Por esos pueblos de Dios II


Franciscus - miserando atque eligendo

 
     En la hoja vocacional 497, José Antonio Badiola, hablando de sus nueve años en las cinco parroquias de la Ribera de Álava: Berantevilla, Zambrana, Salinillas de Buradón, Portilla y Escanzana, escribió: «¡Hay tantas anécdotas! ¡Hay tantos momentos imborrables!».
     Le pedí contara algunas.
     Él las titula «anecdotario de un cura rural». Yo prefiero el título «Por esos pueblos de Dios. II», en recuerdo del I de don Santos Beguiristain. Es verdad: todo es gracia.
JSV

 

1. Catequesis integral especial

     Los padres de Aitor y Jokin andaban muy preocupados. A los chavales les había entrado una fiebre tremenda por ser futbolistas y flojeaban mucho en los estudios. Decían que para ser futbolista no había que estudiar y, por eso, pasaban completamente del colegio. Ellos estaban en el primer año de Confirmación y eran monaguillos fieles. Los padres me lo comentaron. Estaban hartos de aconsejarles y hartos de que no les hicieran caso. Así que yo les “abrasaba” con píos consejos sobre la necesidad de formarse y de estudiar. Pero tampoco a mí me hacían caso. Como la cosa pintaba cada vez peor, pensé en alguna otra solución. Y di con la clave. Con ellos solía ir a ver al Alavés a Mendizorroza, hablé con los periodistas deportivos de Radio Vitoria, amigos míos, para que me proporcionaran la lista de jugadores del Alavés que hacían estudios universitarios. De entre ellos, había uno que nos encantaba: el lateral izquierdo, Josema, que luego fichó por el Athletic, Salamanca, Celta y Osasuna. Me consiguieron su dirección y le escribí una carta en la que le pedía que viniera un día a arbitrar un partido entre los chavales de confirmación de Berantevilla y Zambrana, dos de mis pueblos. Tenían que empatar, no fuera que se notara predilección alguna. Pero lo más importante: tenía que darles una charla en la que dejara claro que, sin estudiar, no se podía ser persona “hecha y derecha” y, por tanto, tampoco futbolista profesional. Llegó el día convenido y vino. Arbitró un partido que acabó 1-1. Y luego, en un txoko del pueblo, les dio una espléndida charla a los chavales, entre los que estaban -¡cómo no!- Aitor y Jokin. Lo hizo de maravilla. Tanto, que se acabó el problema. Años después Aitor terminaba su carrera de Económicas y Jokin la de Derecho. No llegaron a futbolistas, pero hoy tienen un trabajo bien satisfactorio. El “precio” fue el kilo de angulas que compré para comerlas en el restaurante del pueblo con el jugador del Alavés y otros dos buenos aficionados del equipo. Las angulas no tenían el precio imposible de estos últimos años, pero ¡me tuve que rascar el bolsillo!

 

2. Fútbol y solidaridad

     Otra anécdota relacionada con el fútbol. Llegó una noticia atroz: los niños de Tucumán, en Argentina, ¡morían de hambre! Aún no había llegado el corralito a aquel magnífico país, pero ya se barruntaba que la cosa iba muy mal. ¿Qué hacer? La noticia la leí un sábado y el domingo, mientras iba de pueblo en pueblo a celebrar las misas (me tocaban 4 parroquias) le decía a Dios: “Dame una idea rápida que consiga ser eficaz para ese hospital de Tucumán”. Y fue dicho y hecho: en el flamante Alavés del 2002, en Primera y en la UEFA, jugaban dos argentinos, Desio y Astudillo. Y pensé: “Los jugadores son iconos para la gente. Si ellos hacen un spot en el que digan algo así como ‘nosotros defendemos tus colores, tú defiende nuestros niños’ seguro que mucha gente se implica en una ayuda rápida para Tucumán. Hablé con el club y cambiamos algunas cosas. Teníamos dos semanas para el siguiente partido en casa, contra el Valencia, y se hicieron unos carteles que decían:
     “Este domingo con tu ayuda podemos lograr UN RESULTADO REDONDO”
     Y debajo un balón y “en el campo”
     Y debajo del balón un euro y “en la grada”
     Y debajo ponía “Para llenar muchos platos (y la imagen de un plato vacío) como éste”; “Los niños de Tucumán (Argentina) SE MUEREN DE HAMBRE”.
     Los dos futbolistas argentinos hicieron la campaña con el cartel y se puso en muchos sitios. Se pedía que cada aficionado que acudiese al campo, donara un euro. Como solíamos ir unos 12.000, al menos esa cantidad la tendríamos asegurada. Yo llevé casi 1.600 euros de gente que me daba para echar en las urnas puestas en las entradas a Mendizorroza. Se recaudaron más de 70.000 euros, que se entregaron directamente a un hospital infantil de la ciudad argentina.

 

3. Guerra de Croacia

     Seguramente, la acción más llamativa, y a la vez tan educativa para mi feligresía, fue la ayuda que las parroquias donde estaba prestaron a la ciudad de Dubrovnik durante la guerra serbo-croata (aunque mi amiga Ivana, tan querida y ahora por desgracia tan enferma, nunca aceptó el término “guerra”, sino el de “agresión”) en 1992. Teníamos allí a Ivana, una historiadora que había venido a Berantevilla en 1988 acompañando a Susana, compañera de estudios archivísticos en Simancas. Vimos el aterrador bombardeo a la “perla del Adriático”, una ciudad patrimonio de la Humanidad para la UNESCO. Dejamos de tener noticias de Ivana y su familia porque ya no funcionaban los teléfonos. Nos imaginábamos que estarían pasándolo muy mal, porque la televisión no dejaba de informar de trágicos episodios. Cuando pudimos restablecer la comunicación, nos dijeron que necesitaban “de todo”. Y, como Ivana había hecho tan buena amistad conmigo y con otra gente de Berantevilla, gracias a su amistad archivera con Susana, empezamos a organizar la recogida de alimentos, medicinas, ropas y dinero, para llevarlas hasta allí. Fue una maravilla la respuesta de la gente, no sólo de las parroquias que llevaba (Berantevilla, Zambrana, Salinillas, Portilla), sino de pueblos de alrededor, de Miranda de Ebro y de otras partes. Por ejemplo, los jefes de la empresa de dulces “Martínez” dieron orden de llenar una gran furgoneta “hasta las cartolas”. Era urgente la ayuda y alquilamos un camión. Era diciembre de 1992, quince días antes de Navidad. “A la buena de Dios” salimos con el camión repleto de comida, medicinas y ropa. Y en un R-21 alquilado íbamos 5 jóvenes del pueblo: Yuyu, Txato, Alvaro, Gabi y yo mismo, con el dinero. En la ciudad fronteriza de Gorizia estuvimos parados un tiempo por problemas con las entradas en lo que ya era Eslovenia (aunque todos los carteles, tiroteados, ponían aún “Yugoslavija”). Tuvimos que ceder al chantaje de policías de frontera y personas de inspección sanitaria… Pero conseguimos llegar a Rijeka. Allí debía haber un barco, alquilado para nosotros gracias a las gestiones de mi tío fraile de Lasalle, que estaba en Roma de vicario general de su congregación, y del obispo creo que de Treviso. Pero en aquel puerto oscuro y frío sólo nos esperaba un policía de puerto empeñado en que dejáramos el camión y nos volviéramos a casa. Me fijé en los hangares abiertos del puerto. ¡¡Estaban repletos de todo!! Pero nada parecía repartirse. Tuvimos un serio enfrentamiento y cuando la cosa se puso difícil sonó el teléfono. Aún es el día en que no sé quién fue. Sólo sé que el inspector pronunció mi apellido en alto y me miró. Yo asentí, como diciendo que era ese “badiola”. Y entonces nos dejaron embarcar el camión y el coche. Éramos los únicos ocupantes civiles del barco, que era enorme. Al atardecer del siguiente día llegábamos al bombardeado y destruido puerto de Dubrovnik. Un convoy militar nos escoltó hasta Cavtat a dejar la mercancía. Todo estaba destruido. Fue terrible constatar desde tan cerca los efectos de la guerra. En Cavtat nos obsequiaron con una “cena de gala”: sopa de patatas, es decir, un plato de agua con alguna patata cocida en ella. No tenían nada más. Los serbios habían salido de la ciudad esa misma semana. Eso sí, vino había a espuertas, porque las bodegas de los hoteles no habían sido dañadas, al parecer. Nos pasamos la noche viendo los videos caseros del bombardeo, llorando con nuestros amigos, y, al amanecer, vimos los destrozos en la ciudad, la desolación absoluta, la carencia de todo. Y nos volvimos en el barco hacia Rijeka. Fue la nuestra la primera ayuda internacional que recibió Dubrovnik.
     Repetimos la operación unos meses después, esa vez llevando mucha más cantidad de todo, también de dinero. Agradecieron de manera especial las miles de linternas y pilas que nos había regalado CEGASA, gracias a que su dueño había dado la orden de entregar “todo lo que pidan”. Allí no había luz eléctrica aún y era una ayuda magnífica. Igual que unos enormes rollos de plástico recio que les servían para tapar las ventanas sin cristales. Igual que la ropa (mucha de ella nueva, de fábrica), las medicinas y el dinero. La sede de Dubrovnik de la Universidad de Zagreb fue reconstruida, entre otras ayudas, con el dinero que les dimos. Una placa a la entrada nos recuerda.
     Luego volvimos con dinero para la fiesta de San Blas, Sveti Vlaho, patrono de Dubrovnik, y con el grupo de Tiempo Libre a hacer un campamento de verano solidario (ayudamos a reconstruir el jardín botánico en la isla de Lokrum) en 1996.
Pero aún me emociono cuando recuerdo a los grupos de feligreses embalando las ayudas, trayendo cosas, organizando todo. ¡Fueron días de Gracia! ¡Cuánta generosidad y alegría! ¡Cuánta unión entre la gente! ¡Qué inmensa felicidad para un cura ver a sus feligreses, tan queridos, tan decididamente entregados a una causa solidaria!

Ermita de Nuestra Señora de Ibernalo de Santa Cruz de Campezo

 

4. El hábito sí hace al monje

     Las fiestas patronales en Berantevilla las vivía con mucha intensidad. Vivía allí y, en un pueblo de 300 habitantes, era uno más entre la gente. Por mi forma de ser y mis opciones pastorales, me implicaba mucho en la vida del pueblo. Y, cuando llegaban las fiestas de septiembre, también estaba en el grupo organizador. Bueno, el último día de fiestas se llama “Día del zamarro”, y la gente se viste a la antigua usanza y se hacen varios pasacalles, recogiendo a la gente de sus casas. La gente sale ataviada con ropas antiguas y un hombre hace el papel de alcalde, con capa y vara, y otro de alguacil. Para el papel de cura… ¡ya estaba el cura! Y a la “antigua” usanza (¿o no tan antigua?), esto es, con sotana, dulleta* y bonete. Después de los pasacalles se hace una procesión muy hermosa, que culmina en la iglesia parroquial donde se cantan jotas a la Patrona, la Virgen de Lacorzanilla, se canta la Salve popular (y a mucha gente los ojos se le ponen nidrios de emoción) y alguna otra oración, y luego se sale a la plaza a las parrilladas de sardinas, morcillas y chorizos, bien regados de nuestro rioja alavesa, y al baile popular. Todo tiene la “forma” de hace un siglo. Pues bien, en la procesión se va por la carretera que atraviesa el pueblo y, un año, mientras íbamos de procesión pasaba un coche. Nos hicimos a un lado de la carretera y cuando el coche pasaba a mi altura, comentaron los que iban dentro: “Mira, el típico graciosillo que se disfraza de cura”. Y les dije: “Soy el cura del pueblo, majos”. Pusieron cara de no creérselo y siguieron su camino. Pero estuve pensando muchos días sobre cómo hacerme reconocer como CURA en mi comportamiento diario.

* Prenda que usaban los eclesiásticos a modo de gabán talar, por encima de la sotana.

 

5. Un juicio con reo equivocado

     En una ocasión vino a la casa cural Marga, una chica que trabajaba en la empresa de una familia del pueblo. Marga no venía nunca a misa (era de los pocos que no venían, ¡qué tiempos aquellos!), todo lo contrario a la familia en cuya empresa trabajaba, que eran feligreses asiduos y con catequistas entre sus miembros. Me extrañó que viniera y me extrañó más (y me dolió en el alma) cuando me contó que iba a denunciar a la empresa porque llevaba más de un año sin cobrar. Me pedía una mediación. Hablé con la familia y todo fueron buenas palabras, pero no hubo hechos. Llegó la denuncia y me citaron con testigo. Dudé mucho si asistir al juicio o no hacerlo: por un lado, yo había sido testigo de que Marga trabajaba allí y sabía que era cierto que no había cobrado en mucho tiempo; por otro, era muy amigo de la familia de la empresa, colaboraban con la parroquia y era ofensivo testificar contra ellos. Recé mucho y tomé la decisión de asistir al juicio como testigo de la acusación. El día de autos, a la entrada del juzgado, me abordó el abogado de la familia y me dijo un poco altaneramente: “¿Va a declarar en el juicio?”. Yo le dije: “Sí”. Y él me dijo muy despectivamente: “Bueno, no creo que el juez tome en serio lo que diga un cura que se viste de mujer y que se emborracha en fiestas”. Exageraba un poco pero no le faltaba razón: en fiestas hacíamos play-back y algunas veces actué de Massiel cantando “La la la” o de Amaia, de Mocedades. Y, sí, en fiestas alguna copa que otra de más ya había caído… Pero, como sin darme cuenta, le respondí veloz: “No se olvide de que el juez juzga a su cliente y no al cura”. Se quedó sorprendido, fue a hablar con el abogado de la otra parte y llegaron a un acuerdo de conciliación justo antes de empezar el juicio. Luego me fui a comer con el acusado, no con la acusadora. Comimos cordero asado.

 

6. Cuando me paso de listo

     Esta anécdota es de cuando estudiaba la Licencia en el Bíblico de Roma. Estaba para empezar la clase con el maravilloso y admirado P. Stock. Yo hablaba con un compañero gallego, el amigo Castro. En estas llega una monja, con hábito y toca, y nos dice: “¿Sois españoles, no? Es que acabo de llegar y aún no conozco a nadie”. Yo pensé, airado: “Pero ¿cómo que acaba de llegar? ¡Si estamos a mitad del curso! Será una monja que se la han querido quitar de en medio”. No sabía griego, pero había venido al Bíblico. ¡Qué majadería! Pensaba yo, con el prurito de que podíamos estar con el Nestle-Aland siguiendo la clase de Stock. Así que la desprecié un poco… Pero entonces sucedió. Empezó a contarnos que estaba en un país africano (creo que Uganda), que trabajaba de enfermera y fue atacada por una horda de soldados enfurecidos porque ella curaba a personas de otro grupo, o de otra etnia… Nos contó, con una paz, alegría e ingenuidad maravillosamente evangélicas, cómo la habían detenido, insultado, vejado, torturado… Empezó, recogiéndose las mangas, a mostrarnos las cicatrices de las puñaladas recibidas. En ambos brazos, una, dos, tres, cuatro… Y nos dijo: “Y tengo más en otras partes del cuerpo, pero claro, no puedo enseñarlas”. Y sonrió. Me sentí el imbécil más grande de la tierra, me sentí el mayor cretino del mundo, pero le sonreí con fuerza y la besé efusivamente. Ella no sabía griego, pero sabía evangelio; yo sabía (algo de) griego, pero estaba a años luz de saber el Evangelio que ella sabía. La “ignorante” enseñando al “listo”. Luego no estuvo mucho tiempo en las clases. Pero cuando la recuerdo, con inmenso cariño, siempre pido al Señor que la acompañe y la fortalezca, y que siga dando verdaderas lecciones de evangelio, de discipulado, de amor. ¡Quizá haya sido la mejor lección que recibí en el Bíblico!

7. Pruebas pastorales

     Preparaba con esmero las celebraciones, sobre todo en los tiempos fuertes. Naturalmente, la Semana Santa, que me dejaba agotado (39 funciones en 7 días), me llevaba mucho tiempo preparar. Merecía la pena, porque siempre notaba que la gente avanzaba en su fe y en su seguimiento. Modestamente, pero no seré yo quien marque los ritmos de los demás, viendo el mío. Pues bien, en una Vigilia Pascual, en el rito bautismal añadí un gesto para después de la renovación de las promesas bautismales. Puse un cuenco con semillas como símbolo de que algo nuevo tenía que nacer aquella noche maravillosa de la Resurrección. Invité (explicando repetidamente) a que la gente subiera hasta la mesa donde se hallaba el cuenco y el agua bendita, cogiera unas semillas y se las llevara. Las tendrían que sembrar en casa y, al nacer una planta nueva y hermosa, cuidarla con esmero, como señal de cuidar con esmero el compromiso de vida cristiano. Mientras el coro parroquial cantaba una canción pascual, la gente empezó a venir hasta el cuenco. Y, para mi sorpresa, cabreo y sonrisas (que de todo hubo), vi cómo muchas personas mayores cogían las semillas y… se las llevaban a la boca (¿pensando que era una forma de comulgar?). Y, claro, acto seguido escupirlas de la boca. Así que, como no fueron pocos los que hicieron así, era una “procesión de escupidores” los que volvían a sus sitios en las bancas. ¡Qué mal me salió el gesto! Luego pensé que quizá ellos también habían hecho un gesto: interiorizar tanto el mensaje que las plantas nuevas iban a nacer en su interior. Pero no, la parroquia no se volvió una selva feraz en aquellos días.

 

8. El sacrificio merece la pena

     Los campamentos de verano fueron en mis años de cura rural momentos inolvidables porque contaba con un grupo espléndido de monitores y monitoras y al campamento venían prácticamente todos los chavales y chavalas de Catequesis de las parroquias que tenía encomendadas. Días de encuentro, de socialización, de juegos, de intimidad, de oración, de formación integral. Yo había renacido a mi vocación sacerdotal en ellos y los campamentos de Noja, con mi grupo Lagunak, eran las “medallas más decorosas” que tenía en mi experiencia pastoral de seminarista. Ahora, de cura, también eran una oportunidad de Gracia. ¡Qué grandes recuerdos de Nalda, de Garisoain, de Noja, de Beaskoain, de Losa, de Dubrovnik… y de Vinuesa! Esta anécdota sucedió en las recias tierras sorianas. Una salida típica consistía en andar unos 20 kilómetros desde el campamento, a las afueras del precioso pueblo soriano, hasta la Laguna Negra, tan mágica por tantos motivos… Se hacía noche en la Laguna y, al amanecer, se ascendía al Pico Urbión, de unos 2.300 metros.
     Sobre las 4 de una tarde tórrida de agosto dejamos el campamento. Cada uno de los miembros llevaba su mochila, bien cargada de alimentos, saco de dormir y demás cosas necesarias para estar día y medio fuera del campamento. Hacía un calor mortal, caía fuego. A los cien metros de dejar el campamento, y cuando nos quedaban 20 kilómetros por andar, cuesta arriba, ya nos quedamos atrás los más gorditos y torpes del grupo, yo entre ellos. Y a los ciento cincuenta metros, empecé a oír eso de “¿cuánto queda?”, “¿cuándo llegamos?” y cosas parecidas. Íbamos entre otros Josema, Juliantxín y yo mismo. Ellos, niños rollizos; yo, monitor gordo. Sudando la gota gorda. Sufriendo el peso de la mochila y de los “michelines”.
     Fue un auténtico infierno (y casi nunca mejor dicho debido a la temperatura), pero pudimos llegar hasta la Laguna Negra, aunque con unas horas de retraso respecto al grupo. Cuando llegamos, ya de noche entrada, nos lavamos los pies en las frías aguas de la Laguna, cenamos haciendo honor a nuestros estómagos, y nos metimos en los sacos. Era una noche espectacular, cálida, repleta de estrellas, en el marco incomparable de la Laguna Negra.
     A punto de conciliar el sueño, Juliantxín me dijo: “Toño”. Le digo: “¿Qué?”. Me dice: “¡Menos mal que hemos venido!”. Estaba extasiado ante tanta belleza, descansado y cenado, y entonces comprendió que merecía la pena sufrir las penurias del largo camino, porque la meta era tan impresionante que daba por bueno el camino andado.
     Eso que me dijo Juliantxín me hizo pensar, y muchas veces utilicé la anécdota en sermones en diversas circunstancias, sobre la vida cristiana, sobre el sacerdocio, sobre el recorrido que cada uno tiene que realizar en la vida. Merece la pena sacrificarse y sufrir para llegar a experimentar “el cielo de la Laguna”. Eso fue lo que sintió la comunidad cristiana tras experimentar el gozo entusiasmado de la Resurrección: desde aquella magnífica atalaya, todo se daba por bueno, también los momentos duros de la Pasión y la Muerte. “Menos mal que hemos venido”: menos mal que no cedemos a los cansancios, a las debilidades, a los miedos, a la modorra; menos mal que seguimos, aunque sea a duras penas, con nuestro seguimiento exigente de Jesús; menos mal que no consentimos que el pesimismo y la derrota nos hagan decaer, pararnos y retroceder. Porque el cielo estrellado de una noche de agosto en la Laguna Negra no es nada en comparación con la plenitud de felicidad y de ser que Dios Padre nos tiene preparada. Merece la pena andar el camino de Jesús, porque así compartiremos también con él su destino de Gloria. ¡Pablo en estado puro, en una mágica noche soriana!  
 

9. Dios en las excursiones

     La brava gente de Berantevilla no se quedó conforme cuando quitaron la fiesta de San Pedro, hace tropecientos años. Con el cura de entonces, apalabraron que ellos seguirían haciendo fiesta, y así comenzó la tradición de hacer una excursión el día de San Pedro y San Pablo. Con misa incluida, claro. Pero en unos años ya habían ido a todos los destinos de un día, y la excursión comenzó a alargarse. Cuando yo llegué al pueblo, en 1987, ya duraban 3 días y la primera que organicé, a Santiago de Compostela, ya duró 4 días. Fue creciendo hasta llegar a 8 días. Recorrimos buena parte de España y Portugal, Francia, Países Bajos, Italia, Suiza y Austria, Inglaterra y Hungría-Chequia. Lo pasábamos en grande, con un grupo de 55 personas de Berantevilla, Zambrana y otros pueblos. En el autobús nos daba tiempo a todo, a rezar, a jugar al bingo casero, a cantar… Luego, cuando veíamos un lugar apropiado, parábamos a comer, y se llevaban las mejores viandas. En la excursión de Austria tuvimos dos momentos especiales: visitando Matthäusen, un campo de concentración, el grupo se quedó mudo. Todos nos sentimos muy conmocionados al recorrer aquel diabólico lugar y, siendo un grupo tan risueño, nadie abrió la boca en los 200 kilómetros que teníamos hasta llegar a Viena. ¡Ni una palabra! Fue un silencio opresivo, pero revelador del impacto que todos sufrimos. Fue un silencio “oracional”. Pero a los días estábamos visitando Bratislava. Era el año de la independencia de Eslovaquia y su capital nos pareció una ciudad vieja y desvencijada (volví a los años y, como el cuento del patito feo, se había convertido en una fulgurante capital europea). Era domingo y buscamos una iglesia para celebrar la eucaristía. En una de ella, el párroco nos la cedió muy amablemente, y además quiso acompañarnos junto con otros feligreses del lugar. ¡Qué buena experiencia de catolicismo! No nos conocíamos de nada, ni siquiera nos entendíamos con la lengua, pero podíamos celebrar la eucaristía y sentirnos hermanados en Jesús. Bueno, pues en esa eucaristía sucedió. Una de las personas de la excursión sintió algo especial, una luz, una fuerza… no sabía expresarlo bien. Pero se arrancó en el momento del perdón con una “confesión” en toda regla. Fue muy emocionante, porque tenía algún asunto pendiente con otras personas y se abrazó a ellas pidiendo perdón y ofreciendo el suyo. Fue emocionante y aleccionador. Y luego siguió viviendo con más ardor su fe. Uno puede pensar que en una misa “accidental”, en un contexto vacacional, en un lugar extraño…, uno puede pensar que no son las mejores condiciones para…, y de repente aparece la experiencia de Dios. Y esa experiencia mueve el corazón para reconciliarlo con los hermanos. Aprendí que no somos nosotros los que ponemos condiciones para que Dios se nos ofrezca. Es Él el que merodea nuestros seres y que, cuando quiere, se hace más palpable.

http://www.pastoral-vocacional.org/hojas_vocacionales/435.html

José Antonio Badiola Saenz de Ugarte
Vitoria-Gasteiz, Pascua de 2013

 
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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI