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La oración sacerdotal de Cristo
es examen de conciencia para la Iglesia


Benedicto XVI preside en San Juan de Letrán, el Jueves santo 2010 por la tarde, la misa "en la Cena del Señor"


Queridos hermanos y hermanas: 

San Juan, de modo más amplio que los otros tres evangelistas y con un estilo propio, nos ofrece en su Evangelio los discursos de despedida de Jesús, que son casi como su testamento y síntesis del núcleo esencial de su mensaje. Al inicio de dichos discursos aparece el lavatorio de los pies, gesto de humildad en el que se resume el servicio redentor de Jesús por la humanidad necesitada de purificación. Al final, las palabras de Jesús se convierten en oración, en su Oración sacerdotal, en cuyo trasfondo, según los exegetas, se halla el ritual de la fiesta judía de la expiación. El sentido de esa fiesta y de sus ritos -la purificación del mundo, su reconciliación con Dios-, se cumple en el acto de rezar de Jesús, un rezar en el que, al mismo tiempo, se anticipa la pasión y la transforma en oración. Así, en la Oración sacerdotal se hace visible también de un modo particular el misterio permanente del Jueves santo:  el nuevo sacerdocio de Jesucristo y su continuación en la consagración de los Apóstoles, en la participación de los discípulos en el sacerdocio del Señor. De este texto inagotable, quisiera ahora escoger tres frases de Jesús que pueden introducirnos más profundamente en el misterio del Jueves santo.

En primer lugar tenemos la frase:  "Esta es la vida eterna:  que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). Todo ser humano quiere vivir. Desea una vida verdadera, llena, una vida que valga la pena, que sea gozosa. Al deseo de vivir se une al mismo tiempo la resistencia a la muerte que, no obstante, es ineludible. Cuando Jesús habla de la vida eterna, se refiere a la vida auténtica, verdadera, que merece vivirse. No se refiere simplemente a la vida que viene después de la muerte. Piensa en el modo auténtico de la vida, una vida que es plenamente vida y por esto no está sometida a la muerte, pero que de hecho puede comenzar ya en este mundo, más aún, debe comenzar aquí:  la promesa de eternidad sólo tiene sentido si aprendemos desde ahora a vivir de forma auténtica, si conocemos la vida que la muerte no puede arrebatar. Pero, ¿cómo acontece esto? ¿Qué es realmente esta vida verdaderamente eterna, a la que la muerte no puede dañar? Hemos escuchado la respuesta de Jesús:  Esta es la vida verdadera, que te conozcan a ti, Dios, y a tu enviado, Jesucristo. Para nuestra sorpresa, allí se nos dice que la vida es conocimiento. Esto significa, ante todo, que la vida es relación. Nadie recibe la vida de sí mismo ni sólo para sí mismo. La recibimos de otro, en la relación con otro. Si es una relación en la verdad y en el amor, un dar y recibir, entonces da plenitud a la vida, la hace bella. Precisamente por esto, la destrucción de la relación, causada por la muerte, puede ser particularmente dolorosa, puede cuestionar la vida misma. Sólo la relación con Aquel que es en sí mismo la Vida puede sostener también mi vida más allá de las aguas de la muerte, puede conducirme vivo a través de ellas. Ya en la filosofía griega existía la idea de que el hombre puede encontrar una vida eterna si se adhiere a lo que es indestructible, a la verdad que es eterna. Por decirlo así, debería llenarse de verdad, para llevar en sí la sustancia de la eternidad. Pero solamente si la verdad es Persona puede llevarme a través de la noche de la muerte. Nosotros nos aferramos a Dios, a Jesucristo, el Resucitado. Y así somos llevados por Aquel que es la Vida misma. En esta relación vivimos incluso mientras atravesamos la muerte, porque nunca nos abandona quien es la Vida misma.

Pero volvamos a las palabras de Jesús. Esta es la vida eterna:  que te conozcan a ti y a tu enviado. El conocimiento de Dios se convierte en vida eterna. Obviamente, por "conocimiento" se entiende aquí algo más que un saber exterior, como, por ejemplo, el saber cuándo ha muerto un personaje famoso y cuándo se ha inventado algo. Conocer, según la Sagrada Escritura, es llegar a ser interiormente uno con el otro. Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo uno con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra vida, por lo tanto, llega a ser una vida auténtica, verdadera y también eterna, si conocemos a Aquel que es la fuente de toda existencia y de toda vida. De este modo, la palabra de Jesús se convierte para nosotros en una invitación:  seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada vez más; vivamos en diálogo con él; aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos. Entonces seremos personas que aman y actúan de modo justo. Entonces viviremos de verdad.

En la Oración sacerdotal Jesús habla dos veces de la revelación del nombre de Dios:  "He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo" (Jn 17, 6); "Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos como también yo estoy en ellos" (v. 26). El Señor se refiere aquí a la escena de la zarza ardiente, desde la cual Dios, respondiendo a la pregunta de Moisés, reveló su nombre. Jesús quiso decir, por tanto, que él lleva a cumplimiento lo que había comenzado junto a la zarza ardiente; que Dios, que se había dado a conocer a Moisés, ahora se revela plenamente en él. Y que así él lleva a cabo la reconciliación; que el amor con el que Dios ama a su Hijo en el misterio de la Trinidad llega ahora a los hombres en esa circulación divina del amor. Pero, ¿qué significa exactamente que la revelación de la zarza ardiente llega a su término, alcanza plenamente su meta? Lo esencial de lo sucedido en el monte Horeb no fue la palabra misteriosa, el "nombre", que Dios, por así decir, había entregado a Moisés como signo de reconocimiento. Comunicar el nombre significa entrar en relación con el otro. La revelación del nombre divino significa, por tanto, que Dios, que es infinito y subsiste en sí mismo, entra en el tejido de relaciones de los hombres; que él, por decirlo así, sale de sí mismo y llega a ser uno de nosotros, uno que está presente en medio de nosotros y para nosotros. Por esto, el nombre de Dios en Israel no se veía sólo como un término rodeado de misterio, sino como el hecho de que Dios está con nosotros. El templo, según la Sagrada Escritura, es el lugar en el que habita el nombre de Dios. Dios no está encerrado en ningún espacio terreno; está infinitamente por encima del mundo. Pero en el templo está presente para nosotros como Aquel que puede ser llamado, como Aquel que quiere estar con nosotros. Este estar de Dios con su pueblo se cumple en la encarnación del Hijo. En ella se completa realmente lo que había comenzado ante la zarza ardiente:  a Dios, como hombre, lo podemos llamar y él está cerca de nosotros. Es uno de nosotros y, sin embargo, es el Dios eterno e infinito. Su amor, por así decir, sale de sí mismo y entra en nosotros. El misterio eucarístico, la presencia del Señor bajo las especies del pan y del vino es la mayor y más alta condensación de este nuevo estar con nosotros de Dios. "Realmente, tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel", rezaba el profeta Isaías (45, 15). Esto siempre es verdad. Pero también podemos decir:  realmente tú eres un Dios cercano, tú eres el Dios-con-nosotros. Tú nos has revelado tu misterio y nos has mostrado tu rostro. Te has revelado a ti mismo y te has entregado en nuestras manos... En este momento debemos dejarnos invadir por la alegría y la gratitud, porque él se nos ha mostrado; porque él, el infinito e inabarcable para nuestra razón, es el Dios cercano que ama, el Dios al que podemos conocer y amar.

La petición más conocida de la Oración sacerdotal es la que Jesús eleva por la unidad de sus discípulos, los de entonces y los que vendrían:  "No sólo por ellos ruego -es decir, la comunidad de los discípulos reunida en el cenáculo- sino también por los que creerán en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (v. 20 s; cf. vv. 11 y 13). ¿Qué pide precisamente aquí el Señor? Ante todo, reza por los discípulos de aquel tiempo y de todos los tiempos venideros. Mira hacia adelante en la amplitud de la historia futura. Ve sus peligros y encomienda esta comunidad al corazón del Padre. Pide al Padre la Iglesia y su unidad. Se ha dicho que en el Evangelio de san Juan no aparece la Iglesia, y es verdad que no está presente la palabra Ekklhs|a. Pero aquí aparece con sus características esenciales:  como la comunidad de los discípulos que, mediante la palabra apostólica, creen en Jesucristo y así son uno. Jesús pide la Iglesia como una y apostólica. Así, esta oración es precisamente un acto fundacional de la Iglesia. El Señor pide la Iglesia al Padre. La Iglesia nace de la oración de Jesús y mediante el anuncio de los Apóstoles, que dan a conocer el nombre de Dios e introducen a los hombres en la comunión de amor con Dios. Jesús pide, pues, que el anuncio de los discípulos continúe a través de los tiempos; que dicho anuncio reúna a los hombres que, gracias a ese anuncio, reconozcan a Dios y a su enviado, su Hijo Jesucristo. Reza para que los hombres sean llevados a la fe y, mediante la fe, al amor. Pide al Padre que estos creyentes "sean uno en nosotros" (v. 21); es decir, que vivan en la comunión íntima con Dios y con Jesucristo y que, a partir de este estar en comunión íntima con Dios, se cree la unidad visible. Dos veces dice el Señor que esta unidad debería llevar a que el mundo crea en la misión de Jesús. Por tanto, debe ser una unidad que se vea, una unidad que, yendo más allá de lo que normalmente es posible entre los hombres, llegue a ser un signo para el mundo y acredite la misión de Jesucristo. La oración de Jesús nos garantiza que el anuncio de los Apóstoles continuará siempre en la historia; que siempre suscitará la fe y congregará a los hombres en la unidad, en una unidad que se convierte en testimonio para la misión de Jesucristo. Pero esta oración también es siempre un examen de conciencia para nosotros. En este momento, el Señor nos pregunta:  ¿Vives por la fe, en comunión conmigo y, por tanto, en comunión con Dios? ¿O vives más bien para ti mismo, alejándote así de la fe? ¿No eres así, tal vez, culpable de la división que oscurece mi misión en el mundo, que impide a los hombres el acceso al amor de Dios? Haber visto Jesús y ver todo lo que amenaza y destruye la unidad, fue un elemento de su pasión histórica, y sigue siendo parte de su pasión que se prolonga en la historia. Cuando meditamos la pasión del Señor, debemos percibir también el dolor de Jesús porque estamos en contraste con su oración; porque nos resistimos a su amor; porque nos oponemos a la unidad, que debe ser para el mundo testimonio de su misión.

En este momento, en el que el Señor en la Santísima Eucaristía se entrega a sí mismo -su cuerpo y su sangre-, se entrega en nuestras manos y en nuestro corazón, queremos dejarnos alcanzar por su oración. Queremos entrar nosotros mismos en su oración, y así le pedimos:  Sí, Señor, danos la fe en ti, que eres uno con el Padre en el Espíritu Santo. Concédenos vivir en tu amor y así llegar a ser uno como tú eres uno con el Padre, para que el mundo crea. Amén.