entero: a estas profundidades retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios lo aguarda, escrutador de corazones, y donde él, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14). Considero que estas palabras del Concilio nos llevan al verdadero lugar pedagógico: la conciencia personal, que es como la factoría de la formación. La exhortación apostólica PDV no tiene reparo en aseverar que "toda formación, incluida la sacerdotal, es en definitiva autoformación" (n. 69). Quisiera traer aquí una larga cita a modo de comentario de esta principio trascendental:

"La vida del seminario es estudio, pero es también comunidad, relaciones gratificantes o difíciles, amistad, disciplina y exigencia, estados de ánimo personales, esfuerzo espiritual, toma de conciencia. Además, los elementos formativos no se limitan al seminario. Está el contacto con el contexto social y la cultura, la inserción en realidades y acontecimientos diversos, el conocimiento de las situaciones que proporciona la práctica pastoral.

El punto donde todo converge y se funde en una síntesis, mediante procesos de elección o de exclusión, de jerarquización y organización, es el sujeto. Y el paso a través del cual se filtran y calibran los elementos de la síntesis es el discernimiento o diálogo que tiene lugar en su conciencia.... No puede haber maduración donde el candidato no se implica profundamente frente a Dios.

Precisamente en este nivel de interioridad en el hombre creado a imagen de Dios y en el bautizado injertado en Cristo es donde actúa el Espíritu, que nos une y nos guía hacia el Padre. El diálogo del candidato es en último término con este Espíritu, que, "con el don de un corazón nuevo, configura y hace semejante a Jesucristo el Buen Pastor" (34).

No basta, por tanto, una propuesta honesta y libre de tergiversaciones del ideal del ministerio presbiteral, ni basta el establecimiento de un ambiente educativo adecuado, por muy importantes que sean estos extremos.Si el candidato no entra en la interioridad de su conciencia para dialogar con Dios y tomar desde ahí sus decisiones, la formación será superficial y hasta puede que no se produzca en absoluto formación en sentido estricto. Por eso se puede afirmar que la formación del candidato "es obra del Espíritu y empeña a la persona en su totalidad" en cuanto que "conduce a una sumisión de toda la vida al Espíritu" (PDV 45).

Para avanzar en esta dirección, hay que partir de una justa comprensión de la vocación cristiana y presbiteral, que es "la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre , entre el amor que llama y la libertad del hombre, que responde a Dios en el amor... Así sucede siempre: en la vocación brilla a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre" (PDV 36).

Llegamos así a los planteamientos iniciales: el amor unifica a la persona y le da identidad. Pero el amor cristiano es relación, diálogo permanente de amor en el cual Dios tiene la iniciativa, correspondiendo el hombre desde sus circunstancias personales e históricas concretas. Siendo la iniciativa de Dios, queda excluida "toda vanagloria y presunción", cediendo el paso a "una gratitud admirada y conmovida" y a "una confianza y una esperanza firmes" (PDV 36).

Esto, que es común a toda vida cristiana, requiere una estructuración "según los significados y características que derivan de la identidad del presbítero y de su ministerio" (PDV 45). El encuentro y diálogo entre Cristo y el presbítero es la caridad pastoral, "don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero" (PDV 23).

Por parte del presbítero "el contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen" (Ibid.). Pero "solamente si ama y sirve a Cristo Cabeza y Esposo, la caridad se hace fuente, criterio, medida, impulso del amor y del servicio del sacerdote a la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo" (Ibid.). Ahora bien, esta caridad pastoral por parte del presbítero no es sino respuesta al amor de Cristo respecto a él. "Jesús pregunta a Pedro si lo ama, antes de entregarle su grey. Pero es, en realidad, el amor libre y precedente de Jesús mismo el que origina su pregunta al apóstol y la entrega de "sus" ovejas" (PDV 25). Se trata, pues, de una especial relación de amor "asegurada por la consagración y configuración del sacramento del orden" (Ibid.) y que "requiere ser asimilada y vivida de una manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor cada vez más rica, y una participación más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Cristo" (PDV 72).

Hemos de destacar que todo esto se dice del presbítero y no del candidato al presbiterado, el cual no ha recibido aún el sacramento del orden y por tanto no ha sido configurado todavía con Cristo Cabeza y Pastor. No obstante, él ha recibido ya esa llamada como una gracia particular de Dios -gracia que se hará plena en el sacramento- y la Iglesia lo ha admitido como candidato. Está, por tanto, bajo el influjo de la meta del presbiterado, la cual tiene la virtualidad de ir orientando todas sus energías personales en esa dirección. Su relación con Cristo, por consiguiente, ha de ser ya "pastoral". Sólo así podrá ir asimilando los "sentimientos y actitudes" del Buen Pastor en las diversas dimensiones de su formación (humana, espiritual, intelectual...).

No voy a entrar aquí, lógicamente, en los contenidos y en el itinerario de esa relación, que vendría a ser todo el proyecto formativo; pero sí quiero insistir en algo que es englobante y se hace presente en todas las dimensiones y en todos los momentos de la formación: el situarse adecuadamente en los términos del encuentro-diálogo.

b. Situarse bien en el diálogo

La tarea educativa puede entenderse como una allanar el camino al candidato para que su formación pueda hacerse realidad, es decir, para que ese diálogo con el Espíritu se lleve a cabo en los términos adecuados. En esa perspectiva conviene oír esta advertencia: "La formación debe presentar el contenido espiritual objetivo, pero también asegurar en el individuo la capacidad de asimilar y de interiorizar ese alimento. Sin esta integración entre lo humano y lo espiritual los ideales propuestos en lugar de favorecer el crecimiento pueden convertirse en fuente de alienación y frustración" (35).

En efecto, puede suceder que se entiendan bien los términos en el plano teórico consciente, y sin embargo lo que mueve desde dentro al formando puede ser una tergiversación de los mismos, sin que le resulte fácil hacer el discernimiento por sí solo. Esto puede deberse a la psicodinámica personal de cada individuo y también a que "algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación" (PDV 37).

La Exhortación apunta varias desviaciones: concebir la voluntad de Dios "como un destino inmutable e inevitable", que puede llevar a sentir la vocación "como un peso impuesto e insoportable"; "interpretar la propia existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos"; entender la libertad "en términos de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable fuente de opciones personales y considerándola a toda costa como afirmación de sí mismo"; "concebir la relación del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad" (PDV 37).

Como puede observarse, de nuevo nos encontramos aquí con las antinomias: se puede acentuar la llamada de Dios eliminando o degradando la libertad humana, o bien al contrario. Todos los errores indicados vienen a parar a lo mismo. En el formando pueden darse estos errores, en mayor o menor medida, a menudo como algo inconsciente. Un análisis atento de sus conductas puede llevar a la detección de esos falsos planteamientos.

Así, por ejemplo, algo de esto suele estar detrás de las conductas, aparentemente opuestas, de "conservadores" e "innovadores","sumisos" y "rebeldes", que pueden despistar al educador poco alertado. "Estos dos fugitivos se creen enemigos pero están hechos de la misma pasta. Su apariencia externa es opuesta pero la motivación interna es la misma: usan la situación no para internalizar mejor los valores evangélicos sino como medio para protegerse de sí mismos. Uno huye hacia la sombra de la institución, el otro al entusiasmo pasajero de la novedad. Ambos tienden a defender sus ideas dogmáticas: el conformista en nombre de la tradición, el rebelde en nombre de la eficiencia y de la libertad" (36).

Efectivamente, en mayor o menor medida, se puede estar renunciando a la libertad o se puede estar renunciando al don. El educador y el maestro de espíritu tienen como misión esa delicada tarea de aportar luz y estímulo para que el educando pueda captar su propia realidad y ponerse en el verdadero camino del diálogo permanente entre gracia y libertad. O dicho de otro modo: dedicarse a "la reconstrucción de la "mentalidad cristiana", tal como la crea y sostiene la fe" (PDV 37).

Lo más difícil sin duda es la aceptación del primado de la gracia. Desde ciertos planteamientos de psicología se nos dice que en la familia, en la escuela, en los grupos sociales diversos en los que vamos creciendo y educándonos, por lo general no se nos ha aceptado y amado incondicionalmente. Eso hace que se originen en nosotros actitudes y esquemas mentales -en línea de compensaciones o de defensas- poco racionales e incluso contrarios a la sustancia del mensaje de salvación de Cristo, y que puedan convivir en nosotros una declaración de principios cristianos y unas motivaciones profundas en último término poco cristianas.

Otros matizan estas opiniones y hablan de "esa especie de síndrome colectivo de nuestros días... y que nos afecta a todos un poco en esta era postindustrial y postcristiana: el narcisismo ". En su origen "no hay necesariamente una real carencia afectiva, como interpretan algunos, sino la incapacidad de dejarse amar, de no darse cuenta de que ya ha sido amado, o incluso el desprecio del amor recibido, por haber sido expresado de manera imperfecta por criaturas limitadas, o también el no saber contentarse con lo que se ha recibido gratuitamente o no saber apreciarlo bastante. En consecuencia, el narcisista vive en la duda profunda de su propia amabilidad, una duda que lo lleva a desplazar hacia afuera el centro de referencia de su identidad, esto es, a ponerlo en la imagen que consigue dar de sí mismo a los demás, en los resultados y éxitos que obtiene" (37)

Desde la teología, por otra parte, se nos dice que hemos de ir más al fondo. Existe en el ser humano una tendencia desordenada que se resiste a la gracia y que en la tradición cristiana se ha denominado con el término concupiscencia. A menudo en la historia de la espiritualidad se ha considerado el "amor propio" como el modo de vivir la concupiscencia, y en los tiempos actuales tal amor propio "se caracteriza por la tendencia a una autonomía absoluta que, en nuestro contexto de la vida espiritual, se traduce en que cada uno defina, programe y practique la vida cristiana según la medida propuesta por uno mismo. En este caso, la relación con Dios se caracteriza no tanto por la acogida a su acción salvadora y por la apertura y disponibilidad a la dirección del Espíritu, cuanto por la utilización de su Palabra y de su Presencia en función de los propios planteamientos. En este contexto podemos presentar la concupiscencia como la fuerte resistencia a cualquier confrontación con la alteridad y con la gratuidad" (38).

Para enderezar las cosas, educador y educando han de volver continuamente a los orígenes: "El amor no está en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). De ahí que, "a diferencia de los humanismos seculares, el cristiano estime que, para poder dar, hay que aprender a recibir. Para darse enteramente, hay que comprenderse como enteramente dado: "gratis recibisteis, dad gratis". Por eso hay que hablar de la justificación y de la gracia si se quiere hablar en serio del compromiso por la solidaridad y la fraternidad" (39).

Si no es orientado y ayudado oportunamente, el aspirante al ministerio pastoral puede correr el grave riesgo de enfocar su propia formación y, por consiguiente, el mismo ejercicio del ministerio, desde sí mismo para sí mismo, y no desde Cristo para los hombres. El ministerio puede convertirse en un instrumento de autoafirmación, de "autorrealización", de protagonismo, de culto al yo..., bajo actitudes y conductas aparentemente evangélicas. Se impone, por tanto, un cuidadoso y permanente discernimiento.

Formarse para el presbiterado es avanzar en esa adecuada relación de amor con Cristo Buen Pastor, que se proyectará en caridad pastoral respecto a la Iglesia. Ese diálogo de amor irá haciendo síntesis y unificando en la persona los contenidos formativos que se le ofrecen y las energías interiores que le son propias. Eso es la formación.

Y educar para el presbiterado es ayudar al formando para que se sitúe en ese diálogo y avance por esos carriles. Tal labor sólo puede llevarse a cabo mediante una honesta relación personal entre educador y formando. Una relación que exige al educador actitudes de fe, esperanza y amor respecto al formando; y a éste, apertura y docilidad respecto a su educador. Volvemos a valorar hoy, después de unos años de crisis, la tradicionalmente llamada "dirección espiritual", que ahora se presenta bajo las expresiones "acompañamiento espiritual" y "acompañamiento vocacional". Tenemos que felicitarnos, pues toda la labor educativa cristiana es en último término "espiritual". El educador se sabe compañero de camino del formando y humilde colaborador del Espíritu, que es el que modela los corazones.

RELACION DE CITAS

1. MANTOVANI, J., Educación y plenitud humana (Buenos Aires 1978), 24-25.

2. Cf. OT 4b;19a;PDV 21a.b;RFIS 94.

3. MARITAIN, J., Pour une philosophie de l`education (Paris 1972),60.

4. CENCINI, A., "El sacerdote: identidad personal y función pastoral. Perspectiva psicológica", en AA.VV., El presbítero en la Iglesia de hoy (Madrid 1994), 10, haciendo referencia a E.Erikson.

5. JUAN PABLO II, Redemptor hominis n.10.

6. GAMARRA, S., Teología espiritual (Madrid 1994), 269-270,citando a otros autores.

7. CABRÉ, A., "Hablando con Segundo Galilea", en Misión abierta 1(1992)7-8.

8. BOFF, L., El destino del hombre y del mundo (Santander 1978), 113.

9. Ibidem.

10. Ibid., 114.

10. SARAIVA MARTINS, "Il progetto sacerdote-pastore nella Chiesa peregrinante", en Seminarium enero-marzo(1993)136.

11. Ibid.138.

12. COMISION EPISCOPAL DEL CLERO, Sacerdotes día a día (Madrid 1995), 35.

13. FORTE, B., La Iglesia, icono de la Trinidad (Salamanca 1992),57.

14. RIGAL, J., Preparer l`avenir de L`Eglise (París 1990),126.

15. CENCINI, A., "La soledad del sacerdote hoy", en Seminarios 116(1990)203.

16. GAMARRA, S., o.c., 266-267.

17. Cf. PEREZ MIGUEL, F., "Tomado de entre los hombres. Reflexiones desde la sociología",en Seminarios 125-126(1992)291-306.

18. DORÉ, J., "Presbíteros y futuros presbíteros de hoy. Dos tendencias", en Seminarios 109(1988)313-325.

19. Ibid. 325.

20. Ibid.322

21. Ibid.325

22. Ibid.328

23. Ibid.329-330

24. Para un intento de presentación y clasificación de diversos tipos de seminaristas desde América del Norte, puede verse COLEMAN, G., "El seminarista actual y el papel del sacerdote", en Sal Terrae 962(1993)811-820.

25. LOPEZ QUINTAS, A., "La gran trampa de la manipulación", en Proyecto líderes I (Madrid 1987), grabación magnetofónica en cassette. Cf. el correspondiente manual titulado El secuestro del lenguaje.Técnicas de manipulación (Madrid 1987),232-233.

26. Cf. MÄRZ, F., Introducción a la pedagogía (Salamanca 1983),136-143.

27. MANTOVANI, J., o.c.,24-25.

28. Cf. MÄRZ, F., o.c.,143.

29. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Plan de formación sacerdotal para los seminarios mayores (Madrid 1987)n.174.

30. DORÉ, J., a.c., 330.

31. TONELLI, R., "La formazione pastorale del presbitero", en Salesianum 55(1993)93-94.

32. Cf. MANENTI, A., Vivir en comunidad. Aspectos psicológicos (Santander 1983)9-11.

33. VECCHI, J.E., "I "protagonisti" della formazione sacerdotale", en Salesianum 55(1993)131-132.

34. MANENTI, A., Vocazione: psicologia e grazia. Prospettiva di integrazione (Bologna 1987),53.

35. MANENTI, A., Vocazione...,21-22.

36. CENCINI, A., "El sacerdote...", 26-27.

37. GAMARRA, S., o.c., 234-235.

38. RUIZ DE LA PEÑA, J.L., Creación, gracia, salvación (Santander 1993),133.