Vuestra soy, para vos nací,
¿qué mandáis hacer de mí?

 

 

       En este año en el que celebramos el cuarto centenario del nacimiento de Santa Teresa se han dicho de ella muchas cosas. Todas buenas y todas justas. Lo malo es que podemos convertir a la Santa en un objeto más de consumo (¡de consumo espiritual!): alguien de “usar y tirar”. Además cuando se ensalza tanto la figura de un santo cabe el peligro de olvidar que ha sido de carne y hueso, uno de entre nosotros y como nosotros. La santidad deja de ser algo que nos estimule para convertirse en una utopía inalcanzable.
       Para honrar a Santa Teresa como se merece lo mejor que podemos hacer es tomarla como maestra para que nos guíe en nuestro camino. “En la escuela de la santa andariega aprendamos a ser peregrinos” nos invitaba Francisco. En este mes de octubre en el que celebramos su fiesta litúrgica nos vendrá bien releer algunos textos en los que dejó constancia de lo que hoy diríamos su “proceso vocacional”. Entre líneas descubrimos a la Teresa dubitativa, que por momentos no quiere ser monja, que seguía a Dios y al mundo al mismo tiempo… igual que nosotros. Y también a la Teresa que persevera con buenos deseos… igual que nosotros. Es hora de determinarse y caminar con ella hasta el final.

   

 

 

   Vuestra soy, pues me criastes,
   Vuestra, pues me redimistes,
   Vuestra, pues que me sufristes,
   Vuestra, pues que me llamastes,
   Vuestra, porque me esperastes,
   Vuestra, pues no me perdí.
   ¿Qué mandáis hacer de mí?

 

«Pues comenzando a gustar de la buena y santa conversación de esta monja, holgábame de oírla cuán bien hablaba de Dios, porque era muy discreta y santa. Esto, a mi parecer, en ningún tiempo dejé de holgarme de oírlo. Comenzóme a contar cómo ella había venido a ser monja por solo leer lo que dice el evangelio: muchos son los llamados y pocos los escogidos. Decíame el premio que daba el Señor a los que todo lo dejan por él. Comenzó esta buena compañía a desterrar las costumbres que había hecho la mala y a tornar a poner en mi pensamiento deseos de las cosas eternas y a quitar algo la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me había puesto grandísima» (Vida 3, 1).
«Estuve año y medio en este monasterio harto mejorada. Comencé a rezar muchas oraciones vocales y a procurar con todas me encomendasen a Dios, que me diese el estado en que le había de servir. Mas todavía deseaba no fuese monja, que este no fuese Dios servido de dármele... A cabo de este tiempo que estuve aquí, ya tenía más amistad de ser monja, aunque no en aquella casa. También tenía yo una grande amiga en otro monasterio, y esto me era parte para no ser monja, si lo hubiese de ser, sino adonde ella estaba. Miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo bien que me estaba a mi alma. Estos buenos pensamientos de ser monja me venían algunas veces y luego se quitaban, y no podía persuadirme a serlo» (Vida 3, 2).

 

¿Qué mandáis, pues, buen Señor,   
Que haga tan vil criado?   
¿Cuál oficio le habéis dado   
A este esclavo pecador?   
Veisme aquí, mi dulce Amor,   
Amor dulce, veisme aquí,   
¿Qué mandáis hacer de mí?
   

 

 

   Veis aquí mi corazón,
   Yo le pongo en vuestra palma,
   Mi cuerpo, mi vida y alma,
   Mis entrañas y afición;
   Dulce Esposo y redención
   Pues por vuestra me ofrecí.
   ¿Qué mandáis hacer de mí?

 

«En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno; que no era mucho estar lo que viviese como en purgatorio, y que después me iría derecha al cielo, que este era mi deseo. Y en este movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil que amor. Poníame el demonio que no podría sufrir los trabajos de la religión, por ser tan regalada. A esto me defendía con los trabajos que pasó Cristo, porque no era mucho yo pasase algunos por él; que él me ayudaría a llevarlos —debía pensar—, que esto postrero no me acuerdo. Pasé hartas tentaciones estos días» (Vida 3, 6).
«Diome la vida haber quedado ya amiga de buenos libros. Leía en las Epístolas de san Jerónimo, que me animaban de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que casi era como a tomar el hábito, porque era tan honrosa que me parece no tornara atrás por ninguna manera, habiéndolo dicho una vez» (Vida 3, 7).

 

Dadme muerte, dadme vida:   
Dad salud o enfermedad,   
Honra o deshonra me dad,   
Dadme guerra o paz crecida,   
Flaqueza o fuerza cumplida,   
Que a todo digo que sí.   
¿Qué queréis hacer de mí?
   

 

 

   Dadme riqueza o pobreza,
   Dad consuelo o desconsuelo,
   Dadme alegría o tristeza,
   Dadme infierno, o dadme cielo,
   Vida dulce, sol sin velo,
   Pues del todo me rendí.
   ¿Qué mandáis hacer de mí?

 

«En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle (…). Porque ya tengo experiencia en muchas que, si me ayudo al principio a determinarme a hacerlo, que, siendo solo por Dios, hasta comenzarlo quiere —para que más merezcamos— que el alma sienta aquel espanto, y mientras mayor, si sale con ello, mayor premio y más sabroso se hace después. Aun en esta vida lo paga Su Majestad por unas vías que solo quien goza de ello lo entiende. Esto tengo por experiencia, como he dicho, en muchas cosas harto graves. Y así jamás aconsejaría —si fuera persona que hubiera de dar parecer— que, cuando una buena inspiración acomete muchas veces, se deje, por miedo, de poner por obra; que si va desnudamente por solo Dios, no hay que temer sucederá mal, que poderoso es para todo. Sea bendito por siempre, amén» (Vida 4, 2).
«Parecíame a mí, Señor mío, ya imposible dejaros tan del todo a Vos; y como tantas veces os dejé, no puedo dejar de temer, porque, en apartándoos un poco de mí, daba con todo en el suelo. Bendito seáis por siempre, que aunque os dejaba yo a Vos, no me dejasteis Vos a mí tan del todo, que no me tornase a levantar, con darme Vos siempre la mano; y muchas veces, Señor, no la quería, ni quería entender cómo muchas veces me llamabais de nuevo» (Vida 6, 9).

 

Si queréis, dadme oración,   
Sí no, dadme sequedad,   
Si abundancia y devoción,   
Y si no esterilidad.   
Soberana Majestad,   
Sólo hallo paz aquí,   
¿Qué mandáis hacer de mí?
   

 

 

   Dadme, pues, sabiduría,
   O por amor, ignorancia,
   Dadme años de abundancia,
   O de hambre y carestía;
   Dad tiniebla o claro día
   Revolvedme aquí o allí
   ¿Qué mandáis hacer de mí?

 

«Pasaba una vida trabajosísima, porque en la oración entendía más mis faltas. Por una parte me llamaba Dios; por otra, yo seguía al mundo. Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios —tan enemigo uno de otro— como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales. En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración) sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años, que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración no era ya en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes» (Vida 7, 17).
«No digo que son estas voces y llamamientos como otras que diré después sino con palabras que oyen a gente buena o sermones o con lo que leen en buenos libros y cosas muchas que habéis oído, por donde llama Dios, o enfermedades, trabajos, y también con una verdad que enseña en aquellos ratos que estamos en la oración; sea cuan flojamente quisiereis, tiénelos Dios en mucho. Y vosotras, hermanas, no tengáis en poco esta primera merced ni os desconsoléis aunque no respondáis luego al Señor, que bien sabe Su Majestad aguardar muchos días y años, en especial cuando ve perseverancia y buenos deseos» (2 M 1, 3).

 

Si queréis que esté holgando,   
Quiero por amor holgar.   
Si me mandáis trabajar,   
Morir quiero trabajando.   
Decid, ¿dónde, cómo y cuándo?   
Decid, dulce Amor, decid.   
¿Qué mandáis hacer de mí?
   

 

 

   Dadme Calvario o Tabor,
   Desierto o tierra abundosa,
   Sea Job en el dolor,
   O Juan que al pecho reposa;
   Sea' viña frutuosa
   O estéril, si cumple así.

   ¿Qué mandáis hacer de mí?

 

«Este padre (Báñez) entendió luego que era espíritu del Señor, y la ayudó mucho, pasando harto con sus deudos (¡así habían de hacer todos los que le pretenden servir, cuando ven un alma llamada de Dios, no mirar tanto las prudencias humanas!), prometiéndola de ayudarla para que tornase otro día» (Fund. 11, 3).

Dibujo: Luis de Horna

521

«En la escuela de la santa andariega aprendemos a ser peregrinos. La imagen del camino puede sintetizar muy bien la lección de su vida y de su obra. Ella entendió su vida como un camino de perfección por el que Dios conduce al hombre, morada tras morada, hasta Él y, al mismo tiempo, lo pone en marcha hacia los hombres. (…) ¡Este es el realismo teresiano, que exige obras en lugar de emociones, y amor en vez de ensueño, el realismo del amor humilde frente a un ascetismo afanoso! Algunas veces la Santa abrevia sus sabrosas cartas diciendo: “·Estamos de camino” (Carta 469, 7.9), como expresión de la urgencia por continuar hasta el fin con la tarea comenzada. Cuando arde el mundo, no se puede perder el tiempo en negocios de poca importancia. ¡Ojalá contagie a todos esta santa prisa por salir a recorrer los caminos de nuestro propio tiempo, con el Evangelio en la mano y el Espíritu en el corazón».- Papa Francisco.