Observación de la naturaleza

        

     Tener cerca un condiscípulo es una gran gracia actual. Como suena. Porque puedes hacer el bien cuando menos lo piensas, y porque tienes que hacer el bien quieras o no.
     Vicente y yo fuimos condiscípulos los 4 cursos de teología. Y nos ordenamos juntos.
     Desde entonces no nos habíamos vuelto a ver.
     A principios de este curso nos encontramos por la calle:
     —Oye, ¿tú no eres Vicente?
     —Y tú, ¿no eres Jorge?
     —Vaya, hombre, vaya.
     —Bueno, hombre, bueno.
     Desde aquel día el teléfono suena con más frecuencia: “Oye ¿tienes tal libro?”, “Oye, ¿podrías ir a decirme la misa el domingo a las 12?, “Oye, ¿quieres dar una conferencia?”, “Oye...” Ni él ni yo somos capaces de decir un no, mal nos pese, porque por algo somos “condiscípulos”.

* * *

     —Oye, Jorge, tienes que suplirme las clases. Me marcho a Palestina. Volveré... pronto.
     —¡Pero, hombre!
     Y ya me veis camino del Instituto para suplirle las clases de religión. Les dijo al despedirse: “Dará mis clases un condiscípulo.” Ese era mi título más valioso.
     El primer día, cuando “el condiscípulo” subía la escalera bajaba un tropel de muchachos.
     —¿Es que no hay clase hoy?
     —Sí, padre, pero nosotros tenemos “observación de la naturaleza”.
     —Y ¿qué es esto?
     —Es ir de paseo con el profesor.
     —¡Ah!
     Me enteré luego que sólo algunas asignaturas tenían “paseo con el profesor”. Parece que la religión no podía observarse en la naturaleza. Una lástima.

* * *

     Vicente tardó en volver. Los sacramentos —esta era la materia del curso— iban adelantando. Ya sólo quedaban por explicar los dos últimos, cuando surgió en mí, incontenible, arrollador, el deseo de “observar la naturaleza”. El director, hombre comprensivo, se hizo cargo de mi estado de ánimo. Y me dio todas las facilidades.
     Y ya me tenéis buscando a una pareja que quisiese casarse para que mis alumnos pudiesen “observarles”. La encontré. Hay gente buena en el mundo. Dedicamos unas clases a estudiar lo que dicen los libros sobre el sacramento del Matrimonio, pero además fuimos a ver a los novios, y hasta nos encargamos de poner las sillas y las flores en la iglesia. Resultó. Los nuevos esposos agradecidos nos mandaron una postal desde Roma.
     Quedaba por explicar el sacramento del Orden. Ninguno de mis alumnos había asistido nunca a una ordenación sacerdotal. Bueno, ¿cuántos son los cristianos que han asistido?
     La preparación fue más laboriosa. El profesor de latín, un buen padre de familia, dejó a un lado a Virgilio unos días y aceptó traducir en clase el ritual. La Iglesia a través de los siglos ha ido elaborando unas plegarias, un dinamismo, un ritmo que sobrecoge. Mis muchachos se dejaron cautivar.
     Cuando fui a explicarles el ritual, se lo sabían tan bien como yo. Luego dirán que la juventud de hoy es abúlica. Falso. Son unos apasionados. “Padre, ¿por qué no preparamos unas hojas con el ritual traducido por nosotros?, ¿por qué no nos da un esquema detallado del ritual?, ¿por qué...?” Cuando un grupo de muchachos se entusiasma, te arrastra. Preparamos, mejor, prepararon ellos, la traducción, el esquema, lo ciclostilaron, y hasta creo que se lo aprendieron de memoria.
     “Padre, faltan 4 días para la ordenación, ¿por qué no nos lleva a visitar al seminarista que tiene que ordenarse?”. No pude complacerles. Joaquín estaba practicando Ejercicios Espirituales como preparación para las órdenes. ¿Sabéis qué hice? Les llevé a visitar a los padres de Joaquín.

* * *

     —Y ¿qué siente usted ahora?
     —Una gran paz, una alegría insospechada. Es como si volviese a recibirle en mis brazos por primera vez. Dicen que cuando el Señor llama a un hijo los padres le perdemos. No es verdad. Nosotros sabemos que no es así. Esto no puede explicarse. Las palabras no sirven.
     —Y ¿han preparado una gran fiesta?
     —Que va. Joaquín no ha querido. Nosotros no lo entendíamos, primero. Pero poco a poco lo hemos ido comprendiendo. La ordenación no es un triunfo de la familia, es empezar a servir a los demás. Joaquín insiste mucho en esto. Yo creo que es más profundo así. Y más gozoso.
     El padre contemplaba cómo su esposa iba hablando mansamente. Callaba. Los padres callan con frecuencia, hasta hacen el insensible. Pero los ojos les delatan.
     —Y ¿a qué se dedicará luego Joaquín? ¿Vivirá con ustedes?
     —No lo sabemos. A nosotros nos gustaría tenerle en casa. Pero, claro, ser sacerdote es servir. No queremos estorbar su labor sacerdotal.
     Salimos silenciosos. Es que aquella mujer, ¡hablaba con tanta naturalidad de cosas extraordinarias! Y su esposo, ¡tenía unos ojos tan profundamente serenos!

     El ambiente estaba al rojo vivo. La vigilia decidimos reunimos para prepararnos, para rezar por Joaquín, por sus padres, por el obispo que iba a hacerle sacerdote. “Repasaremos el ritual delante del Señor, muchachos. Saborearemos despacio el misterio.”
     Era al atardecer. No faltó ni uno. Leí primeramente el fragmento bíblico de la institución de la Eucaristía:
     «El Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar gracias lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se da por nosotros; haced esto en memoria mía." Y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: “Este cáliz es el nuevo Testamento en mi sangre: cuantas Veces lo bebáis, haced esto en memoria mía…”»
     Y luego empezó la lectura del ritual. Despacio. La presentación y elección de los ordenandos con la imagen de la nave. La catequesis del obispo con sabor de historia viva: Moisés, el Señor, los apóstoles, la Iglesia, ser colaboradores, celebrantes del misterio de la muerte del Señor, ser perfume, edificar la familia de Dios...
     Y las letanías. Les invité a que se arrodillasen. Yo lo hice en la grada del altar. E invocamos con toda el alma al Señor, poniendo por intercesores a la Virgen, a los ángeles, a san José, a Pedro, a Pablo, a Andrés, a Santiago, a Juan... Casi al final, cuando el obispo se levanta para pedir que el Señor bendiga, bendiga y santifique, bendiga, santifique y consagre a sus elegidos, me volví. Y les vi postrados en el suelo. No me había dado cuenta. Ya sé que no debí permitir que continuaran así, pero no pude, no pude, creedme. Terminamos las letanías. Y vino luego el vértigo. Se acercaron en silencio y me obligaron con la mirada suplicante, yo no quería, palabra, a que pusiese mis manos sobre sus cabezas, uno a uno. No comprendo ahora por qué lo hice. No debí hacerlo, lo sé. Pero no pude resistirme. Y seguí con el prefacio consecratorio, ellos arrodillados, recogidos, yo de pie, empujado por no sé qué fuerza.
     Y luego la imposición de los ornamentos, sin ornamentos, claro. Y les ungí las manos, sin óleo. Sólo con la señal de la cruz, con el “Veni Creator” cantado por todos con un clamor profundo.
     «Dígnate, Señor, consagrar y santificar estas manos por esta unción y nuestra bendición. Amén.»
     «Para que cualquier cosa que bendijeren quede bendecida, y cualquier cosa que consagren quede consagrada y santificada, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.»
     Amén, repetía cada uno.
     «Ya no os llamaré siervos, sino amigos...»
     «Recibe el Espíritu Santo; a quienes perdonares los pecados les serán perdonados, y a quienes se los retuvieres, les serán retenidos.»
     «La paz del Señor sea siempre contigo. Amén.»
     Al salir, se acercaron para que les besase las manos. Se las besé, uno a uno.

* * *

     No sé por qué os he contado estas cosas. Quizá para pediros que no lo hagáis nunca, que es muy peligroso; quizá para justificarme a mí mismo; quizá para renovar el gozo, la expectación, la intensidad de aquella vigilia, de aquel sacramento vislumbrado en lontananza, deseado, entendido, saboreado por unos jóvenes de hoy, por unos muchachos de nuestro siglo, de este pobre siglo XX con tan mala literatura para los jóvenes; quizá para oír de mis mismos labios el raciocinio elemental que desde entonces me he dicho a mí mismo infinidad de veces: si no le disgusta al Señor que los niños jueguen a decir misa, ¿por qué le iba a disgustar aquella oración nuestra de una vigilia de órdenes?

* * *

     La ordenación verdadera, la mañana siguiente, no puede explicarse con palabras. Estaban como aplanados. Como deslumbrados. Como hambrientos de la gracia sacramental del Orden.
     Joaquín vino a celebrar con nosotros una de sus primeras misas. Se me quedaron grabadas sus palabras: “Gracias por haberme acompañado en la ordenación. Noté sensiblemente vuestra presencia. Dicen que el sacerdote es un hombre solitario, que la soledad sacerdotal es terrible. Quizá sea verdad. No lo sé. Ahora sólo puedo deciros que el sacramento del orden es maravilloso, que lo que dicen los libros de él no es nada. Hay que vivirlo. Vosotros que estabais tan cerca lo sabéis.”
     Sí, ellos lo sabían.

Coda

     Iba por la Via della Conciliazione observando la humanidad, cuando por poco un grupo de muchachos ruidosos me arrolla. Su «guía» me pidió disculpas.
     Mirándome fijamente:
     —¿Usted es español?
     —Por ahora.
     —Usted… ¿usted es JSV?  
     —Todavía.
     —Entonces…
     Era, es uno de los que observaron el sacramento del orden conmigo. Y ahora llevaba a aquel grupo de mozalbetes a rezar en San Pedro…
     —¿Tú sacerdote?
     —Ya ve, misterios de la vida.

Jorge Sans Vila

   
 
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¿Han escuchado a veces la voz del Señor, que a través de un deseo, una inquietud, los invitaba a seguirle más de cerca? ¿Lo han escuchado?  ¿Han tenido algún deseo de ser apóstoles de Jesús? La juventud hay que “meterla en juego” en pos de nobles ideales. ¿Están de acuerdo? Pregúntale a Jesús lo que quiere de ti ¡y sé valiente! ¡Pregúntale! Que María, la Mujer del «sí», nos ayude a conocer cada vez mejor la voz de Jesús y a seguirla, para caminar en el camino de la vida.- PAPA FRANCISCO