Siete días de un misionero

 

 
Ahí van los «Siete días de un misionero» que me pidió. Pero antes de nada quisiera darle dos aclaraciones. Primero, creo que sería mejor hablar de «Siete días de un joven o novato misionero». En estas líneas verá a un misionero que está en búsqueda, siguiendo pistas, aún después de haber llegado a «tierra de misión». Porque el venir a un país como Zambia no es suficiente. Dios no llama para dar el salto y venir pensando que haces algo admirable. El decidirse a venir aquí es abrir una nueva situación, un nuevo ámbito donde otras llamadas de Dios se van haciendo presentes. Segundo, no me convence la palabra «misionero». Tiene algo de heroico y es un reduccionismo. Todos los bautizados somos misioneros, llamados por Dios a pregonar su Buena Noticia allí donde estemos. Llamar «misioneros» a los que están en otros países suena a quitarse una responsabilidad de encima. Yo aquí sólo hago mi tarea de sacerdote, la que me toca, la que he han encomendado. Por eso cualquier bautizado podría escribir su correspondiente «Siete días de un misionero».
C.C.
     

Domingo

     Hoy es primer domingo de Adviento. Dicen que Adviento es esperanza, algo de lo que sin duda, estoy necesitado. Por eso lo inauguro con cierta ilusión, como un regalo, animado a encontrar la luz suficiente para seguir en el camino.
     En el libro donde sigo las lecturas de la misa en bemba tengo una postal a modo de marcador. Tiene escrita esta frase: «A ti niño te llamarán profeta del Altísimo porque irás delante del Señor a preparar sus caminos». Y sobre ella, una foto en blanco y negro con un niño sentado mirando al horizonte.
     No sé cómo llego esa tarjeta ahí, pero seguro que la conservé porque recoge la frase que escogí para el recordatorio de mi ordenación sacerdotal.
     Antes de leer el evangelio y predicar, leo la frase y me veo en ese niño. Y me pongo en manos de Dios para que sea él quien mueva mi boca y anuncie la Buena Nueva del Adviento en una lengua que todavía sigue siendo extraña para mí.

                                                  

Lunes

     A veces no es fácil hacer las cosas bien. Puede parecer paradójico que aquí, en Zambia, sea complicado ayudar a un necesitado. Uno se cree que en estos «países pobres» (económicamente hablando) es fácil asistir al pobre, porque para eso se ha venido. Pero el que así piensa se equivoca.
     Me decidí esta mañana a visitar a Andrea, un abuelo que es ciego. Al llegar nos saludan ocho o diez chiquillos que andan por ahí y algunos de sus hijos. Andrea había pedido a la Misión que le ponga las chapas de zinc a una extensión que ha hecho en su pequeña casa de adobe. Las chicas van creciendo y se necesita espacio.
    Después fuimos a la casa de Banasandra, chica con algo de retraso mental, manca y epiléptica. La echaron de la tierra donde vivía. Cargada con tres chiquillos encontró una casa donde vivir, pero sin techo. De momento vive en una vecina donde está su padre. La Misión hace tiempo le dio seis chapas para cubrir la vieja casa. Pero ahora no son suficientes para cubrir la nueva.
     Tanto en el caso de Andrea como en el de Banasandra, lo más fácil es darles las chapas directamente. Ellos tienen lo que piden y se terminó el problema. Te dejan tranquilo y en paz. Incluso te queda la sensación de haber ayudado y haber hecho algo bueno (esto se llama «paternalismo»).
     Sería lo más fácil, pero no es lo más mejor. Lo mejor y lo más difícil es hablar con la pequeña comunidad para que se haga cargo y cuide de sus propios pobres. Esto lleva tiempo, alguna que otra reunión y puede que varias desilusiones. Incluso está el riesgo de que la comunidad falle y se queden sin techo, precisamente ahora que han llegado las primeras lluvias.
     Está ese riesgo, sí, pero hay que hacerlo de esta manera. Me parece recordar que en las primeras comunidades cristianas así lo hacían.
     Por eso, el que piense que es fácil ayudar a los pobres, que se venga por aquí. Aprenderemos juntos de nuestros fracasos.

Martes

     «Señor, haz de mí un instrumento de tu paz». ¡Cuántas veces he rezado esta oración de San Francisco! Tengo que confesar que me siento muy identificado con ella. Es todo un programa de vida. Sin embargo, hoy he hecho todo lo contrario: he sembrado división. Y además ha sido en público.
     Los catequistas de la misión (algunos, no todos, que por justicia hay que aclararlo) están presionando a los sacerdotes para que les demos pequeños salarios o ciertos beneficios. Nosotros nos negamos en rotundo. Primero porque el catequista tiene que ser ejemplo para el resto de cristianos por su manera de cuidar y atender a su familia. No podemos aceptar nunca que los hijos de un catequista pasen hambre porque él «está ocupado» visitando comunidades o dando cursillos, sin tiempo para cultivar la tierra. Segundo, porque está el peligro de convertirse en «profesional asalariado», con el riesgo de que el ministerio del catequista sea un plato apetecible para otros cristianos (por sus beneficios económicos, claro).
     Celosos por defender sus intereses, los catequistas no acudieron a la reunión de evaluación de toda la actividad pastoral del año que tuvimos hace quince días. Es su manera de presionar.
     Hoy hemos tenido otra reunión en la que estaban presentes otros líderes cristianos. Uno me pidió que me reuniera con los catequistas para llegar a un acuerdo. Y me he negado. Pongo sobre la mesa que tenemos diferentes concepciones del servicio ministerial y que si ellos quieren obtener un beneficio, deberían dejar de ser catequistas. No hay nada que negociar.No tengo porqué sentarme con ellos.
     Esta noche he rezado con más intensidad la oración de San Francisco. Pero me voy a la cama avergonzado.

Miércoles

     1 de diciembre, día mundial del SIDA. El mundo se llena de actos, conferencias, manifestaciones, discursos, y datos estadísticos. Aquí no hemos sido menos. Mientras espero a que empiece nuestro correspondiente acto oficial en la clínica del gobierno que está junto a la Misión, me entretengo leyendo el periódico. Y encuentro estas cifras: en 2003 se dieron en Zambia 89000 nuevos casos de infección de SIDA; se calcula que mueren 250 personas al día y esta pandemia ha dejado a 1.800.000 niños/as vulnerables y en situación deriesgo, a su vez que ha bajado la edad media del país a ¡32 años!
     Pienso que las cifras pueden llegar a aburrir, aunque me sorprendo al descubrirme al borde de superar la edad media del país. Pero las cifras son frías, no tienen rostro. Prefiero pensar en Webby o Joaquín, que murieron en plena juventud dejando solos a mujer e hijos. Prefiero pensar en Cristina y Ángela, coordinadoras de la pastoral juvenil, de 30 años pero viudas y con sus hijos y otros huérfanos a sus espaldas. Ahora se enteran que aunque han sido fieles en su matrimonio, su difunto marido les ha infectado y sufren en silencio. Prefiero pensar en tantos y tantos huérfanos que hay en la Misión, y en tantos abuelos y abuelas que se hacen cargo de ellos, porque se han quedado sin padres. Son abuelos que casi no pueden sostenerse y se entregan para que sus nietos tengan vida.
     Mirándolo así el SIDA es otra cosa, son personas… Y sobran discursos y análisis estadísticos.

Jueves

     Los jueves por la tarde tenemos exposición del Santísimo en la Misión. Es tradición aquí y algo que casi nos define en nuestra Hermandad.
     Ese momento de oración siempre es especial para mí. El primer día que llegué a la Misión, después de descargar los bultos, me dirigí a la capilla. Era jueves e iba a empezar la hora santa. Por eso cada jueves recuero mi «primer jueves». Es como una renovación del ofrecimiento que hice a Cristo Jesús aquel día. Es como un volver a saborear los miedos y temores en un plato con salsa agridulce. Es un volverse a interrogar las mismas preguntas en presencia de aquel que me llama.
     ¿Por qué estoy aquí en la Misión? Sólo Él lo sabe. Pero siempre me acuerdo de aquella frase tan especial para mí: «La vocación es como un itinerario con señales de pista. Cada señal lleva a la señal siguiente, sin saber el término definitivo. Más que un conocimiento del futuro es una correspondencia amorosa».
     Recuerdo que cuando estaba en el Seminario Menor de Toledo me sentía atraído por los misioneros. Con razonamiento infantil pensaba que eso de ir a tierras lejanas debía de ser algo muy difícil, complicado y heroico. Ahora veo mi itinerario y veo las pistas que me han traído aquí, unas pistas puestas por Dios, como si fuera un juego de rastreo de esos que hacía en los campamentos. No creo que haya sido difícil.
     Pero ¿qué tengo que hacer aquí?. Esto se lo pregunto a Él una y otra vez, en un interrogatorio sin fe, como el de Joaquín en el templo de Jerusalén.
     Y este jueves no me ha sorprendido su respuesta. Ocurre a menudo. Fue el silencio de Dios lo único que escuché.

Viernes

     Las despedidas son tristes. Pero también abren puertas a la esperanza si uno se lo propone. Hemos cenado esta noche para decir adiós a dos monjas zambianas que han estado con nosotros varios meses en la misión. Tengo que confesar que estaba triste. Sin embargo me daba cuenta que este sentimiento se debía a lo que esas monjas significaban para mí. Cuando llegaron hace meses pidiendo alojamiento para poder ir a trabajar a la escuela pública, eran extrañas para nosotros, incluso, una novedad. Ahora que se van, son amigas.
     Siempre pensé que desarrollar aquí la amistad en esta negra tierra, eratarea ardua y difícil. El africano es demasiado respetuoso con el«padre» y hay mucha distancia en el trato. Muchas veces te propones reducir esa distancia y no te dejan. Dicen que es su cultura del respeto. Y uno que es un novato, no sabe qué hacer con ese dichoso respeto y esa cultura que corta las alas del afecto.
     Pero esta noche he descubierto, sorprendido como un niño que ve por primera vez el mar, que tengo dos mojas zambianas que son amigas. Entonces razono a mi manera: «tengo amigos, luego existo». Nueva versión del principio cartesiano.
     No sé cuando nos volveremos a ver. La vida da muchas vueltas. Pero el reencuentro será especial. Seguro.

Sábado

     Como uno de tantos días de fin de semana, uno coge el todoterreno para ir a celebrar la eucaristía. El programa de este sábado señala que hay que ir a dos centros lejanos, cuyo camino no es bueno. Por lo tanto, hay que madrugar un poquito por lo que pueda pasar.
     Después de unos 65 kilómetros llegas al centro y sólo está el kafundisha (ministro laico que dirige la oración dominical sin sacerdote). Después de los saludos pregunto que donde está la gente. «Vienen» es su respuesta. Y cierto que vienen, pero a cuentagotas.
     Para educarles a ser puntuales, decido empezar la misa, aunque ya lo hago con retraso. Hay unas quince personas entre jóvenes y adultos, sin contar a los niños que siempre son un buen grupo. Como no han venido todos los que son, ni si quiera puedo tener una reunión con los líderes, por lo que sin más, me voy a celebrar a la siguiente comunidad. Después de otros diez kilómetros me encuentro unas circunstancias más o menos parecidas.
     De regreso a casa, me cuestiono qué he hecho de bueno en estas comunidades. No he traído medicinas, ni fertilizantes, ni dinero, ni caramelos… Son cosas que a veces nos piden explícitamente y otras, las desean en secreto. En ocasiones no sabes si te quieren porque les anuncias el Evangelio o por las cosas materiales que esperan conseguir de ti. No he llevado nada especial.
     Pero al llegar a la Misión, termino dándome cuenta que lo único que les he llevado ha sido la Eucaristía. Simplemente, pero con mayúsculas, LA EUCARISTÍA.
     Pido perdón a Dios por mi falta de fe en el poder transformador de la Eucaristía. Si la celebráramos como es debido, viviendo el ser comunidad con todas sus consecuencias, al terminar tendríamos que salir transformados. Y con el amor de Cristo nos podríamos a trabajar codo con codo, ensuciando nuestras manos para traer por nosotros mismos el desarrollo que necesitamos. La comunidad no tendría que mendigar, viviría con dignidad su condición de hijos amados de Dios.
     Si supiéramos celebrar la Eucaristía como es debido… otro gallo cantaría.

 

Carlos Comendador Arquero
Saint Luke Mishikishi Mission Parish
P.O.Box 250.073
NDOLA / ZAMBIA

Dibujos: José María de la Torre
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En noviembre le pedí a Carlos que contara 7 días de su vida de misionero en Zambia. El día 3 de enero recibí esta carta: Amigo Don Jorge: Feliz año nuevo. Con cierto retraso, le envío su pedido, pero es que estoy solo en la misión. Gracias por ponernos a Peluche en la página web, nos sirvió aquí para ambientar nuestra cena de Navidad con las Discípulas de Jesús. Aquí también el cielo hervía de estrellas. Un abrazo, Carlos, y los 7 días. Actualmente tiene 32 años. Sacerdote desde el 11 de julio de 1998.- J.S.V.