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TESTIGOS Y MINISTROS DE UNA MISERICORDIA QUE SANA
III
Alfonso Crespo
4. Ministros y beneficiarios del Sacramento de la Reconciliación
La Iglesia celebra la misericordia de Dios de manera eminente en los
sacramentos del Bautismo y la Eucaristía y de manera específica en el de la
Reconciliación. En él se nos ofrece la misericordia divina, ante todo, en forma
de perdón. El perdón recibido en el sacramento es “fuente y cumbre de todo
perdón” 28.
Celebrar es, en lenguaje de la Iglesia, una expresión cargada de sentido.
La celebración de la Penitencia es, ante todo, acción de Cristo que, a través de
la Palabra y el Gesto, hace presente la misericordia del Padre perdonando a los
pecadores. Pero es, al mismo tiempo, acción de la Iglesia que hace visible la
acción de Cristo y transmite su perdón a los penitentes, al tiempo que
acompaña a éstos en su conversión y pide con ellos y para ellos el perdón de
Dios 29.
El perdón de Dios se nos da explícitamente en la Iglesia y a través del
ministerio sacerdotal, que es primordialmente ministerio de la reconciliación.
El presbítero, quién además de recibir el perdón tiene como ministerio el
ofrecerlo, en nombre de Cristo y en la Iglesia, se torna por doble motivo testigo
del perdón. El ministro se convierte en testigo del perdón recibido y el ejercicio
de su ministerio, en toda su amplitud, se hace sacramento de Cristo y, entre
otras cosas, sacramento del perdón de Dios.
Con estas bellas palabras, expresaba su propia experiencia Mons. Bruno
Forte, en una Carta Pastoral dirigida a sus diocesanos con motivo del nuevo
curso pastoral: “Hace años que me confieso con regularidad, varias veces al
mes y con la alegría de hacerlo. La alegría nace del sentirme amado de modo
nuevo por Dios, cada vez que su perdón me alcanza a través del sacerdote que
me lo da en su nombre. Es la alegría que he visto muy a menudo en el rostro
de quien venía a confesarse: no el fútil sentido de alivio de quien «ha vaciado
el saco» (la confesión no es un desahogo psicológico ni un encuentro
consolador, o no lo es principalmente), sino la paz de sentirse bien «dentro»,
tocados en el corazón por un amor que cura, que viene de arriba y nos
transforma. Pedir con convicción el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con
28 Cf. BOROBIO D., Conceptos fundamentales del cristianismo. Artículo “Perdón”. Madrid 1993, pág. 1027
29 Cf. URIARTE J. M., Acoger y ofrecer la misericordia, o.c., pág. 58
generosidad es fuente de una paz impagable: por ello, es justo y es hermoso
confesarse” 30.
4.1. Pedagogía de la reconciliación: proponer la parábola del perdón
“Jesús le preguntó: ¿Quieres curarte? El paralítico le contestó: Señor, no tengo a
nadie… Jesús le dijo: Levántate y anda”. (Jn 5,6-8).
Hay preguntas que parecen superfluas. ¿Quieres curarte? Jesús hace esta extraña
pregunta a un paralítico que encuentra en su camino. ¿Qué enfermo no quiere ser
curado? Ninguno, desde luego. Sin embargo, ¿deseamos, vivamente, nosotros ser
curados de esta herida? ¿Queremos realmente salvarnos?
Podemos exponer una pedagogía del perdón. Querer curarnos de nuestras
heridas, salir de nuestro pecado, presupone, al menos, tres disposiciones.
Primero: "Reconocernos enfermos". Lo cual no es en absoluto obvio. Quizá
estaríamos menos seguros de ello si ahondáramos un poco más en nuestro interior: cada
uno de nosotros convive con la propia debilidad y por mucho que luego podamos desear
hacer el bien, la fragilidad que nos caracteriza a todos, nos expone continuamente al
riesgo de caer en la tentación. El Apóstol Pablo describió con precisión esta experiencia:
“Hay en mí el deseo del bien, pero no la capacidad de realizarlo; en efecto, yo no hago el
bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,18). Es el conflicto interior del que nace
la invocación: “¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7, 24).
A veces no queremos reconocer nuestra división interior. Negar esto sería
mentirnos a nosotros mismos y esconder la cabeza. Ya lo expresó Jesús en el Evangelio
en una parábola llena de un profundo conocimiento del interior del hombre: “Dos hombres
subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo se plantó y se
puso a orar consigo mismo de esta manera: Dios mío, te doy gracias porque no soy como
los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces
por semana y pago el diezmo de todo lo que gano. El publicano, en cambio, se quedó a
distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; no hacía más que darse golpes de
pecho diciendo: (Dios mío!, ten compasión de este pecador. Os digo que éste bajó a su
casa a bien con Dios, y aquél no. Porque a todo el se encumbra lo abajarán, y al que se
abaja lo encumbrarán”. (Lc 18,10-14).
Es necesario reconocer nuestra condición de enfermos, de pecadores, para poder
demandar y pedir con humildad, con golpes de pecho, la salud y la salvación.
Segundo: “Aceptar que no podemos conseguirlo solos”. Queremos curarnos,
anhelamos salvarnos, pero es necesario aceptar que no lo podemos conseguir solos.
Querríamos bastarnos a nosotros mismos, sin darnos cuenta de que precisamente en eso
consiste la mentira original: )para qué tenemos necesidad de un salvador? Esta pregunta
casi nunca aflora a nuestros labios, pero vivimos cada día como si el llevar nuestra vida a
buen término o hacerla desembarcar en el fracaso dependiera exclusivamente de
30 FORTE B., Confesarse, ¿por qué? La reconciliación y la belleza de Dios. Carta Pastoral, Curso 2005-2006, 4
nosotros. Lo cual puede engendrar en nosotros sentimientos de endiosamiento o de
autosuficiencia, aunque lo más frecuente es que dé lugar al desaliento y la desesperanza.
Por suerte, o por gracia, también en esa desesperanza podemos reconocer que
necesitamos ser salvados por alguien distinto de nosotros mismos: Dios o cualquier otro.
Quizá no lo sepamos, pero sí comprendemos que somos invitados a salir de nuestro
aislamiento, de nuestra mortal cerrazón.
Querer sanar significa reconocer que tenemos necesidad de los cuidados de otro.
Y decirlo con profunda sencillez. Así gritó el paralítico a Jesús cuando le pregunta si
quiere curarse: ¡Señor, no tengo a nadie...!
Esta exclamación llega hasta el seno maternal de la Iglesia y ésta se hace
samaritana, ofreciendo el sacramento primordial de la misericordia al hombre herido por el
pecado. “Por ello, la Iglesia no se cansa de proponernos la gracia de este sacramento
durante todo el camino de nuestra vida: a través de ella Jesús, verdadero médico
celestial, se hace cargo de nuestros pecados y nos acompaña, continuando su obra de
curación y de salvación. Como sucede en cada historia de amor, también la alianza con el
Señor hay que renovarla sin descanso: la fidelidad es el empeño siempre nuevo del
corazón que se entrega y acoge el amor que se le ofrece, hasta el día en que Dios será
todo en todos”.31
Tercero: Que demos nuestro sí a nuestro verdadero deseo. ¿Quieres curarte?
supone una pregunta por nuestra voluntad, por nuestra capacidad de querer de verdad.
Esto es hermoso: que seamos solicitados, en lo más íntimo de nosotros mismos, de
nuestra responsabilidad, de nuestra libertad.
No hay imposición a la libertad del hombre. Jesús formula una pregunta. La
grandeza del hombre, que ha sido creado libre es que incluso puede decir “no” a Dios.
Podemos rehusar ser curados. Por eso es preciso que demos nuestro “sí” a nuestro
verdadero deseo, y que lo hagamos libre y voluntariamente. Sólo cuando nuestro deseo
ha sido confirmado por el sí expreso de nuestra voluntad, la gracia viene a nosotros en
forma de curación y liberación salvadora. Sólo entonces suenan las palabras firmes de
Jesús: “Levántate y anda”.
4.2. El “sacerdote” acompaña en el camino a la casa del Padre
"Volveré junto a mi padre”. He aquí la decisión que toma el hijo pequeño
de la parábola evangélica cuando cae en la cuenta del angustioso callejón sin
salida al que su deseo de independencia y su vida licenciosa le han conducido.
Se levanta y se pone en camino. Vuelve a casa.
Lo mismo nos sucede a nosotros: cuando en la aflicción, reconocemos
nuestras resistencias y deficiencias, nuestro pecado, surge en nosotros el
deseo de hacer un gesto, de pronunciar una palabra de reconciliación con el
otro o con Dios. Éste es el fundamento, ciertamente simple, del sacramento:
31 Ibid., 4-5
encontrar un lugar, un gesto, una palabra que nos haga acceder
concretamente, por medio de lo visible, a la reconciliación ofrecida por Dios.
Un gesto que se hace sacramento: curar las heridas, perdonar los
pecados
El sacramento de la reconciliación es, ante todo, el sacramento del
perdón de Dios: antes que toma de conciencia de nuestro pecado o confesión
de nuestras faltas y antes que cualquier otra iniciativa que nosotros podamos
emprender.
El sacramento es a la vez gesto de Dios y gesto del hombre. Mediante
este gesto concreto, se actualiza la reconciliación realizada en Jesucristo.
Cuando estamos confesando -declarando al confesor- nuestras faltas, nuestros
pecados, estamos ante todo confesando -proclamando confiadamente- la
misericordia de Dios que perdona al pecador.
Sacramento que “cura las heridas”
La confesión produce un sentimiento de profunda liberación interior
porque nos pone en “nuestro sitio”. Habíamos sido alcanzados por la mentira.
Habíamos olvidado que no somos Dios y que los hombres son nuestros
hermanos. Y ello ha producido actos que han herido y deteriorado la relación
Dios y con los demás. Cuando lo reconocemos y lo confesamos, realizamos un
acto de libertad responsable que nos devuelve a nuestra verdad esencial.
Es verdad que el reconocimiento de nuestras culpas nos hace sufrir,
produce dolor, pero el efecto es la paz y el gozo, ya que hemos quitado las
tinieblas de la confusión y resplandece de nuevo la verdad. Hemos sido
devueltos a la relación inicial: somos hijos de Dios y hermanos. Nuestras
heridas son curadas.
Sacramento que perdona los pecados
El perdón de Dios nos viene en forma humana, por la mediación de un
hombre -el sacerdote-, por la mediación del hermano. La tradición católica
insiste en esta dimensión corporal. Por Jesús, hemos sabido que el ser humano
es camino hacia Dios; que nuestra relación con Dios tiene un cuerpo, el de
nuestros hermanos. La fe es gesto y palabra, es relación. Toma cuerpo en lo
humano, en la Iglesia.
El sacerdote no es Cristo. Su misión es significar, simbolizar que toda
reconciliación, todo perdón, nos viene de Dios Padre por su Hijo Jesucristo. Y a
la vez acompañar la inserción de nuevo en la comunidad que arropa el "reencuentro".
Toda reconciliación es siempre una vuelta a casa, a la casa
paterna y al hogar de los hermanos.
La reconciliación pasa por la confesión, por la palabra: "Iré y le diré..."
reflexiona en alto el hijo pródigo. Es quizá lo más difícil, pero también lo más
auténticamente humano, lo más necesario y lo más liberador. Para el ser
humano, nada existe verdaderamente mientras no se exprese en palabras.
Cuando decimos algo, es cuando ese algo acontece realmente para nosotros.
Hasta entonces estamos aún en germen, en proceso de gestación. La palabra
es ya fruto maduro. Y no nos referimos a un discurso bellamente construido. La
palabra es patrimonio de todos, incluso de los menos sabios o más tímidos.
Basta recordar el discurso elocuente del fariseo frente el monocorde discurso
del publicano. Éste sólo pronunciaba la palabra hecha gesto de "darse golpes
de pecho" repitiendo como una jaculatoria: "Dios mío, ten compasión de este
pobre pecador" (Cf. Lc 18, 10-14). O el gesto expresivo de la Magdalena,
enjugando con su cabello las lagrimas de arrepentimiento a los pies del
Maestro (Lc 7,36-48). San Agustín nos dejo este bello texto, cargado de
dramatismo: “¡Ay de mí, Señor! ¡Ten compasión de mí! Contienden también
mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé a quién se ha de inclinar el
triunfo. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! Yo no te oculto mis llagas.
Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, y yo soy
miserable… Pero toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande
misericordia”.32
La palabra se convierte en gesto necesario para que el misterio se haga
visible en nosotros: “Yo te perdono tus pecados en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo”, dice el sacerdote. También en este momento es
necesario esta palabra, que se nos dice en nombre de Dios, y que sella con el
perdón ese dialogo abierto en la reconciliación. Es una palabra que nos recrea
y rehabilita. Una palabra que "nos dice sacramentalmente" el mismo Dios.
Acogidos en la “comunión vivificante de la Trinidad”
En la historia de la Iglesia, la penitencia ha sido vivida en una gran
variedad de formas, comunitarias e individuales, que sin embargo han
mantenido todas la estructura fundamental del encuentro personal entre el
pecador arrepentido y el Dios vivo, a través de la mediación del ministerio del
obispo o del sacerdote. A través de las palabras de la absolución, pronunciadas
por un hombre pecador que, sin embargo, ha sido elegido y consagrado para el
ministerio, es Cristo mismo el que acoge al pecador arrepentido y le reconcilia
con el Padre y en el don del Espíritu Santo le renueva como miembro vivo de la
Iglesia.
Reconciliados con Dios, somos acogidos en la “comunión vivificante de la
Trinidad” 33 y recibimos en nosotros la vida nueva de la gracia, el amor que
sólo Dios puede infundir en nuestros corazones: el sacramento del perdón
32 S. AGUSTIN, Libro de las Confesiones, X, 37-29
33 Cf. Ibid., 6-9. En este apartado, resumimos con las mismas palabras del autor.
renueva, así, nuestra relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo,
en cuyo nombre se nos da la absolución de las culpas. El encuentro de la
reconciliación culmina en una fiesta, que se nos ofrece en la Eucaristía.
En relación a Dios Padre, la penitencia se presenta como una «vuelta a
casa» (éste es propiamente el sentido de la palabra «teshuvá», que el hebreo
usa para decir «conversión»). Mediante la toma de conciencia de tus culpas, te
das cuenta de estar en el exilio, lejano de la patria del amor: adviertes
malestar, dolor, porque comprendes que la culpa es una ruptura de la alianza
con el Señor, un rechazo de su amor, es «amor no amado», y por ello es
también fuente de alienación, porque el pecado nos desarraiga de nuestra
verdadera morada, el corazón del Padre. Es entonces cuando hace falta
recordar la casa en la que nos esperan: sin esta memoria del amor no
podríamos nunca tener la confianza y la esperanza necesarias para tomar la
decisión de volver a Dios. Él nos estaba esperando (Lc 15,20). Él nos restituye
a la dignidad de hijos.
En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos ofrece la
alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado... “A través del
camino doloroso de la cruz, los hombres de todas las épocas, reconciliados y
redimidos por la sangre de Cristo, se han convertido en amigos de Dios, hijos
del Padre celestial. `Amigo´, así llama Jesús a Judas y le dirige el último y
dramático llamamiento a la conversión. Amigo, llama a cada uno de nosotros,
porque es auténtico amigo de todos nosotros. Por desgracia, no siempre
logramos percibir la profundidad de este amor sin fronteras que Dios nos tiene.
Para Él no hay diferencia de raza y cultura. Jesucristo murió para liberar a la
antigua humanidad de la ignorancia de Dios, del círculo de odio y violencia, de
la esclavitud del pecado. La Cruz nos hace hermanos y hermanas” 34. La fuerza
de su resurrección nos alcanza y transforma. Toda nuestra existencia de
pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se ofrece a la misericordia
de Dios para ser curada de la angustia, liberada del peso de la culpa,
confirmada en su Amor victorioso.
Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor de Dios (Cf.
Romanos 5,5), el sacramento de la reconciliación es fuente de vida nueva,
comunión renovada con Dios y con la Iglesia, de la que precisamente el
Espíritu es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu empuja al pecador
perdonado a expresar en la vida la paz recibida. El Espíritu, además, nos ayuda
a madurar el firme propósito de vivir un camino de conversión hecho de
empeños concretos de caridad y de oración.
Nosotros sacerdotes, ministros del perdón, debemos estar siempre
prontos a anunciar a todos la misericordia y a dar a quien nos lo pide el perdón
que necesita. Para aquella persona, ¡podría tratarse de la hora de Dios en su
vida!
34 BENEDICTO XVI, Palabras al final del Vía Crucis en el Coliseo (21 de marzo de 2008)
Una última parábola: “La casa habitada”
El perdón nos restituye a la “dignidad de hijos”. Soy un hijo al que Dios
ha restituido su dignidad y su derecho a vivir con El.
Pero la fuerza del pecado sigue atenta y nos acecha con sutileza. Ya
Jesús nos avisa con frecuencia en el Evangelio y nos muestra a un Satanás
ingenioso, tentador y conocedor en profundidad de la debilidad humana. De
ahí que todo corazón convertido necesita también una estrategia para luchar
con el mal y el pecado. Popularmente es lo que hemos llamado “y cumplir la
penitencia”. Nuestros propósitos de mejoría.
Con frecuencia cuando nos hemos reconciliado con Dios, hemos hecho
tal esfuerzo de respuesta a la gracia divina que una vez besados por Dios en su
perdón, nos creemos “protagonistas principales de este gesto”, confiados en
que es mi esfuerzo el que lo ha conseguido. Olvidamos que todo es fruto de la
gracia: el gesto primero y primordial es el Padre que sale al encuentro.
Por ello, en nuestros propósitos de enmienda, en la penitencia que se nos
impone o que nos imponemos, debemos de dar una cabida primordial a la
gracia, a la presencia de Dios: “amor con amor se paga”., dice nuestro pueblo.
No podemos caer en un “voluntarismo ascético”, dependiente sólo de mi.
Nos puede ayudar a comprender esta reflexión una lectura de un pasaje
del Evangelio donde Jesús hace una consideración sobre el poder de Satanás y
las fuerzas del pecado. Así lo narra Lc. 11, 21-26: “Cuando un hombre fuerte y
bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si viene otro
más fuerte que él y lo vence, le quita las armas en que confiaba y reparte sus
despojos. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo,
desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda por lugares
desiertos buscando descanso y, al no encontrarlo, se dice: *volveré a mi casa
de donde salí+. Al llegar, la encuentra barrida y en orden. Entonces va y
toma consigo otros siete demonios peores que él, entran y se instalan allí, de
modo que la situación final de este hombre es peor que la del principio”.
Este final, es quizás algo difícil de entender. Nos puede ayudar un texto
paralelo de Mateo (12,44). Este evangelista describe la situación de la casa con
un adjetivo más: la casa estaba "desocupada, barrida y en orden".
La clave de comprensión puede estar en este tercer adjetivo: la casa
estaba “desocupada”. De nada sirve hacer un barrido de pecados, dejar mi
alma blanca, si no la habito con Dios. Una casa, un corazón bien dispuesto,
arreglado y adornado, es apetitoso para el mismo demonio... Sólo le impide la
entrada si en él habita Dios.
Habitar en la casa del Padre es “dejarme habitar por Dios”. Mi
corazón, mi vida interior, mi vida toda, se convierte en la “casa donde habito
con Dios” y recibo cada día el beso de acogida y el diálogo reparador al final de
la jornada.
Cuando el estratega Satanás llama a la puerta de mi vida y escucha una
voz calida arropada en el amor del Padre, huye. Si la lucha se entabla entre
Satanás y yo, sus "armas son más poderosas" y me vence; pero si el combate
se declara entre Satanás y el poder de Dios que habita en mi, entonces el
demonio huye. Donde Dios habita no tiene cabida "ni el demonio, ni sus
pompas, ni sus obras".
Conclusión
Pastores según su corazón
Recordemos la recomendación final de Pastores dabo vobis:
“La promesa de Dios asegura a la Iglesia no unos pastores cualesquiera, sino unos
pastores según su corazón. El corazón de Dios se ha revelado plenamente a nosotros en
el Corazón de Cristo buen Pastor. Y el Corazón de Cristo sigue hoy teniendo compasión
de las muchedumbres y dándoles el pan de la verdad, del amor y de la vida (cf. Mc
6,30s), y desea palpitar en otros corazones –los de los sacerdotes-; Dadles vosotros de
comer (Mc 6,37). La gente necesita salir del anonimato y del miedo; ser conocida y
llamada por su nombre; caminar segura por los caminos de la vida; ser encontrada si se
pierde; ser amada; recibir la salvación como don supremo del amor de Dios;
precisamente esto es lo que hace Jesús, el buen Pastor; Él y sus presbíteros con Él”. 35
Son consoladoras las palabras pronunciadas por Benedicto XVI en la homilía de la
Vigilia de Pascua: “Jesús aparece como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo
que Moisés hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte… En
el Bautismo nos toma de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el Mar Rojo
de este tiempo y nos introduce en la vida eterna, en aquella verdadera y justa.
¡Apretemos su mano! Pase lo que pase, ¡no soltemos su mano! De este modo
caminamos sobre la senda que conduce a la vida”.36
35 JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis, 82
36 BENEDICTO XVI, Homilía en la Vigilia de la noche de Pascua (23 de marzo de 2008)
(Tomado de la Comisión del Clero de la CEE)
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