Beato Juan Pablo II

 
     Bruno Forte (* 1949), uno de los teólogos italianos más respetados y creativos,  arzobispo de Chieti-Vasto desde 2004, pocas semanas después de predicar los Ejercicios en el Vaticano ante Juan Pablo II, que tituló: «Siguiéndote a Ti, luz de la vida», a los ocho días de la beatificación de Juan Pablo II publicó este artículo en “Il Sole 24 ore”.
JSV

 

     

     ¿Cómo es que una inmensa multitud, procedente de toda la Tierra, quiso asistir el 1 de mayo en Roma a la beatificación de Juan Pablo II? ¿Por qué tantas personas, en todo el mundo, siguieron por televisión o por internet este acontecimiento, con una sincera y emocionada actitud de participación?

     Una primera respuesta podemos encontrarla en las palabras finales de la homilía de Benedicto XVI aquel día: "Sigue sosteniendo desde el cielo la fe del Pueblo de Dios. ¡Cuántas veces nos has bendecido en esta plaza! Hoy te pedimos: Santo Padre, bendícenos". Que era como un eco de lo que el cardenal Ratzinger había dicho en las solemnes exequias de Juan Pablo II: "Estamos seguros de que nuestro querido papa está ahora ante la ventana de la casa del Padre, nos observa y nos bendice". Palabras que llegaron al corazón de todos, porque expresaban de modo sencillo y profundo la necesidad de sentir aún la cercanía del gran papa en nuestro camino, en nuestra esperanza y en nuestras lágrimas. Juan Pablo II entró hasta dentro del corazón de todos como uno de casa, un padre, un hermano, un amigo; y esto lo logró sobre todo por su inmensa humanidad.

     Humanidad que quiero recordar con esta pequeña anécdota personal. Tuve la gran suerte de predicarle los últimos Ejercicios que hizo. Del 29 de febrero al 4 de marzo de 2004. Una vez concluidos, después de la audiencia oficial, me invitó a comer. Fue para mí una hora llena de luz. Nunca olvidaré las ganas con que reía, mientras le leía algunas de las cartas que los niños de mi parroquia de entonces quisieron escribir al Papa aprovechando la oportunidad de que yo pasaría una semana con él:

     –He visto por televisión que estás un poco viejecito –escribía un niño–, pero te quiero mucho lo mismo, ¡porque te pareces a mi abuelo!
     –No nos conocemos
–decía otro–, pero si nos conocemos (el condicional no es lo fuerte de los niños) nos hacemos amigos en seguida, porque yo soy amigo de todos.

     Juan Pablo II se rió, como hace un padre, con una humanidad cálida y dulce. Totalmente inmerso en Dios, acertaba a ser completamente humano, prestando atención incluso a los aspectos más modestos y sencillos de la vida y, a la vez, capaz de llegar de inmediato y directamente al corazón de las personas con las que se reunía.

     Hay otra razón que trajo a muchas personas a la beatificación de Juan Pablo II, como a un hecho importante de la propia vida: si la garantía de su vecindad con Dios en el cielo y el recuerdo de su calurosa humanidad motivaron a muchos, estoy seguro de que la razón más profunda del influjo y de la presencia de Karol Wojtila, hoy como ayer, estaba en su profunda fe, en su total abandono en Dios.

     Rezar con él, estar a su lado cuando celebraba la eucaristía, fue para quien lo ha vivido todo un momento de luz, que no se podrá olvidar nunca: sentí la presencia del Señor, estaba como contagiado por un diálogo de amor verdadero, hecho de palabras, de silencios y de gemidos del alma. Lo sentí tan cercano al corazón de los hombres porque estaba metido en el Corazón de Dios. Comprendí que Cristo lo era todo para él: llamada, donación, promesa, ensueño, heredad, esperanza... Ese encuentro de tierra y cielo, ese pisar el umbral de una doble y única fidelidad –a Dios y al mundo- es lo que lo ha hecho grande: no era un hombre preocupado por buscar el aplauso. Si ha robado el corazón de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo es porque se esforzaba únicamente por agradar a Dios. No ha ido tras la "audiencia", no ha abandonado la verdad, aun cuando defenderla fuese doloroso, como en el momento de pedir perdón por las culpas cometidas en el pasado por los hijos de la Iglesia. Estaba convencido –y lo repetía apasionadamente- de que la verdad nos hace libres: palabras de Jesús en las que veía como en compendio lo que de mayor importancia tenía él que decir al mundo.

     A los miembros de la reducida Comisión a la que yo pertenecía para preparar el documento "Memoria y reconciliación", que había de acompañar a la solemne petición de perdón, nos dijo, despidiéndose: "¡Coraggio!, "¡Tenéis que ser una comisión valiente!". Con esa soberana libertad de corazón, fruto de la obediencia a la verdad, guió a la Iglesia y, en cierto modo a la humanidad entera: lo hizo desde la cátedra imprescindible de la fe y del amor, del querer siempre y solo el auténtico bien de los hombres, que nadie puede garantizar sino su Creador.

     Fue protagonista de cambios históricos, como llevado siempre por una mano invisible, abandonado a un amor fiel y eterno, capaz de guiar sus pasos y sus opciones, en medio de las tempestades de la historia, con la audacia del profeta y la confianza serena de un contemplativo.

     De nuevo, un modesto recuerdo puede decir más que muchas palabras: tuve ocasión de recordarle al papa a aquella mujer que le abrazó y lo besó en Yad-we-Salem -el Memorial del Holocausto, en Jerusalén- y que declaró a los periodistas que lo había hecho porque "ese hombre" le había salvado la vida cuando la Shoah. No dudé en decirle al Papa que esa escena me conmovió profundamente. Abrió los brazos hacia arriba y repuso: "Sí, lo recuerdo..., pero es la mujer quien lo ha contado", como excusándose de que aquella gestión suya de generosidad y valor –guardada en hondo de su corazón- hubiera sido hecho pública. Pensé que ese gesto no era más que la punta de un iceberg, la transparencia de un universo de caridad y de audacia que tejió la entera acción de Karol Wojtila, vivida siempre y totalmente en presencia del Eterno. De esta confianza en Dios es de lo que todos tenemos necesidad, hoy más que nunca.

     La multitud del domingo 1 de mayo de este año 2011 ha dado testimonio de ello con la elocuencia silenciosa de estar en Roma, de querer participar allí de todas todas.

 
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Buscar quién es uno, es buscar quién debe ser uno. Los santos nos muestran el camino. Cada uno de ellos es como una especie de guía, que debe enseñarnos a seguir nuestro propio camino, más que el suyo. Es éste el único medio de ser fieles a lo que ellos nos enseñan. Ninguna existencia puede ser recomenzada. Ninguna existencia es una existencia de imitación. El papel de los santos es mostrarnos lo que cada uno de nosotros puede hacer por sí mismo.- L. Lavelle