¿Por qué me hice sacerdote?


Franciscus - miserando atque eligendo

 
     «…y Él llama» se titulaba el primer libro que publiqué. El título indicaba ya mi propósito: recordar que Dios llama. Con esa misma idea en 1959 pedí a medio centenar de sacerdotes que contestaran a la pregunta: «¿Por qué me hice sacerdote?». En el libro-encuesta hubo respuestas que actuaban «ex opere operato».
     Con el paso de los años sigo preguntando a sacerdotes amigos lo mismo. Esta vez lo he hecho a un amigo Monseñor hispano-romano, actualmente Subsecretario del Consejo Pontificio de la Cultura.

JSV

 

     Siempre me ha parecido que la pregunta era improcedente. No se escoge el sacerdocio como se elige un coche, o una casa, ni siquiera una carrera. Si forzado por las circunstancias me viera obligado, al fin, a responder a la pregunta «¿por qué se hizo usted sacerdote?» tendría que responder escuetamente: «porque era lo que Dios quería». No habría mucho más que añadir. Tengo una nítida conciencia de haber aceptado una invitación que procedía de otra persona. Nunca en mi infancia consideré el sacerdocio como salida profesional, ni como horizonte posible de mi vida. Podría decir, parafraseando a san Pablo y salvando la infinita distancia que separa su experiencia y la mía, que «cuando Aquel que me escogió desde el seno materno me llamó por su gracia», yo respondí que sí. Contra toda lógica o expectativa humana, ni sabía bien entonces qué era o qué hacía el sacerdote, ni conocía ningún sacerdote que hubiera inspirado esta decisión.

     Lo que ocurre es que cuando la gente pregunta por qué nos hicimos sacerdotes, lo que quiere saber no es la cadena de razonamientos que nos llevó a esta conclusión, sino el modo en que la gracia de Dios actuó en nosotros, cómo descubrimos que era esto lo que Dios quería, cómo lo abrazamos y en medio de qué dificultades, cómo llegamos a serlo. La pregunta por el porqué en realidad es una pregunta por el cómo, por esa maravillosa urdimbre en la que se entrecruzan los hilos de nuestra vida con los de la historia que Dios va sabiamente tejiendo. Y esto, a pesar de las apariencias, es algo más fácil de contar.
     

Franciscus - miserando atque eligendo


     Nací en una familia de clase media que, a su manera, había realizado la reconciliación entre las dos Españas por la vía más antigua y más expedita, que es la del matrimonio. Mis abuelos maternos eran vagamente republicanos y de izquierdas, aunque sin mucho entusiasmo. Mi abuelo paterno, en cambio, era un caballero cristiano, monárquico a su manera, inconvencional y de honda piedad mariana. Como consecuencia de la guerra, cada uno de ellos tuvo que enfrentarse a la trágica experiencia no de las trincheras, sino de la cárcel, obviamente en las del bando opuesto, lo cual no les impidió, convertidos ya en consuegros, compartir sus respectivas vicisitudes en las celebraciones familiares. En cualquier caso, y a pesar del testimonio de fe de mi abuelo paterno, no puedo decir que haya crecido en una familia típicamente católica, o siquiera practicante. De pequeños nos llevaban a Misa los domingos, más, sospecho, porque era lo que había que hacer, que por verdadera convicción. De mi contacto con la Iglesia guardo un recuerdo nítido sólo del año que vivimos en Marruecos, pero supongo que se debía a que ser católico en «tierra de infieles» era una señal de identidad. Aparte de la preparación para la primera comunión, no recuerdo haber ido nunca a catequesis, ni haber frecuentado la Iglesia, ni las sucesivas parroquias adonde nos llevaban los avatares de la vida familiar.

     Todo cambió a comienzos de los años ochenta con la conversión de mi padre, que arrastró detrás a toda la familia. De pronto, la gracia irrumpió en nuestra familia como un vendaval: se hablaba de Dios, se contaban historias de santos y de otras conversiones, de milagros, la Misa dominical y después también la ferial se convirtió en parte importante de nuestra vida familiar, hasta que, un día, mi madre dijo que pensaba rezar el rosario todos los días, una oración de la que yo apenas sabía que existía y muy poco más. Desde entonces, hasta hoy creo que no hemos dejado de rezar el rosario en familia ni un solo día, una oración a la que debo también, indirectamente, mi vocación.

     En este nuevo ambiente familiar que se había creado, empapado por la gracia, un día estaba colocando los libros en la estantería de casa. Recuerdo, como suele suceder, exactamente el lugar donde me hallaba, y la luz de la tarde que entraba, un día de primavera. Dentro de mí resonó, escueta y directa, la pregunta: ¿por qué no ser sacerdote? Y me dije: ¿por qué no?, quizá tímidamente al principio, mientras crecía dentro de mí y se convertía en un sí, decidido y claro. Yo estaba entonces apenas regresando a la Iglesia. Con quince años no es que me hubiese alejado demasiado, ni tampoco puedo alardear aquí de una vida de desorden y pecado viviendo lejos de Dios; simplemente, no tenía familiaridad con las cosas de Dios ni con la Iglesia. Sabía quién era el párroco, y quiénes eran los otros sacerdotes de la parroquia, pero no puedo decir que conociera un solo sacerdote. Jamás había hablado con uno, ni se me hubiera ocurrido hacerlo. Tampoco podía apelar a algún ejemplo familiar, pues para encontrar algún sacerdote entre mis antepasados, creo que habría que remontarse hasta los albores del siglo XIX, o al beato Agusto Czartorisky, que era, si no me equivoco, primo hermano de mi tatarabuela por parte de padre, o algo así, pero de cuya existencia no tenía entonces la menor idea. De manera que respondí que sí, y me pareció la cosa más natural. No estoy hablando de visiones ni de locuciones interiores, sino de la percepción clara y distinta de un pensamiento que se formó en mi conciencia con plena nitidez, una voz interior en la que más tarde reconocí la de Dios. No sentí miedo ni rechazo. Posiblemente, porque no era consciente hasta el fondo de las exigencias del sacerdocio, aunque sabía bien que conllevaba la renuncia al matrimonio y, en mi caso, a ciertos derechos familiares.

     Muy poco tiempo después vino el comienzo de un itinerario de fe en la parroquia con la confirmación que, justo en aquel momento, se estaba preparando. Quise recibir ese sacramento con plena conciencia, no como la primera comunión, que, al menos así me parecía, había recibido sin saber bien qué era. De la preparación al sacramento no puedo decir mucho, salvo que fue una catequesis exprés en tres sesiones abarrotadas de una humanidad varia, que comprendía desde niños a adultos. Nada que ver con los años de preparación a la confirmación que ahora se llevan. Lo que sí recuerdo es el día de mi confirmación, que recibí con plena conciencia y con deseos de vivir como cristiano para siempre.

     A la salida de la confirmación, el grupo de jóvenes de la parroquia distribuía unos volantes invitando a formar parte de un grupo parroquial. Ni había frecuentado jamás grupos parroquiales, que además encontraba insulsos e inútiles, ni entraba tampoco en mis planes empezar ahora a hacerlo. Pero los buenos propósitos de la confirmación apenas recibida pudieron más, a la que se añadió la persuasión de quien dirigía aquel grupo, que, para vencer mi resistencia, recurrió al mismo método de Jesús: «Ven y verás. Si no te gusta, no vuelvas». Empecé, pues, a asistir a las reuniones de formación de este grupo, que disiparon inmediatamente mis antiguos recelos. Aquel grupo me presentaba el Evangelio y la vida cristiana como algo nuevo, algo vivo y concreto, lejos de las cursilerías moralizantes a las que estaba acostumbrado. Y además se pasaba a la acción como en una verdadera célula militante. Hoy diría que era un grupo de evangelización, aunque entonces no usábamos esos términos. Tratábamos de temas de vida cristiana y en seguida se preguntaba cómo llevarlo a la práctica. Por primera vez sentía que la fe me empujaba a hacer algo por los demás, que no eran ideas o prácticas de piedad para uso personal; me sentí responsable de la transmisión de la fe, me sentí miembro vivo de la Iglesia y no un simple consumidor de servicios religiosos.

     La llamada al sacerdocio que había escuchado dentro encontró aquí el ambiente natural donde crecer, aunque teníamos poca relación con el párroco, pues toda la formación dependía de algunos universitarios, mayores que nosotros, que eran quienes dirigían este grupo. Fue uno de ellos quien me puso en contacto con un sacerdote para que me orientara en el camino al sacerdocio, hasta el día de hoy. De aquel grupo parroquial el paso siguiente fue a un movimiento apostólico, verdadero catecumenado en la fe, escuela de evangelización y de crecimiento en la fe, nutrido por los Ejercicios Espirituales de san Ignacio y abrevado en la escuela de los grandes maestros espirituales, Santa Teresa de Jesús, Santa Teresa de Lisieux y San Juan de Ávila.

Franciscus - miserando atque eligendo


     Un papel importante tiene en mi vida aquel sacerdote que me presentó el responsable del grupo de la parroquia. Cuando nos conocimos, después de decirle yo que quería ser sacerdote, me dio un abrazo y me dijo algo así: «Tienes un camino muy largo ante ti; todavía falta mucho para que entres en el Seminario; pero considérate ya desde ahora como un candidato al sacerdocio, como uno que se está preparando al sacerdocio, aunque por el momento vivas fuera». Y es que él pensaba que era mejor aprovechar las posibilidades que me ofrecían el Instituto de Bachillerato donde estudiaba y después la Universidad, mientras continuaba mi camino de crecimiento en la fe en ese movimiento apostólico, que entrar en un seminario que, en aquellos años, todavía seguía debatiéndose con las convulsiones del postconcilio. Viví así como seminarista sin serlo realmente, hasta el tercer año de estudios universitarios, cuando el director espiritual creyó llegado el momento de dar el paso y de entrar en el Seminario de Toledo el año 1987.

     Considero los años del seminario los más felices de mi vida. Puedo decir que he sido feliz en el seminario, aunque podría aplicarme también las palabras del salmo bonum mihi quia humiliasti me, de lo cual se encargaron generosamente mis formadores y compañeros, a quienes guardo perenne gratitud por el interés con que se aplicaron a pulir mis muchos defectos, o al menos a intentarlo. A pesar de todo, mi itinerario de formación en el seminario no transcurrió por los cauces habituales. Los dos primeros años, junto con otros tres o cuatro seminaristas, vivíamos en el seminario y asistíamos a algunas lecciones mientras completábamos los estudios en la universidad. Al contrario de lo que en otros tiempos se llamaban seminaristas externos, que vivían fuera y venían a clase con el resto, nosotros vivíamos en el seminario y completábamos la filosofía fuera, en la universidad. Vino después el año del servicio militar, que pasé también viviendo en el seminario y yendo al cuartel por las mañanas. Y, por último, cuando el arzobispo me quiso enviar a ampliar estudios a Roma, me dijeron que estudiara el último curso por mi cuenta durante el verano.

     Don Marcelo, que era entonces el Arzobispo de Toledo, quería que fuéramos a Roma siendo sacerdotes y así, junto con la preparación del último año, me dijeron que me preparara para la ordenación en octubre, dispensado de intersticios, es decir, de los seis meses que deben mediar entre la ordenación diaconal y la presbiteral. Al final, no se pudieron celebrar órdenes en octubre y acordaron unirme a los que se ordenarían en diciembre de aquel año de 1993, de manera que tuve el privilegio de llegar a Roma como Lorenzo, diácono de Roma, nacido en Huesca, capital de la provincia donde nací. Hice amistad en aquellos meses con Lorenzo, Vicente y Efrén, los grandes diáconos que recuerda el santoral, entre los cuales nada menos que dos españoles y nacidos en la misma tierra que yo.

     Mientras daba mis primeros pasos en la ciudad de Roma, que con el tiempo llegaría a convertirse en mi ciudad, donde más tiempo he vivido, y me adentraba en la atmósfera única de la Universidad Gregoriana, iniciaba también mi preparación inminente al sacerdocio.

     La ordenación tuvo lugar el 19 de diciembre de 1993, en las naves solemnes y gélidas de la Catedral de Toledo, a los pies de esa maravilla de color y de arte que es el retablo mayor de la Catedral, de manos del Cardenal don Marcelo González Martín. De aquella celebración, mis familiares y mis amigos guardan dos recuerdos únicos: el frío helador que subía desde el gélido pavimento, y las palabras de don Marcelo, que daba siempre lo mejor de sí en las ordenaciones. Yo, en cambio, recuerdo muy bien cada momento de la celebración, conservo un recuerdo nítido de cada rito, cada oración, vividos conscientemente, y con una serenidad rayana en la frialdad. Muchas veces había pensado que, cuando me llegase el momento de postrarme durante las letanías y la invocación al Espíritu Santo, experimentaría una conmoción interior, que sin embargo nunca llegó. Fue una serena tranquilidad interior, vivida conscientemente, sin lágrimas ni grandes pensamientos.

Franciscus - miserando atque eligendo


     Pero sí hubo dos cosas en las que mi atención se fijó especialmente. Como era costumbre, después de la unción de las manos con el crisma, un acólito nos esperaba con un aguamanil para secar la untura del crisma. Yo no quise hacerlo; me parecía que era atentar contra la lógica misma del símbolo el lavarme las manos para quitarme la unción que acababa de recibir. Si mis manos habían quedado ungidas para siempre, ¿cómo iba yo a quitármela ahora? Pero no todos comprendieron ese gesto, y algún canónigo que mandaba más de la cuenta, pensó que en mis fervores me había olvidado de lavarme las manos y mandó al acólito detrás de mí por todo el presbiterio para convencerme de que tenía que lavarme, a lo que yo me oponía rotundamente. Fue una escena chusca, de las que se repiten siempre donde hay aglomeración de gente, que sin embargo ha quedado fuertemente impresa en mi vida sacerdotal. La unción es para siempre; no se es sacerdote por cinco años, o por diez, sino para siempre. La vida se juega a una carta y no hay mayor grandeza que esta de saber que se gana y se pierde todo de una vez.

     La segunda experiencia de aquel día tuvo lugar una vez terminada la celebración, mientras nos quitábamos los ornamentos en la capilla de san Pedro, después de haber obtenido del Cardenal en la misma sacristía las licencias para confesar y predicar, dando rienda suelta a la emoción y a las lágrimas. Mientras, la multitud vociferante de familiares, amigos y conocidos se agolpaba en el claustro de la catedral, esperando saludar a los suyos. Me asomé entonces por una rendija al claustro y vi la multitud, que parecía dispuesta a despedazarnos en cuanto saliéramos. Entendí entonces que el sacerdote tiene que dejarse despedazar literalmente, que nuestro cuerpo es el cuerpo entregado, como el de Cristo, por la multitud. Así salí al claustro, con la misma determinación que los mártires salían a la arena a ser descuartizados por las fieras, sólo que esta vez se trataba de abrazos y besos, algunos no menos letales que los zarpazos de las fieras del circo. Todos querían estar con el sacerdote, llevarse algo de la unción que acababa de recibir, llevarse una parte de su cuerpo, de su vida, que ya no me pertenecía porque era de Cristo, sino que es de Cristo. Aquella noche, y al día siguiente, miraba mis manos como extrañado, como si fueran de otro, manos que habían dejado de pertenecerme, que me habían sido expropiadas.
     
     El resto de mis días de sacerdote, va ya para veinte años, ha sido la sucesión de las obras y los días, el trabajo de la vida, la dura carga de los hijos de Adán, que Juan Pablo II definió como la «fatiga del corazón», de la que ni siquiera Nuestra Señora, concebida sin pecado, quedó libre. El ministerio me ha ido llevando por caminos que nunca imaginé. Primero como estudiante, después como capellán universitario y por último, hasta el día de hoy, al servicio de la Santa Sede en la Curia Romana. En mis sueños de juventud me veía a mí mismo como sacerdote en una parroquia, en medio de mi grey. Es la imagen que acude espontáneamente a las mientes cuando se piensa en el sacerdocio. El servicio a la Iglesia me ha ido llevando en cambio por otros derroteros, a frecuentar congresos internacionales, al encuentro con el mundo de la cultura y de la ciencia, «a las costas lejanas que nunca oyeron su fama ni vieron su gloria, para anunciar su gloria a las naciones» con las que se cierra el libro de Isaías, a las periferias intelectuales de la Iglesia. Y esto, acompañado por una modesta colaboración en una parroquia romana que me devuelve al contacto con la humilde realidad de nuestra gente, al olor a oveja del redil, con sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias. Pero esto daría para otra historia.

     Al final, vuelvo siempre con el corazón –recordar es volver a pasar por el corazón– a aquella fría mañana de diciembre en la Catedral de Toledo y miro mis manos ungidas como signo permanente de mi condición de expropiado en beneficio público, a favor de mis hermanos.

Melchor Sánchez de Toca Alameda

Pan: Dalí – Fotografías: Moncho
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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI