Descubrir lo natural en lo sobrenatural
   
   
 

   Cuando en 1962 Herder Roma publicó la edición italiana de  Por qué me hice sacerdote, aunque en la encuesta original figuraban 7 italianos (cardenal Lercaro, Maurizio Flick, Raimondo Spiazzi, Carmelo Panebianco, cardenal Siri, Antonio Piolanti, Riccardo Lombardi), el traductor Luigi Castiglioni se tomó la libertad de suprimir a 1 francés abbé Pierre y a nueve españoles (Federico Sopeña, Félix García, Lamberto de Echeverría, Alfredo Rubio de Castarlenas, Emilio Sauras, José María Javierre, Ángel Sagarmínaga, Pascual Dodero, Casimiro Morcillo) y añadió 7 italianos más (Raniero Sciamannini, Nazareno Fabbretti, Carlo Cremona, Giovani Barra, Padre Mariano, Ernesto Balducci, Filippo Gallesio) y 2 no italianos (Thomas Merton y Fulton J. Sheen).
   Supongo que lo hizo para italianizar más la edición romana, y que eliminaría las diez respuestas para disponer de espacio. Pero me pareció mal. Y lo lamenté por los lectores de habla italiana que se perdieron respuestas de antología.
   En junio de 2011 encontré un ejemplar italiano con subrayados en rojo de mi hermano a todas las respuestas italianas.
   Leí por primera vez la respuesta de Ernesto Balducci. Y lamenté haber tardado casi cincuenta años en dar con ella.

     Ernesto Balducci. * Santa Fiora (6.8.1922). Escolapio, sacerdote (1944). En 1950 funda «Cenacolo»  (asociación que unía la asistencia de tipo caritativo con una gran atención a los problemas políticos y sociales, así como a los temas teológicos y espirituales). En 1956 funda la revista «Testimonianze» (afín  a la espiritualidad de los Hermanitos de Charles de Foucauld). Cesena (25.4.1992). «Una de las personalidades de mayor relieve en la cultura del mundo católico en tiempos del Concilio Vaticano II».

JSV

   Si tuviese que decir en qué momento de la vida me vino la idea de hacerme sacerdote no sabría qué contestar, ni sabría contar los hechos y los encuentros que maduraron mi vocación. Aparentemente nada de carismático; el don milagroso se fue condensando en mí a través de una especie de suma de indiscernibles, que diría Leibniz.
   Y sin embargo, mirando hacia atrás, no me resulta difícil dar una respuesta capaz de iluminar la sorprendente lógica de Dios, que escribió su voluntad a lo largo de mi vida, empujándome más allá de mí mismo cuando yo creía avanzar por cuenta propia.
   Si cuento lo que voy a decir lo hago solamente para ofrecer al lector un ejemplo de cómo se debe descubrir lo extraordinario en lo ordinario, lo sobrenatural en lo natural.

               Con frecuencia me pregunto
               qué habría llegado a ser
               si hubiese nacido en una ruidosa y luminosa ciudad,
               en una tranquila familia burguesa.
               Pero nací en el silencio de un pueblo medieval,
               en la ladera de un volcán apagado
               y en un ambiente donde era difícil
               distinguir la frontera entre la realidad y la ficción.

   Los componentes fundamentales de mi infancia fueron, tratando ya de ser objetivo, una gran necesidad de aventura noble y generosa, un obstinado deseo de saber y, en el fondo, como principio de aspiración -heredado seguramente de mi familia-, el sentido del don de sí mismo como supremo valor de la vida.
   Mi instrucción religiosa apenas alcanzaba a ofrecerme una idea vaga de Cristo; entre Él y yo había una valla de supersticiones e ignorancias. Ciertamente, la vida de mi familia estaba impregnada de espíritu cristiano, pero reducido a una constante evocación de la Providencia (con la que mi madre, según decía, tenía especiales relaciones de familiaridad) y a una generosidad radical –como ya he indicado– hecha costumbre inconsciente, especialmente en mi padre.
   Vivía en un pueblo de montaña, de costumbres tradicionales, donde el único camino abierto al mundo deseable… era soñar. Ahora sé que aquella corta clausura fue como un frasco de alabastro que habría de romperse sólo más tarde, de modo que el perfume se esparciese, al menos para mi alegría.
   No fui yo quien escogió la orden religiosa en la que soy sacerdote. Esta es la decepcionante realidad. Otros escogieron por mí. Pero cuando, aquel mediodía de noviembre de 1934 [tenía 12 años], al volver del taller donde trabajaba como aprendiz de mecánico (mis sueños los había relegado a un rincón del alma: sin saber que había preparado con mucha anticipación mi ajuar, como hacían las intrépidas muchachas del campo), me dijeron que -si quería- a la semana siguiente podía entrar en un seminario, mi alegría estalló clamorosa. Era una alegría sin motivos precisos; los motivos, humanos y sobrenaturales, estaban recogidos en un solo haz. Los iría abriendo sucesivamente, uno tras otro, con paciencia, sin que me viniese nunca la duda de haberme equivocado.
   Así fue como Dios se hizo conmigo, desde el primer día, cuando subí por primera vez en un tren en compañía de mi madre y luego me separé de ella –yo, tan sentimental, que lloraba por cualquier cosa-, sin una lágrima, como si hubiese llegado en realidad a casa.
   Día tras día, el sacerdocio se me fue revelando; y yo, con la opción ya tomada, he hecho otras elecciones, cada vez más libres y conscientes, pero todas contenidas, sin dramatismo, en la línea de la fidelidad.

               Crecí envuelto en un silencio que me daba miedo y
               me acostumbraba al contacto con el misterio.
               ¿Fue una gracia?
               ¿Ha sido una circunstancia casual
               que condicionó mi libertad para siempre?

   Las ideas nos guían incluso antes de que lleguen a ser conscientes: son como los arquetipos de Jung que, si no se siguen, nos convierten en personas anormales e inquietas.
   Me iba apasionando por Cristo; cuando surgía en mí un ideal, ya lo encontraba en él. Para mí la experiencia cultural nunca fue un lujo, sino una necesidad del alma, y todavía siento que me avergonzaría de ser un intelectual. La única forma de existencia que me obliga a traducir la cultura en vida, el monólogo de la inteligencia en diálogo de las conciencias, es la del sacerdote.
   Tan pronto fui sacerdote sentí que alcanzaba la plenitud, como cuando uno se casa con una mujer y lo hace por amor.
   Puedo decir, pues, sin forzar la verdad de las cosas, que la idea del sacerdocio me ha guiado constantemente, incluso antes de que penetrase clara en mi conciencia, y que nunca he pensado en traicionarla, ni siquiera en ciertos momentos dramáticos de mi preparación, cuando la lógica de las cosas parecía legitimar un cambio de camino.
   Y ahora soy capaz de explicarme a mí mismo por qué me hice sacerdote. Es Dios quien lo ha querido, y lo ha querido con una voluntad preveniente, interior a la mía, tanto que al final he tenido la completa impresión de haberlo querido yo. He aquí por qué siento el sacerdocio, más que como renuncia, como plenitud, incluso humana.
   Desde joven he admirado con pasión a Lacordaire (1802-1861), quizá por aquel don de cálida e inquieta humanidad que ponía él en todas sus batallas ascéticas y apostólicas.
   Hablando de sí mismo como sacerdote dijo: «Cada alma ganada y purificada es un motivo de fiesta en el cielo; consiguientemente, quien ha sido para ella su Cristo particular, recibe una parte de aquella fiesta en su corazón. Yo también tengo una posteridad. Que sale de mis labios, con la palabra de Dios». 
   Aquella «fiesta» y esta «posteridad» son mi plenitud, son los dos porqué más profundos de mi sacerdocio.

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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio.
- PABLO VI