Angel Sagarmínaga

     Nunca puse en tela de juicio mi vocación sacerdotal. Esa siempre, de niño, de joven y de hombre, fue fundamental, indiscutiblemente en mi vida. Las dificultades (las tuve y de verdad) sólo contaban en mi vocación para superarlas a toda costa. Si mi director espiritual me hubiese dicho: «Hijo, debes abandonar la carrera por tal defecto, por tal inclinación irresistible», mi contestación hubiera sido: «Padre, eso no; vamos a desarraigar el defecto, vamos a tomar la dirección contraria a esa inclinación». Lo digo porque lo sentí y lo dije, cuando algunos compañeros míos se fueron a sus casas respectivas.
     La vocación para mí era intangible desde segundo de latín. Era una afirmación clarísima, inconmovible, que la había de defender yo con mi vida, viviéndola. Esto, claro, sin razonamiento alguno.

     Si me preguntaran qué dificultades se opusieron a mi sacerdocio (antes y después de ser sacerdote; que después también se «pierde» la vocación), contestaría fácil y cumplidamente. Comprendo que las confesiones públicas no siempre sirven para el bien. Pero a la pregunta «¿por qué me hice sacerdote?», sólo puedo responder con estas cuatro palabras: «Dios lo ha querido».
     Sé que no es eso lo que esperan de mí. Por eso he de señalar ciertos panoramas de mi vida.

 

Cosas de niño

     Hacia 1901, un hermano de una congregación no sacerdotal me ofreció un lugar en su postulantado. Ni el ideal que me iluminó para llamar mi atención, ni la «secularidad» de su Instituto, sincronizaron con mi espíritu. Seca y rotunda fue sin duda mi negativa, porque no repitió la propuesta.

     Un día, nuestro párroco hasta perdió la serenidad. Tan amigo de los niños, ¡hay que ver cómo nos riñó! A la cárcel íbamos todos si no nos corregíamos. Nosotros veíamos visiones. ¡Cosa más inocente! Enterrar un ratón con entierro de primera y funerales de lujo. Total eso. ¡Nada más! Jesús, ¡y cómo se puso!
     En la cuadra del sacristán teníamos una verdadera iglesia bastante... decente. Hasta con sus confesonarios y su pila bautismal y su púlpito, muy poco seguro, como la doctrina que en él se enseñaba. Los ornamentos sacerdotales dejaban bastante que desear. Pero las imaginaciones infantiles de nuestros feligreses los completaban y los recamaban de sedas y de oro.
     Jugué, pues, a altarcitos y a misas como tantos otros, pero más de verdad que muchos de ellos.

     Un día del año 1903 me llevó mi madre con gran complacencia mía (¡qué de cálculos y preocupaciones las de ella en el tablero de su pobreza!) al colegio «pre-sacerdotal» que los padres jesuitas dirigían en Durango. Examinado y aceptado por el padre Recalde, allí me quedé. Tan en mi centro estaba que, olvidado de mis enfermedades y convalecencias largas (me tuvieron bastante acoquinado durante buena parte de mi niñez), se libró por completo mi carácter para actuar en trastadas ingenuas, pero a veces peligrosas. No olvidemos que el colegio de los jesuitas no tenía internado. Mi afición al arte, especialmente a la música, tuvo ocasiones de desarrollarse con espontaneidad que satisfacía mi espíritu. En él entraba un oxígeno renovado por todos los poros.

     A pesar de mis travesuras, me nombraron presidente de la congregación mariana, de bastante vitalidad en el colegio. Este cargo sólo se ofrecía a los alumnos mejores, a los de intachable conducta. Sentí vergüenza y temor de perder mi libertad. Protesté con toda mi sinceridad, razonando mi protesta ante el director de la congregación. Hasta le dije que no tenía valor para llevar ante todo Durango, en las manifestaciones religiosas solemnes, la cinta blanca y ancha bordada en oro, propia del presidente. El director, impasible (lo era el padre Zabala, arratiano como yo), cerró mis protestas con esta frase: «Te nombré presidente para que te portes mejor».
     Me llegó al alma la observación. Y hoy, en el panorama de mi vocación, contemplo este detalle como uno de los más influyentes en la defensa, en el desarrollo, en la realización de ella.

 

Tres santos

     San José. Hice mi primera comunión con todos los niños de la catequesis escolar, sin las imbecilidades «teatrales» ridículas actuales en mi atuendo; pero con un ancho lazo blanco solemne en la manga izquierda de mi americana azul, factura hombre; que, por cierto, protegía en parte una pechera almidonada impecable, coronada por un cuello duro de «pajarita»... ¡Lo que me ha hecho sufrir el almidón en mi vida!
     El lazo estaba bordado. En oro, con lentejuelas brillantes; y... en cariño familiar reventando ideales, esperanzas, oración, anhelos, recuerdos, temores...
     Pues bien: se celebró el acto de mi (no, sino de nuestra) primera comunión. Se guardó el lazo, mimosamente, en su caja almohadilla de papeles de seda.
     Un día, sencillamente, solemnemente, a media tarde, lo até yo mismo, ayudado por mi madre y mi hermana (toda la familia) en rito verdadero de intimidad familiar, a la vara simbólica del patriarca san José. Y allí lo lució el buenazo del santo años y años...
     Para mí, que san José temió bastante de mi sensibilidad y de mi imaginación. Como las madres a sus hijos traviesos, me llamó cerquita de él y se constituyó en protector de mi vocación sacerdotal. ¡Vaya hijo que se echó el pobre! Cuánto más quehacer le di yo que su otro Hijo, mi hermano, Cristo. Aunque también Éste zarandeó bastante el corazón paternal del santo Patriarca. ¡Ay, los dolores! ¡Y los gozos!
     Algunos juzgarán quizá poco razonable esta razón mía para meter a san José en asuntos de mi vocación. Más si pertenecen a los que se dedican a la «razón razón», que es la razón pura. Pero, gracias a Dios, la razón nunca es lo más razonable, ni siquiera en lo puramente humano. Y por otra parte, la razón vista, leída, elaborada, puede apreciarse de modo distinto y hasta contrario que la razón vivida. Y como yo la he vivido, muchos y largos años, a la pregunta ¿por qué me hice sacerdote? he de responder por verdad, por honradez y por gratitud que san José tiene un tanto, y muy grande, de culpa en ello.

     San Luis Gonzaga. No sé cómo ni cuándo llegó a mi familia la devoción a san Luis Gonzaga. Había, sí, algún jesuita en mi familia, y de valer, por cierto, pero lejano en el mapa de los parentescos y de poco trato con nosotros, a juzgar por lo que yo vi. Sin embargo, tuve esa devoción muy arraigada y que surgió en mi espíritu antes aún del uso de mi razón. ¡Quién sabe si tomó ello cuerpo a impulsos de esa necesidad! Por lo menos, en mis recuerdos infantiles aparece del brazo de mis enfermedades y envuelta en una voz dulce y animosa, la de mi madre: «Anda, hijo, acuérdate de san Luis: encomiéndate a él y verás cómo te cuesta menos». A todos los frascos y cajitas de medicina colocaba mi imaginación la imagen de san Luis, con su sotana y su roquete con su cruz, con su compostura angelical...
     La «cosa» tuvo una expresión cariñosa y solemne. Mi hermana, niña aún, pero rápida, decidida, alegre y con una fuerza de asimilación extraordinaria, me regaló un cuadro de san Luis Gonzaga, a todo color, hecho por ella (alguien le llevaría la mano) en cañamazo, según costumbre de entonces en el magisterio español. ¡Cuántas veces lo miré! Y ¡con qué confianza! La dedicatoria que llevaba me llegó al alma.
     Más tarde, me regalaron la vida de san Luis Gonzaga escrita por el padre Cepari, lujosa edición y encuadernación rica. Tan acendrada y fervorosa consideraban todos mi devoción a san Luis, que les parecía el mejor regalo, algo que me recordara su memoria. Más aún: no pocos se creyeron que este pobre hombre entraría en la Compañía de Jesús.
     Pues bien: he ahí otro, san Luis Gonzaga, que ha de ser llamado a prestar declaración en este proceso en que me han envuelto por el «delito» de ser sacerdote.

     San José de Cupertino. Nunca fui mal estudiante (las dos abuelas se murieron), gracias a Dios; pero quería mucho (y mucho le debía) a san José de Cupertino, patrono de los examinandos. ¡La de exámenes que me ha amañado! Creo que casi siempre fue él y no otro el que sacó las bolas y el que inspiró a los examinadores lo que me habían de preguntar. Sólo una vez tuve mala suerte en los exámenes. «Acordaos que también vos tuvisteis que presentaros ante este tribunal que tanto nos aterroriza», le rezábamos en la novena. Sus relaciones conmigo eran casi leyenda.
     Pero si traigo su recuerdo a este «proceso» de la razón de mi vocación, no es por los exámenes, que también tiene sus más y sus menos en ello, sino por algo más profundo.
     Con esta ocasión o necesidad estudiantil, conocí su vida, humilde en todo. Hasta en las dotes de su inteligencia que tan reñidas estaban con cualquier quehacer intelectual. Y conocí la treta que jugó la Virgen Santísima a los examinadores. Todo maravilloso, todo en ansias de sacerdotes en el corazón maternal de María. Pero, aquí viene lo bueno, señores. Ese hombre, sacerdote ya, fue el consejero de muchos obispos. Más todavía, ese hombre recibía la visita de los obispos que fueron nombrados para diócesis de la Alta Italia, que tantísimos problemas insolubles ofrecían a sus Pastores. Allí sonó muchas veces la palabra «imposible» y lo imposible se disolvió en los consejos que la sabiduría por todos reconocida de ese hombre daba a los obispos. Entonces me dije yo: «¿Qué es el sacerdocio?». Y devanándome los sesos sentí que se esponjaba mi corazón y mi espíritu para chupar con ansia, confianza y más confianza en el sacerdocio. Cuantísimo debo yo a este santazo. ¡Pido que se le llame a declarar aquí!

 

Los cuatro dones

     Cuatro dones agradezco especialmente a Dios respecto a mi vocación: mi madre, mis enfermedades, la pobreza de nuestro hogar y mi párroco.

     Mi madre fue eso: madre. Nunca «mamina». Si algún día la hubiera llamado yo «mamuchy», así, con y griega y todo, el bofetón que me diera me hubiese dado a entender que no era verdad, que me había equivocado.
     Tampoco fue «novia» mía. Jamás. Nadie se extrañe de mi ocurrencia, porque yo veo muchas madres, ¡muchas!, que han bajado a la categoría de novias de sus hijos y... ¡de sus hijas!, más aún que de sus hijos. «¡Que mi hija no sufra, que no se enfade, por Dios!». Eso se oye «hasta» en los locutorios o recibidores de los colegios. ¡Maternidad dulce, pero de caramelo! No es fácil que un «noviazgo» fomente una vocación sacerdotal. Al sacerdocio le va bien la sangre del espíritu, del yo, mejor aún que la del cuerpo, y... actuando.
     Al padre Recalde, en Durango, y al padre que nos recibió en Comillas, dijo mi madre con entereza que después tantas veces he admirado y comentado: «En manos de ustedes lo dejo. Hagan de él lo que crean conveniente para educarle. Si es preciso, siéntenle la mano, castíguenle; también para eso les doy mi voluntad».
     Era austera mi madre. Por carácter, por educación, por circunstancias, ¡por necesidad! La austeridad no es mal abono para que la vocación sacerdotal prenda en la tierra humana, se desarrolle y adquiera consistencia y firmeza apropiadas para estos tiempos. Era austera, pero con cariño intenso y profundo que nos llegaba a lo íntimo, no sólo de nuestro corazón, sino también de nuestra alma. Como que ella estaba amasada en sacrificios constantes.
     Fue madre integralmente, toda ella y en todos sus actos. Nada, ni sus hijos, se reservaba para sí. Alguien la llamó tonta. Como si el talento mayor de mi madre no estuviera en saber ser madre, en vivir su maternidad. Me da pena encontrarme con madres que se reservan sus hijos lo más que pueden para sí; madres que «necesitan» la gratitud, hecha sacrificio, de sus hijos. No caen en la cuenta de que «en eso» no son madres sino egoístas. Y el egoísmo, cuando entra en la maternidad y de ella se vale, la mata, la esteriliza. El castigo, siempre horrible, lo lleva dentro, en las entrañas.
     Aún recuerdo algunas manifestaciones de su verdadera «dirección espiritual». Siempre valiéndose de la vida pequeña diaria, de los contratiempos y del bienestar. Le gustaba mucho dar sentido sobrenatural a los acontecimientos. Especialmente a las penas y a la pobreza. Sobre todo cuando nos veía un tanto cansados y con ansias de gozar lo que otros gozaban y nosotros no. Muchos paseos nocturnos en primavera y en verano explicándonos el firmamento, el «caminito de Santiago» con incidencias de las antiguas peregrinaciones, confirmaban esta verdad. Su vida, los actos diversos de su vida, fueron lección constante de gratitud a Dios, de conformidad con su voluntad divina, de desprendimiento, de amor actuante al prójimo... todos los días su misa, muy temprano (a las cinco y media de la mañana). Muchas veces he pensado lo que hubo de costarle acostumbrarnos a la misma misa diaria. Pero lo consiguió, suavemente, y con gusto por nuestra parte. Aún me valgo yo de aquellas razones que mi madre diluía sabiamente en la conversación para moverme y mover a otros a madrugar. De ahí a monaguillo voluntario, de monaguillo a la preceptoría de Durango, de allí a Comillas, al sacerdocio...
     Mi vocación sacerdotal fue sostenida (¡con qué delicadezas!) por los consejos, por los ejemplos y por la maternidad de mi madre. La defendió con tres cercos: el de la humildad, el de la austeridad y el del amor maternal. A veces me arropaba en mantas tejidas de silencio, de comprensión. ¡Ay, los silencios de las madres!
     ¡Era difícil no ser sacerdote en el regazo de mi madre!

     Mis enfermedades, que fueron muchas, graves y seguidas. Cuentan las crónicas (puedo jurar que yo, protagonista de los hechos, no me acuerdo de ellos) que el día 1 de marzo del año 1890, a las siete de la mañana, mientras nevaba copiosamente, nací yo hecho una lástima.
     Nada extraño; mi padre murió tres meses antes, el 1 de diciembre del año anterior. ¡Buenas Navidades y buena salida y entrada de año para mi madre! Con esto y con que mi padre era excesivamente caritativo (un día, estando fuera mi madre, dio la limosna de todas las sábanas de la cómoda a una familia que por incendio se quedó sin casa y sin enseres), creo que basta al lector para caer en la cuenta de que la sangre y los nervios y la alimentación de mi madre no nadaban en la abundancia ni en utilidad para mirar por mí.
     A pesar de todo llegué a ser una monada, según las crónicas. Don Faustino, el médico, me llevó en su caballo de visita de enfermos y... volví a mi casa con «¡garrotillo!» —así se llamaba entonces la difteria—. Morían todos en aquella época. Murieron todos los de mi pueblo, ¡menos yo! Pero me quedé en cama muchos meses con los pies llagados. Mi madre y la criada (hoy superiora de una casa religiosa), me metieron los pies en agua hirviendo y con ceniza rusiente. ¡Qué disparate! Sí, así en teoría; pero empecé a suspirar, a respirar, los ojos abultados por la congestión se redujeron a su estado normal... «Mira, hijo, mira a san Luis...». Y me señalaba el cuadro del santo. He dicho que mi madre saltaba fácilmente al plano sobrenatural. Pero nunca sola. Me llevaba a mí en sus brazos, me enseñaba a saltar. ¡Qué entrenamientos tan íntimos entre los dos! ¿Para qué seguir si ya está dicho todo? Subir a lo sobrenatural cuando lo natural es tan desgraciado, es fácil, casi necesario. El sufrimiento aclara la visión del espíritu como las lágrimas limpian los ojos para ver con mayor claridad y en sus contornos las cosas y los acontecimientos que nos rodean.
     La consecuencia que sacará el lector de la eficacia que tuvieron estos saltos a lo sobrenatural en la vocación sacerdotal mía, es una espléndida realidad. Porque esto no fue unos pocos meses, sino años con la cola desagradable insistente de pies llagados, de vida sobrenatural práctica en cada una de las curas, antes y después que entraba el médico, cuando se recibían visitas que con tanta lástima me compadecían al ver mis pies en sangre... ¿Qué rapidez de reacciones la de mi madre en estos casos! Rapidez, oportunidad y acierto para colocarnos a todos, sobre todo a mí, en el plano sobrenatural. ¡Si era el único consuelo que podía ofrecerme! Y al consolarme tallaba al hombre para recibir el don del sacerdocio. ¡Benditas enfermedades que así me formaron!

 

     La pobreza de nuestro hogar, que fue pobreza, pero no miseria.
     La pobreza es necesaria a la vocación sacerdotal.
     Por mucho dinero que se tenga. El dinero fabrica corazones mezquinos, egoístas. Liberarse, redimirse de él, dominarlo, es muy difícil, punto menos que imposible.
     Después de comer, como tantos otros días, jugábamos los dos. Esta vez, cosa rara, a las damas. Mi madre hizo una jugada desgraciada. «¡Por Dios, ama, discurra!», exclamé yo. Rápida, como siempre, repuso ella: «Harto he discurrido para conseguir que el poco dinero cubriera tantas necesidades». ¡Era verdad! Y yo lo sabía desde niño. De mocito, muchas veces la acompañaba a sumar, dividir, a restar, a calcular; para sacar siempre el mismo producto: «No llega, no puede ser». «¡Tiene que ser!», afirmaba ella con humildad, pero con decisión. No me acuerdo de que se equivocara jamás.
     Mi madre fue maestra. Dios la amasó en «magisterio». Vocación con raíces en lo hondo de su espíritu; se entregó totalmente a la escuela de mi pueblo. Pero no se contentó con cumplir su deber «oficial»; fundó la Escuela Dominical y a petición de las madres, abrió una «academia» (hay que entrecomillar la palabra) para los mozos. Todo gratis. Sólo cobró un corto tiempo y por insistentes sugerencias. «El bien que se hace —nos decía— llega hasta el seno de Dios para volver a nosotros mejorado». La experiencia le enseñó, por lo visto, que sus problemas económicos, morales y espirituales, se solucionaban mejor con Dios que con las cuotas, con la «humanidad» que con las «exigencias».
     La labor de mi madre estaba evaluada oficialmente en 800 pesetas anuales. La vida, entonces, costaba menos, es verdad, mucho menos; pero las pesetas se perdían en los remolinos de los días, de las semanas, de los meses y de los años.
     Mis enfermedades, mi sobrealimentación en la larguísima convalecencia, los días contados de mar, de baños, necesarios para mí (en la primera tanda de baños se enderezaron mis pies), los viajes, las medicinas, la carrera mía y los estudios de mi hermana... ¿De dónde salía para todo eso y para mucho más? ¿De las 800 pesetas? No; sino del seno de Dios que transformaba los desvelos de mi madre por la formación de las niñas, de los mozos, de las mozas y... hasta de no pocas madres; los transformaba, repito, dentro del corazón del pueblo, en reconocimiento y gratitud, prácticas que satisfacían nuestras necesidades. El pueblo, bendecido y manejado por Dios, pagaba a mi madre, mucho más, y más puntualmente que el Magisterio oficial.
     Pero debo advertir que la pobreza influyó en mi vocación sacerdotal, no sólo excitando casi ineludiblemente la confianza en Dios, tan propia y necesaria en el sacerdote, sino también actuando en mí con su propia naturaleza; es decir, humillándome, arropándome con la austeridad para evitar probablemente catarros o pulmonías seguras. Muchas veces he agradecido a Dios nuestra pobreza. Más de mayor que de joven. Muchas veces he pedido perdón a Dios por haberme rebelado contra ella. ¡Sin ella, pobre de mí! Satanás me hubiese desencauzado agarrándome por mis cualidades, precisamente por las buenas; lo mismo que Cristo me ha cogido por mis defectos para que no me escapara del sacerdocio. ¡Es un misterio! Un misterio rezumando amor, misericordias divinas.
     En el sorteo de «quintas» me tocó el número 1. Como una losa me cayó. ¡Adiós mi sacerdocio! Los de entonces no teníamos la experiencia de los de hoy, ni estábamos preparados como los de ahora. Había, sin embargo, un medio muy sencillo para librarme: 1.500 pesetas. ¡Cómo me pesó nuestra pobreza! No caí en la cuenta de la serenidad de mi madre. Me humillé, mucho, necesariamente. Pedí en puertas cerradas. Me humillé, pero mi vocación se lo merecía. ¡Misericordia, de Dios!: aquel verano, unas lecciones, dos corazones generosos, circunstancias divinas. ¡Ya estaba libre! Las imágenes de María Santísima en Begoña, en Aránzazu y en Iciar, me lo han oído muchas veces. A san José de la Montaña escribí una carta contándoselo... Y desde entonces puse especialmente en manos de san Luis Gonzaga mi castidad, mejor dicho, mis esfuerzos por mantenerme casto; y en las de san José de Cupertino mi estudio. «Señor, no seré cicatero, nunca, en mi trabajo; nunca me negaré a él». Esta es la clave verdadera de muchos «síes» con que respondo a circunstancias apostólicas que se me presentan, por muy agobiado que me encuentre. Van muchos años desde que entregué a Dios mis «derechos» al descanso. Eficaz cooperación humana a la defensa de mi vocación.

     Mi párroco: me refiero a don Hilario Soloeta, que tomó posesión de la parroquia casi en mi primera niñez. Su característica fue la bondad. Su bondad reventaba en generosidad. En la de su cartera y en la de su corazón y su alma. Se daba totalmente. Creo que no había en el pueblo familia que no le debiera muchos favores. Hasta sus enemigos. Bueno, eso de la existencia de enemigos, no lo entendía su corazón sacerdotal. Los enemigos sentirían su enemistad en la mezquindad de sus propios corazones; pero en el de don Hilario, no; eran sencillamente hijos; malo, para él, no había ninguno. Irreflexivo, inconsciente, cegado por la pasión..., eso sí; pero malo no. Todos eran hijos. También su mejilla la hubiera dado en caso de oportunidad; su espíritu sí que lo ofreció para que lo abofetearan. Como manso cordero. En la época última de su vida le acusaron de pecado que era imposible en él: la mezquindad. Lo llevaron a la cruz, pidió por ellos a Dios, murió y resucitó. Qué sentimientos los suyos cuando entró de nuevo en su Iglesia. «¿A Yurre otra vez?», preguntó a su obispo, «¿y de cura?». Y una luz extraña brotó de su rostro sonriente. ¡Era sacerdote mil por cien!
     Y yo traté desde niño íntimamente con él, entrando en su hogar casi familiarmente. Él me confesaba. Sabía poco de eso que ahora se llama «dirección espiritual»; pero era un confesor de talla destacada. Palabras cálidas y de calidad en sus sencillísimos sermones, siempre oportunos y esmaltados de efectos oratorios. Ningún predicador agradó y movió al pueblo tanto como él. A veces yo me extasiaba pensando, al oírle y al verle, que podría ser como él. Corazón comprensivo, paternal, me ayudaba a arrancar, eso, arrancar, los cardos de mi carácter y las lianas perjudiciales de mis defectos y a derruir las torres babilónicas de mi soberbia. Mucha parte tuvo en mi vocación sacerdotal. Como luz, como dirección, como ayuda, como ejemplo y hasta como meta; pero tuvo más parte aún unido a mi madre. A la unión de ambos, a los consejos recibidos de don Hilario y puestos en práctica por mi madre, debo mucho yo sacerdote. Muchísimo.
Cuando pienso en don Hilario Soloeta, me gusta consi­derar que el ejemplo de los sacerdotes produce en los jóvenes vocación al sacerdocio. ¡Qué responsabilidad la nuestra!

     Aún podría seguir. Pero esto ha tomado caracteres alarmantes. Y al fin y al cabo todo se encierra en cuatro palabras. ¿Por qué me hice sacerdote? Porque Dios lo quiso.


* * *

ÁNGEL SAGARMÍNAGA (1890-1968). A don Ángel le dijo un día Pío XI: «Hable de las Misiones siempre que le dejen». Pío XI desde el cielo debe estar contento de don Ángel.
     Nació en Yurre el 1 de marzo de 1890. Hubiera podido pasar a la historia como músico, pero las Misiones pudieron más, ¡muchísimo más! Murió el 15 de marzo de 1968.

     Fue cuando estaba preparando la encuesta «Por qué me hice sacerdote». Para lograr su respuesta tuve que escribir nada menos que 14 cartas. Para ir recibiendo muy a cuentagotas su respuesta por entregas. Hasta lo de «esto ha tomado caracteres alarmantes». Aquella constancia me mereció «in perpetuum» el honroso título de «sobrino».
     El 17 de marzo iba en tren de Vimbodí a Barcelona, contemplando el paisaje a ratos y leyendo distraída y disimuladamente el periódico de mi vecino. De repente topé con la noticia: «el viernes en accidente ferroviario falleció Mons. Ángel Sagarmínaga». Le pedí por favor al hombre un momento el periódico. Al devolvérselo poco después me vio tan triste que me preguntó: «¿Algún familiar suyo?». «Sí, mi tío».
     Han pasado muchos años. Cada 15 de marzo celebro la misa por las misiones y por mi tío (don Ángel y las misiones «convertuntur», como dirían los escolásticos). Mientras viva seguiré haciéndolo. Él me decía: «Jorge, hay dos clases de sacerdotes: los que creen en la misa y los que tienen que decirla. Yo soy de los primeros. Por eso cada 23 de abril cada año la ofrezco por mi sobrino, toda entera. Porque es el mejor obsequio que puedo hacerte».
     Su testimonio dice mucho de él, y de su madre.  Y dice al lector: Sacerdote ¿por qué no?

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Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir «padre», «madre», «hermanos». Al principio con sólo minúsculas. Luego,  sólo luego, con mayúsculas: «Padre» (que estás en los cielos), «Madre» (de Jesús y nuestra), «Hermanos» (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil com­prender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!- J.S.V.