Diario de un cura a punto de estrenar

 

 
     En la introducción a «Siete días dos meses antes» (hoja vocacional 447) terminaba diciendo: «Me gustaría saber qué pensará JuanFran de esos siete días dentro de 50 años».
     Porque tenía presente este «Diario de un cura a punto de estrenar». Que con frecuencia recuerdo estremecido.
     Le dije: «Tienes que escribir un diario». Y JGS lo escribió. Hace más de 600 meses.
JSV
     



30 junio

     Nunca conseguí escribir un «diario» que durara más allá de una semana.
     Pero ahora, semanas antes de mi ordenación, se me ocurre que quizás sería bueno escribir unas páginas. Quizás cuando sea yo un sacerdote anciano —bufanda, bastón, paso vacilante—, me guste recordar estos días.

5 julio


     Es curioso: a pesar de tantos años de ir preparándose, de oír, pensar y hablar sobre el sacerdocio, ahora cuando faltan pocas semanas para llegar a la meta —esa meta que es el inicio de la verdadera tarea—, uno se siente aún del todo extraño ante la grandeza de llegar a ser sacerdote de Jesucristo.
     Ahora pienso que quizás también dentro de 50 años seguiré sintiéndome tan extraño y pequeño ante eso que año tras año parecía que debía acostumbrarme a ser. Por lo menos eso deseo ahora: que no me acostumbre nunca. Que la emoción de la primera misa, de la primera confesión, de las primeras predicaciones, no se pierda nunca. Se pierda sí, su sentimentalismo ingenuo, pero que aumente día a día el respeto inmenso —lleno de confianza también— hacia este Dios que se pone en mis manos y en mis labios. Y también el respeto, también inmenso, ante cada hermano que se acerque a este sacerdote joven o viejo.

3 agosto


     De pequeño —más pequeño que ahora—, en el colegio, tenía en la gramática latina una estampa de esas del «Día del Seminario», con aquellas letanías de «Envía, Señor, sacerdotes a tu Iglesia». A veces las rezaba, quizá mientras el profesor repetía los pretéritos y supinos. Cuando —años después de entrar en el Seminario— nos hicieron una encuesta sobre el origen de la vocación, se me ocurrió que mas allá de las primeras reflexiones y de las primeras dudas sobre ser o no cura, tenía que buscar en aquellas letanías rezadas sin excesiva atención, pero con indudable buena fe, el origen de todo. No se puede rezar impunemente.

16 agosto


     Hoy pensaba en mi futuro sacerdocio. ¿Cuántas desgracias hará este pobre cura? ¿Habrá unas cuantas personas a quienes haya conseguido acercar al Padre, a Jesucristo? Me parece que —humanamente— el porvenir no es de color de rosa. No me hago ilusiones. La labor del sacerdote en estos años próximos habrá de ser, me parece, de una gran humildad, de una pobreza que le coloque al nivel de los sencillos, de una renovación de sistemas y estructuras. Pero no deja de ser hermosa esa perspectiva. Acercar el sacerdote al pueblo y al evangelio: no puede hallarse mejor tarea. Quizás entonces la Iglesia vuelva al pueblo y el pueblo a la Iglesia.
     Y en cuanto al número de los que lleguen a recibir algo de este sacerdote —dentro de un mes, dentro de diez, veinte, cincuenta años—, no es en verdad cuestión que me preocupe demasiado. Lo que Dios quiera. Supongo y espero que la mayoría serán desconocidos hermanos a quienes un día absolveré en cualquier oscuro rincón, o que se unirán a una de las innumerables misas que ellos y yo ofreceremos al Padre. Ya desde ahora quisiera pedirles un poco —o mejor, un mucho— perdón por todo lo mal y lo poco.

13 septiembre


     Primer día de Ejercicios. Faltan, pues, ocho días para la ordenación. Estamos aquí los veinticinco.
     Me gusta estar por lo menos estos ocho días aquí solo y en silencio —solo aunque también juntos todos—, unidos todos los que por alguna razón u otra esperan con gozo y temor el día ese de la ordenación. En silencio: no sería necesario que nadie nos hablara. Ni tan sólo pensar gran cosa: es mucho más sencillo limitarse (resignarse) a esperar.
     Tengo que confesar que de estas últimas semanas, no ha estado ausente una cierta fatiga, un cierto temor. La gente —llena de buena fe o quizás simplemente observante de lo que suele entenderse por buena educación— felicita y se interesa, pregunta —como aquel buen hombre mientras liaba calmoso su cigarrillo: «Le debe hacer ilusión, ¿no?»— y uno debe contestar y agradecer y sonreír. Pero va creciendo poco a poco un sentimiento de soledad, de aislamiento. Porque uno se da cuenta de que unos y otros no hablamos el mismo lenguaje; de que cuando la mayoría de estos sonrientes felicitadores dicen «sacerdote» quieren decir otra cosa de lo que yo espero para dentro de pocos días. Sólo de vez en cuando en los ojos, en las medias palabras, en la cordialidad de alguno se halla una verdadera conexión, en el mismo plano.
     Pero, en fin, no es extraño que los otros no comprendan, distraídos, o acostumbrados. Uno mismo tampoco, muchas veces, casi siempre, apenas comprende.
     Que Él se apiade de todos. Sufrió a los pobres apóstoles que tampoco comprendían. Sólo que ellos confiaron del todo en Él. Y le fueron fieles hasta el fin.

16 septiembre


     Revestido y todo, ensayo la Misa. No parece posible pero todo eso será maravillosa, asombrosa realidad dentro de unos —¡poquísimos!— días.
     Cada vez crece más en mi la alegría que ahora es imposible contener. Sí, pienso más que nunca en la responsabilidad, en la indignidad, en el duro porvenir, en la misión de mediador, de puente, entre Dios y los hombres. Pero uno se siente, sin saber cómo, llevado, lleno de una presencia que hace imposible todo temor.
     Pienso mucho en los Apóstoles. En Pedro, en Pablo, en Juan... Quisiera purificar lo más posible a este pobre individuo para que su fidelidad sea menos difícil.

21 septiembre


     Estoy cansado. Apenas recuerdo nada.
     Sólo —sobre todo— la presión de las manos del obispo sobre la cabeza. Como en un principio: los apóstoles, apresurados y agobiados, de ciudad en ciudad, imponían las manos sobre dos o tres. También hoy sobre unos jovencillos las manos... el Espíritu... Y también todas las demás ceremonias —el oleaje de las letanías que canta toda la Iglesia, la imposición de manos por innumerables sacerdotes después del obispo, la unción de las manos, la penetrante melodía del «Ya no os llamaré siervos, sino amigos»—, pero uno apenas se daba cuenta. Las palabras del ritual cien veces meditadas, hoy apenas si lograba seguirlas. Pero hoy no era piadosa meditación sino realidad inanulable.

22 septiembre


     Sólo estaban presentes mamá, mis hermanos y Mn. Jordi. Ellos representaban el pueblo cristiano —buena representación— para mí por lo menos. La primera misa, titubeante, temiendo equivocarme, lleno de emoción. Aquellas palabras y aquellos gestos largamente ensayados pero que hoy «salían» transfigurados gracias a la misteriosa realidad inanulable. Hoy iba en serio. ¡Es tan sencillo decir: «Esto es mi cuerpo» y «Este es el cáliz de mi sangre»!
     Y allí en aquella capilla casi vacía, la presencia de todo lo divino y de todo lo humano: el Padre a quien todo se dirige, Jesucristo tan cercano, y con Él todos nosotros, toda la Iglesia, todos los hombres en una misma oblación, y el Espíritu que obra en todos su comunión de amor. Dios y hombres, pasado, presente y futuro, su amor y nuestros pecados, dolor y alegría, todo tenia allí su presencia.
     Y también presente la mirada inefablemente feliz de mi padre desde el cielo —desde allí mismo—, contemplando el fruto de su sacrificio y de su amor. Ahora todo estaba más claro.

JGS

448
La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evan gelio. - PABLO VI