Señor Jesús,

Pastor de nuestras almas, que continúas llamando con tu mirada de amor a tantos y a tantas jóvenes que viven en las dificultades del mundo de hoy:

abre su mente para oír entre tantas voces que resuenan a su alrededor, tu voz inconfundible, suave y potente, que también repite hoy: «Ven y sígueme»;

mueve el corazón de nuestra juventud a la generosidad y hazla sensible a las esperanzas de los hermanos que piden solidaridad y paz, verdad y amor;

orienta el corazón de los jóvenes hacia la radicalidad evangélica capaz de revelar al hombre moderno las inmensas riquezas de tu caridad.

Llámalos con tu bondad, para atraerlos a ti.

Préndelos con tu dulzura, para acogerlos en ti.

Envíalos con tu verdad, para conservarlos en ti.

Amén.

        San Juan Pablo II

Rezar esta oración cada día, como si fuera una de esas «tareas para las vacaciones» que nos daban en la escuela, ¿porqué no? Antiguamente se temía que muchos «perdieran» su vocación en verano. Pero también están los otros, los que se deciden a ir al seminario entre baños en la piscina o en la playa y excuriones a la montaña, entre quemaduras de sol y picaduras de mosquitos, entre preguntas angustiosas de la familia e incomprensiones de los amigos, y... entre muchos momentos de silencio y de batalla interior. Estos son los que necesitan nuestra oración. Quizás en septiembre, cuando se abran las puertas del nuevo curso, nos llevemos más de una sorpresa.

Mateo

    A Dios le gusta jugar a «la salvación».
    Es un juego maravilloso, pero serio al mismo tiempo. A veces, cuesta sangre.
    Pero a Dios le gusta.
    Para realizar sus jugadas Él quiere servirse de los hombres. Los hombres somos las figuras vivientes que hemos de movernos adecuadamente por el gran tablero del mundo.
    Dios está empeñado en que el juego salga bien. Pero no siempre las cosas resultan a gusto de Dios.
    El juego no sale bien cuando hay figuras que no quieren moverse de su sitio, de su rincón privilegiado, porque se encuentran muy a gusto donde están y como están.
    El juego tampoco «sale» cuando hay quienes no quieren ocupar «su» puesto y cumplir «su» misión, de peón o de torre, de reina o de doncella, de van­guardia o retaguardia.
    Los hombres somos terribles.
    Dios no nos mueve si nosotros no queremos. Sus dedos prodigiosos son impotentes si nosotros retiramos nuestra mano pequeña, astuta y reseca...
    Dios siempre está mirando al gran tablero, pero pocos levantan la vista para encontrarse con sus ojos.
    Dios siempre está hablando, pero pocos se ponen a la escucha. Dios siempre está pasando, pero pocos se levantan para seguirle.

    Mateo sí. Mateo se levantó.
    Mateo estaba sentado; descansando; muy a gusto. Y se levantó cuando vio pasar a Jesús.
    Mateo estaba rodeado de dinero. Y Jesús pasaba en sandalias por delante de su oficina.
    Jesús no llevaba nada. Y Mateo (Leví) «dejándolo todo se levantó y le siguió».
    Jesús no le ofreció nada. YMateo «le obsequió con un gran convite en su casa».
    Jesús se alegró muchísimo por comer en casa de Mateo.
    Pero los fariseos se escandalizaron de que se sentara a la mesa de un interventor de la contribución. ¡Qué cosas! Los fariseos no lo entendieron. Los fariseos no entienden.
    Y es que también los que están sentados en las oficinas contando el dinero de los demás pueden levantarse..., y dejarlo todo..., y abrir cuenta corriente con Cristo pobre..., y firmar en blanco por Él y por los hombres..., y explotar todos sus talentos en favor de los otros...

    Pero hay quienes no lo entienden.
    Quienes creen
    que lo importante es el contar dinero,
    que lo que «suena» es el ruido de las monedas sobre la mesa de cristal,
    que Cristo sólo pasa por delante de las ventanas de los pobres, pero que a Él no se le ocurre asomarse a las ventanillas de las oficinas, de los bancos, de los despachos, de los grandes almacenes...
    ¿para qué?
    si Cristo no tiene que pagar contribución... si no tiene acciones..., ni cartera siquiera...
    si no necesita «papeles» ni espera recomendaciones...
    si Cristo no se mete en cuestiones económicas...
    si Cristo...
    No saben. No entienden.

    Leví, Mateo, se levantó.
    Mateo lo dejó todo.
    Mateo se levantó y siguió a Cristo que pasaba en sandalias y sudoroso por delante de su oficina.    

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Matias

    «Las cosas valen porque se las puede sustituir».
    ¿Qué haría un niño con el caballo de cartón que le trajeron los Reyes si no viviera con la ilusión de cam­biarlo, otra mañana de Reyes, por un tren eléctrico, por ejemplo? ¿Toda la vida con el caballo de cartón? ¡Qué aburrimiento!
    ¿Y las personas? Creo que también. Las personas va­len porque se las puede sustituir. Se cambia a los jefes de gobierno, a los ministros y alcaldes, a los futbolistas, a los obispos, a los artistas...
    La sustitución abre el interrogante del misterio, sus­cita la curiosidad, reaviva la esperanza, renueva la vida.
    Se sustituye a quien lo ha hecho bien, a quien lo ha hecho mal y a quien lo ha hecho regular. Generalmente se le dan las «gracias» al «sustituido». A veces algo más. Generalmente, poco. Inmediatamente nuevos aplau­sos, nuevos saludos, nuevas direcciones, otros cam­bios... y la vida sigue.
    Sólo Dios no puede ser sustituido. Y la verdad..., y el amor..., y la libertad..., y la justicia... Estas cosas (?) no se sustituyen; se suelen «prostituir», eso sí, desgraciadamente. Pero todo lo demás, hasta un ramo de flo­res, puede ser sustituido por otra cosa, por otro ramo de flores y no pasa nada.
    Es más: la sustitución es ley de nuestro vivir en so­ciedad. No somos eternos ni omnipotentes ni lo sabe­mos todo tampoco. Nos necesitamos unos a otros, de­pendemos los unos de los otros; la verdad la sabemos entre todos y entre todos la vamos «haciendo». Vamos en la barca. Remando. Somos varios. Cuando a uno, de­finitivamente cansado, se le caen los remos de la mano, viene otro a relevarle. Viajamos en el tren. Cuando el guardabarreras muere, el estremecimiento es mortal en todos los raíles, pero se coloca a otro guardabarreras y el tren continúa pasando puntual, rapidísimo, a la mis­mísima hora.
    ... trabajamos varios obreros en una fábrica. Le des­piden a uno...
    ...jugamos 11 hombres en un mismo equipo. Se le­siona uno...

    - Sí, sí, la cosa es clara. Para qué darle más vueltas.
    - Lo que le pasó a Cristo. Formó un equipo de 12, pero le falló uno, Judas.
    - ¿Y qué?
    -Pues que los apóstoles se «liaron» a rezar y el dado le cayó en suerte a Matías. Y ahí le tienes al po­bre hombre ocupando el vacío que dejó Judas.
    - La cosa es seria, ¿eh?
    - Sí, pero de lo más sencilla. En adelante, Matías se­ría el «sustituto».
    ¿Cómo sería aquello? ¿Entendería Matías mucho de Cristo y del evangelio? ¿Le haría «gracia» la cosa? ¿Qué cara pondría al ver que el dado le señalaba a él? Lástima, no lo sabemos, pero ahí le tenemos, hecho un apóstol.
    - Eso entonces. Y hoy, ¿qué?
    - Hoy hacen falta muchos «sustitutos». Pero las co­sas han cambiado bastante. Tenemos mucho «respeto» a las personas y no nos atrevemos a echar el dado para nadie y también son muy pocos los que se presentan para «sustituir». Ah, y rezamos menos también, que se nota.
    - ¿Sustituir a quién?
    - A los enfermos, a los cansados, a los que mueren, a los que abandonan el puesto... A tantos y tantos.
    - ¿Y los seglares?
    - A un cura no le sustituye un seglar, sino otro cura, caramba; las cosas claras, hombre.
    - Y sustituir a un cura, ¿es cosa fácil?
    - Es una verdadera aventura, pero para eso estamos si tenemos un mínimo de fe, ¿no?
    - Entonces ¿qué hay que hacer?
    - Pues nada, presentarse a «sustituto». La cosa es bien sencilla: presentarse y decir: «aquí me tienen uste­des, por si me necesitan».
    - ¿Hacen falta muchas cosas?
    - Hombre, no. ¿Qué crees que tenía Matías? Pues que era un tío normal, buena persona y que había se­guido los pasos a Cristo. Esto sí, dijo el viejo Pedro que era esencial. Lo demás le tocaba al Espíritu Santo, que algo tendrá que ver en todo esto, digo yo.
    - Tú lo pintas muy fácil.
    - Bueno, lo que tú digas.
    - Si las cosas fueran tan sencillas no habría los pro­blemas que hay.
    - Es que los hombres ponemos todo muy difícil para no tener que aceptar lo sencillo. Pero todo es cuestión de fe en la verdad elemental de que Cristo y los hom­bres necesitan «ministros», curas, servidores del evan­gelio, pastores..., llamarlo como queráis. Y hace falta gente que diga: «aquí estoy yo». Y nada más.
    - Sí, pero esa fe...
    - Ah, claro, la fe. Éste es el verdadero problema y no la sociología, el cambio de cultura, la teología nueva, la secularización, las nuevas estructuras del mundo y de la iglesia, el «personalismo» de los últimos tiempos, el celibato...
    - Bueno, bueno, que de todo eso habría mucho que hablar.
    - Sí, desde luego, pero la verdad sencilla, primera, sigue en pie, ¿eh? Y esto es lo decisivo.

    Dialogando, dialogando, se me pasó un buen rato, has­ta que me dije: «Pero si es todo tan claro. Como Matías y basta. Entonces ¿qué es lo que nos pasa?».

Julio García Velasco

 

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«Suponte que estás en tu casa, enfermo, lleno de cuidados y atenciones, pero un día vieras pasar debajo de tu ventana a Jesús, seguido de una turba de pecadores, de pobres, de enfermos, de leprosos... Si vieras que Jesús te llamaba y te daba un puesto en su séquito, y te mirase con esos ojos divinos que desprendían amor, ternura y perdón y te dijera: “¿Por qué no me sigues?” ¿Qué harías? ¿Acaso le ibas a responder: Señor, te seguiría si me dieses un enfermero, te seguiría si estuviese sano y fuerte para poderme valer? No. Si hubieras visto la dulzura de los ojos de Jesús te hubieras levantado de tu lecho sin pensar en ti para nada, te hubieras unido a la comitiva de Jesús y le hubieras dicho: Voy, Señor, no me importan mis dolencias, ni la muerte, ni comer ni dormir; si Tú me admites, voy; si Tú quieres puedes sanarme; no me importa que el camino por donde me lleves sea abrupto, difícil y esté lleno de espinas; no me importa si quieres que muera contigo en la cruz, voy Señor, porque eres Tú el que me promete una recompensa eterna, eres Tú el que me perdona, el que me salva, eres Tú el único que llena mi alma. Ni aun sufrir hasta el fin del mundo, merece la pena de dejar de seguir a Jesús» - San Rafael Arnáiz