Un químico frustrado
(24.9.1926-17.12.2013)

     

     El «químico frustrado» nació en Valencia el día de la Virgen de la Merced de 1926, fue ordenado sacerdote el día de san Pedro y san Pablo de 1951, nombrado obispo de Tortosa en 1969 y arzobispo de Barcelona en 1990, Juan Pablo II lo creó cardenal en 1994. Descansa a los pies de la Virgen de los Desamparados en Valencia desde diciembre de 2013. Don Ricardo María, un buen sacerdote que amaba las alturas.


     El arzobispo de Barcelona, Ricardo M. Carles, que, por cierto, se está revelando en sus cartas semanales como un gran escritor, se reunió la semana pasada con más de quinien­tos jóvenes de diecisiete o dieciocho años para hablarles de la vocación sacerdotal. Y confesó a los muchachos que, a su edad, él ni siquiera había pensado en ser sacerdote. «Por entonces -les dijo-yo quería ser químico», pero le dio por pensar que su vida podía ser más ancha, que él «podría ponerse de parte de Dios y jugarse la vida por Dios y los hermanos». Y tal vez desde entonces, concluyó, «soy un químico frustrado».
     Pero, naturalmente, el arzobispo no se arrepiente de aquella elección y no precisamente por el hecho de que le haya ido bien en la carrera eclesiástica, puesto que él está se­guro de que «cuando Dios le pida cuentas en el día del juicio, no tendrá en cuenta si era o no obispo, sino que le preguntará cómo ha vivido su sacerdocio».
     Cuando yo leo frases como ésta, pienso: Mucha gente no se lo creerá. Pensarán que es una frase bonita y estarán seguros de que tiene que dar más alegría ser arzobispo de Barce­lona o ser cardenal que el ser simplemente cura. Y, sin embargo, siempre que yo he hablado en confianza con un obispo -me ocurrió, por ejemplo, con Tarancón- siempre han acabado confesándome que ser obispo o cardenal les ha dado más problemas que alegrías, mientras que ser sacerdote ha sido siempre una fuente de gozo.
     Claro que decir esto en la España de hoy es bastante complejo. Yo llevo treinta y seis años de cura y he visto en ellos el descenso de prestigio social del clero y el mantenimiento (si es que no ha crecido) del anticlericalismo, sobre todo en ciertos me­dios semiintelectuales. Incluso me desconciertan un poco las razones que alegan los jóvenes para explicar la escasez de vocaciones. En la encuesta que han realizado en Barce­lona esgrimen estas tres: «Que supone muchas prohibiciones»; «que está poco remunerado»; «que no te puedes casar».
     A mí me encanta que los jóvenes sean sinceros, pero la verdad es que, cuando hace cuarenta y tantos años, entré yo en el Seminario ya vi esas tres mismas dificultades y me parecieron diminutísimas en comparación con lo que elegía: ser anunciador de la palabra de Jesús y ayudar a los hombres a conocer mejor a su Padre, Dios. ¿Qué no habría paga­do el muchacho que yo fui por hacer eso?
     Y hoy, día de San José, día del Seminario y día de mi ordenación, siento que repican todas las campanas de mi alma, porque es mi fiesta, porque sé que acerté eligiendo lo que elegí y lo que volvería a escoger se­tenta veces siete.

J. L. Martín Descalzo

     

Lo que me sugiere la contemplación de una galaxia

     Un poco más alta que la estrella «beta» de Andrómeda hay una mancha luminosa de luz: es la galaxia de Andrómeda, que está a más de dos millones de años luz de nosotros. Es el objeto más lejano que el ojo humano puede contemplar a simple vista. Me gusta contemplarla. ¿Por qué?
     Porque me pregunto qué había de mí, cuando aquella luz que alcanza ahora mi retina, salió de su fuente de origen recorriendo espacios inmensos hace dos millones de años. No era yo absolutamente nada para nadie.
     Pero la fe nos dice que hay una única y estremecedora excepción. Mucho antes de que saliera aquel rayo de luz de Andrómeda, antes de que existiera el firmamento, tú y yo éramos un sueño dorado para el Padre. Nuestro nombre estaba en su mente. Pensaba en nosotros, a la vez que pensaba en Cristo. Tan allá comienza la historia de amor de Dios hacia ti. Así es y así nos ama nuestro Padre-Dios.
     «Él nos eligió en Cristo, antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia, por el amor» (Efesios).
     Ésta es una de las diferencias fundamentales del amor de Dios con respecto a cualquier otro. Quienes nos aman, lo hacen porque nos conocen; nos ven vivir. Quizás atribuimos a Dios este mismo tipo de amor: me ama, porque existo. Y no es así. La casi increíble, pero auténtica verdad, es que estoy vivo, he llegado a la existencia, porque me ama. En el tiempo de Cuaresma -que lo es de conversión, y no la hay, si no hay amor- es importante recordar esta verdad para agradecer a Dios el he­cho, que tantas veces nos parece ob­vio, siendo su gran regalo de cada día: estar vivos.
     Por ello podemos decir con pro­fundo agradecimiento y rotunda verdad: «Tú, Señor, eres nuestro Padre. Tú el alfarero y nosotros la obra de tus manos».
     De las muchas consecuencias que se siguen, una importante es que, por esa huella divina, que viene de la eternidad y está grabada en cada hombre, tienen todos una dignidad infinita.
     Y otra, es que, si él, todo un Dios, ha pensado en nosotros desde la eternidad, lo que menos se merece es que pensemos algunas veces en él, dedicando un tiempo diario a la oración.
     Así resulta que el amor del Padre nos ha liberado primerísimamente del «no ser», y nos ha sacado de «la nada», amándonos personalmente.
     También es impresionante pensar que para Dios, cada uno, es un hijo irremplazable. Porque no nos ama como uno de tantos que forman parte de la inmensa huma­nidad, sino con toda la ilusión de un hijo único e irrepetible. Por eso, todo el amor que le tienen sus hijos, no le compensa de que tú o yo no le amáramos.
     En ese torbellino de amor y vida, que es la Vida Trinitaria, y que te ha lanzado a la vida, no puede faltar tu amor a él y a tus hermanos los hombres.

 

Jóvenes con un peculiar sentido de la vida

     Los meses de junio y julio son especialmente meses de ordenaciones de diáconos y presbíteros. Ello representa todo un don de Dios para un Obispo. Es como una sensación física, palpable de que la Iglesia crece hacia el futuro y hacia su maduración, al imponer mis pobres manos sobre la cabeza de unos hombres elegidos por Dios para que sean consagrados por el dinamismo del Espíritu.
     Cada uno de los jóvenes ordenados suele venir de lugares muy distintos con su historia personal muy concreta. Es una breve, pero contundente síntesis de por cuán diversos caminos el Señor Jesús sigue buscando corazones sacerdotales entre los hombres. A uno le encuentra el Se­ñor en el mundo del trabajo, al otro le llama cuando termina sus estudios universitarios... El Espíritu del Señor todo lo sigue invadiendo.
     ¿Hay una llamada muy especial por parte de Dios? Hay más bien una rápida intuición, a veces muy fugaz, de poder ser sacerdote. Muchos la desechan, sin más. Y pudieron ser del número de los llamados. Algunos se lo plantean seriamente y deciden entregarse a una vida de servicio generoso a los hombres, y concretamente en aquello que les es más vital: el servicio a su desarrollo y perfeccionamiento como hijos de Dios
     Una de las primeras cosas que se evidencian al contemplar estas vidas es que su escala de valores en nada es coincidente con la de otros que viven en estos mismos ámbitos del trabajo o de la universidad.
     La vocación consiste en esto tan sencillo como heroico: tener conciencia de que la situación moral de nuestro mundo necesita sacerdotes, Dios los necesita: poseer unas normales cualidades intelectuales y físicas... y decirle -a Él- que si. ¿Depende, pues, la vocación de la generosidad más que de otros factores? Casi siempre. Y alguna vez, de que los padres lo deseen o, cuando menos, no la rechacen.
     Bienvenidos sean a nuestra sociedad todos los jóvenes que llegan a ella con deseos de mejorarla. Pero, especialmente bienvenidos, quienes quieren abordar los problemas radicalmente y, por ello, desde su consagración al Señor. Porque Jesús afirmó que todo mal arranca del corazón del hombre, es ese corazón, y el suyo propio, el que las jóvenes manos sacerdotales quieren poner ante la luz y la fuerza del espíritu del bien, para derramar felicidad y santidad entre los hombres.
     Se unen a otras manos -de muchos- que llevan en sus arrugas las huellas de mucha paz derramada durante largos años. Manos que están físicamente a distancia unas de otras, esparcidas por la diócesis, pero unidas en un solo ideal servir a Cristo en las vidas de los hombres.
     Y me pregunto cuántos jóvenes de hoy, viendo las necesidades del mundo, son capaces de decir a Jesús aquello que Él escuchó en esta tierra más de una vez: «Te seguiré, Señor, a dondequiera que vayas».

Una firma de mujer

     Había cientos de personas. El acto reves­tía solemnidad, tanto por el lugar, cuanto por el cuidado desarrollo de todos sus detalles. Los organizadores querían subrayar que allí iba a realizarse algo muy importante. Los asistentes teníamos muy claro que lo era.
     Uno de los momentos de mayor relieve fue aquel en el que la segunda protagonista de aquel acto -una mujer joven- se levantó de su asiento, se adelantó sola hacia la gran mesa que centraba la ceremonia y, de pie, estampó su firma en un documento de gran formato. Todos sentimos que aquella mujer había realizado el acto más importante de su vida adulta. ¿Era una gran empresaria que cerraba una importante fusión? ¿Se trataba de una embajadora que signaba un tratado importante para su país? ¿La dirigente de una multinacional...?
     Algo del todo distinto. Una joven mujer renunciaba a una profesión universitaria, a una posición social, a toda una serie de perspectivas humanas atrayentes para emitir para toda su vida su «consagración de virgen». Es decir, su consagración total a Dios en un monasterio benedictino: Sant Pere de les Puel.les.
     He dicho antes que ella era la segunda protagonista. Es que el primer protagonista era otro. Mejor: el Otro. El documento que firmó con toda decisión comenzaba así: «En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.» Él era el protagonista. Para ella, llamarle «Señor», era bastante más que una palabra utilizada habitual o superficialmente.
     En efecto, Él se había constituido en «Señor de su corazón», la había enamorado y ella había dicho sí. Es el Señor que sigue señoreando corazones dos mil años desp­ués de su paso por la tierra, porque sigue hollando todos los caminos de la vida persiguiendo a sus hermanos, los hijos de Dios dispersos, para ofrecerles la Vida, tal como el Padre ha soñado para cada uno y Él ha hecho posible con su vida compuesta de muerte-resurrección.
     En actos semejantes y ante vidas consagradas, a veces se suele insistir en el sacrificio, la ofrenda, la renuncia. Los consagrados no lo solemos ver así. Desde el amor, no se habla de renuncia, sino de elección. No se renuncia, se escoge. Y esto sucede no sólo con el amor a Dios, sino con el amor humano. No creo que haya ningún novio que piense en las amigas a las que ha renunciado, y no en la novia que ha escogido para esposa.
     Quien escoge la virginidad, escoge al Señor Jesús como amor de su vida. Pues sucede también frecuentemente que, ante una vida religiosa o sacerdotal -de ellos o de ellas-, el espectador se dice: «Le gusta la formación de los jóvenes, le gusta poder conferir sacramentos, le gusta cuidar enfermos, le gusta la vida sacerdotal, etc.» Nos gusta... o no nos gusta. Es Jesucristo quien nos gusta. Y, por amor a Él, realizamos lo que da gloria al Padre y ayuda a los hermanos.

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Dios los conoce y yo he hablado con jóvenes, que se ordenan sacerdotes o van camino de ello, tras la heroica decisión de dejar las barcas y redes de siempre -en nuestro tiempo un trabajo o una carrera universitaria concretas- tan atracti­vas como en todo tiempo, pero abandonadas en la orilla para seguir al Señor sacerdotalmente, sirviendo a los hermanos. Y sus ojos no mues­tran añoranza de lo que dejan, sino el brillo ilusionado del amor al Señor y al evangelio». RICARDO M. CARLES