Mensaje para la
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones

(13 abril 2008)

   Desde 1964 cada año el Papa envía un Mensaje con motivo de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Para la de este año, Benedicto XVI ha firmado el siguiente.
   «Te alabamos, Padre santo» es una oración vocacional, escrita por Mons. Guillermo Rodríguez Melgarejo, obispo de la diócesis de San Martín, Argentina.
   El 1 de noviembre de 2007 fallecía el Dr. José María Carda Pitarch. Se hizo presente en su funeral en la iglesia arciprestal de Vila–real de los Infantes con «Hasta pronto, en la paz». Quién pudiera poder decir también: «Creí soñar despierto bajo esta misma bóveda, al pronunciar palabras con tal autoridad, que Cristo al escucharlas se puso en mis manos en un cáliz de vino y un pedazo de pan. Prediqué su evangelio, repartí sus perdones, asombrado yo mismo de sentirme capaz. Todo fue como un sueño. Sólo ahora he podido comprobar lo soñado en su clara verdad».

JSV

MENSAJE DEL PAPA

PARA LA XLV JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
13 abril 2008 – IV Domingo de Pascua


Queridos hermanos y hermanas:

     1. Para La Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará el 13 de abril de 2008, he escogido como tema: Las vocaciones al servicio de la Iglesia–misión. Jesús Resucitado confió a los Apóstoles el mensaje: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19), garantizándoles: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La Iglesia es misionera en su conjunto y en cada uno de sus miembros. Si por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación cada cristiano está llamado a dar testimonio y a anunciar el Evangelio, la dimensión misionera está especial e íntimamente unida a la vocación sacerdotal. En la alianza con Israel, Dios confió a hombres escogidos, llamados por Él y enviados al pueblo en su nombre, la misión profética y sacerdotal. Así lo hizo, por ejemplo, con Moisés: «Ve, pues, –le dijo el Señor– yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo… cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en este monte» (Ex 3, 10.12). Y lo mismo hizo con los profetas.

     2. Las promesas hechas a los padres se realizaron plenamente en Jesucristo. Dice a este respecto el Concilio Vaticano II: «Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en Él antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos... Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia» (Const. dogm. Lumen gentium, 3). Y Jesús se escogió, como estrechos colaboradores en el ministerio mesiánico, a unos discípulos ya en su vida pública, durante la predicación en Galilea. Por ejemplo, cuando en la multiplicación de los panes, dijo a los Apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16), estimulándoles así a hacerse cargo de las necesidades del gentío, al que quería ofrecer pan para saciarle, pero también para revelar el pan «permanente, el que da la vida eterna» (Jn 6, 27). Al ver a la gente, sintió compasión de ellos, porque mientras recorría pueblos y ciudades, los encontraba cansados y abatidos «como ovejas sin pastor» (cf Mt 9, 36). De aquella mirada de amor brotaba la invitación a los discípulos: «Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38), y envió a los Doce «a la ovejas perdidas de Israel», con precisas instrucciones. Si nos detenemos a meditar la página del Evangelio de Mateo, calificada como «discurso misionero», descubrimos todos los aspectos que caracterizan la actividad misionera de una comunidad cristiana que quiera permanecer fiel al ejemplo y a las enseñanzas de Jesús. Corresponder a la llamada del Señor comporta afrontar con prudencia y sencillez cualquier peligro e incluso persecuciones, ya que «el discípulo no es más que su maestro; ni el siervo más que su señor» (Mt 10, 24). Hechos una sola cosa con el Maestro, los discípulos no están ya solos para anunciar el Reino de los cielos, sino que es el mismo Jesús el que actúa en ellos: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió» (Mt 10, 40). Y además, como verdaderos testigos, «revestidos de la fuerza que viene de lo alto» (Lc 24, 49), predican «la conversión y el perdón de los pecados» (Lc 24, 47) a todo el mundo.

     3. Precisamente porque el Señor los envía, los Doce toman el nombre de «apóstoles», destinados a recorrer los caminos del mundo anunciando el Evangelio como testigos de la muerte y resurrección de Cristo. Escribe san Pablo a los cristianos de Corinto: «Nosotros –es decir, los Apóstoles– predicamos a un Cristo crucificado» (1 Cor 1, 23). El libro de los Hechos de los Apóstoles atribuye un papel muy importante, en ese proceso de evangelización, también a otros discípulos, cuya vocación misionera brota de circunstancias providenciales, incluso dolorosas, como la expulsión de la propia tierra en cuanto seguidores de Jesús (cf. 8, 1–4). El Espíritu Santo permite que esta prueba se transforme en ocasión de gracia, y se convierta en oportunidad para que el nombre del Señor sea anunciado a otras gentes y se ensanche así el círculo de la Comunidad cristiana. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe Lucas en el libro de los Hechos, «han consagrado su vida al servicio de nuestro Señor Jesucristo» (15, 26). El primero de todos, llamado por el mismo Señor a ser un verdadero Apóstol, es sin duda alguna Pablo de Tarso. La historia de Pablo, el mayor misionero de todos los tiempos, lleva a descubrir, bajo muchos puntos de vista, el vínculo que existe entre vocación y misión. Acusado por sus adversarios de no estar autorizado para el apostolado, recurre repetidas veces precisamente a la vocación recibida directamente del Señor (cf Rm 1, 1; Gal 1, 11–12.15–17).

     4. Al principio, como también después, lo que «apremia» a los Apóstoles (cf 2 Cor 5,14) es siempre «el amor de Cristo». Fieles servidores de la Iglesia, dóciles a la acción del Espíritu Santo, innumerables misioneros, a lo largo de los siglos, han seguido las huellas de los primeros apóstoles. Observa el Concilio Vaticano II: «Aunque a todo discípulo de Cristo incumbe el deber de propagar la fe según su condición, Cristo Señor, de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere para que lo acompañen y los envía a predicar a las gentes (cf Mc 3, 13–15)» (Decr. Ad gentes, 23). El amor de Cristo, de hecho, viene comunicado a los hermanos con ejemplos y palabras; con toda la vida. «La vocación especial de los misioneros ad vitam –escribió mi venerado predecesor Juan Pablo II– conserva toda su validez: representa el paradigma del compromiso misionero de la Iglesia, que siempre necesita donaciones radicales y totales, impulsos nuevos y valientes» (Encl. Redemptoris missio, 66).

     5. Entre las personas dedicadas totalmente al servicio del Evangelio se encuentran de modo particular los sacerdotes llamados a proclamar la Palabra de Dios, administrar los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Reconciliación, entregados al servicio de los más pequeños, de los enfermos, de los que sufren, de los pobres y de cuantos pasan por momentos difíciles en regiones de la tierra donde se encuentran, tal vez, multitudes que aún hoy no han tenido un verdadero encuentro con Jesucristo. A ellos, los misioneros llevan el primer anuncio de su amor redentor. Las estadísticas indican que el número de bautizados aumenta cada año gracias a la acción pastoral de esos sacerdotes, totalmente consagrados a la salvación de los hermanos. En ese contexto, un agradecimiento especial viene expreso «a los presbíteros fidei donum, que con competencia y generosa dedicación, sin escatimar energías en el servicio a la misión de la Iglesia, edifican la comunidad anunciando la Palabra de Dios y partiendo el Pan de Vida. Hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han sufrido hasta el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo… Se trata de testimonios conmovedores que pueden impulsar a muchos jóvenes a seguir a Cristo y a dar su vida por los demás, encontrando así la vida verdadera» (Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 26). A través de sus sacerdotes, Jesús se hace presente entre los hombres de hoy hasta los confines últimos de la tierra.

     6. Siempre ha habido en la Iglesia muchos hombres y mujeres que, movidos por la acción del Espíritu Santo, han escogido vivir el Evangelio con radicalidad, haciendo profesión de los votos de castidad, pobreza y obediencia. Esas pléyades de religiosos y religiosas, pertenecientes a innumerables Institutos de vida contemplativa y activa, «tuvieron hasta ahora, y siguen teniendo, la mayor parte en la evangelización del mundo» (Decr. Ad gentes, 40). Con su oración continua y comunitaria, los religiosos de vida contemplativa interceden incesantemente por toda la humanidad; los de vida activa, con su multiforme acción caritativa, dan a todos el testimonio vivo del amor y de la misericordia de Dios. Refiriéndose a estos apóstoles de nuestro tiempo, el Siervo de Dios Pablo VI escribió: «Gracias a su consagración religiosa, ellos son, por excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Ellos son emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad y una imaginación que suscitan admiración. Son generosos: se les encuentra no raras veces en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para su santidad y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe muchísimo» (Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 69).

     7. Además, para que la Iglesia pueda continuar y desarrollar la misión que Cristo le confió y no falten los evangelizadores que el mundo tanto necesita, es preciso que en las comunidades cristianas no falte nunca una constante educación en la fe de los niños y de los adultos; es necesario mantener vivo en los fieles un activo sentido de responsabilidad misional y una participación solidaria con los pueblos de toda la tierra. El don de la fe llama a todos los cristianos a cooperar en la evangelización. Tal concienciación se alimenta por medio de la predicación y la catequesis, la liturgia y una constante formación en la oración; se incrementa con el ejercicio de la acogida, de la caridad, del acompañamiento espiritual, de la reflexión y del discernimiento, así como de la planificación pastoral, una de cuyas partes integrantes es la atención vocacional.

     8. Las vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada sólo florecen en un terreno espiritualmente bien cultivado. De hecho, las comunidades cristianas, que viven intensamente la dimensión misionera del ministerio de la Iglesia, nunca se cerrarán en sí mismas. La misión, como testimonio del amor divino, resulta especialmente eficaz cuando se comparte «para que el mundo crea» (cf Jn 17, 21). El don de la vocación es un don que la Iglesia implora cada día al Espíritu Santo. Como en los comienzos, reunida en torno a la Virgen María, Reina de los Apóstoles, la Comunidad eclesial aprende de ella a pedir al Señor el florecimiento de nuevos apóstoles que sepan vivir la fe y el amor, necesarios para la misión.

     9. Mientras confío esta reflexión a todas las Comunidades eclesiales, para que la hagan suya y, sobre todo, les sirva de inspiración para la oración, aliento el esfuerzo de cuantos trabajan con fe y generosidad en favor de las vocaciones, y de corazón envío a los educadores, a los catequistas y a todos, especialmente a los jóvenes en etapa vocacional, una especial Bendición Apostólica.

Benedicto XVI


II

Te bendecimos, Padre Santo,
porque en el insondable designio de tu amor
nos llamas incesantemente a la santidad
desde el instante en que fuimos bautizados
en tu nombre y en el del Hijo y en el del Espíritu santo.

Tú conoces bien las angustias y esperanzas
de la humanidad en nuestros días.
El hambre y la sed de ti,
expresada como a tientas de tantos modos
y que sólo puede saciar cristo,
camino, verdad y vida.
La urgencia de una evangelización nueva
en su ardor, extensión y hondura,
por el fuego de la caridad de tu espíritu divino.

Padre bueno, sabes todo cuanto necesitamos.
Esto nos da confianza y nos impulsa a pedirte
escuches la súplica de tu Iglesia que,
con fe viva y humildad de corazón,
te implora envíes obreros a tu mies
porque la mies es mucha y los obreros son pocos.

Sabes bien cuánto necesitamos la presencia
de pastores santos y numerosos
para conducir a tu pueblo por los caminos del espíritu
y hacer conocer el evangelio de tu hijo
hasta en los últimos confines de la tierra.
sabes bien cuánto necesitamos
la cercanía espiritual de los consagrados y consagradas
–total y exclusivamente entregados a ti–
que acompañen el ministerio de los pastores
y alienten el fervoroso despertar de nuestros laicos,
manifestando con la vida el silencioso heroísmo
de la caridad cotidiana.

Es la Iglesia de tu Hijo la que, unánime,
te implora abundantes y santas vocaciones.
Así como María de Nazaret
creyó en tu amor y obedeció a tu palabra,
que su ejemplo e intercesión,
suscite generosidad y heroísmo
en nuestras muchachas y muchachos
para que puedan responder ahora,
como María lo hizo,
con solícita obediencia y corazón indiviso.

Que quienes comenzaron ya
a seguir la llamada de Jesús aprendan de ella
la perseverancia fiel hasta la muerte,
dejándose modelar en la Iglesia
dóciles a la acción escondida y poderosa
del Espíritu santo.

Concédenos, Padre, que
la maternal intercesión de Nuestra Señora
sostenga, día a día, nuestro caminar en la fe y
siguiendo las huellas de Cristo,
todos cooperemos activamente
en la salvación de nuestros hermanos.

Te lo pedimos por tu Hijo muy querido Jesucristo,
que vive y reina contigo
en la comunión del Espíritu santo.
Amén.


III

HASTA PRONTO, EN LA PAZ

Todo fue como un sueño, un sueño misterioso,
más bello y verdadero que la luz terrenal.
Se inició con el agua vertida en mi cabeza aquí,
junto a la entrada del templo arciprestal.

Me confirmó aquí mismo la fuerza del Espíritu
y aquí empecé a nutrirme de Cristo hecho manjar.
Como un sueño, llegóme la invitación divina
a subir paso a paso las gradas del altar.

Creí soñar despierto bajo esta misma bóveda,
al pronunciar palabras con tal autoridad,
que Cristo al escucharlas se puso en mis manos
en un cáliz de vino y un pedazo de pan.

Prediqué su evangelio, repartí sus perdones,
asombrado yo mismo de sentirme capaz.
Todo fue como un sueño. Sólo ahora he podido
comprobar lo soñado en su clara verdad.

Ahora, más que nunca, he caído en la cuenta
de las tristes miserias de mi fragilidad,
pero también ahora conozco la abundancia
de la misericordia divina y paternal.

Hermanas y sobrinos, familiares y amigos,
enjugad vuestros ojos y a Dios por mí rezad.
Os prometo en el cielo recordaros a todos.
Hasta pronto. Aquí os dejo un abrazo de paz.

 

 
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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI