Historia de una alegría
2/3

     A finales de verano, el 21 de septiembre concretamente, a la salida de un templo, una aglomeración de gente de todas las clases sociales. Sale al final el Obispo, bendice, algunos le besan el anillo. Acaba de realizarse una ordenación sacerdotal. 25 jóvenes 25, ya son desde este momento sacerdotes de Jesucristo.
     A la salida del templo cada familia se agrupa en torno a su hijo, a su hermano... Podríamos pasar indiferentes, sin detenemos. ¿Qué nos va a nosotros? Pero también podríamos pararnos un momento —no tenemos tanta prisa— y fijarnos en una de estas familias, en uno de estos nuevos sacerdotes. ¡Quién sabe! Quizá si conociéramos un poco lo que piensan y lo que en su corazón sienten estos días, no nos pesaría perder unos minutos.

     Merche es la novia de Ricardo. Hace pocos meses que ha “entrado” en la familia y ya parece que sea desde siempre. No es extraño que sienta también muy cercana la ordenación de Pedro.
     La madre... ¿qué es necesario decir de la madre? Llena de amor — amor sencillo de las pequeñas cosas de cada día — le llega ahora para uno de sus hijos una “gran cosa”. Es natural que apenas sepa qué decir. Es demasiado profunda su emoción.
     La padre... ya no está en la tierra. Pero sigue estando muy cercano. Todos comprenden que él también vivé lleno de alegría estos días.

 

C. Nos ha unido más

 

Merche está en el piso ese nuevo que han encontrado — han estado de suerte, dice todo el mundo — y al que dentro de unos meses irán a vivir ella y Ricardo. Y aquí, en la única mesilla de este piso aún a medio amueblar, escribe no sin emoción estas líneas sobre una “suerte adicional”.

     

     Ricardo y yo hablamos muchas veces de “suertes adicionales”. “Suerte adicional” es que Ricardo tenga tantos libros y por consiguiente yo siempre tenga qué leer, o que mi familia tenga una casa en el campo y vayamos muchas veces, cosa que a ambos nos gusta. “Suerte adicional” es, pues, lo que él o yo tenemos independientemente de nosotros mismos. Indudablemente, sin eso nos querríamos igual, pero no deja de ser algo que nos ayuda a pasar buenos ratos, nos llena la vida o nos hace más felices, según la clase de “suerte” que sea.
     Supongo que no es falta de respeto decir que el hecho de que Pedro sea sacerdote es, para mí, la “suerte adicional” más grande.
     Hasta aquí, he tenido tres hermanos y ninguno sacerdote. Pero ahora, de repente, por el hecho de querer a Ricardo, tengo dos hermanos más, y uno de ellos sacerdote.
     Sin que lo esperara, sin sospecharlo siquiera, tengo un hermano sacerdote. ¿No es esto una verdadera suerte? ¿No es esto un regalo?
     José, Ricardo y mamá hace tiempo lo esperaban; ellos han seguido paso a paso su carrera, su camino. Yo he llegado cuando se acercaba el momento final, la cumbre, la plenitud.
     He llegado a la hora del Magníficat, del Te Deum en acción de gracias.
     He llegado a tiempo para participar de la íntima alegría del gran momento.
¿No es esto un regalo?
     Por eso en la ordenación, en la primera misa, en la misa solemne, he asistido en silencio. Un silencio por dentro, de asombro y respeto. “Estoy aquí y todo esto es nuevo. Hace poco tiempo, ni un año, no lo habría podido sospechar. Todo esto es nuevo para mí, pero no me siento ajena. Aquel que ahora es sacerdote y consagra el pan y el vino es mi hermano”.
     Pedro es sacerdote. Pedro es nuestro hermano. Parece como si al consagrarlo a él nos hayan marcado también a nosotros con signo imborrable. Tenemos una dignidad que antes no teníamos. Su sacerdocio nos arrastra con él. Tenemos más trabajo a hacer, somos más responsables. No podemos dejarle solo en su tarea. Necesitamos de él y él nos necesita. Su sola presencia es un testimonio que nos empuja adelante. A pesar de tenerlo al lado, de tutearlo como siempre, de reír o enfadarnos con él, según venga al caso, sabemos que hay una gran distancia entre él y nosotros. Por eso, en el fondo, casi inconscientemente, todos le tenemos sin confesárnoslo — una especie de veneración y respeto.

* * *

     De la ceremonia de la ordenación han ido saliendo de dos en dos por el pasillo central de la iglesia; unos recogidos, muchos llorando sin ninguna vergüenza, como niños; Pedro ha salido, sonriendo como siempre, como si tal cosa, con esa cara de tranquila alegría de todos los días. Consciente de haber dado un paso más; eso es todo.
     Antes he dicho que he llegado al final. Habría podido decir que he llegado al comienzo, al comienzo de su vida de sacerdote. Pero decir comienzo o final es igualmente inexacto. Pedro comenzó a ser sacerdote cuando comenzó a ser fiel, y comenzó a ser fiel posiblemente cuando comenzó con su mente, aún de niño, a conocer a Dios.
     No hay principios ni fines. Sólo hay un principio que es nacer; ya no hay final, porque la muerte es tránsito.
     Se empieza, se entra en la vida de la gracia por el bautismo, y se sigue el camino siempre adelante, con alegría si hay fe.
     Temo pues, que Pedro se enfadará tanto si digo que he llegado al final, como si digo que he llegado al principio. Pongamos, Pedro, si no te importa, que he llegado a medio camino. Eso sí, deja que lo diga, en un punto maravilloso donde se reposa unos momentos para tomar fuerzas y volver a andar. Andar siempre, despacio o de prisa, qué más da, lo importante es andar por el camino, tú con nosotros y nosotros contigo, “ayudándonos a llevar las cargas”.
     Tu sacerdocio no es algo que nos haya separado, sino al contrario, tu sacerdocio nos ha unido todavía más: en el trabajo y en el destino.

 

D. Bendición, sí

 

Al terminar el día — siempre la mala costumbre de ir a dormir tarde — mamá aprovecha que ya nada queda por hacer para escribir a Isabel, esta buena amiga alejada que le ha pedido le cuente algo de la próxima ordenación de Pedro. Sabe que hablando se lo explicaría mejor, pero...

     

     Mi querida amiga:

     Me pides en tu carta que te cuente algo de lo que pienso y siento ante la ordenación sacerdotal de mi hijo, ahora que faltan ya bien pocos días. Voy a ver si puedo explicártelo.
     No sé, pero parece que la alegría y la emoción las debo manifestar en este ir preparando todas las cosas necesarias para la ordenación y la primera misa. A mí me parece que todo es poco. Pedro, en cambio, parece como si no quisiera nada; al menos no quiere que se le hable demasiado de todas estas cosas exteriores. El cáliz sí que lo ha dibujado algo como lo quiere: noble pero sencillo, casi — me parece — demasiado severo. A mí, es natural supongo, todo —cáliz, alba, casulla, todo — me hace gran ilusión. Me gustaría lo más bonito aunque también sobrio. En fin, ya ves, con estas cosas, ilusionada como una chica se ilusiona con su traje blanco de novia.
     Quisiera también que todos nuestros amigos se unieran a esta alegría. Por eso quisiera participarlo a todos. Me imagino que todos lo desearían. No es, claro, en espera de un regalo, sino para que la alegría nuestra se funda con la suya. No creo que nadie se sienta indiferente, aun los que quizás sientan poco la grandiosidad del sacerdocio. Yo así lo he notado en algunos. No es aquella alegría de los que lo comprenden más, pero sí les notas en su rostro que descubren algo grande, como admiración, como ante algo que no está al alcance de todos.
     Y esto que no está al alcance de todos, dentro de pocos días lo será Pedro — aún me parece que ayer era un niño —. Por eso comprenderás que me sienta pequeña. Sí, veo una gran responsabilidad — ya se lo digo a veces — pero también por eso mismo doy gracias a Dios.

* * *

     Perdona, Isabel, pero con las ocupaciones de los últimos días antes y ahora después de la ordenación y de la primera misa de Pedro, dejé tu carta a medias. Pero así podré contarte algo de todas las emociones de esta madre durante estos días.
     Primero, el día de la ordenación, el comienzo del sacerdocio. En sus ceremonias y sus oraciones se vive lo que tiene que ser el sacerdote; es verdaderamente impresionante en todas sus rúbricas: cruzarles la estola, las plegarias, la unción de las manos que tienen unidas y atadas hasta antes del Ofertorio, para celebrar con el Obispo la Santa Misa. Me impresionó cuando, a continuación, el Obispo, y todos los sacerdotes asistentes ponen sus manos sobre la cabeza de los ordenados: te sientes enteramente unida a la Iglesia. Terminadas las ceremonias, cómo deseé ver a mi hijo, besarle las manos recién consagradas. Él, vino en seguida, estaba radiante.
     ¿Cómo me siento? Muy pequeña, no sé dónde leí que cuando los hijos son pequeños los padres son muy grandes y cuando los hijos son grandes nos hacen pequeños. Cuando estaba en el seminario, me sentía muy importante, y al tenerlo sacerdote me siento muy pequeña. Cuando lo veo en casa me lo imagino pequeño y al que tengo que cuidar — ya sabes que los padres nos empeñamos siempre en ver pequeños a los hijos —. Pero en el altar le veo otro, me impone, pues le veo tan alto que me infunde respeto y admiración. Es una maravilla verlo entregado a Cristo y siento de tal forma el deseo de que su entrega sea total y eterna, que no se me ocurre, otra cosa que dar gracias, gracias...
     La impresión de la primera Misa... Es difícil medir el gozo que sientes, es no vivir por unos momentos. Te sientes anonadada. Nunca me había parecido tan sublime el Sacrificio, ni mi hijo tan hermoso. En el ofertorio me entregué y le entregué a Cristo, y no sé por qué asocié esta ofrenda con aquella que hice a la Virgen por primera vez, siendo él muy niño. Que sea ella la que continúe su labor y me lo acompañe siempre.
     Éramos pocos, nada más los de casa: ni un murmullo ni una distracción, se vivía bien el momento. Después llegó el día de la Misa Solemne. Estábamos ya preparados, y creo que él tenía miedo que con todas esas cosas de los preparativos se esfumara lo importante. Aquel día me pareció que entraba en su vida apostólica: primero él con Dios y luego de lleno en la participación de su ministerio para entregarse y abrirse a las almas.
     No puedo decirte cómo subí al presbiterio para lavarle las manos, cómo se las besé. Lo ignoro. Exteriormente con serenidad — Dios en ciertos momentos graves de la vida me la da — pero internamente una emoción de ser y no ser, de sentir y no sentir.
     Después de ese día siento cada vez más amor y respeto por los sacerdotes: creo que en pocos días he aprendido muchas cosas.
     Me preguntas a qué apostolado se dedicará. No se lo pregunto nunca, no quisiera que en mis palabras viera un deseo y pudiese apartarlo de los designios de Dios; de todo corazón lo quiero donde sea más útil, donde su labor sea más apostólica, más de entrega, y por lo tanto más eficaz.
     ¡Qué ilusión un hijo sacerdote!, me dicen muy a menudo. No puedo contestar, no tiene fuerza eso de la ilusión. Ilusiones en la vida tenemos muchas pero no duran, y la gracia sacerdotal es una gracia que debe ir creciendo y queriéndola más a medida que el tiempo pasa. Por eso quizá más que ilusión, diría yo bendición.
     Bendición, sí. No es lo mismo. Es algo que hemos recibido, no para unos días de fiesta sino ya para siempre, que nos alegra pero al mismo tiempo nos llena de responsabilidad y aun nos espanta un poco.
     Recuerdo ahora que la primera impresión fuerte fue un día, ya diácono, en la Misa parroquial. Él estaba en el primer banco y vi desde mi sitio que llevaba la estola doblada y, sin habérmelo propuesto, al ir a comulgar se la arreglé. No puedes figurarte qué sentí, como un temblor en mi mano: ya no era igual que antes, llevaba la gracia del sacerdocio encima.
     Y nada más; he procurado explicarte mis sentimientos y lo que he pensado este tiempo, pero me parece que no lo he conseguido muy bien.
     Tu buena amiga.

507
¿Han escuchado a veces la voz del Señor, que a través de un deseo, una inquietud, los invitaba a seguirle más de cerca? ¿Lo han escuchado?  ¿Han tenido algún deseo de ser apóstoles de Jesús? La juventud hay que “meterla en juego” en pos de nobles ideales. ¿Están de acuerdo? Pregúntale a Jesús lo que quiere de ti ¡y sé valiente! ¡Pregúntale! Que María, la Mujer del «sí», nos ayude a conocer cada vez mejor la voz de Jesús y a seguirla, para caminar en el camino de la vida.- PAPA FRANCISCO