En Bangladesh

 

 
     8 días que ensanchan el corazón, escritos por una hija de la Beata Cándida María de Jesús  -beata por poco tiempo, ya que su canonización es inminente- que decía: «El mundo es pequeño para mis deseos» y repetía: «Trabajemos mucho por la gloria de Dios y con mucha confianza en su divina Providencia».
JSV
     



13 de noviembre

     Me despierto con la emoción por lo vivido durante estos días en Japón (siempre me impresiona este país) y por la incógnita ante lo desconocido y, a la vez, deseado: Bangladesh. Vamos la Madre Mª Inez, Superiora General; M. Pilar, la anterior General, y yo. El objetivo es acompañar, animar y ayudar a las Hermanas Lorna y Nori, dos Hijas de Jesús enviadas a Bangladesh para iniciar nuestra presencia misionera en este país, que llevan ya siete meses en Dhaka -la capital-, aprendiendo la lengua e introduciéndose en la cultura Bangla. Dentro de un mes, abrimos la primera comunidad en Utrail, en el norte del país.

     En las siete horas largas de vuelo entre Tokio y Kuala Lumpur (Malasia) me vienen a la memoria mis “relaciones” con Bangladesh:
     En mis años jóvenes, canturreando la canción de Joan Báez, seguí la lucha por la independencia de ese pueblo tan lejano y desconocido, pero que nos despertaba simpatía. Luego casi aprendí el himno que compuso R. Tagore.
     Hace dos años, tras un viaje casual de Marianita, una Hija de Jesús del Japón, a Mymensingh (ciudad del norte de Bangladesh), empezamos a intuir que en este país, con un índice de pobreza más alto del sureste asiático y el tercero del mundo, por debajo de China y la India, podríamos tener un “hogar” las Hijas de Jesús o “Jesuitinas”. Luego fueron las visitas de Isabel y de Florencia, provinciales de Japón y de Filipinas, y de Rosina y Lorna, para conocer y ofrecernos datos de ese pueblo. Más tarde fue la que hizo Mons. Ponen, el recién nombrado obispo de Mymensingh, a nuestra casa de Roma. Un obispo atípico: de una tribu bengalí (garo), joven, de presencia sencilla y humilde, vestido a lo bangla, que se paseaba por el Vaticano en chinelas. Tras su visita, quedó confirmada nuestra ida a Bangladesh. Pero… no pensaba yo que iba a poder conocer ese país, porque no soñaba con que me iba a quedar en Roma otros seis años, que iba a ser la encargada de las tres fundaciones de la Congregación en Mozambique, Tailandia y Bangladesh, y que la primera visita de la M. Mª Inez, como Superiora General, iba a ser a este último país.

     La visita a la embajada de Bangladesh en Roma para tramitar el visado me impresionó mucho: la fila de jóvenes inmigrantes bangla con miradas huidizas, rostros serios, figura encogida, casi en silencio, con los que nos mezclamos mientras subíamos por las viejas escaleras de madera del edificio en el que está la embajada; luego, la embajada misma: un piso pequeño y pobre en un barrio romano, en el que hasta los biombos de bambú que separaban la mesa grande de la oficina –atendida por un hombre bangla, que hacía oración sentado en el suelo– de las otras dos mesas pequeñas atendidas por chicas italianas, tenían agujeros de gran tamaño (casi cabía una cabeza)… Me quedé con ganas de ir a comprarles unos biombos... Por eso, no me sentó mal que me pidieran 40 euros por el visado, cuando Mª Inez, por ser brasileña, sólo tuvo que pagar siete.

     Cuando bajamos del avión en Kuala Lumpur -capital de Malasia-, nos encontramos con un aeropuerto espectacular, que me recordó algo al de Singapur. Con una estructura impresionante de metal, una burbuja gigante de cristal en el centro y, en su interior, árboles, cascadas, flores… El techo, como si fuera el cielo estrellado, y tiendas de superlujo que alternaban con bares, centros de relax, etc. Dicen que es el mejor aeropuerto de Asia y uno de los mejores del mundo, con muchas distinciones y premios ganados. Nos paseamos gozando del espectáculo y haciendo tiempo.
     Al subir al avión para Dhaka, la capital de Bangladesh, me pareció que entrábamos en otro mundo: creo que las únicas occidentales éramos nosotras. Empiezan a subir mujeres con burka o velos, hombres y niños con sus distintivos musulmanes, “ejecutivos” de Bangladesh con poca apariencia de tales… No se me olvidan sus rostros. En la pantalla nos proyectan las maravillas de Malasia y las advertencias para el turismo: “Cuidado con las drogas”, “pena de muerte”…
     En el vuelo comprobé eso de que “las apariencias engañan”. Tenía como vecinos de fila a una familia musulmana: la madre, jovencita, con burka; el padre, con apariencia de fiero e impositivo, y tres niños, la pequeñita de meses no paraba de llorar. Durante el viaje me impresionó la ternura y el cuidado del padre para con toda la familia, especialmente con la niña pequeña, a la que atendió todo el tiempo, mientras le decía sin parar frases cariñosas para calmarla.
     Llegamos a Dhaka: un aeropuerto limpio, pero pobre y vacío. En Inmigración tardamos mucho tiempo, porque el policía no sabe leer nuestro pasaporte… Es la una y media de la mañana, y no hay nadie por las calles. Mientras estemos en Dhaka vamos a vivir en la casa de las Salesianas, monjas de origen francés, pero aquí todas indias o del país. En esta casa viven temporalmente Nori y Sorna, las dos Hijas de Jesús filipinas que están aprendiendo la lengua antes de ir a Utrail, donde tendremos la primera comunidad bangla. Las monjas nos han dejado lo mejor que tienen, pero todo es muy pobre. Además, aquí el concepto de pobreza, limpieza, etc. es distinto al nuestro y nos chocan muchas cosas.

14 noviembre

     Apenas he podido dormir (como me ocurrirá el resto de las noches). Las camas no tienen colchón, sólo una especie de jergón con una capita de mullique dentro sobre una tabla de madera; se me clavan los huesos. En Dhaka no hay silencio ni por las noches. Es una ciudad ruidosa donde de noche no paran las obras, y el golpe de los martillos y las palas se confunde con las voces de las personas. A las 4.30, los vendedores, con sus cestos en la cabeza o subidos a los carros, empiezan a pregonar su mercancía (hay mucha venta callejera), los gallos cantan, los almuecines llaman a la oración desde los alminares de las distintas mezquitas de la ciudad, que son muchas, y las aspirantes (jóvenes que se preparan para entrar en el noviciado de las religiosas salesianas) cantan sus laudes con ese tono monótono, mitad indio, mitad árabe. ¡Todo un concierto!

     El país es prácticamente musulmán (más de un 83%), con un 11% de hindúes y una pequeñísima minoría de cristianos. En el barrio donde estamos hay bastantes cristianos y se nota porque las casas, en las mismas paredes, tienen un hueco en forma de cruz para significarse. En la convivencia normal no hay problemas, aunque está prohibido hacer propaganda fuera de los lugares de culto o recintos confesionales. En la embajada, para darnos el permiso de entrada, tuvimos que hacer una declaración jurada de que no íbamos a meternos en asuntos religiosos.
En la casa donde estamos se celebra la Eucaristía a diario y vienen la mayoría de los cristianos, sobre todo mujeres, que se ponen sus mejores vestidos (estilo sari) con mantos bonitos para cubrirse la cabeza a juego con las túnicas, y siempre descalzas. Se sientan en el suelo. A la salida, nos saludan: cogen mi mano, se la llevan a su frente y luego la besan. Intentan hacer lo mismo con los pies, pero no les dejamos: eso sólo lo hacen con la gente que consideran de autoridad.

     Después de desayunar vamos a saludar a las chicas que hacen la comida. Me sorprende ver sus encías y sus dientes al rojo vivo: ¿Habrá una enfermedad especial de la boca en este país? Me explican que mascan una hoja –algo así como la coca– para dar vigor a su cuerpo desde la mañana. En la cocina hay tajos muy pequeñitos y agujeros en el suelo: ahí fijan una especie de hoz, con la que pican la verdura y cortan la carne, sin mover aquella del suelo y en movimiento de fuera a dentro, por lo que da la impresión de que se pueden cortar.
     La base de la comida la forman el arroz (cocido, en harina, amasado) y los plátanos. Es una comida con muchas especias, y nos resulta rara. La gente suele comer con las manos siempre que puede y, si no, con cuchara, pero el tenedor apenas lo usan. El agua hay que hervirla siempre; ni siquiera se puede tomar la ordinaria para lavar el cepillo de dientes. Hay peligro de infecciones.

     Pasamos el día reunidas con Nory y Lorna, nuestras Hermanas, y apenas vemos de Dhaka más que lo que percibimos detrás de las persianas de la galería donde están nuestras habitaciones. Dhaka es un hervidero de gente en la calle. Es que Bangladesh tiene más 140 millones de habitantes. Es el país más denso del mundo (912 hab./km2) si quitamos los pequeños estados de Singapur y Mónaco.
     Por la noche, las aspirantes nos hacen una demostración de música y danza bengalíes. Así como los varones resultan rudos y poco agraciados, entre las mujeres, sobre todo jóvenes, hay auténticas bellezas y mucha elegancia. Su música se parece a la india; tienen un aire espiritual, muy fino; bailan y cantan siempre acompañadas del órgano bengalí, pequeño, de mano, y de unos tambores pequeños, campanitas y una especie de panderetas. Se nota mucho, tanto en los rostros y las túnicas como en la misma música y la expresión de los cuerpos, la diferencia de tribus, pobres o ricas, cultivadas o más primitivas. Pero se ve que cuidan la música y el canto. Todas bailan y tocan instrumentos.

15 noviembre

     El día amanece con lluvia y viento. Seguimos nuestras reuniones, pero a media mañana salgo con Lorna a dar un paseo por el barrio y ver alguna calle importante de la ciudad. Es mi primer contacto directo con el pueblo de Dhaka y me impresiona: es una multitud abigarrada la que anda por las calles y… no tienen un rostro feliz. Me siento como si me hubieran echado encima una “bocanada de pobreza”. Es el rostro de los pobres-pobres; la imagen de la pobreza-pobreza. Es distinta de la “pobreza limpia” de los campos de Mozambique, que acabo de visitar. Estando en la calle, empieza a llover torrencialmente. La gente va descalza, con el agua hasta media pierna, con mirada triste, de preocupación y sometimiento. Pasamos miedo y, como no sabemos lo que va a pasar, decidimos volver a casa. En el barrio vemos a la gente que está a las puertas de las casas, lavando la ropa en grandes palanganas para aprovechar el agua de lluvia. Acompañamos a una mamá joven en busca de un hospital, con su niñito febril, tiritando, sin paraguas, empapados todos de agua.
     Voy a darme una “ducha”, aunque el agua esté helada; pero es que me siento impregnada de ese aire espeso que se mascaba en la calle. Al entrar en nuestro “cuarto de baño” y coger el jarro para echarme el agua por encima, veo en la pared una araña peluda del tamaño de una mano, con unas patas impresionantes. Se conoce que el tifón que se acerca pone nerviosos y hace salir a los animalitos de sus guaridas.

16 noviembre

     Esa noche no ha habido luz; brama el viento que descuaja árboles; vuelan tablas de maderas y otros objetos en la calle, se rompen las persianas; la lluvia es torrencial… Ha llegado el tifón. Nos levantamos “a la tentaruja”. Aunque en Dhaka sólo nos llega la “cola” del tifón, nos asustamos, y más cuando por la mañana sabemos lo terrible del desastre: vientos de 250 km/h., olas de 5 m., más de 3.500 personas muertas, miles de desaparecidos y muchos miles de gente sin sus casitas. El viento ha arrastrado a muertos a 40 km de donde estaba su casita. Chittagong, el distrito del sur que tiene la playa más larga del mundo (120 km) es un barrizal, sembrado de cadáveres. El pueblo bengalí está muy triste, y compartimos su tristeza. Me impresiona la “resignación” con que acogen estos desastres: ¡Están tan acostumbrados…! La situación de Bangladesh, en un delta donde se unen los ríos Ganges, Brahmaputra y Menga, hace que el país sea muy fértil, pero muy castigado por inundaciones y sequías. Esto, unido a la situación política de una democracia muy deteriorada por la corrupción, el desorden y la violencia política, dan como resultado una pobreza de mil caras.
     Vamos a ver el taller de “mujeres bordadoras”, que llevan las monjas que nos hospedan. Más de 60 mujeres, que no levantan la cabeza del bastidor. Son auténticas artistas, muchas de ellas musulmanas: sus maridos aquí sí las dejan venir porque saben que las monjas no les van a hacer daño y porque ganan más, pese a que sea una miseria. Se dejan los ojos bordando a mano, sobre bastidores, enormes cojines, manteles, cuadros con tigres de Bengala (los preferidos por los turistas), pájaros, perros, y hasta iconos y pinturas famosas, teniendo como modelos fotos pequeñitas o postales. La combinación de colores es perfecta. Por unos bordados que tardan tres meses en terminarlos, trabajando doce horas al día, les pagan en las embajadas donde hacen exposiciones o la gente extranjera que viene a hacer negocio, 12 dólares, y los venden luego a más de 500. Un escándalo. Lo de la economía sumergida en Bangladesh es una vergüenza. Yo me he sentido muy mal por ser del Primer mundo y tener aquí a paisanos explotando a la gente superpobre. Esta gente, sobre todo las mujeres, están trabajando para que unos compatriotas nuestros se hagan ricos. Me ha contado Benjamín, el religioso javeriano amigo mío que conocí en Arganda y ahora es misionero en este país, que algún “negociante” español sentía hasta vergüenza de las operaciones económicas que estaba haciendo, le remordía la conciencia y se veía en la obligación de dar parte de sus ganancias a los misioneros, para que repercutiera en la salud o la educación de este pueblo. ..

     Después de comer, dejamos Dhaka por unos días, y nos vamos hacia el norte, a Mymensingh, la capital de la zona en la que tendremos la primera comunidad. Sólo hay 135 km. de distancia, pero tardamos cuatro horas. Miles de “tricycles”, coches, buses y camiones se disputan la calzada y… el más fuerte se come al débil. Entre el barro y los chapatales, aturdidos por el pitido constante del claxon de los coches, los conductores de los tricycles, que unas veces llevan dos, tres y hasta cuatro personas, y otras troncos o sacos que casi los “desloman”, goteando de sudor (aunque el calor no sea excesivo) y doblados por la cintura del peso que tienen que arrastrar, casi tienen que tirarse a la cuneta, porque los autobuses y los coches los orillan. No hay ningún bus nuevo; todos están abollados, sin apenas pintura, y lo mismo pasa con los coches. Al cruzar Dhaka, observo también que los edificios están a medio hacer, renegridos o con goterones amarillos, porque el hierro se oxida por la lluvia y el agua teñida escurre por las paredes.
     Los pueblos están casi unidos por puestecitos de comida. A medida que nos acercamos al norte, el paisaje se torna verde de muchas tonalidades, con palmeras, plantaciones de arroz y agua por todas partes. Hay palafitos, construidos sobre los ríos o las lagunas, que me recuerdan a los poblados de los bajaos en Filipinas. Los varones, con la misma expresión (¿seria, triste, apueblada?) que vi en Dhaka, visten falda, semejante a la capulana africana.

     En Mymensingh también nos hospedamos en la casa de las Salesianas, un auténtico complejo educativo. Además de tres comunidades de monjas (muy jóvenes, la mayoría), hay un orfanato de niñas internas, de 5 a 18 años, que a las seis de la mañana ya andan lavándose o barriendo los claustros con la escobilla baja, dobladas por la cintura. También hay un colegio de primaria y una residencia de estudiantes universitarias: todo ello, muy sencillito y pobre, y casi, casi como una “arca de Noé”: vacas, perros, gatos, cuervos, murciélagos, patos, gansos, gallinas y todo tipo de mosquitos… en el marco de un paraíso verde. Nos acogen ofreciéndonos todo lo que tienen. En la cena parece que estamos en Pentecostés, más que en Babel, porque se oye hablar en bangla, en el dialecto del norte, en indio, tagalo, inglés, francés, español… pero todas nos hacemos entender, ayudadas por gestos.

17 noviembre

     Amanecemos a las 4.30 con la música que ya nos es familiar, pero el canto de los musulmanes se sobrepone aquí a los sonidos de los animales y de las personas. Tenemos la mezquita principal muy cerca de la casa, al lado de la catedral. Hacia allí fuimos por la mañana. La mezquita sobresale entre las casas, la catedral no destaca entre ellas. Me parece todo muy revelador. Acostumbradas a ver las catedrales de piedra, majestuosas, artísticas, en el centro de las ciudades europeas, nos sorprende la de Mymensingh: la catedral es pequeñita, aunque adornada con gusto y, al lado mismo, en su recinto: una oveja y un cordero que balan y descansan en un pradito verde, otra zona de huerta con lechugas y verduras típicas de la región, un jardín con flores preciosas, un convento de religiosas contemplativas y una casa para dar cobijo a los misioneros que van allí. Todo un símbolo de la Iglesia pobre, sencilla, abierta, que habla a un pueblo no cristiano más con su vida que con su palabra.
     El resto del día, y al siguiente, nos convertimos en huéspedes del obispo, hasta que nos deja por la noche en las monjas. Está tan contento de que fundemos una comunidad en su diócesis, que no sabe qué hacer para obsequiarnos: nos invita a desayunar, a comer, a cenar, y nos acompaña en coche a todos los sitios hasta que dejamos. Mymensingh.
     Después de la comida, nos lleva a visitar una zona en medio del bosque, donde habita la tribu gara; se mete una en medio de lo que fue selva y cae en la cuenta de la valentía de los antiguos misioneros que, para ayudar en la educación y evangelización de esta gente marginada, pusieron en juego su creatividad al máximo. El paisaje es precioso y, en medio de “parques naturales”, hay escuelas, iglesias, hospital, orfanato… Nos encontramos con tipos curiosos, como un religioso americano originalísimo, defensor de la mujer hasta el extremo de no admitir sino a niñas en sus escuelas. Como hace mucho calor, ha colgado del techo una plancha enorme de bambú, a la que ata un hilo que engancha a su pie, para que haga de abanico y espantamosquitos: y la verdad es que lo probamos y funciona bien, la necesidad aguza el ingenio. Los antiguos misioneros tenían sus originalidades; claro está que la gente “muy normalita” no sería capaz de sobrevivir durante muchos años en estos lugares tan míseros e insanos.

18 noviembre

     Hoy es un día importante dentro de nuestro viaje a Bangladesh. Vamos a Biri Chiri, el distrito al que pertenece Utrail, ya en la frontera norte con la India, donde estará nuestra comunidad (serán ya tres religiosas en ese momento). Además del obispo y del párroco, nos acompaña Antoine, un joven coreano perteneciente a una congregación religiosa, fundada por un mendigo de Corea, que sólo se dedica a los más pobres entre los pobres; por eso ha venido a Mymensingh. Mientras salimos de la ciudad, en las calles nos van mostrando locales discretos de economía sumergida, sobre todo textiles y de piel, en manos de extranjeros. Nos dicen que hagamos la prueba de mirar la ropa que compramos en Italia y España para comprobar su origen. Como dice Sister Joseph, la superiora bangla de Dhaka, “los europeos trabajan para su beneficio; pero ellas, con las mujeres bordadoras, trabajan para la vida”.
     En el camino apenas hablamos; contemplamos y reflexionamos sobre lo que vemos: el paisaje y la vegetación, impresionantes: hay campos enormes de arroz, cuya plantación es un trabajo puramente “artesanal”. Aran la tierra, empapada de agua; los que llevan el arado tradicional, unas veces son animales pero otras son hombres, o niños. También hay muchas mujeres y niños sacando, con las manos o con cubos pequeños, tierra de los ríos que cruzan la zona para hacer cerámica. Llanuras amplias, verdes, más verdes y, al fondo, las montañas indias.
     De pronto, nos encontramos con una aglomeración de autobuses: el tifón ha roto un puente. La gente se lanza al río y lo atraviesa con el agua hasta la cintura o hasta el cuello, y con la carga a la cabeza. Los autobuses esperan la vuelta de la gente que ha pasado al otro lado. Y, en él, otros autobuses esperan para llevar a los viajeros a los pueblos de la otra orilla. Nosotros no podemos cruzar el río con el coche, y tenemos que dar marcha atrás y, tras un gran rodeo (de más de una hora y media), buscar otro camino. Hay un hervidero de gente en cada poblado. En casi todo ellos vemos a personas que pican ladrillos para rellenar los caminos.

     Cuando nos acercamos a Utrail, a ambos lados del camino hay árboles que se enlazan y forman una bóveda sobre los caminantes, resguardándoles del sol que, a esta hora, es fuerte. Utrail es un poblado cristiano: es el reino de la Iglesia baptista y hay bastantes católicos. En la plaza de la misión nos espera la gente que serán nuestros vecinos, nuestros amigos, a quienes dedicarán sus personas y su trabajo nuestras Hermanas Nory, Lorna y Lory. El obispo nos ha encargado la formación de los profesores de las escuelas de las tres parroquias de la zona, así como el acompañamiento y la formación de 25 chicas que viven en un “dormitorio” y se preparan para ser profesoras. Todos están hoy con sus trajes de fiesta, porque es un día grande para ellos.
     Como en todo el Oriente, nos ponen la flor de bienvenida en la blusa y nos invitan a tortas de arroz, maíz y coco, sus productos. No hay iglesia, y la Eucaristía la tenemos en una de las aulas de la escuela. Oscura, sin apenas material; las pizarras tienen agujeros que ocupan más de la mitad de su superficie; no hay más que unos pocos bancos, y muchos tienen que sentarse en el suelo… Al mínimo.
     En la misa, ni un hueco, y eso que al estar todos sentados en el suelo no queda libre un palmo. Yo no estoy a gusto, porque a nosotras nos obligan a sentarnos en sillas, al lado del altar. Se me escapan los pies para sentarme en el suelo con ellos, pero hay que acoger su gesto de deferencia… No dejo de mirar, sobre todo, a los niños, con ojos y expresión muy tristes, pero pendientes de las palabras del obispo que, como es garo, les habla en su dialecto mandi. Esta tribu ha tenido muchos problemas con las tierras. En épocas difíciles se pasan por los montes a la India, donde están los demás de su tribu; y, al volver, conjurado el peligro, se encuentran con que les han quitado su tierra: por eso, hay un conflicto casi permanente y ellos siempre llevan las de perder. Toda la tristeza de las caras infantiles desaparece en cuanto se ponen a cantar y a bailar, que es lo suyo: lo hacen preciosamente y con túnicas indias muy vistosas.

     El Obispo ha mandado hacer una casita minúscula para nuestra comunidad: tres habitaciones chiquititas, un servicio y un oratorio. No hay ni cocina, así es que pondrán algún hornillo en un rincón del pasillo y una mesa y tres taburetes en él. Eso sí, en medio de un vergel de árboles, plantas y flores. Hoy Mons. Ponen va a entregar las llaves a Nori y Lorna y va a bendecir la casa, en medio de la alegría de todos. Nos encargaron traer prendedores con la foto de la Madre Cándida (nuestra Fundadora), que se ponen todos, muy contentos, en la túnica o en la camisa, desde el más pequeñito al constructor de la casa. Las mujeres hacen el dulce típico que pequeños y grandes saboreamos.
     Nos invitan a comer la comida “garo”: una mezcla de arroz, ensalada, verduras de la zona, carne y pescado de los ríos del norte; todo comido con las manos; por eso, unos chicos pasan después con palanganas en las que cada uno de los comensales echamos agua del vaso de beber para lavarnos las manos; no hay nada para secarlas. La servilleta no se estila por esas tierras. Me llama la atención la velocidad con que los garo amasan el arroz, antes de hacer una bola para llevársela a la boca.
     El plan era ir esta noche a dormir a Raikon, la ciudad aún más al norte donde está la parroquia a la que pertenecemos, pero por el tifón hay una crecida enorme y el único camino posible es ir en barco por el río: no hay caminos de tierra. Como no tenemos mucho tiempo, renunciamos a ir, dejándolo para otra ocasión…
Volvemos a Mymensingh, donde el obispo y las monjas nos regalan cosas típicas, y partimos para llegar a dormir a Dhaka. Un viaje ya casi de noche, cuatro horas con el alma en vilo: el chofer, no sabemos si porque va dormido o porque quiere abrirse camino entre los atascos de coches, va de lado a lado de la carretera, haciendo eses; el ruido de las bocinas que nos aturden, el mareo por los frenazos ante los coches que se nos echan encima y los saltos del coche por el barro apelmazado del camino…, nos hacen desear la llegada a Dhaka. Apenas cenamos, y hasta la cama sin colchón nos parece deliciosa esa noche, después de un día tan ajetreado por los caminos del norte.

19 noviembre

     Hoy ha sido un día intenso de reflexión y reuniones. Un buen colofón de esta visita rápida, pero muy significativa para Nori y Sorna, y también para Pilar, Mª Inez y para mí.

     Después de comer, Lorna me lleva a una nueva aventura. Subimos en una especie de motocarro abollado, con una franja con los colores de la bandera de España, que no se tiene en pie y se nos para a mitad de camino, porque se le pincha una rueda. El chico que lo conduce lo pone en marcha tirando de una cuerda enrollada… Creía que mi cuerpo se descoyuntaba. Se mete por la avenida principal de la capital a toda velocidad (la que puede, claro) por entre buses, camiones, coches… De repente, quedamos entre dos autobuses, que se dan un golpe por el “morro”: un chico sale de uno de ellos y se lía a golpes con el otro vehículo… ¡Y nosotras, en medio! Me muero de miedo, aunque aún tengo serenidad para admirarme ante un vecino parque precioso, lo más bonito de la ciudad. A esta zona la llaman “el Vaticano” de Dhaka, porque aquí están la catedral, una universidad privada católica, centros de formación de religiosos, etc. Cuando vamos a entrar en el barrio, le pido a Lorna que bajemos para patearlo un poco, conocer sus rincones y hablar con el guardia, con un vendedor, con los vecinos…, pero también ¡¡para librarme del motocarro!! Esa noche soñé -¡encantada!- que viajaba en un avión de la Thai…Pero eso sería realidad al día siguiente.

20 noviembre

     Las monjas, tan detallistas, celebraron la Eucaristía pidiendo que tuviéramos un buen viaje. Se unieron los cristianos del barrio. Al llegar a Dhaka, hace unos días, saludamos a unas desconocidas; al salir del convento, despedíamos a un puñado de hermanas, porque eso habían sido para nosotras las Salesianas de Bangladesh.
     Al llegar al aeropuerto, nos dicen que el avión de la Thai para Bangkok tiene dos horas de retraso, que se convertirían en tres. Nos invitan a comer en el único restaurante bueno del aeropuerto, el Serathon, comida bengalí o inglesa. El resto del tiempo recorro el aeropuerto: ¡qué pobrecito todo! Aunque hacía fresco, la ausencia casi total de tiendas y adornos lo hacía aún más frío. Mientras paseaba, iba repasando imágenes de todo lo visto en estos seis días: paisajes, ciudades y pueblos, niños y jóvenes, adultos y viejecitos que tanto me hablaron con sus miradas y sus sonrisas, a veces forzadas… Volví a oír los ruidos, las voces, las que mecieron mi dormir o hicieron de despertador y que también estuvieron como música de fondo en el trabajo o la oración; y el himno de Bangladesh cantado “a calzón quitado” por los niños de la escuela de Mymensingh. Recordé –casi olí de nuevo– el olor de las comidas picantes, de los rincones de las calles, de los tenderetes de comida al borde de los caminos, de la naturaleza –verde y agua–. Cogí entre mis manos y acaricié el tejido, suave al tacto, de los productos textiles “made in Bangladesh” que se vendían en la única tienda “duty free” del aeropuerto y de los que tan orgullosos están los Bangla. Y volví también a tocar imaginativamente con mis manos el mosquitero rosa, el jergón sobre el que posé mi cuerpo cada noche, la servilleta con el pájaro bordado que, con toda delicadeza, ponía la Hermana Joseph al lado de mi plato, las flores de bienvenida que nos dieron las aspirantes de las salesianas y las niñas de la escuela, las paredes de nuestra casita nueva de Utrail… Y se me hizo la boca agua gustando el agua hervida y purificada de Dhaka y Mymensing, el pomelo y los plátanos en sus diversas variantes, el arroz de mil sabores, la coliflor bangla… Pero, sobre todo, sentí que mi corazón era un poquito más grande, porque una partecita de él la ocupaban muchos nombres, muchas gentes, que hacía seis días no tenían ni rostro para mí.
     Y añadí una palabra nueva a mi lista de favoritos: Bangladesh.

Auxilio Vicente Tapia, Hija de Jesús

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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evan gelio. - PABLO VI