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PENSAMIENTOS EN LIBERTAD SOBRE EL FUTURO DEL SACERDOTE Y LA ALEGRÍA DE SERLO

II

Monseñor Diego Coletti

 

 

 

3.- ATENCIONES FORMATIVAS PARA EL SACERDOTE DEL TERCER MILENIO

Recojamos algunas observaciones, sin pretensión de dar remedios milagrosos, sino como intento de sugerir reflexiones útiles para repensar de modo global el estilo y los instrumentos de un acompañamiento educativo (y de una buena autoformación) que se revelen eficaces para el sacerdote. Sobre todo durante los primeros años de ejercicio de la caridad pastoral. Guardadas las debidas distancias, estas notas pueden tener algún valor incluso para la actual pedagogía seminarística.

1.- La vida en el Espíritu

Para garantizar la coherencia cristiana y sacerdotal de la vida de un sacerdote, nada puede sustituir a una fuerte experiencia espiritual que el sujeto haya interiorizado libremente y hecho propia.

Entendámonos sobre el sujeto de la cuestión: no se trata de inventar una forma especial de oración o un nuevo tipo de ascesis. Con el término “experiencia espiritual” se quiere indicar ante todo una relación profunda y personal con Jesús y con su Espíritu, capaz de traducirse en un clima de amistad y de intimidad que se difunde a lo largo de toda la vida e invade cada instante de ésta. No debemos dar por descontado demasiado fácilmente este elemento fundamental de la vida cristiana. El sacerdote es y permanece como hombre de fe: su fe, entendida como íntima y asumida experiencia de la fiabilidad incondicional de Jesús y de su Evangelio, no es nunca una posesión pacífica o un dato adquirido de una vez para siempre. La formación seminarística y, en concreto, el estudio de la teología, deberían proporcionar al sacerdote conciencia clara de esto: en cuestiones de fe siempre estamos en camino. Es más, nos movemos en una carrera hacia el sublime conocimiento de Cristo; carrera en la que nunca debemos sentirnos cercanos a la meta.

Para mantener viva una experiencia espiritual digna de este nombre, es necesario cultivar una serie de comportamientos y criterios de los que daremos algún ejemplo.

Una primera condición esencial: el sacerdote joven debe saber que la respuesta a su vocación con la elección de la renuncia de sí mismo, de dejar de pensar en sí mismo y en su éxito, para renovar continuamente la decisión de “perderse” por Jesús y por su Evangelio. Éste es el corazón de la vida de fe. Un corazón frágil y amenazado por todas las tentaciones de vuelta a sí mismo, de búsqueda del propio provecho (¡incluso espiritual!), de defensa de la capacidad autónoma para salvarse. Somos empujados en esta dirección por una fuerza tal que sólo una continua vigilancia y una invocación asidua de la gracia del Espíritu Santo pueden tener eficacia. La juventud está especialmente expuesta a esta tentación: ¿están los sacerdotes jóvenes acostumbrados a considerarla como la más peligrosa de todas? ¿Son ayudados a poner al centro de la propia personalidad la convicción de que "...el que quiera salvarse se perderá”?

Un segundo ejemplo: si la oración se reduce a un “deber” unido a las necesidades cultuales de la comunidad o a obligaciones personales (¡sub gravi!) del sacerdote, dejará pronto de expresar y alimentar la vida de fe del sacerdote. Incluso cuando consiga ser fiel, el sacerdote la reducirá a un esfuerzo ascético o, en el mejor de los casos, a un árido ejercicio intelectual de reflexión abstraída (y a menudo distraída). La pereza y la distracción de todas las cosas por hacer, acabarán con la buena voluntad de “sacar adelante” el compromiso de la oración. Es necesario educar y educarse en la oración como encuentro vivo con la persona del Señor Jesús y con Su Padre a la luz del Espíritu. Una oración deseada y “sentida” como momento de intimidad y de confidencia, como coloquio amistoso-individual y comunitario- con el Viviente, no es algo espontáneo; no es fácil salvarla de la costumbre y de la complacencia farisaica por el deber cumplido. Desde los años de Seminario ésta es la preocupación fundamental: la formación del hombre “espiritual” que se renueva constantemente en el contacto personal y consciente con su Señor. A propósito de esto, nunca se insistirá demasiado sobre la función esencial de una familiaridad cada vez mayor con la Palabra. “Permanecer” en la Palabra de Jesús, hacer que llegue a ser la morada habitual de los propios pensamientos, de los afectos y del estilo de vida, es condición necesaria para ser verdaderos discípulos, para conocer la verdad y para vivir como libres hijos de Dios.

Una buena experiencia de oración, en el sentido ya expuesto, no se improvisa: la larga y exigente pedagogía seminarística ofrece dos condiciones que, aun siendo indispensables, a menudo “caen” en la vida del sacerdote joven. Nos referimos al “proyecto de vida” en el sentido más concreto del término (horario, prioridades, equilibrio de los ritmos de trabajo y descanso), y a la dirección espiritual. Ésta última se queda muy a menudo en un deseo pío por falta de “directores”, pero también por la escasa convicción de buscarlos por parte de los “dirigidos”. Todo boceto de proyecto personal de vida queda rebasado por los afanes de una vida demasiado desordenada. A veces nos exponemos –como ya hemos dicho– por un mal entendido sentido de la disponibilidad siempre-a-todos, a cualquier irrupción de peticiones sin importancia e inmotivadas. Se pasan horas y horas, incluso por la noche, delante del televisor, armados con el mando a distancia y totalmente faltos de discernimiento, con la excusa de que, después de un día de trabajo masacrante, no es posible ponerse a hacer un trabajo “serio” y se tiene derecho a un poco de distensión... No se tiene presente que, a largo plazo, esta cura repetida a base de imágenes y sensaciones superficiales, cuando no del todo anti-evangélicas, deja una herida profunda. Cuando se tira un cubo de agua contra un muro, el agua termina en el suelo, pero el muro queda mojado.

2.- La maduración de la afectividad

La vida pastoral del sacerdote, en las actuales circunstancias, se mueve hacia un progresivo aislamiento de cada sacerdote, escasamente compensado por algún loable esfuerzo de pastoral de conjunto y por alguna iniciativa de vida común. En este campo se tiene todavía la impresión de que queda mucho por hacer, sobre todo en el campo de la creación de una mentalidad nueva, más sensible a la dinámica de la vida fraterna, de la solidaridad, del compartir, de la capacidad de instaurar y cultivar relaciones interpersonales de amistad y colaboración, de estima dada y recibida, de comunicación profunda y franca. Es necesario garantizar desde el Seminario una educación atenta y prudente, pero también positiva y valiente, dirigida por una correcta gestión de la afectividad. El celibato no es, en modo alguno, un “holocausto” de la capacidad de amar ni del deseo de ser amados. No es la capacitación para vivir un espléndido (¡es un decir!...) aislamiento. La fraternidad presbiteral, la amistad, la solícita y misericordiosa paternidad espiritual, la rica trama de relaciones de gratitud y de aprecio que cada comunidad debe garantizar a su sacerdote, son elementos indispensables del celibato. Es más, son la prueba de su cualidad propiamente cristiana, del todo ajena a cualquier “impasibilidad” de tipo estoico.

La educación en la pureza del corazón y de los comportamientos camina al paso de esta educación positiva para el ejercicio limpio y libre de la afectividad. Quien tiene miedo de amar, de “querer” a alguien en concreto, no es un asceta: es un reprimido. Quien no sabe acoger, administrar y, eventualmente, purificar el afecto y la ternura que alguien le muestra, no es “más prudente”, sino que se encuentra peligrosamente encaminado a un estado de hibernación espiritual y apostólica. Bastaría mirar a Jesús y leer el Evangelio, con ojos sencillos, su “comportamiento afectivo” para encontrar la más autorizada confirmación de lo dicho. Pero sin olvidar que el Señor vino a redimir el corazón humano para ponerlo de nuevo en situación de expresar el máximo posible de amor.

Sería útil preguntarnos, desde este punto de vista, si el sacerdote es ayudado a insertarse en esa forma de vida apostólica a la que Jesús llamó a los doce, invitándoles a abandonar una familia propia (incluso a la esposa, según Lc 14, 26; 18, 29) para hacerles capaces de un amor diverso y diversamente fecundo que sería el “cemento’ espiritual para la edificación de la comunidad eclesial. ¿Es el sacerdote acogido así en la comunidad del presbiterio? ¿Es éste el modo en que se introduce en el tejido vivo de la comunidad?

3.- La necesidad de conocerse a sí mismos de modo objetivo y concreto

Para garantizar todo lo ya dicho es necesario –entre otras cosas– que el joven sacerdote esté en condición de mantener (o adquirir) una buena, objetiva y concreta percepción de sí mismo. No es raro constatar que alguno sale del Seminario con grandes proyectos ideales, con propósitos sublimes y lúcida claridad de ideas, pero con escaso conocimiento de la propia realidad, de las debilidades de las que debe defenderse y de los recursos a los que puede echar mano. En estos casos se corre un riesgo muy grave de crisis precoces, bastante profundas y difíciles de superar, precisamente porque el sujeto es poco consciente de lo que se mueve en el área de sus motivaciones últimas, de la estructura interior de su personalidad, que no ha alcanzado el nivel suficiente de conocimiento de sí.

En este caso, ni siquiera la pedagogía seminarística más atenta e iluminada puede anticipar una riqueza de estímulos ni unas condiciones existenciales que sólo la asunción del ministerio puede garantizar. Con una expresión un poco osada, alguien ha hablado de la escasa utilidad de las “relaciones presacerdotales” que el seminarista afronta durante las experiencias pastorales de fin de semana. Éstas son muy útiles e importantes; sobre todo las más exigentes del último año, pero no llegan a reproducir anticipadamente las condiciones globales de la vida presbiteral. El acompañamiento formativo de los primeros años de sacerdocio debería tener sobre todo esta razón: que la imagen de sí mismo que el joven sacerdote se construye al confrontarse con la realidad sea trazada de modo correcto y objetivo; que se eviten tanto las desconcertantes sorpresas del descubrimiento de las propias fragilidades cuanto la fuga ilusoria y frustrante en pos de un ideal inalcanzable en sí mismo; que se favorezca una acogida misericordiosa y paciente en los largos períodos de crecimiento, una honesta convicción de la necesidad de completar la formación y de no ser de los que ya han llegado al final, una generosa y humilde voluntad de relación con quienes pueden ayudarnos a entendernos a nosotros mismos y a intervenir de modo apropiado; que se evite toda fórmula superficialmente consoladora o paternalista; que no se ofrezcan excusas demasiado fáciles, que en lugar de estimular el crecimiento y la necesaria conversión corren el riesgo de bloquear el proceso de asunción de las propias responsabilidades frente a Dios y a la Iglesia.

4.- Misión universal y fidelidad particular

El sacerdote joven será ayudado en gran medida en su formación por un doble sentimiento de su corazón: por una parte, que se abra y se mantenga siempre abierto a las dimensiones del mundo; que sea capaz de vibrar con los grandes problemas de la Iglesia y del mundo; que sea sensible al palpitar de la misión católica, y no sólo en teoría. Por otra, superando toda tentación de impaciencia y de evasión, sea consciente de la importancia de su entrega cotidiana y fiel al crecimiento de las personas en el contexto particular de Iglesia que ha sido entregado a su cuidado. Que se dé cuenta de la complejidad y de la delicadeza de las situaciones personales, de la lentitud en los cambios –los cambios verdaderos y profundos– que señalan las etapas de la conversión.

Él es, de hecho, testigo autorizado y custodio de la universalidad de la fe, y al mismo tiempo ha sido encargado de nutrir al pueblo de Dios con el pan cotidiano, no de convocarlo de vez en cuando para que asista a un espectáculo extraordinario.

Sin la primera actitud no tardará en presentarse una existencia sacerdotal condicionada por mezquindades de todo tipo, por celos y cotilleos, confinada a la sombra del campanario, incapaz de comunicar a los fieles las grandes dimensiones de la pertenencia eclesial. Sin el segundo, el sacerdote se vuelve inquieto e impaciente, después de unos meses querrá ver ya los frutos de su trabajo; favorecerá en sí mismo y en sus fieles la ilusión de unos cambios externos y superficiales, sin raíces e incapaces de dar fruto duradero.

5.- Capacidad de diálogo y de confrontación constructiva

Hemos hecho referencia a la creciente complejidad de la situación pastoral bajo el perfil de las diversas posiciones y tendencias que se determinan en el área de la comunidad cristiana. Los sacerdotes de hoy y de mañana estarán en grado de afrontar tal complejidad a través de una constante educación para el dialogo y para la acogida de la diversidad, como ocasión de enriquecimiento en la edificación de la Iglesia.

Hay “diferencias” y visiones parciales de la fe que son corregidas de modo limpio y valiente. Pero a menudo se trata, en cambio, de legítima diversidad en los puntos de vista, de diferencias marcadas por distintos subrayados de tipo espiritual o determinadas por sensibilidades que tienen derecho de ciudadanía en la Iglesia. Los dones del Espíritu Santo son diversos y no pueden ser reducidos a una plana conformidad. Una primera característica del ministro ordenado será, por tanto, su libertad personal frente a pertenencias demasiado rígidas y selectivas, que no logran evitar estilos de intolerancia e imposición intransigente del propio punto de vista o de la experiencia personal, por muy rica y bella que ésta pueda ser.

El sacerdote esta dotado del carisma de la síntesis, y por ello es el arquitecto al que ha sido encomendada la construcción de la casa común. Tal construcción saldrá adelante si se utilizan, cada uno a su manera, todos los materiales disponibles. El sacerdote debería tener como preocupación primaria el no obstaculizar la acción del Espíritu; al contrario, debe saber reconocerlo en todas sus manifestaciones, incluso en aquellas más lejanas a sus propios gustos o manifestadas en estilos y lenguajes que no le son familiares. Siempre que quede a salvo lo que es esencial a la fe, aquello que constituye su contenido objetivo e irrenunciable para cada creyente. Cada una de las diversas expresiones de la misma fe y del testimonio cristiano debe armonizarse con todas las demás y sólo podrá ser criticada en la medida en que rechace esta llamada a la edificación solidaria de la comunidad.

No se trata de un trabajo fácil. El sacerdote deberá llevar a cabo un gran equilibrio y usar mucha sabiduría de “anciano”, aunque sea joven. Para toda la comunidad él es el signo de aquella pertenencia a Cristo de la que habla san Pablo a los Corintios, capaz de superar divisiones y competitividades con el fin de plegar toda diversidad al deseo de la edificación común. Llegando incluso al extremo de afrontar serenamente, si fuese necesario, la renuncia a la determinación demasiado clara de un “carisma” propio, porque, si es verdad que todo es lícito, también lo es que no todo edifica5.

6.- El cuidado de una fe adulta

Estamos viviendo, sobre todo en la Italia de estos últimos años, el paso de un cristianismo hecho fundamentalmente de costumbres y tradiciones, unido al consenso de masa y a la cultura dominante. a un cristianismo que advierte de la necesidad de fundarse cada vez más sobre convicciones personales libres y motivadas. Es el tema de la fe “adulta”. Sin quitar nada al valor de la fe sencilla, hay que convencerse de que ya no somos “sencillos”, y que la fe sólo puede sobrevivir si se halla en grado de responder a la complejidad de la vida de hoy y a las peticiones, cada vez más exigentes, que, en busca de sentido, formulan nuestros contemporáneos. El mundo de la experiencia religiosa está siendo atravesado por peligrosas formas de infantilismo y de regresión que no tienen nada que ver con la llamada evangélica a ser como niños y a la pequeñez como condiciones para entrar en el Reino. El sacerdote no sólo debe evitar justificarlas e incrementarlas, sino que tendrá que contrastarlas mostrando la fuerza liberadora de una verdadera “cultura cristiana” a la altura de los tiempos.

Se exige que ya durante los años de Seminario el estudio de la teología sea propuesto y venga acogido como la necesaria habilitación personal para una fe crítica y adulta, que dé fundamento a la tarea de hacer nacer y crecer esta fe adulta hasta en las personas a las que se confiará el ministerio sacerdotal. ¿Qué decir de una teología estudiada a duras penas, sólo para superar los exámenes, que no llega ni a arañar la certeza de “saber ya” cómo hay que apacentar el rebaño? ¿Qué decir del sacerdote joven que, terminada la última página del último libro de texto, pasa años sin estudiar ni leer nada que tenga visos de seriedad o de compromiso? Es más, quejándose de la abundancia de documentos magisteriales o de los estímulos al estudio como si fuesen invitaciones a perder el tiempo; tiempo que hay que emplear en actividades mucho más concretas, inmediatas y productivas. Pero ¿productivas de qué? Se obtiene fácilmente el asentimiento de los jóvenes para salir a tomar algo por la tarde, o para ver una película. Mucho más difícil es -y esto sí que es verdaderamente esencial para su crecimiento como cristianos adultos- conseguir preparar algo consistente para anunciárselo en una convincente catequesis de fe.

7.- Los cercanos y los alejados

El elenco de garantías que ofrecer al sacerdote (y que él mismo debería querer procurarse) podría seguir largamente. Nos contentaremos con una última consideración.

Existe una tentación común a todos los sacerdotes que hace presa con más fuerza si cabe en el clero joven. Se trata de la tentación de asumir un comportamiento en la relación con los “cercanos” y los “alejados” que es contrario al que asumió Jesús.

La intransigencia lleva a exigir a los alejados todo lo que no pueden dar: todo y rápido; en las palabras de los sacerdotes y en el modo en que se relacionan con ellos, se sienten juzgados, reprochados y condenados; no se deja de hacerles entender, cuando por cualquier motivo se acercan a la comunidad, que no están en regla, que deberían ser distintos, que les falta algo y que sólo bajo ciertas condiciones podrán gozar de algunos de los privilegios reservados a los buenos feligreses.

Y viceversa: el pequeño círculo de los cercanos, simpatizantes y colaboradores es atendido con gran despliegue de energía; se les disculpa y excusa todo tipo de retrasos y defectos; son lugar de refugio afectivo (todo lo contrario a lo dicho respecto de un sano ejercicio de afectividad pastoral) y se les agradece cualquier atención.

Parece que el Evangelio indica un camino diferente: a pesar de dar a sus discípulos y apóstoles claros signos de amor y amistad, Jesús no les ahorra los reproches necesarios, no les oculta las duras exigencias del seguimiento, y, sobre todo, les envía advirtiéndoles que, habiendo recibido mucho, mucho deben dar. Y no deberían considerar privilegio o título de mérito su intimidad con el Señor; al contrario, tendrían que vivirla como la más exigente invitación a la responsabilidad apostólica. Por lo que toca a los otros “cercanos” a Dios, o quienes así se llaman, representados por los fariseos, no es necesario poner ejemplos de la dura intransigencia en que se traduce el amor de Jesús por ellos. Por el contrario, en la relación con los alejados, con los ignorantes y con los pecadores, vemos en Jesús una gran capacidad de acogida y de perdón paciente: no para dejarlos como están, sino como llamada –la más eficaz– a esa conversión que pasa a través de la experiencia del sentirse amados gratuitamente, del sentirse acogidos “en casa” sin pasar exámenes ni pagar atrasos.

También a este respecto nos encontramos ante un verdadero cambio de la mentalidad imperante El sacerdote debe ser consciente de ello. Aunque sólo sea porque ante el testimonio de cambios de este tipo se puede determinar el milagro de la conversión a la fe: cuando uno se siente “lejano” se da cuenta de que al menos en la Iglesia, al menos ante un sacerdote, no se es un cliente en una tienda, sino un amigo acogido cordialmente porque se le espera desde hace tiempo.