Y a ti, niño,

te llamarán profeta del Altísimo...

 

El P. Emilio Sauras, dominico, fue sin duda el mejor profesor de teología que tuvimos en el seminario de Valencia y reconocido en la orden como un «Magister» excepcional. Pasaron los años yo sufrí un accidente grave de montaña, siendo ya obispo —fractura de dos vértebras dorsales—, lo que me obligó a varias semanas de inmovilidad. Estaba en un chalet de mis hermanos cercano a Valencia. Providencialmente el P. Sauras, ya anciano, estaba haciendo de capellán de aquella urbanización ese verano. En cuanto supo de mi estancia allí, vino cada día a traerme la comunión. Tras la acción de gracias entraba a mi habitación y hablábamos largamente. Era un placer intelectual y espiritual. Un día me explicó con toda sencillez que, puesto que estaba perdiendo la vista y no le era posible el trabajo intelectual, pidió al P. Prior que le hiciera portero del convento. Así podía ser útil. Se negó en redondo —me decía él humorísticamente—, pero un día que pasé por la portería el hermano portero me dice: P. Sauras, ¿quiere substituirme un rato en la portería, pues me he de ausentar? Yo me dije —añadió ilusionado— ¡ya soy el portero! Y así fue, y así murió. Para todos fue una lección de rotunda humildad. — Cardenal Ricardo M. Carles

     

    Estuve destinado al sacerdocio desde el momento en que fui engendrado.

    Este destino, naturalmente, era condicional. «Si lo que va a venir es varón, será como su tío». (La alusión se refería al tío Emilio que recién ordenado marchó de la patria). Lo que vino era varón, y en ese punto y hora mi destino condicional se convirtió en absoluto. La familia empezó inmediatamente a actuar conforme al destino que me había impuesto.

    Al bautizarme me impusieron el nombre del tío, para que fuera para mí un constante recordatorio y una constante admonición. Fui el segundo de la familia. El primero, también varón, no nació con destino definido. Si hubiera querido hacerse sacerdote no hubiera encontrado oposición, estoy seguro. Pero no se decidió. Yo nací decidido por los demás. La confabulación en favor de mi sacerdocio fue total. Coincidieron en ello los padres, los abuelos y los tíos. Para todos estaba la cosa clara: como el carácter bautismal segrega al hombre de la sociedad de los infieles y le adscribe de manera indeleble a la sociedad eclesial, el nombre de Emilio que me impusieron al cristianarme me segregó de la sociedad civil y me inscribió indeleblemente en la lista de los clérigos.

    Con estos precedentes queda claro que el nombre me imponía graves deberes que yo me encargaba de no cumplir. No vivía como para ser sacerdote, a pesar de llamarme como quien ya lo era, y a pesar también de meterme a presión en la cabeza la idea de que lo sería. Yo era travieso, daba mucho que hablar y mucho que hacer. La disciplina no era precisamente mi fuerte, ni la obediencia, ni la sociabilidad, ni el espíritu de convivencia.

    Fuimos cuatro hermanos, dos chicos y dos chicas. El mayor tema siete años cuando murió mi madre y la menor uno. El padre quedó con los cuatro, y yo, el segundo varón, a pesar de mi predestinación sacerdotal, no dejaba vivir al padre ni a los hermanos.

    Para ver si un cuidado más constante me mejoraba y para que los hermanos vivieran en paz, me sacaron de mi casa y de mi pueblo. Una hermana de mi padre, casada y sin hijos, se hizo cargo de mí. A su casa fui a parar por malo. ¡Cuántos disgustos le di! Todavía vive y me quiere como a un hijo. Viviendo con ella topé con el segundo motivo que debería llevarme al sacerdocio. El primero fue la decisión familiar, confirmada con el nombre que me impusieron en la pila. El segundo, el conocimiento y la amistad de un padre dominico bueno, si los hay. Le llamaban padre Paco. Era hijo único, y todos los años le permitían vivir dos meses con sus padres, ya ancianos. El padre era amigo de los tíos y no había tarde que no les hiciera una visita. También se hizo amigo mío, a pesar de mis maldades. Él tenía 40 años, yo andaba por los 8. Su atractivo personal era enorme. Cada año volvía al convento acompañado de una caravana de posibles futuros dominicos. Cuando cumplí los 11 años me decidieron y me decidí, de las dos cosas hubo, a engrosar la caravana.

 

    Hoy, algunos, cuando vuelvo al pueblo, aún se atreven a decirme que de niño era muy bueno y que les encantaban mis sermones. Lo dicen porque piensan que esto lo han hecho todos los curas y todos los frailes. O porque, aunque conozcan mi historia verdadera, no tienen confianza para recordármela. Los que la tienen me recuerdan que no dejaba vivir a nadie y que tuve que salir de casa para que en ella hubiera paz. Mis méritos para religioso, en verdad, no eran muy grandes. Y ¿será casualidad? Del grupo que acompañamos al padre Paco sólo quedamos dos. El otro era tan malo como yo. Ninguno de los dos decíamos misa con casulla de papel, y a los dos nos vieron castigados juntos en la escuela.

    El padre Paco no creía que las travesuras fueran grave inconveniente para ingresar en la casa de formación. Esperaba que la gracia y los formadores vencerían al rebelde. Me llevó al convento y yo fui sabiendo que iba y queriendo ir. Aún más, fui alegre y satisfecho. En mi fuero interno no me opuse nunca a la idea de ser religioso. La amistad con el dominico hizo mella en mí y favoreció la idea. Dios me iba conduciendo.

    En el convento tuve ocasión de reflexionar. Desde el primer día que llegué consideré la posibilidad de mi vuelta a casa. En el pueblo conocí algunos que volvieron. Y pensé que esta vuelta sería para mí una verdadera desgracia. Nunca deseé volver. Un poco, por amor propio; otro poco por no disgustar a los míos, a los que tanto había disgustado ya; y otro poco, porque iba adquiriendo conciencia clara de la vocación.

    Con esto termina mi historia presacerdotal. Hay quien va al sacerdocio con paso firme y seguro desde un principio. Hay quien va a él por una especie de reacción contra el mal. Hay quien va porque le llevan. Yo fui de estos últimos. A mí me llevaron. Yo no secundaba con mi conducta la conducción. Pero me dejé llevar. Nunca me opuse al destino que me adjudicaron al nacer y que quedó marcado en mí con mi propio nombre. Este destino me lo impusieron los hombres, pero era Dios quien los movía y quien me lo había impuesto antes. Él lo ligó al nombre del tío religioso. El me condujo, a causa de mis travesuras, a otra casa, en la que daría con el padre Paco. ¡Qué recto escribía el Señor! ¡Con qué claridad veo ahora su lógica divina!

    A los 21 años hice profesión solemne y me ordené de subdiácono. Fue entonces cuando tomé la decisión irrevocable de hacerme sacerdote. Lo anterior eran tanteos, reflexiones y propósitos más o menos sujetos a revisión. Siempre creí que no daría el paso atrás. Pero hasta esa edad no lo subrayé con la firma de un voto doble, el de religión y el del subdiaconado. No me decidí a recibir la ordenación por el tío religioso, cuyo nombre pesaba sobre mí, como un destino superior. Tampoco porque me ganara la voluntad un fraile dominico, conquistador de almas jóvenes para Dios. A esa edad ya había oído mucho y había leído mucho. Había leído sobre todo a san Pablo y a santo Tomás. Los dos me dieron ideas claras sobre el sacerdocio, ideas que se ajustaban a lo que la gracia de Dios dictaba en mi interior. Me hice sacerdote porque quería ser lo que es el sacerdote, y porque me llenaba su contenido y su misión. Si me llenaban es porque Dios me llamaba a ello.

 

Texto: P. Emilio Sauras - Cuadros: Isabel Guerra
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«La respuesta a la invitación divina puede darse en todas las edades. Para algunos será la vida entera entregada al Señor desde la infancia... Los años no cuentan para Dios, sino la intensidad del amor con que se corresponde y sirve» - S. Juan XXIII.