Huelga de ángeles


     

     Sucedió en los tiempos de maricastaña.
     Los ángeles se declararon en huelga.
     Sólo una vez refieren las crónicas del cielo que han hecho huelga los ángeles.
     Me lo contaba mi madre, yo era chaval. Las madres pueden saber lo que pasa en el cielo. Yo era chaval y quería ser ingeniero, y general, y cirujano, y pintor, y marino... Mi madre me contaba la vez que los ángeles se declararon en huelga. Y comencé a pensar que mejor que ser ingeniero y que ser marino, si los ángeles por eso habían hecho huelga, podría quizá...
     Me hice sacerdote.
     Y claro, era natural, ahora lo entiendo, que los ángeles hicieran huelga.
     Veréis cómo fue.
     
     
     En los tiempos de maricastaña.
     Comenzó a correr un bulo por el cielo.
     Fue Rayo-Verde quien avisó a Miguel Arcángel.
     Rayo-Verde es un ángel pequeñito que sirve de enlace en la Capitanía General.
     El Capitán General es Miguel Arcángel. Todos los ángeles del cielo y los que andan por la tierra, y los ángeles que cumplen turno cada cual en una estrella para que ardan por la noche, todos los ángeles respetan y obedecen a Miguel Arcángel, Capitán General. El Señor Dios le nombró Capitán General aquella vez de la rebelión, cuando Lucifer, uno de los más hermosos, lleno de orgullo organizó una revuelta y quiso tomar el trono de Dios. Miguel Arcángel plantó cara a los rebeldes, dio batalla, los venció y los lanzó al infierno. Para premiar a Miguel hubo en el cielo unas fiestas imponentes. Y el Señor Dios le nombró Capitán General, con derecho de mando sobre todos los ángeles, y para que pudiera vigilar los turnos y mandar los avisos le dio siete enlaces, todos se llaman Rayo y son cada cual de un color. Rayo-Verde le cayó simpático a Miguel Arcángel. Le hacía gracia verlo pequeñajo y tan agudo. Se tomaron confianza. Mi madre decía que Rayo-Verde, con serminúsculo, era el mejor informado de todos los secretos del cielo. Yo sospechaba que Rayo-Verde, cuando tenía un viaje por la tierra, pasaba a visitar a mi madre y le contaba cosas. Por eso ella supo sobre el cielo cosas que nadie sabía. Por ejemplo, lo de la huelga de ángeles.
     Veréis cómo fue.
     Comenzó a correr un bulo por el cielo.
     Los ángeles andaban en cuchicheo.
     Era cosa extraña; nunca, ni siquiera cuando Lucifer, había ocurrido. La rebelión de Lucifer y los suyos estalló como una llamarada, sin conspiraciones. Ahora los ángeles se decían la sospecha, susurraban intranquilos, miraban de reojo:
     –¿Quién lo ha inventado?; es increíble; si no conociéramos nosotros a los hombres; ¿sabes que lo dan por seguro?; ¿para cuándo lo anuncian?; no hay que hacer caso...
     Rayo-Verde lo contó a San Miguel.
     –Tienes que intervenir, Miguel. Todo son corros en las esquinas de las plazas. En el Jardín del Arco Iris hubo ayer asamblea. Habló un querubín de los que asisten al Trono, que tenía tarde libre. No dijo nada en limpio, pero le preguntaron y contestaba evasivas. Parecía triste. El batallón central de principados da hoy un homenaje a Gabriel. Participan los Serafines del Palacio de María. Yo me sé lo que ocurrirá. No se puede tener a los ángeles en esta zozobra. Los servicios están desatendidos. Puede llegar una huelga general. Imagínate qué pensará el Señor. Todos hacen como que lo creen, se encogen de alas, pero por dentro piensan que si fuera verdad... Y lo peor es que ya el rumor circula fuera. De madrugada se hizo el relevo de los custodios de África. Un ángel negro que lleva cinco siglos en activo ha venido a verme, como de saludo, y a decir que todo va bien y si podría yo revisar su ficha y anotar cuándo pasará a la excedencia. Pero lo que de verdad quería saber era lo que todos. Me contó que en la zona de los lagos de Kenia se juntaron miles de custodios, porque los salvajes cazan este mes el elefante. Alguno de los custodios dijo que es cosa hecha, que los querubines del Trono se callan, pero lo saben seguro. Has de intervenir, Miguel; esto tiene que acabar.
     Miguel Arcángel, Capitán General de las milicias angélicas, decidió intervenir. Sus siete enlaces cruzaron relampagueantes las avenidas celestiales. El Mensajero Mayor repartió a su gente las consignas de cita.
     
     
     Hay en el cielo una plaza con siete colinas. Ya mi madre habrá paseado por ahí. Es una plaza especial, porque las cosas del cielo son especiales, claro está. Una plaza con siete colinas y en los valles paseos y fuentes y árboles frutales, maravilla de flores, y qué pájaros, cómo cantan, y una hierba blanca que parece nevada y tiene con amapolas como dibujos de sangre. Y las siete colinas, una más alta que todas, con arriba el puesto de mando para el Capitán de las milicias angélicas, que así le ven y le oyen porque las siete colinas están mirando unas a otras de manera especial, y estas cosas del cielo son tan raras de explicar; pero mi madre bien que lo contaba y yo entendí cómo puede ser una plaza con siete colinas y la hierba nevada, que paseas y la pisas y no se estropea, parece que se ríe y notas cosquillas en los pies descalzos, que por el cielo se pasea descalzos.
     Estaban los ángeles por la falda de las siete colinas, por los valles, en el centro. Eran una cascada de luz, una locura de colores, como los fuegos artificiales cuando se rompen en palmeras y una sale roja y otra blanca y otra verde; como los fuegos artificiales, pero que no se apagan y además de día. Arriba, en la colina más alta, ocupó Miguel Arcángel el puesto de mando. Y habló. Da gusto aquella plaza; lo que hables, aunque sea en voz baja, te oyen todos bien, los del centro, los de las colinas, en los valles, todos te oyen. Habló Miguel. Lo que está ocurriendo en el cielo no tiene precedentes. Llegar a la huelga general sería un desprecio al Señor, por lo menos un desacato, una señal de poca confianza. Es un bulo eso que unos a otros van diciendo. No está dispuesto a tolerar que se repita. Quien tenga una noticia que dar o una protesta, vaya siempre a Capitanía. Miguel dice que ha intentado saber quién puso el bulo en marcha. No ha dado con él. Desde luego, le hubiera reprendido.
     –Y ahora, con objeto de que el Señor ni por un momento pueda sospechar que nos falta confianza o que maniobramos a sus espaldas, doy orden de que nos traslademos todos en manifestación ante Su Trono, le rindamos obediencia y le supliquemos deshaga Él mismo los infundios.
     
     
     La riada de ángeles se puso en movimiento. Fue como estirar la serpentina de una nebulosa. Dijérase que la vía láctea caminaba por las grandes avenidas hacia el trono de Dios el Señor.
     Era impresionante verlos venir. El Señor hizo como que no los veía; siguió conversando. Pero los querubines y los serafines que escoltaban su Trono se daban con la punta del ala y miraban de reojo. Ya se acercan. Viene Miguel al frente con los siete Rayos. Detrás, los arcángeles. Y la inmensa pellada de las milicias celestiales. Qué luz, qué brillo, el aire canta, que pasan los ángeles. El Señor hace que no ve, sigue hablando con la Virgen María, que está sentada a su derecha, con San José bendito, que está sentado a su izquierda. Nunca me aclaró mi madre cómo es posible que antes de bajar a la tierra tuviera el Señor sentados la Virgen a la derecha y San José a la izquierda. Mi madre sabía de estas cosas, y yo sospecho que Rayo-Verde, algo le contaba. Así que mejor testimonio es difícil de hallar. La Virgen miraba al Señor, pero San José notó que dos querubines cruzaban un ademán de asombro, y levantó los ojos y vio... que todos los ángeles del cielo venían en nube al Trono del Señor.
     A cincuenta metros, Miguel se detuvo. Mil soles alumbran sobre el Trono. El Señor levanta la mirada. Hay extrañeza en su rostro.
     –¿Qué queréis?
     Miguel, sus siete Rayos, Ángeles, Arcángeles, Principados, Potestades, han hincado la rodilla y hunden su frente en el polvo. Adoran a Dios. No puedo deciros cómo es el polvo del cielo; mi madre no me explicó, pero seguro que no mancha; será como cuando vas en avión por encima de las nubes y las ves debajo relucientes que parecen la lana recién esquilada.
     –¿Qué queréis?
     La palabra del Señor Dios suena todavía severa. Miguel, sus siete Rayos, Ángeles, Arcángeles, Principados, Potestades, siguen con la frente hundida en el polvo. En el cielo hay un protocolo: según sus normas, nadie ha de mirar al rostro de Dios hasta la tercera pregunta.
     –Dime, Miguel, ¿qué queréis?
     Ya la voz del Señor suena suave. Miguel y sus ángeles levantan la cabeza. Toca hablar a Miguel. El Señor le sonríe, como si estuviera curioso. ¿Qué querrán? ¿Qué pasa a mis ángeles? Miguel no habla. Le da miedo. Le parece tontería. Traer estas cosas al Trono del Señor. Han sido bobos. ¿Para qué hacer caso, para qué dar importancia? Venir con un bulo. Le da vergüenza, le parece tontería. Los ángeles están pendientes de que hable Miguel. Debe hablar, lo ha dicho él: que Dios mismo deshaga los infundios. Habla Miguel.
     –Discúlpanos, Señor. No venimos en plan de protesta. Venimos con un ruego. Quizá es tontería; seguro es una tontería. A mí me lo parece. Y a todos. Pero estamos preocupados. Alguien ha dejado caer un rumor. Un rumor absurdo. Andan inquietos tus ángeles. Hay corrillos, cuchicheos, estamos tristes y con un vago temor, por si pudiera ser verdad. Aunque, claro, perdónanos, es una tontería. No se sabe quién puso en danza la noticia. Pero hemos llegado a estar todos con susto. Yo me creí en el deber de aclarar la cuestión, y hemos venido a pedirte que Tú lo digas, que nos quites el miedo y deshagas los infundios. Perdónanos, Señor.
     El Señor sonríe, como si estuviera curioso. Los ángeles le miran, y poco a poco sonríen. Empiezan a pensar que tiene razón Miguel, que ha sido una bobada, un mal sueño. Pero se alegran de haber venido, porque el Señor sonríe, y hay que ver la Virgen, y qué abuelo San José.
     –¿De qué se trata, Miguel?
     –Verás, Señor. Alguien ha dicho que vas a bajar a la tierra, perdónanos, para estar con los hombres. No lo creemos, desde luego. Bajar Tú a vivir a la tierra, ese planeta insignificante como una nuez que da tumbos entre las estrellas, y ponerte a vivir con los hombres, les conocemos bien nosotros, con los hombres tan despreciables, siempre orgullosos, idiotas, perdónanos, les queremos pero les conocemos bien, capaces de cualquier barbaridad, a veces tan malvados. Que vas a bajar a la tierra a estar con los hombres. No lo creemos, Señor, pero quisiéramos que con una palabra tuya nos dejaras tranquilos.
     Los ángeles ya no escuchan a Miguel, ya no sonríen. Según Miguel hablaba, se ha oscurecido la cara del Señor, se ha puesto seria, profunda. Los ángeles están invadidos de un susto que no tiene remedio.
     –Pues sí, Miguel; bajaré a la tierra...
     Han hundido la frente en el polvo. Sólo Miguel Arcángel queda mirando atontado al rostro del Señor.
     –Sí, Miguel; bajaré a la tierra.
     –Tú eres el Señor. Tu palabra será cumplida. Dinos que bajaremos contigo para guarda y compañía tuya.
     –No bajaréis vosotros.
     Poco a poco se rehacen los ángeles. No miran al Señor, miran a Miguel agotado, desconcertado. No entienden. ¿Cuáles serán los planes del Señor? Esto es más difícil; cuando Lucifer todo se cumplió en un instante, un parpadeo; ¿quién como Dios?, y se abrió el despeñadero. Esto es más difícil, más complicado. El Señor que baja a la tierra. ¿Quién le guarda, quién le acompaña? Miguel, ahí, aturdido. Una inspiración.
     –¿Bajará tu Madre, Señor? Ya; bajará, tu Madre. Perdona que no hayamos comprendido...
     El Señor ha mirado a María. Le toma la mano, la acaricia.
     Ríe Miguel, ríen los ángeles. Si era tan claro. Si era tan sencillo.
     –Bajará tu Madre. Ella es nuestra Reina. Nació en la tierra, pero más bella que los cielos, santa y limpia. Nosotros, si permites, la custodiaremos. Ella te guardará a Ti, nosotros a Ella. Es nuestra Reina. Y tan bella.
     María está silenciosa. El Señor acaricia su mano.
     –Bajará tu Madre, Señor. Ella está hecha con barro de aquel planeta. Que nos perdone si hemos hablado mal de los hombres, si les hemos dicho palabras duras. Por Ella les quieres Tú y por Ella les queremos nosotros. De tu Madre le nace a la tierra una hermosura nueva. Porque Ella es mujer, tenemos nosotros envidia de los hombres, aunque los sabemos, aunque los conocemos bien. Bajará tu Madre, te acompañará, te cuidará. Y nosotros con Ella.
     –Mi Madre, Miguel, no bajará. Aquí quedará Ella con vosotros.
     Acaricia su mano. Los ángeles miran al Señor, miran a la Virgen. El misterio les escapa. ¿Cómo podrán entender?
     Ha sido Rayo-Verde quien ha tenido una intuición que pudo salvar el momento tan difícil. Ha sido Rayo-Verde quien sugiere a Miguel:
     –José, quizá...
     Habla Miguel:
     –¿Acaso San José, Señor? Él es bueno, te quiere como padre. Un hombre distinto. Por dentro no se parece a los otros. Por fuera es como ellos. Trabajador y pobre y sencillo y bondadoso como él no han tenido otro en el planeta. Quizá cuando Tú los hiciste pensabas que los hombres pudieran salirte como José. Luego, ya sabes. Si José baja como guardián tuyo en la tierra, será tu compañero fiel. Nosotros caminaremos a su lado para guardaros a los dos. Y ¡ay de quien se atreva a tocaros!
     –Tampoco irá San José.
     Los ángeles están derribados, reducidos, como si les hubieran recortado las alas. No se atreven a mirar. No preguntan. Ni siquiera Miguel sospecha por dónde irán los mandatos del Señor. A la tierra. El Señor bajará a la tierra, vivirá entre los hombres. ¿Quién lo entiende? Y sin ángeles. ¿Acaso espera el Señor que los hombres...? No miran, no preguntan; ¿quién lo entiende?
     Habla el Señor:
     –Bajaré a la tierra. Mi Madre y José quedarán aquí con vosotros. Para guarda y compañía yo escogeré entre los hombres de la tierra algunos que me guarden y acompañen. Serán mis sacerdotes. Yo estaré obediente a sus palabras y mudo en sus manos. Dispondrán de mí. A la cita suya me haré presente en el altar, oculto mi poder. Ellos serán mi guarda y compañía. Si deciden esconderme en un sagrario, allí quedaré silencioso. Si me reparten como pan a sus hermanos, llevaré mi regalo y mi consuelo. Como quieran. Serán mis sacerdotes. Mis amigos. Caminaré las rutas que ellos me señalen. Cuando me paseen en custodias triunfales por las calles de las grandes ciudades, y rindan armas los soldados, y los niños vestidos de blanco tiren sobre mí pétalos y claveles, y la gente caiga de rodillas y rece y aplauda, estaré contento de pesar tanto sobre los hombros de mis sacerdotes. Cuando a escondidas me lleven presurosos en el bolsillo interior de su abrigo negro para que comulgue un moribundo, estaré contento de ser tan leve que apenas me noten sobre su corazón. Serán mis sacerdotes, mis amigos. Y de vosotros espero...
     Ni los viejos recuerdan en el cielo instante más dramático. Rayo-Verde contó a mi madre que estaban todos ellos empapados en ternura. El rostro del Señor tenía un aspecto que nunca le vieran, como de sonreír entre lágrimas. Ahora les hablaba de cómo habían de portarse ellos, los ángeles, con los hombres sacerdotes.
     Habla el Señor.
     –... de vosotros espero que les queráis como a mis amigos. Mis mejores amigos. Yo les pediré algún sacrificio. Habrán de separarse de los bienes de la tierra. Tendrán su corazón sellado, de tal manera que amen a muchos pero sin reposar en el amor de ninguno. No tendrán familia, no tendrán mujer ni hijos. Serán porción mía, parcela de Dios. Les enviaré a dar testimonio de Mí por todos los rincones del planeta. Aceptarán el silencio y estarán bien entrenados en el sufrimiento. Resultarán espectáculo extraño entre los otros hombres. Sus amarguras serán suyas, sólo para ellos, y a ojos de los demás parecerán siempre alegres, contentos por oficio, para que los tristes puedan descansar en ellos. Mezclados entre sus hermanos, serán sal que dé sabor y levadura que fermente. Unos les amarán, les odiarán otros. Ellos serán árbol y báculo y espalda en que apoyarse. No pasarán factura. No pedirán recompensa. Sólo conmigo lo dirán todo cuando a la mañana de sus jornadas celebren sobre el altar mi presencia. A caída de tarde Yo les esperaré en la penumbra. Queredles, son mis amigos; llevarán tatuada el alma y les escapará el milagro por las manos, hablarán palabras de vida eterna y Yo bendeciré cuando ellos bendigan; queredles, son mis amigos.
     
     
     Contaba mi madre que desde aquel día de la huelga en el cielo, los ángeles, cuando quedan puestos libres, se pelean por ser custodios de un sacerdote. Que alguna vez Rayo-Verde corrió las fichas e hizo trampas porque tocara la plaza a un ángel amigo suyo.
     Y más contaba.
     Que la Virgen María, el Señor la quiere tanto, ha obtenido el privilegio de saber cuál de los niños que hay en las cunas llegará a sacerdote. Y cada noche, mientras los niños duermen, la Virgen baja de puntillas, se acerca a las cunas, se queda mirando a los niños que serán sacerdotes, los acaricia y les deja un beso en la frente.
     
     
     Sucedió en los tiempos de maricastaña.
     Sólo una vez, según las crónicas, hubo en el cielo huelga de ángeles.
     Yo era chaval, y comencé a pensar que mejor que ingeniero y mejor que marino...
     Me hice sacerdote.
     Creo que mi madre, y acaso Rayo-Verde –«del Servicio de Enlaces en la Capitanía General de las Milicias Angélicas»– tuvieron la culpa.

José María Javierre

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Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir «padre», «madre», «hermanos». Al principio con sólo minúsculas. Luego, sólo luego, con mayúsculas: «Padre» (que estás en los cielos), «Madre» (de Jesús y nuestra), «Hermanos» (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil comprender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!- Jorge Sans Vila