¡Nunca he escuchado un sermón!
 
     

     Muchos dicen que se aburren durante los sermones o las homilías. El domingo pasado, un crío, harto ya al cabo de pocos minutos, advertía a su madre en voz baja: «¡Cuento hasta diez y me voy!».
     Le preguntaba un día a una madre de familia muy atareada y que va a misa cada domingo. Ante mi estupor, oí que decía: «Nunca he escuchado un sermón, pero adoro ese rato porque me cuento historias, repaso lo que he hecho durante la semana. A veces presto atención un instante... Si no hubiese sermón, echaría de menos ese buen rato. Que el sacerdote diga lo que quiera, carece de importancia. Es un momento muy rico. Me gusta este tiempo que es para mí, en el que me sumerjo en mi yo profundo. No, ¡nunca he escuchado un sermón!».
     Para que se consuelen, me gusta contar a los sacerdotes amigos eso que escribe Gérard Bessière. Para decirles a continuación que yo he oído homilías en las que no he sido capaz de distraerme. Mejor, he tenido que escucharlas, y me han llegado al alma. Y que a otros les ha pasado y les pasa lo mismo.
     Asistí el 14 de enero al jubileo presbiteral de Mn. Blai Blanquer, y su homilía…
     El Padre Llunell, compañero de curso, me escribió pocos días después: “Em va impactar l’homilia. Hi va haver moments i expressions que em recordaven l’homilètica de Sant Agustí. Els continguts, per l’èmfasi pastoral. Com a peça, una homilia magnífica i modèlica d’un gran rector. Excel·lent”.

     La trascribo.

JSV

 

     Apreciados Sres. Obispos Carles y Jaume, que habéis querido acompañarme como amigos, hermanos presbíteros y diáconos, religiosas y religiosos, queridos hermanos y familiares, amigos y fieles cristianos de Sant Cugat y de lugares distintos que venís a participar en esta Eucaristía jubilar, y hermanos y amigos de la comunidad protestante: «¡Que Dios sea alabado!».

     Es Él quien convoca ahora a los que anunciamos que Jesucristo es el Señor y en modo alguno queremos que esta jornada sirva de pretexto para anunciarnos a nosotros mismos [1].

     El motivo de esta convocatoria es que han pasado cincuenta años desde el día de mi ordenación presbiteral, y medio siglo infunde mucho respeto: nos induce a contemplar la vida en perspectiva como si nos encontráramos delante de un tapiz donde a la trama de los designios de Dios se ha ido urdiendo la libertad humana con rasgos multicolores: desde los brillantes y alegres de los grandes proyectos, y los turbios de la injusticia y los sufrimientos, hasta los más severos del eclipse de la muerte; un tapiz que se une a los millones y millones de antes y después para adentrarse en los infinitos universos del Dios el universo.
     Pero hoy no es día para nostalgias porque el pasado, aunque ya no exista, nos dejó un legado que configura el presente y condiciona el futuro. Un legado que es justo que agradezcamos y lo pongamos a rendimiento todo el tiempo de vida que el Señor quiera concedernos todavía.
     Que pase pues por delante de toda consideración la alabanza al Señor por el don de la vida: Adoremos la grandeza y la belleza de la obra de sus manos.

     En cuanto a mi ministerio, son tantos los auxilios que el Señor ha puesto a mi alcance a través de las personas que he tenido cerca (¡y que en estos días tengo tan presentes!) que, lógicamente, tengo que mantener sus nombres en el silencio del corazón.
     Pero también es justo, al conmemorar el día de mi ordenación, que junto a mi padre y a mi madre, a mis buenos y siempre cercanos hermanos, al esposo de mi hermana que fue para mí como un hermano mayor, a los compañeros de estudios, desde el parvulario al examen de Estado, y a todos los que, en el Seminario de Barcelona, más que maestros y compañeros, fueron amigos y hermanos... junto a todos ellos a la vez mencione a quien por aquel entonces era rector de mi parroquia en Sabadell, Mn. Ramon Daumal i Serra, y a su amigo el Dr. Manuel Bonet i Muixí que residía en Roma que, como ángeles de la guarda, velaron mi itinerario hacia el Sacramento del Orden.
     Estoy convencido que hoy a todos ellos –a los aquí presentes, a los ausentes por enfermedad y a los que ya han llegado a puerto dejándonos “el olor de la ausencia” [2] los ilumina la sonrisa de la gracia de Dios.

     El día de la Purificación del Señor de este año, también hará los cincuenta de cuando [3] el Papa Juan XXIII fijó el día once de octubre del mismo año como fecha del inicio del Concilio Vaticano II. Con este acontecimiento, el Espíritu Santo abrió las puertas de la Iglesia, demasiado tiempo cerradas, para configurarla más y más como Jesús la quiere. Aquel legado –que los que éramos jóvenes acogimos con inmensa alegría y los más maduros con esperanza– es de tanta envergadura, que no han bastado cincuenta años para llevarlo a la vida. El Cuerpo de Cristo continúa sangrando por la herida de las discordias seculares aún no restañadas. Todavía tenemos que pedir con insistencia: “reúne en torno a ti Padre misericordioso a todos tus hijos dispersos por el mundo” [4]. Todavía tenemos en buena parte pendiente que entre los cristianos y el mundo se establezca aquel difícil diálogo que Pablo VI llamaba “diálogo de Salvación” y que se caracteriza por no obligar a nadie a acogerlo ya que es una formidable petición de amor. Un diálogo nunca coactivo ya que siempre respeta la libertad [5].
     Desde la primera vez que alguien me dijo: “No hable usted de libertad” comprendí la importancia de este valor que nunca debe ser frivolizado. Forma parte de la dignidad humana y es cimiento de la propia fe cristiana cuyo ejercicio nadie puede ni mandar ni prohibir [6]. En nuestros tiempos de libertades formales la firme adhesión a la verdad evangélica debe hacernos libres [7], tal como reza el lema episcopal del obispo Carles Soler hoy sentado a mi derecha. Hay que mantenerse firmes en la libertad de los hijos de Dios y estar siempre dispuestos a apoyar los esfuerzos de cuantos luchan para hacer que se desvanezca el espejismo de una libertad comprada.
     Como fruto de la estima de la libertad de los demás, nace el respeto. He tenido el privilegio de gozar de formas exquisitas de respeto por parte de familiares y amigos, sin que nos haya distanciado la diferencia de edad ni la disparidad de criterios. Y así, por simetría, me he visto urgido y ayudado a corresponder.

     Ya que “amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma... y amar a la justicia no son cosas distintas” [8], la misión del cristiano en un mundo marcado por el pecado original del egoísmo y la injusticia, es difícil y arriesgada. Quizás siempre lo haya sido. Pero ahora que los medios de comunicación nos tienen al corriente de cuanto sucede, también nos hacen más culpables si olvidamos de que: “Cuanto hicisteis o dejasteis de hacer a estos mis pequeñuelos, a mí me lo hicisteis...”.
     Los esfuerzos de promoción de las libertades, de la justicia y de la caridad en favor de niños, ancianos, inmigrados, enfermos, reclusos han sido constantes. El relato de cuanto he sido testigo y de las actuaciones en las que he tenido el honor de participar, sería interminable. Al abrigo del templo del Señor como rezan los salmos: “¡Qué delicia es tu morada Señor del universo! Hasta el gorrión ha encontrado una casa  y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos" [9] y “...la más pequeña de las semillas, cuando crece... vienen los pájaros a anidar en sus ramas” [10]. La Iglesia de Jesús o es servicio o se ha apoderado de ella algo que no es de Dios.

     El papel del cristiano en el mundo no puede ser confortable. Como no lo ha sido la vida de Nuestro Señor Jesucristo [11]. Cuando dejamos que Jesús entre en la Iglesia, se presenta con la cruz a cuestas y nos invita a llevarla. A llevarla bien: con Él y como Él, con tanta Gracia que la llama yugo suave y carga ligera [12].
     La carga es suave y ligera cuando la mueve el Amor. La cruz hace sufrir. Es evidente. Y quien no quiera padecer que no ame. Pero ¡vale la pena amar! Tanto, que Jesús pone como condición para el ministerio de todo pastor que ame mucho. Lo hemos escuchado hoy repetidamente: “¿Me amas más que estos? Si me amas, apacienta... si me amas, apacienta... si me amas, apacienta” [13]. Tal como indica el lema episcopal del obispo Jaume que me acompaña, “apacentar es oficio de amor” [14].
     El verdadero amor obra maravillas. Por ejemplo:
     * Puede conseguir  que pastores y fieles administren bien la palabra.  Y “no se escondan en el silencio” para bien de la caridad [15].
     * Puede hacer que “construyamos templos y ofrezcamos presentes para el culto y con ellos y antes que ellos socorramos a los pobres que son un templo desnudo, más valioso que los templos materiales” [16].
     * Puede lograr que “cuanto más justos, más humanos seamos con todos” [17].

     Por lo tanto, hermanos, extendamos la mirada amorosamente cristiana sobre el mundo de hoy como reclama el Señor y como nos han enseñado los buenos testigos que nos han precedido. Entre estos, permitidme hacer especial mención de las mujeres. Doy fe de que han tenido un papel determinante en la misión de mostrar al mundo el verdadero rostro de Cristo. (No cito ningún nombre porque sé que están en la mente y el corazón de mis amigos). Han sabido estar siempre donde tenían que estar, con mucha más eficacia que muchos de nosotros enzarzados en consideraciones muchas veces poco evangélicas. Creo que es justo reconocer su valioso legado.
     En todos los lugares de mi ministerio han sido fiel reflejo de la Madre del Redentor, siempre junto a su Hijo: Santa María: la de la Salut en Sabadell, / la del Remei en Caldes de Montbui, / la del Puig en St. Celoni, / la de Montalegre en la Conreria, / “la de la tienda” (como llamamos durante cinco años a la de Can Cabanyes de Rubí) / y –desaparecidas las de Bellulla y de les aigües– la que labró con tanto amor el escultor S. Badia de Caldes, y luego bautizamos como la de Granollers. / Y aquí: la  de St. Adjutori, / la Mare de Déu del Bosc / y la del monasterio, la Mare de Déu de Tots els Sants, / la de Puiggraciós en todo el Vallès Oriental, / y la de Montserrat en toda  Catalunya.
     ¡Cuántos reflejos de ternura relucen en la Encarnación del Hijo de Dios, nacido de María Virgen, en nuestra tierra y en nuestra historia! ¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros! Que la Madre de Dios ruegue por nosotros especialmente ahora que estamos tan afectados por la crisis económica, moral y de fe.

     Jóvenes y mayores podemos pasarnos la vida murmurando que los tiempos pasados fueron mejores. “Nos parecen mejores precisamente porque no son los actuales. En cambio, mejor nos iría considerarnos afortunados que refunfuñar sobre nuestros tiempos” [18].
     ¡Queda tanto por hacer! Tuve el privilegio de participar en la ordenación diaconal de Mn. Aarón y de fray Jesús, feligreses de esta parroquia, y volví a escuchar: “Cree lo que lees, enseña lo que crees, practica lo que enseñas”.  Y en su más reciente ordenación presbiteral: “Que Nuestro Señor Jesucristo esté siempre en ti”. Y aún más en la entrega del cáliz: “Piensa lo que harás, reproduce en ti lo que conmemorarás y conforma tu vida al misterio de la cruz” [19].
     Ante la misión que se me confió hace medio siglo, hoy me pregunto: ¡Pobre de mí! ¿Qué habré hecho durante cincuenta años? Que Dios tenga piedad del que apenas ha puesto los pies en la arena de la playa del océano del Evangelio. Por esta causa os he pedido que me encomendéis al Padre de la misericordia.
     A vosotros, los todavía jóvenes, os digo: ¡Queda tanto por hacer! Fue el clamor ardoroso de Juan Pablo II: “Abrid las puertas a Cristo, no tengáis miedo!”. Y hace poco más de un año, en la Sagrada Familia de Barcelona el Papa Benedicto, serenamente, dijo ni más ni menos: “La Iglesia no tiene consistencia en sí misma. Está llamada a ser signo e instrumento de Cristo... Busquemos juntos la forma de mostrar al mundo el rostro de Dios... que es Dios de paz y no de violencia, de libertad y no de coacción concordia y no de discordia”. ¡Cuánto entusiasmo fluye de una misión tan profundamente humana y cristiana! ¿Cómo puede ser, en cambio, que ante tantas mieses, haya tan pocos segadores?

     Cuando en tiempos muy conflictivos para Iglesia y para todo el país me afligían las muchas crisis de identidad cristiana y ministerial, el Señor me iluminó con una sabia observación del pastor Joan Vallès de la Iglesia Evangélica de Rubí. Me dijo: “Te veo muy preocupado por la disciplina de la Iglesia católica. Nosotros no tenemos esta normativa ni esta tradición. Estamos casados, podemos dedicarnos 'full time', o tener un trabajo civil y una dedicación a tiempo parcial a la Iglesia. Y no obstante, también estamos soportando la falta de pastores y predicadores dominicales. Puedes creerme: los cánones y las normas, no son la causa de la falta de pastores sino la crisis de fe del pueblo cristiano”. Si me hubiera quedado alguna duda de la necesidad de anunciar el Evangelio con renovado ardor, este hermano en la fe me allanó el camino. Testimonios de lucidez evangélica como la suya abren puertas a la unidad.

     ¡Hay mucho que hacer! La misión de Jesús se extiende de generación en generación. Pero todos tenemos un límite. Por este motivo, la última parte del Evangelio que hoy ha proclamado el diácono me afecta ahora más de cerca que cuando era joven.

     De San Martín, patrono de la población de Sant Celoni, que fue mi primer destino pastoral, todo el mundo conoce el gesto de partir su capa para darla a un pobre que resultó ser el mismísimo Jesús. En los años que viví al pie de la montaña esmeralda del Montseny, bajo el patrocinio del Sant de Tours, aprendí otra lección de este hombre de Dios. Una enseñanza que con la edad he comprendido mejor. Cuentan las crónicas que cuando el monje San Martín se encontraba muy enfermo, oraba de esta manera: “Señor, si todavía soy necesario a tu pueblo, no rehúso el trabajo. Que se haga tu voluntad” [20].  Cuando al cabo de poco entregó su espíritu, el comentarista afirma: “Martín, pobre y humilde, entró rico en el cielo”. El diálogo de Jesús con Pedro que hemos escuchado hoy culmina con un broche de la más entrañable esperanza: “Jesús añadió: tú ven conmigo” [21].

*

     Haga el Señor que siempre, tanto en la celebración de la Eucaristía como en el fin de nuestros días, la fuerza de la fe nos mueva a exclamar: “La fiesta ya está cerca. ¿Quién será nuestro guía? No será otro, amados hermanos míos, que aquel a quien vosotros, junto conmigo, llamamos Nuestro Señor Jesucristo” [22].

     A Él la gloria para siempre. Amén.

Homilía: Mn. Blai Blanquer – Clave de bóveda: Monestir de Sant Cugat – Evangeliario: Sant Miquel de Cuixà

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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI