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EL DESVANECIMIENTO DE LA SOCIEDAD TRADICIONAL Y LOS DIEZ IMPACTOS SOBRE LA RELIGIOSIDAD TRADICIONAL

Por Francisco Pérez Miguel

     

Introducción

     Es mejor hablar de «desvanecimiento» que de liquidación, pues cuando se rememora la sociedad tradicional, cuando se la compara con la sociedad industrial desarrollada, y, sobre todo, cuando se valoran las potencialidades y las realidades religiosas de ambas, no puede olvidarse que en la vida real de nuestras sociedades se mezclan rasgos de la cultura preindustrial con los de la cultura industrial o post-industrial.
     Además siguen vigentes en nuestro pensamiento o en nuestra crítica de la situación actual ciertos sesgos románticos o «rousseaunianos»: se tiende a imaginar aquellas sociedades, las tradicionales, como más armoniosas y tranquilas, fundadas sobre el consenso, en armonía con el entorno físico, y profundamente religiosas. La historia cuenta cosas muy diferentes.
     Es muy esclarecedor examinar los grandes rasgos estructurales y culturales de la sociedad moderna y actual, y tratar de apresar en cada caso el impacto sufrido por la sensibilidad religiosa y, en general, por la vida religiosa de las poblaciones afectadas. Tres grandes cambios dominan todos los demás y en algunos casos los absorben e incluyen: la transformación de la estructura económica, la creciente heterogeneidad y complejidad de la estructura social, y los cambios en la mentalidad y en la cultura.

1. La estructura económica

     La estructura económica sufre el enorme impacto del medio técnico: la extensa red de máquinas y técnicas complejas que se interponen entre el hombre y la naturaleza/materia, a la que el hombre ve ahora bajo el prisma de la dominación y la explotación. Surge una economía de producción, lo que implica tres cambios importantes:

  • se facilita, estimula y premia una alta productividad del trabajo humano;
  • la economía necesita estar siempre en expansión y, por consiguiente, valora el dinamismo económico por encima de cualquier otra dimensión;
  • la actividad económica se hace necesariamente internacional.

     Esta cadena de cambios produjeron un primer impacto sobre la religiosidad: se impone como definición del hombre el hombre económico, y se asiste a la destrucción del cosmos sagrado, ya que el cosmos es desde ahora solamente un objeto para conocer/explotar.
     Es interesante nacer notar como tal ruptura de la «sacralidad» del cosmos se había ya dado con la «nueva ciencia» (Bacon, Galileo...), pero la ruptura no se produce en el plano real hasta que tal ciencia no alcanza «poder» (en sentido social y en sentido técnico).
     El máximo peligro de esta nueva orientación de la economía es la superproducción, para la cual el hombre industrial sólo ha conocido dos remedios: la continua expansión del mercado y la reducción de las horas de trabajo. Surge así la civilización del ocio, de un ocio dirigido y explotado por el aparato productivo mismo. Lo importante es señalar cómo un área de la vida social, el ocio, se separa de la legitimación religiosa. Es el mundo de la producción el legitimador del ocio, que ahora se hace descanso más que celebración.
     De ahí un segundo impacto sobre la religiosidad: las actividades de ocio, las vacaciones pagadas, los fines de semana... descomponen los espacios sagrados de la cultura tradicional y preindustrial. Ritos y prácticas tendrán que luchar por nuevos espacios en el consumo del tiempo libre del hombre actual.
     Por otra parte, los factores de una elevada productividad -la inversión de enormes capitales, la división cada vez mayor del trabajo y el desplazamiento de la mano de obra agrícola a los sectores secundario y terciario- implican gigantescos trasvases de la población, una creciente desertización de las zonas rurales y la consolidación de las grandes ciudades industriales.
     Esto supone un tercer impacto sobre la religiosidad: la urbanización y la emigración plantean problemas muy graves tanto para las creencias tradicionales como para la necesaria adaptación de las Iglesias a las nuevas condiciones de vida.
     Respecto a los problemas de la emigración y la urbanización para la religiosidad (estudiadas por Duocastella en el caso español) se imponen algunas matizaciones: primero, que una de las causas de la decadencia de la religiosidad en los emigrantes parece ser la «irrelevancia» de la religión para sus perspectivas socio-económicas; y segundo, que las estructuras urbanas no son peligrosas para la práctica religiosa sino en la medida en que afectan a individuos inadaptados, víctimas de la desorganización social de algunas ciudades.
     La estructura económica de la etapa industrial asiste, además, a la ruptura entre unidades de producción y unidades de consumo. El trabajador produce para un mercado que casi siempre desconoce, la familia pierde su antigua función de producción y se convierte en una mera unidad de consumo. El aparato industrial ejerce grandes presiones sobre la población para que se produzca una elevación constante de las necesidades de consumo.
     Se sigue de este triunfo del consumismo un cuarto impacto sobre la religiosidad: se difunde velozmente una mentalidad de mercado o de consumidor: el hombre selecciona a su placer (por supuesto el hombre de las sociedades de abundancia) los elementos que se despliegan en tomo suyo y que pueden ayudarle a conseguir el máximo bienestar, tal como es definido por cada individuo.
     Se va introduciendo la religión invisible (Luckman), sincretista, que responde a esta nueva mentalidad de consumidor, y que obedece al juego de las solicitaciones del «mercado» religioso (oferta religiosa) y a la definición cultural que cada hombre da de su bienestar espiritual (demanda religiosa).

2. La organización social

     La organización social se hace más compleja, más profesionalizada, más burocratizada, más urbanizada, más clasista y más pluralista.
     La organización social se hace más compleja: aparecen junto a la familia y el grupo parental los grupos de iguales, las profesiones, las clases sociales, las asociaciones voluntarias, los partidos políticos, los sindicatos... Esto significa que el hombre debe asumir una multiplicidad de roles segmentarios (fragmentación), con la frecuente probabilidad de conflictos entre los mismos, y que predominan las relaciones específicas o secundarias (formales) entre las personas.
     En una palabra, la fragmentación de la personalidad social es la traducción o reflejo de la complejidad estructural de la sociedad. Esto implica un quinto impacto sobre la religiosidad: aparecen roles competitivos de los pocos roles que el hombre de las sociedades tradicionales por lo general asumía. Fruto de esta competitividad conflictiva es la aparición del llamado católico marginal (Fichter), es decir, el creyente que no ha conseguido consolidar completamente su rol de hombre religioso, cuyas exigencias le aparecen a menudo en contradicción con otros roles que su participación en la estructura social le imponen.
     Como consecuencia de la creciente división del trabajo social, la sociedad se hace cada vez más profesionalizada y el estatus ocupacional -el tener una ocupación remunerada fuera del ámbito doméstico se convierte en un objetivo social y vital de primerísima importancia.
     Las ocupaciones se jerarquizan según diferentes escalas de prestigio, y al hombre se le juzga por su estatus ocupacional -«lo que hace»- más que por su estatus adscrito: «lo que es» por familia, apellido o clase social.
     Aparece así un sexto impacto sobre la religiosidad: «estallan» dos roles tradicionales y consagrados socialmente en la sociedad preindustrial: el rol del sacerdote y el rol de la mujer, que tienen que buscarse otro marco social de actuación, otro tipo de actividades ocupacionales más valoradas socialmente, más técnicas, más específicas.
     La sociedad se hace igualmente más burocratizada, es decir, se organiza más racionalmente el trabajo: normas fijas, reglamentación de tareas, criterios objetivos y definidos de tipo universalista.
     Al compás de este proceso de burocratización, aumenta la eficiencia productiva de todo el sistema y de las instituciones que lo adoptan. Se agudizan en las instituciones múltiples disfunciones, y la Iglesia institucional no queda exenta de ellas.
     De ahí el séptimo impacto sobre la religiosidad: en las Iglesias oficiales se plantean los llamados dilemas institucionales, cuya consecuencia inmediata es la incomodidad espiritual del hombre religioso que pertenece a dichas Iglesias.
     Esta incomodidad es provocada por la secularización de la Iglesia, la mundanización del clero, la falta de elementos «experienciales» en la vida religiosa, la supercomplicación de las estructuras eclesiales, el alejamiento progresivo de los dirigentes religiosos y del clero en general, la rutinización de las experiencias religiosas, la super-elaboración de la doctrina, la aceptación acrílica de la fe, la aparición y consolidación de la llamada religión sociológica (catolicismo cultural), y la dependencia política de la Iglesia.
     La sociedad industrial es una sociedad de clases, resultado directo del sistema de producción y de trabajo que se establece tras la revolución industrial.
     Además, la sociedad adquiere una fisonomía mucho más variada y abierta, debido al fuerte pluralismo asociativo, a la proliferación de grupos, asociaciones, movimientos, ideologías, élites, en la línea de lo que Durkheim había denominado densidad moral o riqueza de la socialización.
     Riesman pretende que, en razón de esa mayor densidad moral y del juego de otros factores, se instala en la sociedad industrial un nuevo tipo de hombre: el hombre heterónomo, abierto a todas las presiones e influencias, siempre a la caza de la última idea, con el fin de sintonizar con ella y orientar así su comportamiento: una especie de hombre-radar. La confluencia de estos dos procesos -sociedad de clases y heteronomía del hombre dirigido por su medio y por los «medios»- propicia un octavo impacto sobre la religiosidad: la Iglesia deja de ser la cátedra de ideas y orientaciones privilegiadas de la sociedad. Tiene que competir duramente con los medios de comunicación de masas, con la orientación moral o ideológica procedente de grupos, partidos y asociaciones, etc.

3. La mentalidad del hombre industrial

     La mentalidad del hombre de la sociedad industrial se transforma profundamente. Se consolida el proceso de racionalización y desmitificación: las cosas, los valores, y las reglas de la vida se explican por sí mismas, sin necesidad de fundarse en mitos o revelaciones.
     Este proceso explica el noveno impacto sobre la religiosidad: la secularización. La racionalidad desemboca en la ciencia y en el progreso. La ciencia aparece como omniexplicativa y omnimanipuladora, sin límites a su acción. Este triunfo de la ciencia prolonga el ya viejo conflicto entre la religión y la ciencia, y se acentúa la presunta disfunción de la religión como opuesta al progreso y a la necesaria adaptación de la humanidad a los nuevos problemas planteados.
     Finalmente, al producirse la desmitificación moral, es decir, el debilitamiento de las motivaciones meta-empíricas (mitológicas o teológicas), se valora la humano/temporal sin referencias a un orden sagrado supra-humano.
     Se instaura, en virtud de esto, el pluralismo religioso y moral, que se traduce en un décimo impacto sobre la religiosidad: las religiones oficiales tienen que hacer frente al desafío de innumerables sectas, movimientos y grupos de carácter religioso, para-religioso y pseudo-religioso. La «oferta religiosa» se extiende hasta limites insospechados.
     Estos dos aspectos o impactos últimos guardan entre ellos una estrecha relación. Además, es necesario aclarar algo el término secularización, de no gran simpatía entre los sociólogos debido, sobre todo, al uso que se hace de él desde las ciencias eclesiásticas.
     El término, ambiguo y algo confuso, parece comportar tres dimensiones: la decadencia de la religión, de sus doctrinas, símbolos e instituciones; la autonomía o emancipación de la sociedad de toda tutela religiosa; y la desacralización del mundo, con la meta final de una sociedad secular integral.
     Respecto a la primera dimensión, se plantean dos problemas: ¿cuál es el punto de partida, la época plenamente cristianizada, la era religiosa que puede servir de punto de comparación con el presente? Y segundo, la ambigüedad de las medidas e indicadores que se utilizan para medir la religiosidad.
     La segunda dimensión supondría la constitución a sí misma como realidad autónoma, y la religión se limita a la esfera puramente privada, de carácter estrictamente interior, sin influencia en las instituciones sociales ni en las acciones corporativas, y sin presencia activa fuera de los grupos religiosos (la «religión invisible», o el grupo religioso como «grupo cognitivo» o subcultural). Este proceso se caracterizaría por la ausencia (por no necesarias) de legitimaciones religiosas para los valores o modelos de comportamiento, o la misma constitución que da la sociedad.
     Respecto a la desacralización del mundo, ésta supone la privación del mundo de cualquier carácter sagrado: la racionalidad sin misterio ni dimensión sobrenatural. Parecería ser éste el objetivo de la «razón moderna» (actualmente denunciada por la post-modernidad). Como contrapartida, la falta de referencia al «orden sacral» trae al individuo una especial angustia e inseguridad, que está, sin duda, en la base de ciertas demandas y respuestas de muchos «nuevos» movimientos religiosos