7 días… 25 años después

 

 

Hace 25 años pedí a José Antonio Solórzano que contara 7 días de su vida en el Bronx neoyorkino. Escribió no 7, sino 8: cuatro sábados, dos viernes, un miércoles y un domingo. Me preguntaba yo qué le pasaría al emigrado los lunes, los martes y los jueves… Y le emplazaba a contarlo para que el rumor de Dios no se apague (Cfr. hoja 240).
Se lo recordé ahora al autor de Sijor. Me ha enviado varios lunes, martes y jueves de 2011, en los que cuenta «algo» desde la altura de sus 61 años. Y un miércoles, con razón.
Van hoy dos días.

JSV
     

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Miércoles, 27 junio 2011

     

      Fue otro 27 junio cuando me ordenaron sacerdote. De 1981.
      No sé si es más preciso decir “fui ordenado”, por lo que significa de aceptación mutua: la Iglesia, a través del obispo, me ordenó y yo quise ser ordenado por él y para ella.
      La verdad, nunca me gustó la palabra “orden” y menos para la aceptación de ser mediador entre Dios y los hombres. Pero aceptémosla solo como palabra que nos ayuda a poner orden en las ideas y en los sentimientos… y algo en la vida. Después, si uno quiere ser buen sacerdote y fiel a aquel día, no le quedará más remedio que ser un tanto “desordenado”, salvo que se quiera ser mero funcionario de lo eclesial-religioso, que entonces sí que se necesita orden, y cuanto más mejor… ¿mejor?.
      Cinco años más tarde, otro 27 junio de 1986, en El Bronx neoyorkino, comenzaba a escribir -por invitación amigable- 8 días sacerdotales. Aquellos 8 días intensos quieren abrir las puertas a otros 7 días, 25 años después; es decir, han pasado 30 años desde aquel 27 de junio de 1981.
      No es tiempo de recapitular nada, ni ante nadie. Solo ante Dios, ante el que tampoco se recapitula, solo se toma conciencia de lo que uno es y ha sido, para seguir siendo perdonado y amado.
      Quien me invitó a hilvanar aquellos días, vuelve a sugerirme que escriba otros 7 días, míos, muy míos y no por eso no menos de los otros, tan distintos a aquellos, pero no tan distantes en fundamentación y enraizamiento en Dios. Para ver la evolución, me dice. Y yo, que soy poco dado a mirar atrás y además no tengo arado en el que apoyarme o empujar, le obedezco, es decir: le escucho, que es lo que siempre he hecho con aquellos que me ofrecían esa fiabilidad y confianza, esa sabiduría, inteligencia y finura de espíritu para aprender y crecer por dentro. He de confesar que he oído a mucha gente, mucha, pero no a todos he escuchado-obedecido… no me resultaban de interés desinteresado, no tenían  (o yo no era capaz de percibirlo) visiones o criterios con la suficiente magnanimidad como para obedecerles-escucharles, aunque siempre les he oído con atención, una atención que parecía escucha, pero por dentro…
      Porque entendí siempre que la clave y lo realmente difícil de la vida sacerdotal y de la religioso-dominicana era la “obediencia”, la capacidad de escucha positiva, atenta, transformadora.  (¡Ah, tantos adjetivos sobran! La escucha es escucha sin más o no es nada, o es fingimiento); el resto… ¡bah, bagatelas! Eso de la pobreza, la castidad… minucias a las que la gente les da una importancia inmerecida, frente a la gran virtud/ejercicio de la escucha-obediencia.

  

      Puedo decir que en estos 30 años -o lo que es lo mismo 25 años después de aquellos 7 días de 1986- no he hecho otra cosa más sacerdotal que escuchar. Aunque a muchos les cueste creerlo. Y eso a pesar de mis acúfenos y pérdida de audición in crescendo. Eso sí, no he estado disponible para antojos personales, o criterios y decisiones de poca monta. A muchas propuestas o visiones ralas y miopes he hecho oídos sordos, que se dice. Asiento, callo, sonrío. Y si la situación es propicia, humorizo. Me gusta aquello que decía W. Churchill: “Siempre estoy dispuesto a aprender; pero no a que me den lecciones”. También el mismo Churchil decía: “He preparado minuciosamente esta improvisación”. Es lo que suelo hacer cuando  alguien me pide que escriba, predique o conferencie sobre algo. Puedo asegurar que durante estos 30 años he improvisado muchas predicaciones, charlas, artículos… Lo he hecho minuciosamente.

      Yo confieso ante Dios y ante vosotros, hermanos… que:

      Ayer, 26 de junio, fue la fiesta del Corpus Christi. Celebré tres eucaristías por mis pueblos cántabros. Les conté que el 27 hacía 30 años que era sacerdote y que, curiosamente, siendo el único sacerdote que en más de 100 años había salido de esos valles, apenas había celebrado con ellos, entre ellos. Que tenía una deuda moral-sacerdotal con sus parroquias, en las que crecí y que por eso, siempre que volvía, procuraba ayudar a los párrocos ya cargados de ministerio. Les conté algo de estos años como si de un relato se tratase. Escuchaban atentos y al salir algunas me dijeron: ¡Qué listo saliste, Jose; saliste a tu madre decía una; no, a su padre, decía otro! Y yo, con una carcajada, salía corriendo para otro pueblo, para la siguiente eucaristía.
      Hoy, 27 junio, me levanté a las 7,30. Con la misma oración de hace años: «Señor, creo, pero aumenta mi fe». Aseo rápido. Desayuno frugal: una infusión, una manzana, 5 galletas. Por ser ese día de cumpleaños sacerdotal treintañero, leí antes de salir  de casa las tres lecturas de aquel día: Jeremías, Romanos, San Juan.
      Este día no escuché la radio durante el camino. Sólo música suave.
      Al llegar al despacho, abro el ordenador y la primera felicitación-memoria es de alguien que me quiere bien, JSV, y sabe de mi vida. Me envía, como si de un cheque-regalo se tratase, una colección de textos ilustrados. Los imprimo, los leo despacio, los convierto en postales y los agrupo en cinco secciones (1. de la luz / 2. de la fe / 3. de las aptitudes personales 4. de las actitudes sacerdotales / 5. de la síntesis de estos años, para seguir siendo tesis con alguna que otra antítesis). Los saboreo y con ellos doy gracias a Dios, al Señor Jesús, que me trajeron por estos derroteros y me han permitido vivir con su Espíritu santo y el  mío, los dos muy libres. 

   

      Paso la mañana en tareas mitad burocráticas, mitad organizativo-pastorales. A cada paso me pregunto si lo que llevo haciendo estos años tiene o no sentido sacerdotal; espiritual-religioso sí, pero ¿sacerdotal? ¡Qué más da!  -me digo mil veces a lo largo de la mañana-, con que tenga sentido o yo sepa dárselo, basta.

      Contesto algunos correos, intento convencer y lo consigo a que alguien acepte participar en las jornadas de pastoral del año próximo, cosa nada fácil. Respondo a algunas llamadas; dos de ellas eran Carmen Peralta y Juan Luis, para felicitarme, ¡aún queda memoria sacerdotal en algunos amigos que estuvieron presentes! Si hubiera vivido mi madre, también se hubiera acordado; lo hacía todos los años. Estoy seguro de que se acuerda y me recomienda desde la otra orilla.

Marcho a casa a estar solo, a eso de las 14,30. Por la tarde, siesta, leo un rato, viene un amigo a charlar, me llama María Teresa para felicitarme.

      Un poco antes de las 8, salgo a celebrar la eucaristía. Los sentimientos son serenos, de agradecimiento sincero, de años vividos en una tensión poco común, de gentes que pasan por la memoria, de lugares y actividades variopintas, de vida plena, muy plena, no sin sus retazos de dolor. No hago balance. Lo que no hay es arrepentimiento de aquella decisión en la tarde del 27 junio 1981.

      A las 10, ceno con Antonio e Ignacio, que acaba de llegar esa tarde de París, donde vive. Recordamos a otro amigo común, Antonio, que este mismo día cumpliría 79 años y que murió inesperadamente hace unos meses en México. Desde hacía años nos juntábamos para celebrar ambos eventos: su cumpleaños y mi ordenación; lo hacíamos con eucaristía y cena, claro. Tras el brindis, comenzamos a hablar de los pros y contras de lo religioso-sacerdotal. A Ignacio, creyente a su manera, le cuesta aceptar algunas cosas, que no cosillas, de mi/nuestra vida. Antonio, apasionado, nos habla del examen de esa tarde, de sus búsquedas, de sus apreciaciones hiperbólicas sobre un montón de cosas. Reímos, disfrutamos. Acompañar a mucha gente en cenas (convertidas casi en una liturgia) ha sido una de mis tareas sacerdotales de estos años. Cansa hablar, animar, distender, exponer, defender, orientar…, pero la mayoría de la gente no tiene otro tiempo de ser y sentirse amigo y acompañado sino es a través de cenas, que nunca son la última. Sólo para mí, -alguna vez se lo hago saber- estas cenas son prolongación de aquella Última Cena, porque en ellas también se habla de traiciones, de adhesiones, de decisiones.

      Llego a casa a las 00,30. Abro el buzón; no todos los días lo hago. Y allí estaba un sobre grande, con libro dentro,  esperándome desde hace una semana al menos. Miro el remite: ¡Benjamín, cielos, cuántos años! No abro el pesado sobre. Subo en el ascensor intentando, casi ignacianamente, tomar imagen de Benjamín, guardado en un rincón de la memoria  ovetense.
      No abro el sobre de inmediato, lo dejo reposar un rato. Me lavo los dientes,  no enciendo el ordenador, me dispongo, cansado, a meterme en la cama y ¡por fin! abrir el sobre. El libro, de portada poco grata con prócer ovetense fin de siglo XIX, habla de utopías; con él,  una carta de Benjamín, claro. Querido Solo, llevo 22 años deseando escribir esta carta… y hace una recapitulación en el tiempo de lo que fue un inicio de amistad, que quedó truncada. Hoy Benja es padre de familia, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Oviedo. Era muy buen chico, sigue siéndolo 22 años después. Releo la carta por aquello de los matices. La muerte del dominico Juan Fernández Tresguerres, del que Benja era amigo, le lleva a escribirme esta carta serena, entonando un mea culpa de olvido del que yo no he sido consciente en estos años, pero sí doy fe de que alguna vez, Benja había venido a mi memoria.

      Con la luz encendida, la almohada doblada, el calor sofocante, los brazos sobre mi cabeza, tumbado boca arriba, con el libro y la carta entre las sábanas, recapitulo el día y los años pasados, los años sacerdotales, los años dominicanos… ¡tantas gentes, tantos rostros, tantas vivencias, tantas dolencias, tant…!

 
  

      Apago la luz. Todo está bien así. Rezo un Padrenuestro, la Salve y el O Spem miram dominicanos; como todos los días. Una forma de unirme a los 800 años de historia familiar.
      Me coloco la cepap para dormir mejor y pienso que ser sacerdote, o al menos el sacerdocio que me dieron para administrar, es como mi cepap: ayudar a respirar a otros. En muchos casos, creo haberlo conseguido.

                                                  

2

Jueves, 1 septiembre 2011

      1 de septiembre, con sabor a último día de las vacaciones.
      Repaso los 30 días anteriores y la palabra descanso, un año más, no entra en mi diccionario. Cierto que no han sido muy intensos y agotadores, pero no he podido vivirlos como a mí me hubiera gustado y necesitado.
      - ¿Y cómo te gustaría? me pregunta una de las 13 visitas de amigos que han venido a visitarme.
      - Pues mira, le digo, si me quisieras no ya bien, que sé que me quieres, sino si me quisieras mejor, no hubieras venido a visitarme, aunque te agradezco tu visita breve. Sé que os cuesta entender que lo que más me gusta es estar solo. Para mí, descansar no es otra cosa que estar solo, no pensar en nada o al menos en nada útil para hacer, en no dar conversación a nadie, en no entretener a nadie, en no dar explicaciones a nadie. Pareciera que soy individualista, pero no; sí bastante independiente -¿peculiar podría ser la palabra?- en mi trato con situaciones y personas, con una cierta propensión a no darme del todo e ir dosificando la entrega, el compromiso con la palabra dada. Aparezco como si fuese muy espontáneo, pero no es verdad. Sincero, sí. Sé que no me creéis cuando os digo que, a pesar de ser fraile (o por ello), tengo espíritu de monje.
      - ¡Bah, ya será menos! Tú no aguantarías…
      - No ves… no me crees. Para qué esforzarme en convencerte de lo contrario. Lo que tú digas… Por dónde íbamos, ¡ah sí!
      - ¿Qué has hecho este verano, qué has leído…?
      Así seguimos nuestra conversación de visita estival que terminará por la tarde, cuando se vaya.
      Siempre he dicho que las vacaciones deberían ser de mes y medio; tiempo suficiente para tener ganas de volver a la rutina de los días, e incluso con apetencia de volver a ver a algunos con los que trabajas o vives. Treinta días saben a poco.

      Han sido días intensos estos de agosto. No sólo por las visitas, sino por la cantidad de eucaristías celebradas. Las sumo y me dan 67. ¡Sin estipendio, (y cuando digo esto es porque cuando salía de celebrar la eucaristía, me topé con un primo, positivista y torvo, que cuando le dije: “Voy con prisa; a las 8,30 tengo otra misa y es ya la nº 14 este fin de semana”, él me respondió: “¡Menuda pasta estarás ganando… ¿eh?!” ¡Cómo nos ven ¡Una pena!, pero convencerles de lo contrario es inútil. Y para más inri, cuando intenté salir de aquella de la pradera, rodeado de coches, cuesta arriba y con cientos de personas mirando y diciéndome alguno cómo tenía que girar, dejé el embrague herido de muerte; en otro pueblo, era tan estrecho para poder dar vuelta que golpeé la parte de atrás del coche. Falta de pericia mía. Todo lo considero ganancia ¿o es pérdida? por aquel que me conforta…, que decía S. Pablo; en fin…gajes del oficio.
      Sí, he podido leer algo, poco; he escrito algo, poco; he tomado 14 días de baños termales, que por la edad ya me tocan cada años…; he ido al médico para los análisis de rigor; he arreglado asuntos familiares; he conocido a algunas personas interesantes, no sé si interesadas, de momento parece que no; he ejercitado la paciencia y la escucha, pero no he confesado a nadie, sin que por ello haya dejado de atender y escuchar su interior dolorido. No por eso me siento menos sacerdote. ¡Necesitan tanto desahogarse, ser escuchados sin recriminación alguna! No solo ellos, todos necesitamos de que alguien esté ahí… para la palabra “perdón” dicha de múltiples formas.
      Los últimos días los estoy pasando de “retiro”. 5 días. Todos los años, la Provincia organiza unos días de Ejercicios; suelo incorporarme. Este año somos 40 frailes y alguna hermana. De todas las edades, de diversos lugares, alguno ha estado trabajando, misionando –nada como en España, país de misión (título de un libro de hace 40 años, ¡qué cosas!) – en Japón, Chile, Brasil, México, Perú, Rep. Dominicana. Varios son jóvenes, el resto ya tenemos juventud acumulada.
      Volver a participar en un coro numeroso, cantando sin prisa añejas melodías dominicanas, entonando salmos con nuevas melodías, con hábito ¡claro!, tiene un encanto especial que va más allá de lo puramente estético, armónico y religioso. Da un sentido de unidad histórica y suprapersonal, que le hace a uno sentirse parte viva de un cuerpo familiar más amplio en la que no deja de haber disensiones, individualidades y maneras de ser (cultivados por un similar estilo de libertad personal e institucional), pero a los que nos une un similar ideal de predicación evangélica, que después cada uno concreta como mejor puede y sabe.
      Y está la convivencia positiva, el reencuentro con muchos con los que hace años no te veías, conoces a otros nuevos y más jóvenes, a frailes de los que has oído hablar o han oído de ti. Los hay teólogos, pastoralistas, educadores, escritores, filósofos. Nadie hace alarde de nada. Todos sabemos de nuestros logros y de nuestras deficiencias institucionales-convivenciales. Y por encima de todos, como un halo salvador, el humor fino, inteligente, agudo y respetuoso.
           Están las charlas de reflexión, dos al día y unos largos espacios para el silencio, la lectura, el paseo y los tres encuentros de oración nada pesados, nada. No hay prisa, como decía.
      Este año –todos los años son conferenciantes bien elegidos que tienen algo, mucho, que decir– tenemos la suerte de contar con nuestro joven hermano de 83 años, Gustavo Gutiérrez. En la Orden contamos siempre desde el año de la entrada, aunque se sea el más viejo en edad. Y el más joven, el último que ha tomado el hábito es Gustavo.

  

      Su enfoque es bíblico, apenas hace comentario alguno extra-bíblico o eclesial. No se anda por ninguna rama, salvo alguna anécdota de humor, algún adorno de su experiencia pastoral-sacerdotal de antaño, alguna cita de teólogos (la mayoría de teólogos dominicos y de algún jesuita) o literatos europeos o latinos americanos. Conoce bien a Albert Camus, por el tema del inexplicable sufrimiento, sobre todo del sufrimiento de los pobres, que le es más querido; por esa “pobreza oculta” en las personas, más lacerante aún que la de los bienes materiales en la mayoría de los casos y de la que hablan los documentos de Aparecida. Todo contado con una sencillez entrañable sin pizca de pedantería teológica, ni referencias ácidas de ningún tipo. No se sale apenas de la Biblia. Destila humanidad, y, por tanto, espiritualidad bien acendrada.
      Dice Hermann Hesse que «cuando alguien quiere hacer su autorretrato, da lo mismo que exponga su filosofía de la vida o que cuente una anécdota». La mayoría de las anécdotas suelen reflejar la filosofía de la vida, y en el caso de Gustavo, su teología de la vida. Hoy nos ha contado que él estuvo en su infancia 5 años en silla de ruedas. Eso le posibilitó leer mucho, lo propio de la edad: Julio Verne y otros muchos. Su padre, aunque pobre, tenía una bastante buena biblioteca. Leyó los Pensamientos de Pascal, que le han marcado toda su vida. Sobre todo uno que le ha acompañado en su trabajo como teólogo, viendo determinadas actitudes eclesiales empecinadas en “tener la verdad”: «El abuso de la verdad es peor que la mentira». La mentira suele tener las patas muy cortas; esto lo digo yo y lo sabe cualquiera.
      Es una suerte, una gracia, haberle podido conocer (ya le había saludado hace unos años y leído más, aunque no todo). La presencia, la palabra y el testimonio vivo de un hombre bueno, creyente a carta cabal, sacerdote con una fina sensibilidad, teólogo de la sensatez, cargado de humanidad, dominico en la hora undécima, le hace a uno sentirse bien.
      Hago una pausa. A la 13,30, oración mariana. Estoy seguro de que será, como siempre entre nosotros, sin edulcoramiento de ningún tipo, con la austeridad bíblica con que de ella se habla en la Biblia: más silencio que palabra(s). Solemos tratarla con el respeto y cariño que supone el haber sido portadora y cuidadora de la Palabra. Ella no deja de ser el reflejo de nuestras madres. Y de nuestras madres hablamos poco, lo justo.
      A la noche, eucaristía con celebración penitencial. Si las gentes nos vieran, no darían crédito. Seguro que se les caerían muchos palos del sombrajo, que suele decirse ahora mucho. Piensan muchos que somos una pandilla de desalmados, incrédulos y egoístas, que lo único que buscan es vivir ¿bien? Si nos conocieran de cerca… descubrirían no solo nuestra humanidad tan maltrecha como la suya, sino también nuestras ansias de superación, de mejora y servicio desinteresado más allá de ese “ajustarse a los intereses de este mundo” en el que la mayoría suele vivir, sin que por ellos dejen de ser buena gente, (un poco boluda, pero buena gente, decía Facundo Cabral) a la que Dios amó primero.
      Me dice Oscar, dominico ya no tan joven, secretario del provincial, que comenzó a leer Sijor, el cómplice, en el avión, yendo a Jerusalén, que la terminó allí. Se imaginó más cosas in situ, y que la disfrutó más. Compensa oír eso después de muchas tardes de invierno escribiéndola. Y que lo diga un dominico, compensa aún más. Más dominicos me lo han dicho también; el primero en llamarme para darme su opinión y felicitarme por esa “nubola” fue el que fuera mi maestro de novicios, con el que en su momento tuve no pocas discrepancias. No somos los dominicos fáciles de entusiasmar.
      Un alumno que lo fue, abogado él, no ya tan joven, allá en Asturias, me decía: “Supongo que conoces al dedillo los paisajes y lugares que describes, irías tomando nota de todo cuando los visitaste”. Reí. ¡Nunca he ido a esa llamada Tierra Santa, nunca! A Grecia sí, pero hace tanto… Para eso uno lee, ve fotos, arte, imagina, recrea. A ver si los derechos de autor me dan para hacer ese viaje, no ya iniciático, sino “terminático”. Antes de partir definitivamente… poder visitar lo que imaginé. No estaría mal. Hablaré con mis amigos de la editorial. ¡Son tan difíciles de convencer…!

     

  

     

      Días estos en que también uno se retira del teléfono móvil. Se apaga y ya está. Viene bien descansar. Pero a la noche es imposible no abrirlo, no por ansiedad personal, sino por deferencia al otro que ha estado buscándote. Justo al caer la tarde, una llamada de Chile ¡tan lejos! Otra de un dominico que me cuenta como, después de mi ida del santuario, ha quedado un poco solitario todo, también él, y me cuenta que ha recibido un expediente matrimonial en el que el chico que quiere casarse se llama Pedro Panparacuatro. Lo que no sé me ocurrió preguntarle –lo haré– si ese pan se escribe con n o con m. Reímos y comentamos los últimos chascarrillos.
      Alguna llamada me tocaba hacer a mí y llamé a Emilio, dominico de mi tierra, nacido a 11 km. de mi casa, 51 años y que está en Japón. Nunca nos hemos visto, aunque de oídas teníamos noticias mutuas. Al pertenecer a distinta Provincia… y al irse tan lejos ¡quién le mandaría! Hizo bien. Me cuenta que está en el sur del Japón, que ha venido con 300 jóvenes japoneses, no todos cristianos, a hacer el camino de Santiago, que allí tiene mucho predicamento, y a la Jornada Mundial de la Juventud. ¡El doble de jóvenes cántabros que han asistido! El 0,5% es católico en Japón. Su concepto religioso es muy diferente. No tienen sentido del pecado, sino de haber fallado en algún instante a alguien, a un grupo, que tiene más que ver con un hondo sentido ético que con una actitud religioso-moral. No cabe en ellos el sentido de “redención”, aunque sí de salvación espiritual, de sentirse bien consigo mismo y con los demás. Parece que hay en ellos solo un sentimiento de vergüenza comunitaria; cuando algo les avergüenza, piden perdón al grupo, porque la referencia de faltas o errores es al grupo, aunque también a la persona concreta ofendida, pero con otro sentido al que nosotros tenemos. El respeto, la educación, la ética más digna y responsable en las relaciones es lo que les mueve a ese sentimiento de vergüenza, que no culpabilidad. Y me sigue contando que hay dos vicariatos dominicanos en Japón: uno de la provincia del Rosario (españoles), ya con 4 dominicos japoneses (dos están estudiando en París) y otro vicariato de los dominicos de Canadá, que tienen 8 japoneses. ¡Qué bien, hay esperanza! La esperanza siempre camina lentamente. Hablamos y nos lamentamos (sin lloro alguno) de la dureza cristiana      –¡y no digamos vocacional! – de nuestra tierra cántabra. Somos los dos últimos dominicos cántabros en más de 30 años, a pesar de las tres comunidades de estilos distintos allí existentes.
      En días pasados, hemos comentado esto con los dominicos que allí trabajan. Son los primeros preocupados, que se analizan y cuestionan, pero no por ello se desaniman.      Habrá que esperar. Más debe dolerle a los escolapios (seguro que se alegran,      y sé que se alegran, al ver que su educación no fue baldía) ya que tanto Emilio como yo estudiamos en su colegio… A ellos les estamos agradecidos.

      Alguno dirá:
      - Todo esto que nos cuentas no está mal, pero… qué interés puede tener…Hay muchos sacerdotes que hacen cosas magníficas y no lo pregonan.
      - Pues sí, tienes razón, pero como estoy de vacaciones y no dejo de ser sacerdote y no me ocurren cosas sacerdotales extra-ordinarias… te cuento qué hago, de qué habló, con quién hablo, cómo me canso… o más bien cómo no descanso. Además, yo no quería…, pero como me lo pidieron… Y suelo ser bastante obediente, es decir, aunque no oigo muy bien, escucho magníficamente. Y por lo general, suelo hacer caso. Aunque sí oigo y escucho cada cosa…que más vale hacer oídos sordos. Nos pasa a la mayoría.

     

  

     

      Días estos de retiro, de distancia, que no de lejanía, necesarios cada cierto tiempo. Y escuchar a otros más sabios, dedicar más tiempo a la reflexión, a la lectura pausada e inútil, con esa inutilidad tan útil que no precisa de dar una respuesta a cosas inmediatas, pero que sí darán, me darán, respuestas o ayudas más adelante. Aquí si descanso…
      Por eso decía al inicio que una de las cosas que más me descansan es mantener una cierta distancia de las gentes, un poder mirar con cierta perspectiva para que no se me empaste y ofusque la visión ni el corazón. Aunque no resulte creíble, tengo vocación de anonimato. Después sé que en la vida diaria no aparezco como tal, pero yo, que me conozco bastante bien… sé lo que soy, busco y tengo. Busco, por tanto, cada día, pero sobre todo los fines de semana, mantenerme en el ocultamiento, sin apenas salir de casa, encerrarme cuanto pueda (no siempre me dejan), cultivar ese cierto espíritu de monje en la ciudad. Por eso muchas veces “no estoy” estando.
      Y aunque cueste creerlo hay fines de semana que me los paso encerrado en casa. Estar de viernes por la tarde a lunes sin hablar con nadie, tiene su encanto. Dedicar esos días a leer lo que me apetezca, escribir algo, dormir, aprender a no hacer nada… me resulta de lo más saludable. ¡Son tan pocos fines de semana los que puedo hacer eso…!

      Y ya está la voz en off: ¡Ah, ¿pero no dices misa?!
      ¡Decir misa, como si la misa se dijese! Suelo decir que yo no digo nunca misa, solo celebro la eucaristía. Y tal celebración puede tomar los visos que se quiera y que ahora no te voy a contar. Sí, tranquilo, celebro la eucaristía. Y medito. Y oro. Y duermo, que la mayoría de las veces es la mejor oración; al menos no molesto a nadie. Después está el contrapunto de muchos fines de semana de agitación pastoral, en los que no dejo de preguntarme qué quedará de todo ello; y me abastezco de la energía acumulada durante esos otros fines de semana vividos en solitario, pero no por ello menos solidario.

     

  

     

      Por eso procuro exprimir cuanto puedo los ratos en soledad. Son los que me ayudan a dar sentido a los muchos tiempos de comensalidad, convivencialidad, conversaciones inacabables, charlas, viajes, encuentros, conferencias, celebraciones; todo ello vivido y experimentado “como si” me fuese la vida en ello. Y la verdad es que no. Intento compaginar esa acción inevitable con esa contemplación imprescindible. No te lo niego, siempre que puedo, me retiro.      “No huye el que se retira”, decía Don Quijote, y hay que ser un poco quijote religiosa y sacerdotalmente para no caer en el sanchopanzismo. Pero cuando estoy en medio de la refriega de la vida, estoy como el que más, ni se me notan las ganas de irme. Es lo que posibilita el haber entendido algo del espíritu dominicano: de puertas adentro está “tu celda” (con todo lo que ella significa y simboliza), de puertas afuera, uno más entre los demás. No siempre se consigue el equilibrio, pero en ese proyecto estoy mientras voy recorriendo el trayecto que se me ha asignado.
      Siempre me gustó esas a modo de recomendaciones de Pablo a los Colosenses: «Portaos prudentemente con los de fuera, aprovechando bien las ocasiones propicias. Que vuestra conversación sea siempre amena, sazonada con sal, sabiendo responder a cada cual como conviene» (Col, 4, 5-6). No suelo sacar el tema religioso a colación, no sea que el “a tiempo y a destiempo” paulino, se convierta en un destiempo desafortunado y destemplado. Eso sí, aprovecho la ocasión cuando hay oportunidad de testificar, aclarar, opinar. Suelo saber “dar razón de mi esperanza” y cuando no sé hacerlo, digo “no sé, de esto no tengo ni idea”; y son muchas las cosas de las que no sé nada ni sé qué responder. A veces ¡estoy tan de acuerdo con ellos en sus juicios y valoraciones de lo eclesial-religioso!
      A los de fuera, también a los de casa, por ser extranjeros y haber experimentado lo que es estar “fuera, en muchos lugares” y saber lo que es sentirse extranjero, nunca extraño, los atiendo de maravilla. Uno de mis pecados es ser patológicamente amable. Es una patología de difícil curación a mi edad, aunque no me ha ido mal del todo. Procuro contagiarla.      Al ser buen conversador, lleno de anécdotas, siempre resulto ameno, ingenioso y con un toque de actualidad cultural o de cualquier tipo (de fútbol no sé nada, solo pregunto); con suficiente humor y de charleta muy sazonada con ingenio y alegría; intentando responder cuando sé hacerlo y escuchando sobre todo sus cuitas, preocupaciones, dichas y desdichas. No me va mal, ni amigable ni sacerdotalmente hablando. Eso sí, tengo que aguantar muchas cenas, demasiadas, así me va. Tengo mi penitencia, no creas.
      Quizás por eso mi sentido pastoral da a luz (produce) cierta expectación y gusto, saliéndose en apariencia de los cauces más institucionales. Verás que soy un pelín pedante, pero para qué voy a decir lo contrario si ello sería mentir o una falsa humildad más increíble todavía. Los que me conocen saben que no hiperbolizo. Una suerte haber heredado determinadas aptitudes y haber sabido cultivar después otras no menos determinantes actitudes.

  

      Estando como estoy en vacaciones, y haciendo, recibiendo, ejercicios espirituales, leo algo que se encuentra en los escritos póstumos aún inéditos de Hermann Hesse (este verano he vuelto a él por imperativo de responsabilidad y fidelidad): «Los ejercicios espirituales, las meditaciones, llevan en etapas progresivas a la meta del conocimiento. Este se funda en el desenmascaramiento del yo como una ilusión; luego, en lugar de la conciencia del yo aparece la conciencia total, y el alma liberada pasa de la individualización y el extravío al Todo».

          En ello estoy. Maestros ha habido y hay entre los míos. Seguiré aprendiendo. ¿Acaso no se trata de dejar nacer y crecer en cada momento “al hombre interior” del que hablaba Pablo a los Efesios, siendo así capaces de autonomía espiritual y de una mayor vivencia y sentido de fraternidad con todos, sin distinciones de tendencias, inclinaciones, gustos, culturas, razas o religiones? Hay que dejar que le envuelva a uno el sentimiento de Humanidad del que hablaba Kant, de lo contrario vana sería mi apuesta cristiana-religioso-sacerdotal.

José Antonio Solórzano

Dibujos: José María de la Torre
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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI