Andreas




 

«Los santos no necesitan hablar. Su existencia es una llamada», escribió Bergson. El cardenal Montini estaba convencido de que toda vocación al sacerdocio tenía como telón de fondo una figura sacerdotal.
«Surge» ha dedicado un número de la revista a evocar la figura del sacerdote Andrés Ibáñez Arana (1920–2006)
Convencido del poder de llamada de su vida, tras leer lo escrito por José Antonio Badiola, le pedí permiso para transcribir la evocación que traza de Andreas.
San Andreas, dile al Dueño de la mies que envíe obreros a su Iglesia.

JSV

 

     Cuando don Andrés me regaló un ejemplar de su magna y postrera obra «Historia del Seminario Diocesano de Vitoria» puso en la dedicatoria el siguiente texto: «A Toño Badiola, para cuya relación conmigo no encuentro palabra en el diccionario, con mi afecto». Y firmaba con el nombre con el que me solía dirigir a él: «Andreas». Ahora, al preparar esta evocación, me pasa lo mismo: no encuentro palabras... O quizá es lo contrario: encuentro muchas, demasiadas, tantas que hacen difícil su elección.
     El caso es que no me resulta difícil escribir sobre don Andrés, como no me resultaba difícil hablar con él, disfrutar de su presencia afable, aprender de su enciclopédica sabiduría, admirar los variados sucedidos de su vida apasionante, reír con sus peripecias, dichos y chistes y, sobre todo, «envidiar» su fe... Don Andrés ha sido un don para mí, un don impagable e inmerecido. Por eso, la palabra principal que puedo recoger aquí es gracias. Gracias a Dios por haberme puesto cerca una persona tan enriquecedora y gracias a don Andrés por tantas y tantas cosas recibidas y compartidas.
     Quiero expresar algunas cosas que más me han llamado la atención y de las que más he aprendido de Andreas. A una persona que, en mi caso, tiende a los excesos, el perfil de don Andrés le va como anillo al dedo, porque sin renunciar a nada sabía poner cada cosa en su sitio, sin dejarse aprisionar. El viejo dicho aristotélico, «en el término medio la virtud», me ha parecido un elemento típico del estilo vital de don Andrés, que he admirado y quiero subrayar ahora. El orden es anecdótico: en realidad todas las características van a la vez en el mismo «lote»: la persona de don Andrés.


1. Un hombre sabio

     No voy a descubrir a nadie que don Andrés era un sabio, un «enciclopédico». Pero me llamaba mucho la atención la «forma de ser sabio» que tenía don Andrés. En realidad sabía de todo, aunque su sólida formación intelectual (continuamente enriquecida a lo largo de su vida) no se reflejaba en argumentos imposibles, terminología oscura o estilo impositivo. Al revés, su porte sencillo lo llevaba también en este aspecto haciendo de su sabiduría un bien didáctico y pedagógico, fácilmente entendible y captable. Esto lo refiero a las clases de Sagrada Escritura pero, sobre todo, a sus homilías y conferencias. Escuchar a don Andrés era una auténtica gozada. Sabía sacar una chispa especial a todo texto bíblico, pero no con esa terminología técnica (que a veces supone un verdadero oscurecimiento del mensaje) sino con argumentos lineales y ejemplos perspicaces y muy oportunos. Lo mismo se puede decir de las charlas bíblicas que preparaba para diversas comunidades religiosas: sus interpretaciones sabían poner fácil lo difícil, claro lo oscuro, muy rico y elocuente lo que parecía insignificante. La sencillez, una característica tan propia de don Andrés, también abarcaba su sabiduría. Me parece un valor enorme y más para la disciplina bíblica, tan difícil por tantas razones.


2. Un hombre trabajador

     Su capacidad de trabajo y sacrificio fue siempre proverbial. En sus últimos años, «metía horas» a destajo. A él le parecía una virtud especial. Ser trabajador, ser constante, ser riguroso. «Por ahí no siga» respondió a su confesor cuando le peguntaba por la posible ociosidad cuando ya estaba jubilado. En realidad, don Andrés nunca dejó de trabajar, nunca «se jubiló». Cuando terminó de dar las clases de su cátedra de Sagrada Escritura, continuó con otras clases, con la dirección de Scriptorium y la maquetación de Surge y Lumen, con la biblioteca, con la Historia del Seminario, con charlas, retiros... Era incansable, siempre dispuesto a seguir en la brega. Sin embargo, no era esclavo del trabajo, también sabía «parar»: tenía la costumbre de calcular y medir lo que podía hacer en una hora, lo extrapolaba a todo el día y, a partir de ahí, una vez realizada la tarea también sacaba tiempo para descansar, pasear, conversar...


3. Un hombre austero

     La austeridad es una virtud que acompaña a muchos de nuestros sacerdotes, nacidos y crecidos en una época de muchas carencias, pero que se mantiene viva en estos tiempos de abundancia y derroche. También don Andrés era un hombre austero. Austero en sus costumbres, en sus formas. Pero esa austeridad no le impedía disfrutar de los nuevos tiempos de abundancia. Machado escribía «cuando hay vino, beben vino y si no hay vino, agua fresca». Yo lo pondría al revés: «normalmente agua fresca, pero si hay vino, pues vino». Me gustaba verle comer en algunas comidas especiales: comía de todo, un poco pero de todo. El equilibrio también era gastronómico. También su porte era austero: su elegancia natural le ayudaba a no tener que vestir «de catedrático». Cuando recibía visitas de personalidades era fácil constatar la diferencia, pero siempre me parecía que don Andrés iba «mejor».


4. Un hombre servicial

     Es otra característica suya muy sobresaliente. Don Andrés siempre estaba dispuesto a echar una mano, a hacer el favor solicitado. Solía decir, cuando le pedías un favor, que en realidad el favor se lo hacías a él, porque así podía ejercitar la caridad. Por eso, cuando te hacía el favor y le decías «gracias», solía responder: «no, gracias a ti que me has dado la posibilidad de hacer el bien». Fantástico. Porque hay quien hace el bien a regañadientes, como si fuera una obligación penosa el hacerlo, y hay quien, como él, hace el bien con alegría, sin echarlo nunca en cara. Atravesar su puerta para pedirle un favor no era distinto de hacerlo para darle algo. En cuanto entrabas, él se levantaba raudo de la silla para atenderte en el momento. Ni en esto, ni en otras cosas, hacía acepción de personas: siempre atendía a quien le necesitaba.


5. Un especialista en el AT pero desde el punto de vista del NT

     Su preparación específica era el Antiguo Testamento y gran parte de su trabajo como profesor e investigador se centró en esos libros. Siempre con un cariño desmedido. Reconocía que había muchas páginas que eran un auténtico «desierto» espiritual y religioso, pero sacaba jugo a todas. Creo que era porque su «canon» era «ése a quien tú llamas Jesús y yo Jesucristo». Don Andrés decía que Jesús era la criba donde se echaba todo texto. Movías la criba y lo que pasaba valía y lo que no, no. Su amor por Jesucristo era inmenso y le gustaba que tuviéramos ese mismo amor por Jesús, la medida de todas las cosas. Y su conocimiento de los evangelios y de todo el NT era impresionante. Aún en los últimos años podía recordar textos enteros en griego o en latín para dar información o corregir afirmaciones erróneas.


6. Un hombre afectuoso

     El afecto de don Andrés era mucho más grande que el que a veces demostraba. O, dicho de otra manera, don Andrés manifestaba sobriamente su afecto, su gran corazón. Seguramente, la educación de sus años mozos sería restrictiva en el manifestar la ternura y el cariño. Pero era muy cariñoso. Sus ojos brillaban de una forma especial cuando veía llegar a alguien conocido. Enseguida le salía un «¡hombreee...!» que manifestaba su alegría de encontrar a tal o cual. Se preocupaba mucho de la salud de todos, fruncía el ceño cuando se enteraba de alguna desgracia, animaba, visitaba, consolaba... Todo eso no sólo era muestra de su fortaleza, sino también de su enorme capacidad de empatía, de su enorme capacidad de querer; el modo más bien parco de manifestarlas, resto de otro tiempo, quizá las podían solapar en una mirada superficial, pero de ningún modo ocultar.


7. Un hombre generoso

     Creo que no le gustaría que hiciera patente esta cualidad tan suya. Pero no me queda otro remedio que hacerla constar. No hablaba mucho de esto pero tenía una teoría fantástica, como muchas de las que elaboraba. Don Andrés decía que el mérito de la generosidad se multiplicaba por los días de vida que te quedaban. Y así, uno que da un euro a los 10 años tendrá un mérito de 1 euro x 70 años de vida (calculando si todo va normal) = 70 de «mérito». Y uno que, ya muerto, deja en herencia 10.000.000 de euros tendrá un mérito de 10.000.000 de euros x 0 años de vida = 0 de «mérito». Genial. Y eso lo llevó a la práctica. Sé que ayudaba a distintas personas y siempre estaba dispuesto a dar de lo suyo. Pero no quiero decir más porque seguro que, incluso ahora, le incomoda. Supo llevar bien a la práctica el dicho de Jesús en el Sermón de la Montaña.


8. Un hombre de argumentos

     Don Andrés era muy locuaz. Le gustaba hablar, contar, narrar. Nada le era ajeno y las tertulias con él eran muy enjundiosas. Pero le gustaba utilizar argumentos. Hacías un comentario y decía «¿en qué te basas para decirlo?». Distinguía bien entre opiniones y argumentos y no le gustaba nada que se mezclasen. Buscaba la exactitud, la rigurosidad, era preciso en utilizar el término apropiado, el concepto cabal. A mí me parece una virtud muy importante en estos tiempos revueltos en que lo más normal es confundir «churras con merinas»: expresar bien las ideas es una condición básica para una buena comunicación y la comunicación es el vehículo del anuncio, de la evangelización. Por eso don Andrés era un magnífico comunicador... y un magnífico evangelizador.


9. Un hombre espiritual


     No sé si la imagen «típica» de don Andrés es la de un hombre pío y devoto. Los biblistas tienen fama de lo contrario. Con las armas del método histórico-crítico parecen destrozar todo acercamiento «espiritual» a la Escritura. No es así, ciertamente. Y tampoco en don Andrés, que, sin alharaca alguna, vivía intensamente su fe. A mí me gusta celebrar la eucaristía al final de la jornada, cuando uno vuelve de las fatigas diarias a recobrar el tono en la mesa del altar. A él no. La misa, al comienzo del día: «no se puede aguantar el peso del día si no te has alimentado bien» decía. Siempre encontraba un rato para rezar el rosario y otras devociones, pero encontraba en la Palabra su fuente espiritual. Nada extraño en un biblista como él. ¡Hombre de palabra y de Palabra!


10. Un hombre esperanzado

     Don Andrés tenía muchos motivos para sufrir. Y lo hacía. A veces lo comentaba pero no solía hacerlo con asiduidad. Pero era una persona muy esperanzada. Y contagiaba esa esperanza. La cifro en su capacidad de resistir los embates y desafíos de la vida y del momento presente, la capacidad de perdonar agravios pasados (algunos muy serios) y presentes, la capacidad de esperar... Cuando leo Mt 7, 24-27, esa persona que construye su «casa» en cimiento sólido (en la Palabra de Dios), pienso en ese don Andrés que miraba con esperanza y atención todos los procesos vertiginosos de cambio y transformación de su mundo. Algunos le hacían sufrir, pero ninguno podía con su capacidad de afrontarlos con decisión.


11. Un sacerdote ejemplar

     En definitiva, don Andrés ha sido para mí un ejemplo a seguir. Muchos de los valores que él tenía me parecen valores fundamentales para todo cura y para todo seguidor de Jesús. He procurado recoger algunas características que más me interpelaban. Reciedumbre en estos tiempos muelles, fidelidad y lealtad ahora que los compromisos son a corto alcance, una humanidad tan nazarena, fundamento intelectual frente al «analfabetismo feliz» de tantos, compromiso con «la casa» aun en tiempos duros. D. Bonhoeffer escribía: «¿Somos aún útiles? Lo que necesitaremos no serán genios, ni menospreciadores de hombres ni sagaces tácticos, sino hombres sencillos, humildes y rectos». Me parece que don Andrés encaja muy bien en este tipo. Y creo que esa necesidad es cierta.


Epílogo

     Don Andrés, en compañía de Luis Mari Goikoetxea, estuvo en la defensa de mi lectio coram en el Bíblico el 13 de enero de 2006. Él revivió sus años romanos y se alegró enormemente cuando comprobó el resultado exitoso. Contemplar su alegría me emocionó y me responsabilizó también: don Andrés había confiado en mí (a pesar de tantas cosas) para hacer los estudios bíblicos y continuar, mucho más modestamente, su estela en la Facultad. Fue una de sus últimas alegrías. El estómago ya le avisaba que algo no iba bien. Luego, a la vuelta, los análisis médicos no pudieron ser más desalentadores. Pude acompañar discretamente sus últimas semanas hasta que en la tarde del día de la Ascensión dio su último aliento. Había nacido el día de la Anunciación. Si el Cielo quiso decirnos algo, no pudo ser más explícito.

     Mi infinita gratitud al amigo, al maestro, al padre.

José Antonio Badiola

 
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Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajesen alguno de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado «Vidade Cristo» y otro que tenía por título «Flos sanctorum», escritos en su lengua materna. Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior. Pero entretanto, iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: «¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?». Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios (Luis Gonçalves de Cámara)