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ABRAHÁN
«¿A qué santo tenéis más devoción?», preguntó el preguntón de turno.
Casi todos se echaron a reír estrepitosamente. No porque no profesaran profunda devoción a ciertos «santos»
o «mártires» (el Che Guevara, Pablo Iglesias...) o no creyeran ciegamente en el poder de los signos del zodíaco,
sino porque se las daban de jóvenes sin ningún prejuicio (alguien prefería suprimir las tres primeras letras de la
palabra).
Cuando las risas fueron esfumándose, uno al que motejaban de «empollón» (seria ilustrador un estudio sociológico
sobre el actual uso de la palabra) dijo con toda tranquilidad: «De pequeño, yo tenía mucho cariño a san Tarsicio.
Pero ahora me estoy cambiando a san Abrahán».
Nadie se atrevió a preguntarle por qué. El «empollón» era peligroso en sus réplicas.
Al ir a su cuarto vi en la pared escrita esta frase de Kierkegaard:
«Los grandes hombres serán celebrados en la historia. Mas cada uno de ellos fue grande según aquello que esperó.
Uno fue grande poniendo su esperanza en cosas posibles. Otro fue grande poniendo su esperanza en las cosas eternas. Pero el más
grande de todos fue el que puso su esperanza en lo imposible. Abrahán fue el más grande de todos».
Desde entonces yo también me estoy cambiando a san Abrahán.
BLAKE
Se llamaba William. Vivió de 1757 a 1827. No pudo ir a la escuela. Empezó a trabajar muy pronto como aprendiz en un taller
de grabador. A ratos escribía cosas que el tiempo no ha permitido cayeran en el olvido.
He aquí algo que William Blake escribió y que los sencillos acarician con una sonrisa, porque saben que es verdad:
«Aquel que hiciere el bien a otro
deberá hacerlo en las más pequeñas cosas.
El bien general es la excusa
del canalla, el hipócrita y el adulador:
pues el arte y la ciencia no pueden existir
sino en partículas minuciosamente organizadas».
Cada vez me apenan más los que quieren salvar el mundo y no tienen tiempo para saludar al portero de su casa.
CARTA
Esta breve carta escrita por Augusto Hlond, primado de Polonia, el día en que fue creado cardenal por Pío XI, es un magnífico
tratado de pedagogía vocacional.
Querida madre:
Hoy el Santo Padre se ha dignado crearme cardenal de la Santa Iglesia Católica Romana. En estos momentos de honda emoción
tengo que escribirte, antes que a nadie, a ti.
Al recorrer ahora con la imaginación los caminos admirables por los que me ha guiado la divina Providencia, tu imagen viene inmediatamente
a mi pensamiento. Incomparablemente mejor que muchos sabios pedagogos has levantado en el alma de tus hijos el fundamento sólido
de la fe y del respeto a los derechos de Dios. Y como sabías el arte de rezar fervorosamente, nos has enseñado el secreto
de la oración brotada del alma, oración sobre la que se ha basado hasta hoy mi fuerza y mi confianza.
Tú, al no educamos blandamente, al no consentir nuestros gustos, nos has abierto un camino de felicidad; nos has enseñado
a amar una vida de trabajo, una vida dura; a amar antes que nada el deber y a cumplirlo sencilla y alegremente. Después de la gracia
de Dios, debo a tu ejemplo el que haya seguido el camino que me ha conducido a lo que ordinariamente se llama «una dignidad»,
pero que en casa nos hemos acostumbrado a considerar como un mayor servicio.
En estos días en los que el Papa ha querido honrar tanto a nuestra casa, te agradezco que hayas sido tan buena para conmigo, y
te pido una oración para que pueda con mi trabajo promover la gloria de Dios, la grandeza de la Iglesia y la felicidad de mi pueblo.
Deposito en espíritu estos mismos sentimientos sobre la tumba de mi amadísimo padre, modelo acabado de entrega y de energía.
Procuro imitarle.
Lleno de reconocimiento y de respeto pide, madre mía, tu bendición maternal y besa tus manos gastadas por el trabajo tu
hijo
Augusto
CHESTERTON
Se llamaba Gilberto. Amigo íntimo del padre Brown, el detective. Gran polemista, católico, apostólico y romano, con
mucho humor inglés. Maestro de la paradoja.
—¿Y qué es una paradoja?
—Una afirmación real o aparentemente inverosímil y contradictoria. Por ejemplo (y el ejemplo es de Chesterton):
«Antes de que el hombre moderno diserte con autoridad sobre el amor a la humanidad, afirmo sin rodeos que debiera alegrarse vivamente
de que su peluquero trate de hablarle. Ese peluquero es la humanidad que ha de amar. Y si no se alegra debidamente, yo diría que
su interés por el Congo o el porvenir del Japón no pasan de ser una monserga jocosa».
En concreto: si el padre Brown investigase en tu casa, ¿qué encontraría?: ¿un agudo disertador o un amable
prójimo?
DEUTERAGONISTA
Palabra que no está en el diccionario pero sí en la vida de la mayoría de los hombres y mujeres. Para entenderla
con la cabeza resulta práctico compararla con otra palabra, protagonista, que sí está en el diccionario y en la vida
de muy pocas personas.
Si protagonista quiere decir personaje principal en la vida política, social, nacional o internacional, en el teatro, en el cine...,
la otra, deuteragonista, quiere decir personaje secundario.
(Protos = primero, déuteros = segundo; agonista
viene de agón que significa lucha, acción).
Claro, ¿no? Mentalmente, porque vital, existencialmente, todos tendemos a ocupar los primeros lugares en los banquetes.
Menos mal que Jesús dio a sus discípulos un consejo práctico: no ambicionar los primeros puestos.
Desde entonces los deuteragonistas —tú y yo— podemos sonreír a gusto desde nuestro pequeño rincón.
ESTOLA
«Ornamento sagrado que consiste en una banda de tela de dos metros aproximadamente de largo
y unos 7 cm. de ancho, con tres cruces, una el medio y otra en cada extremo, los cuales se ensanchan gradualmente hasta medir en los bordes
12 cm.»
Eso era antes. Ahora las hay de todos los tamaños, colores y formas. Yo las prefiero muy largas, por mi altura. Dicen que es la
prenda sacerdotal por antonomasia.
Lo que voy a contar es cierto: Hacía 10 años que no me daba una vuelta por Nueva York. Lo hice el pasado verano, dos semanas
antes del ataque a las torres babélicas. Nueva York siempre es nueva. Volví a San Pío V, mi parroquia de antaño.
El párroco había cambiado. En casa de María Lugo, una santa mujer puertorriqueña, pregunté por Nora
y familia y por Fabián su hijo. Fue la primera noticia. «¿Pero, no lo sabe, padre? ¡Fabián se hizo sacerdote!
Fue una celebración bellísima. Está por el Norte del Bronx». Llamé a Nora. Me contó. Llamé
con alegría a Fabián, aquel muchacho puertorriqueño que yo recordaba como suele hacerlo el corazón. Y también
me contó.
Fabián era un muchacho de 18-19 años cuando yo estaba en San Pío V, pertenecía al grupo de jóvenes.
Muchacho serio, responsable. Sentí cuando se marchó a la Army (Texas, Corea).
Cuándo le pregunte cómo se le había ocurrido hacerse sacerdote, Fabián me detalló:
«Fue culpa de un sacerdote español. Un día, en la sacristía, este sacerdote,
que acababa de celebrar la Eucaristía del domingo, se quitó la estola, me la puso encima y me dijo: «Fabián,
tú serás sacerdote». Aquello me impresionó mucho. Desde entonces no dejé de darle vueltas. Marché
al ejército, volví al college y un día decidí entrar en el seminario. Padre Solo, aquel sacerdote fue usted.
Lo cuento siempre en todos los encuentros con jóvenes».
Quedé impresionado. Hice un largo silencio y no me da vergüenza confesar que se me saltaron las lágrimas de emoción
agradecida. Fabián tiene 34 años. Me dijo que lleva dos años de sacerdote, que es feliz. Que cada día da gracias
por aquella estola verde colocada sobre sus hombros, que cada día da gracias por aquel loco dominico que desde entonces le quitó la paz. Bendita zozobra.
Aquella tarde de domingo, el Bronx me parecía más luminoso que nunca. El calor, las gentes, los ríos de agua, los
olores, los grafitti, todo igual que hacía 10 años. Pero de aquel ambiente del Sur del Bonx había salido un sacerdote,
Fabián. Qué más daba el barro, la suciedad, la violencia. Estaba la estola. Dios sabe hacer, sabe moldear. De allí
había salido un sacerdote, me decía una y otra vez, mientras iba camino del metro. No, no habían sido baldíos
aquellos casi dos años de trabajo, de cierta soledad, de incertidumbre, de abandono. Dios sabe hacer. ¡Qué tipo, oye,
este Dios!
Al día siguiente, Paul, nuestro párroco común, me volvió a relatar la anécdota de la estola y cómo
Fabián la cuenta emocionado cada vez que le preguntan sobre el origen de su vocación sacerdotal. El paso de Paul por San
Pío
V, varios años de párroco, y el mío, no había sido en vano; ambos habíamos invertido a largo plazo.
Y salimos ganando. En Fabián, teníamos una de las recompensas.
Había merecido la alegría volver 10 años después a dar una vuelta por aquel «paraíso» del
Bronx. Yo, que tenía cierto sentimiento de culpa y me remordía un poco el bolsillo y la conciencia por haber ido por tan
solo una semana, sentía ahora más que justificado y pagado el viaje a la gran manzana, a la gran tentación.
Todo el pasado quedaba cubierto, arropado y pleno de sentido pastoral por una estola verde colocada sobre los hombros de un muchacho que
en su momento, tras muchas vueltas por el mundo, supo decir: «Aquí estoy, Señor».
En el metro me acordé de tantos planes de pastoral juvenil y vocacional, de los esfuerzos que hacen para la seducción vocacional.
Realmente soy un sacerdote con suerte. ¡Me pasa cada cosa... cada caso vocacional! No sé si a otros les pasará. ¡Qué
pena si no les pasa...! Fabián, una estola por los hombros. Simón Pedro, ceñido por la cintura. ¡Vaya, hombre,
resulta que va a ser verdad que los ornamentos litúrgicos tienen su porqué!
Como un tonto me vi reflejado en el cristal del vagón sonriendo y limpiándome una lágrima... ¿o era el sudor?
Nueva York, siempre Nueva York...
José Antonio Solórzano
FUEGO
«Cuando los primeros navegantes españoles arribaron a las tormentosas riberas del extremo sur de América, los indios
tehuelches encendían grandes hogueras para atemorizar a los invasores. Por esto se dio el nombre de "Tierra del fuego"
a la Patagonia. Pero los españoles continuaron su avance riéndose de esta "arma" original.
Cuando, hoy día, los sacerdotes europeos que han ido a América latina hablan de volver a su tierra, temen casi siempre el
momento del encuentro con su país de origen en nuestro continente, tan satisfecho y refrigerado. Les ha prendido a ellos otro fuego,
que los retiene en los mismos lugares de donde las hogueras de los indios querían expulsar a sus antepasados».
Así comienza Joseph Bouchaud uno de sus breves pero incisivos libros. Agridulce, fríocaliente comienzo.
¿Seré yo un satisfecho y refrigerado habitante del viejo continente?
GUANCHE
No me refiero a ninguno de los individuos de la raza que poblaba las islas Canarias al tiempo de su conquista sino a un... joven canario
actual.
Fue durante unos ejercicios espirituales. Pregunté al grupo, unos veintitantos muchachos de final de bachillerato, qué les
parecía que le faltaba y le sobraba al catolicismo actual.
Las respuestas fueron múltiples, pero destacó por su violencia la de quien habló del contrasentido de las riquezas
de la Iglesia (allí al lado estaba el santuario de la patrona de la isla, recubierta de suntuosos obsequios del pueblo).
Con furia telúrica le interrumpió mi guanche: «Estoy harto de oír hablar contra las riquezas de la Iglesia
a los hijos de papá que viven en casas de lujo, tienen coches a granel y no se privan de nada. ¿Es que tú no eres
Iglesia?».
¡Qué lección de eclesiología tan inesperada!
HINNENÍ
Abrahán tenía una «muletilla»: Hinnení. Siempre que Dios le llamaba para algo —darle un recado
o un disgusto, charlar un rato o invitarle a un paseo— el comienzo siempre era el mismo:
—Abrahán, decía Dios.
—Hinnení, contestaba el santo patriarca.
Luego venía lo otro, lo de las estrellas del cielo, las arenas del mar, la posteridad gozosa, el sacrificio del hijo, los planes
para la semana próxima, el regateo sobre Sodoma y Gomorra... Pero antes, siempre, Hinnení (heme aquí).
Los domingos a veces visito a un amigo mío, enfermo «en propiedad».
Al entrar el saludo siempre es el mismo:
—Abrahán, buenos días, digo yo.
—Hinnení, contesta él.
Oficialmente se llama y le llaman Roberto. Si hay alguien presente me mira extrañado. Pero el enfermo y yo sonreímos.
Y Dios también.
INDÍGENA
El 19 de mayo de 1974, por la tarde, volvía de Portugal.
Frontera portuguesa, amabilidad a raudales.
Frontera española. Al bajar del coche uno de los agentes pregunta:
—¿Ustedes?
—Portugueses, contestan mis dos acompañantes.
—¿Y usted?
—Yo soy indígena de aquí, digo con la satisfacción de quien regresa a casa.
Truenos, relámpagos, palabras esdrújulas (que omito), mirada de fuego. Examen de mi documentación con lupa. Con furor.
Me pide más papeles (cosa indebida). Se los entrego. Y con voz de tenor de ópera aumenta la catilinaria. Hasta el punto
de reunirse en torno un corro de guardias y curiosos.
¿Por qué? Por la palabra «indígena». Que el agente consideró ofensiva. Parece que la tomó
como sinónimo de «salvaje en taparrabos».
Aunque me empeñaba en tratarle de decir que según la Real Academia de la Lengua, indígena equivale a «originario
del país de que se trata», todo fue inútil.
Cuando llegue el día del clero indígena, voy a hacer un memento especial en favor del agente aduanero aquel de Fuentes de
Oñoro. Y le pediré al Señor que le regale a su familia un clero que lógicamente será indígena,
aunque le pese a su progenitor.
JÓVENES
JÓVENES
Sucedió durante una semana de la juventud. ¡La de cosas buenas que se dijeron! (de los jóvenes, claro).
Los que pasaban de los 40 casi tenían vergüenza de haber nacido tan pronto.
En la mesa redonda final, le preguntaron a un barbudo recién llegado de Zambia, que parecía no avergonzarse de sus 50 años
(¡qué descaro!):
—¿Qué opina usted de los jóvenes de hoy?
—Lo mismo que Juan XXIII, contestó sin inmutarse.
—¿Y qué opinaba Juan XXIII?
—Esto: «Dirigimos una mirada llena de afecto y plena esperanza hacia la juventud cristiana. En muchas regiones los apóstoles
desfallecidos de fatiga, con vivísimo deseo esperan quienes les sustituyan. Tenemos firme confianza en que la juventud de nuestro
siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados».
El silencio que siguió a estas palabras fue denso, hasta incómodo. De pronto estalló un aplauso cerrado.
Sí, los reunidos habían entendido bien las palabras del buen papa Juan, en boca de aquel misionero. Aquel elogio comprometedor.
Al salir me dijo el buen barbudo: «Tenemos que rezar por ellos. Para que no se olviden de lo que acaban de decir con estos aplausos.
Tú que escribes, diles a tus amigos que recen, que no se cansen de rezar por los jóvenes. Ellos quieren, quieren querer,
pero necesitan un pequeño o un gran empujón».
KIERKEGAARD
Esto o algo así es lo que oí de él cuando cursaba historia de la filosofía: «Filósofo y teólogo
danés, nacido en Copenhague en 1813. Murió a los 42 años. Padre del existencialismo. Autor de El
concepto de angustia, estudio del que se desprende una filosofía pesimista de la existencia».
Pese a lo anterior y a un libro tan feamente titulado como La joroba de Kierkegaard que me
regalaron hace tiempo, a mí este danés siempre me ha caído simpático. Supongo que por su nombre: Sören.
Nunca he sabido lo que pueden significar esas cinco letras con los dos puntitos sobre la o. Esto de Sören me sonaba alegre. Quizá fuese porque mi padre se llamaba con un nombre persa algo parecido.
Pero es sobre todo desde hace unos años cuando además de simpático Sören Kierkegaard me suena a agua bendita.
Y de la buena.
Era el 18 de enero. Pasaba por Bruselas, camino de México. Para aprovechar la larga escala, me lancé a visitar monumentos
artísticos de la hermosa ciudad. Hasta que agotado entré en una iglesia. Había bastante gente. Rezaban no sé
qué ni para qué. Al cabo de un rato lo comprendí: era el primer día de la semana de la unidad.
En esto repartieron una hoja. Todos los asistentes, puestos de pie, recitaron:
Señor, danos ojos débiles
para cuanto carece de importancia
y ojos claros penetrantes
para tu verdad toda.
Sentí un escalofrío.
Desde entonces rezo esta oración muchas veces. Y la hago rezar. Desde entonces quiero más a su autor: Sören Kierkegaard.
Hasta he llegado a pensar que de haber tenido un hijo, palabra, habría intentado ponerle por nombre Sören». No
sólo por los dos puntitos sobre la o, claro.
LIBERTAD
Gran palabra. Cada vez más en alza, la palabra. Con resonancias distintas según vaya acompañada de un «de»
o de un «para»: libertad de, libertad para.
«Libertad de» equivale a liberación, a verse libre de algo que ata, que esclaviza, que aliena. Desde fuera o desde
dentro, más desde dentro.
«La libertad está enterrada y crece hacia dentro, y no hacia fuera. Se dice, y acaso se cree, que la libertad consiste en
dejar crecer libre a la planta, en no ponerla rodrigones, ni guías, ni obstáculos; en no podarla, obligándola a que
tome esta o la otra forma; en dejarla que arroje por sí, y sin coacción alguna, sus brotes y sus hojas y sus flores. Y la
libertad no está en el follaje, sino en las raíces, y de nada sirve dejarle al árbol libre la copa y abiertos de
par en par los caminos del cielo, si sus raíces se encuentran, al poco de crecer, con dura roca impenetrable, seca y árida,
o con tierra de muerte» (Unamuno).
«Libertad para» sabe a entrega. Dar, sobre todo darse, a quien se ama. «Si no te hubiese conocido, si no te hubiese
amado, yo no sería yo». Algo que hace ser, que hace crecer, que no enajena.
«Libertad de» es palabra de inmaduro. De esclavo. «Libertad para» es realidad de adulto. De amante.
No canta libertad
más que el esclavo,
el pobre esclavo.
El libre canta amor.
Te canta a ti, Señor
Cuando se habla de vocación (actividad personal, realizada en orden a la comunidad, con un fin
trascendente) los adolescentes arrugan la frente.
Pero si descubren que servir es amar, sonríen y se dan.
LLAMADA
Sinónimo de «vocación». Cuando Dios dice —y lo dice—: «Necesito tus manos para seguir bendiciendo. Necesito
tus labios para seguir hablando. Necesito tu cuerpo para seguir sufriendo. Necesito tu corazón para seguir amando. Te necesito
para seguir salvando a los hombres mis hermanos».
MIDASISMO
Iba en el metro. Trataba de aprovechar el tiempo leyendo disimuladamente el periódico de mi vecino. En esto capté este fragmento
de diálogo:
—No tiene remedio.
—¿De veras?
—Le viene de familia.
—¿Y qué padece?
—Midasismo agudo.
Se bajaron. El que llevaba la voz cantante parecía cura o fraile. Ponía cara de preocupado.
Me picó la curiosidad. Pregunté a un médico que en qué consistía aquella dolencia. Nunca la había
oído nombrar.
Dándole vueltas y más vueltas, descomponiendo la palabra en dos partes: «ismo», por un lado, y «Midas»,
por otro, creo que he dado con el significado. Tenía razón aquel hombre para estar preocupado.
Era todavía pequeño cuando oí contar la historia de Midas, aquel rey de Frigia, célebre por sus inmensas riquezas.
Tenía el mal de convertir en oro todo lo que tocaba. Mala cosa, claro, porque ni alimentos, ni personas, ni flores, podían
estar al alcance de su mano. Me dio pena, tan rico y tan pobre.
Luego supe que la historia del rey no era una historia sino un cuento, algo mitológico. Y me alegré. Pero últimamente
he descubierto —¿será porque me vuelvo niño?— que la mitología es más verdad de lo que yo pensaba,
que no sólo existió un rey Midas, sino que hay muchos, muchísimos Midas, aunque no se llamen así: personas
que respiran dinero, que el dinero —ese «estiércol del diablo» que decía Papini— lo es todo en su vida.
Si a una de esas personas le dices que el espíritu de las bienaventuranzas es como el oxígeno de los cristianos; que se
puede ser enormemente feliz yendo a pie mientras pasan por tu lado deslumbrantes coches de línea aerodinámica y mirarlos
con sonrisa de satisfacción, sin envidia; si le dices a una de esas personas que las riquezas están para servir a los hombres
y que a veces, no pocas, hasta estorban... verás en su rostro una mueca de compasión. Entonces, por favor, hazme caso, huye,
huye inmediatamente de su lado, porque la mirada, el aliento de esas personas lo aniquila todo: a su lado las flores, la sonrisa, la vida,
se agostan irremediablemente.
Sí, tenían razón para estar preocupado aquel buen fraile o cura. ¡Dios nos libre del midasismo!
NARCISO
No tengo absolutamente nada contra ninguna de las exóticas nomenclaturas (Carbiner, Carlton, Flower Record, Yellow Sun, Bridal
Crown, Cheerfulness, Cragford, Peeping Tom, Trevithian, Triandrus Silver Chines...) con que la Real Sociedad de Horticultura de la Gran
Bretaña cataloga las múltiples especies y variedades de narcisos, esas deliciosas flores de la familia de las amarilidáceas.
Ni menos aún contra el glorioso patrono de Girona, san Narciso, obispo y mártir. Y hasta encuentro que el agua mineral amparada
bajo su nombre es muy potable.
Contra quien sí tengo mucho es contra los innumerables disimulados Narcisos que andan sueltos por ahí, se llamen oficialmente
Andrés, Basilio o Carlos, Olga, Paquita o Quiteria.
Cuando tengo que hablarles sobre la vocación, les temo. Porque los Narcisos no tienen remedio: viven satisfechos de sí mismos,
se autoescuchan, se contemplan, se miman. El mundo tiene un centro: ellos. Un rostro, el suyo. Una palabra, yo. Para ellos, todo lo demás,
aparte ser un producto de la Edad Media, es alienante.
Al contarles sibilinamente la historia de su antepasado (al nacer Narciso sus padres consultaron a Tiresias, el adivino. Éste les
respondió: «El niño vivirá hasta viejo si no se contempla a sí mismo»), incansablemente inclinado
sobre la superficie de un terso lago contemplando la belleza de su rostro y pronunciando su nombre para que el eco se lo devolviese agrandado,
rugen y dejan malparados a mis ascendientes. E infaliblemente, a la hora de las preguntas, preguntan, ¡cómo no!, por la autorrealización.
Aviso para incautos: no les expliquéis que los narcisos-flores se realizan regalando su color y su perfume, que el santo obispo
se realizó dando testimonio de Cristo hasta el derramamiento de su sangre y que el agua se siente feliz cuando sirve para apagar
la sed.
Ah, y nunca se os ocurra citarles aquellas palabras de Cristo: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo,
que cargue con su cruz y me siga». Podría darles un ataque de corazón, si es que lo tienen.
ÑUÑOA
El mejor método para aprender geografía pasa por el corazón.
He olvidado muchos montes, ciudades y ríos que aprendí en la escuela. Pero han ido surgiendo otros que ahora recuerdo (meto
de nuevo en el estuario del corazón), sé de memoria (par coeur).
Por ejemplo, Ñuñoa. ¿Figura en los manuales de geografía? En el mío, sí. Y no dice sólo
que era una comuna de unos 75 km2 y 10.280 habitantes, al este de Santiago de Chile, englobada no hace mucho año en el Gran Santiago,
sino que me hace oír la voz de Madre Cruz, una religiosa que leía admirablemente aquí la Palabra de Dios y ahora
con su vida la hace resonar mejor en Ñuñoa
ÓSCAR
Durante el viaje, mis desconocidos compañeros de departamento estuvieron hablando mucho rato de un óscar, de otro óscar,
de muchos óscares. De Hollywood, claro. Me sorprendí sonriendo. Porque pensé inmediatamente en mi Óscar.
De la casa de enfrente sólo conozco de visu, aparte las tejas y la antena del televisor, un gato que se pasea olímpicamente
por el tejado. Color chocolate claro, con franjas blancas. Pero de auditu y ya «de corazón» está mi Óscar.
Vive a unos once metros de mi ventana. Nunca le he visto. Sólo le oigo llorar a ratos, pocos, y sobre todo le siento presente a
través de la voz caliente de su madre: «Óscar», «Óscar», «Óscar»... y
así —no exagero— hasta diez, quince veces por minuto. Que a la hora, en los buenos días, alcanza la no despreciable
cota de 900 Óscares.
Cuando rezo «laudes» o «vísperas» al llegar al final, junto al recuerdo por la paz del mundo, por la libertad
de los hombres, por mi madre la Iglesia, introduzco —cuesta poco— el recuerdo del pequeño. Y le digo a Dios: «para
que Óscar crezca», «para que cuando Óscar tire piedras nunca apunte a mi ventana», «para que Óscar
no pesque ningún catarro»...
Aparentemente estas invocaciones contrastan con las otras, aquéllas en latín, éstas mirando en frente. Pero quizá
sólo aparentemente, porque en realidad el mundo, los hombres, la Iglesia sólo existan a través de los Óscares,
perdón, de mi Óscar y la voz infinita de su madre.
PROCUSTO
Sobrenombre de un bandido, llamado también Damastes y Polipemón, que vivía en el camino de Mégara a Atenas.
Dicen que era muy cordial y muy hospitalario. Sólo que estaba aquejado de una «pequeña» manía: cuando
el huésped dormía tranquilamente, entraba y no paraba hasta lograr que el pobre dormido coincidiese exactamente con las
medidas de su lecho.
Para lograrlo cortaba los pies a los de alta talla y estiraba violentamente a los más chicos.
Por fin un buen día Teseo le dio muerte.
Pero no muerto el perro se acabó la rabia, ya que sigue viva la vieja manía del lecho de Procusto.
Cuando nos emperramos en que se cumpla nuestra voluntad y no la de nuestro Padre ¿no nos parecemos al bandido aquel que vivía
entre Mégara y Atenas?
QUODVULDEUS
De los nombres más hermosos que el santoral encierra, que sería bueno poner de moda.
«Lo que Dios quiere» era obispo de Cartago, en tiempos del rey vándalo Genserico. El muy vándalo defendía
a golpes de espada y mandoble que Jesucristo no era Dios, sino que sólo se le podía llamar así figuradamente: el
Verbo era la primera de las criaturas de Dios, por quien había sido creado, para ser a su vez el creador del mundo. Arrianismo
puro y duro.
Mandó que le metieran en una barca destartalada sin velas ni remos y lo abandonaran a su suerte. Llegó nada menos que a
Nápoles. Y allí murió el obispo «Lo que Dios quiere» de añoranza de la Cartago terrenal y de la
Jerusalén celestial, rezando eso sí el «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
San Quodvuldeus ruega por nosotros para sepamos y queramos decir «Hágase tu voluntad» no sólo el 19 de febrero,
día de tu fiesta, sino cada vez que repitamos la oración que el Señor nos enseñó.
REVOLUCIONARIO
Nunca pretendió serlo. Más bien se creía conservador.
Hasta que de pronto se dio cuenta de que en un mundo productivo, posesivo, hedonista, afrodisíaco que decía Bergson, su
celibato —amor a un «Ausente» (ausente-presente)— frente al frenesí de la posesión inmediata de
un presente-contingente, tan a la orden del día, era algo revolucionario. Iba contracorriente.
SERVIR
Yo nunca llegaré a ministro de Educación. Ni a subsecretario. Ni a director general. Ni lo quiero.
Pero... sí me gustaría mandar algo en ese ministerio durante 24 horas para regalar a todas las escuelas, colegios, institutos,
universidades y escuelas profesionales un póster con estos versos de Gabriela Mistral, para que figurasen en todas las aulas de
nuestra tierra.
Toda la naturaleza es un anhelo de servicio.
Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco.
Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú,
donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú,
donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú.
Sé el que aparte la piedra del camino,
el odio entre los corazones y las dificultades del problema.
El servir no es faena sólo de seres inferiores.
Dios, que da el fruto y la luz, sirve.
Pudiera llamársele así: el que sirve.
Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos y nos pregunta cada día:
¿serviste hoy? ¿a quién? ¿al árbol, a tu amigo, a tu madre?
Y no daría ningún título a nadie sin antes examinarle bien sobre la activa de este verbo. La pasiva, no hace falta.
TQM
Fue el primer uruguayo que conocí. Estudiaba teología. Vino de Montevideo y en clase se sentó a mi lado.
Poco a poco fui acostumbrándome a su habla dulce y a sus gestos cariñosos que contrastaban enormemente con la hosca sequedad
de estas latitudes.
Al felicitarme por Navidad, junto a mi nombre, puso «TQM». Cuando le pregunté por el significado de la sigla en cuestión,
dijo: «¡Pero si está muy claro!: Te Quiero Mucho».
Ahora, al abrir cada día el periódico, echo un vistazo para ver si en medio de tanta sigla de partidos aparece la de mi
amigo: TQM.
Porque a la hora de votar estoy dispuesto a apuntarme al partido que en vez de la lucha de clases proclame descaradamente la defensa del
amor y de la vida. Que ya san Juan de la Cruz avisó con tiempo: «A la tarde te examinarán en el amor».
UNAMUNO
«En tiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres: el que le daban los hombres y el que le daban los
dioses. ¿Cómo me llamará Dios?»
VOCACIÓN
Érase una vez un paralítico, empedernido lector del periódico diario. Cada mañana, una vez arreglado y desayunado,
le dejaban los suyos, al salir a trabajar, junto a la puerta.
A la hora en que presume él que ya ha llegado el periódico al quiosco de la plaza, al oír los pasos del primer transeúnte,
exclama con amabilidad: «Oiga, por favor». Pero inútil. El transeúnte en cuestión pasa tieso e
inmutable. Ante tanta insensibilidad humana murmura el paralítico un par de jaculatorias no indulgenciadas.
Al poco rato, otros pasos. «Oiga, por favor». «¿Qué desea, caballero?» «Si
pudiese acercarse a la plaza y traerme el periódico, le estaría muy agradecido. Estoy paralítico. No hay nadie en
mi casa. Aquí está el importe». «¡No faltaría más, amigo!». Y el segundo transeúnte
busca y trae el periódico, que entrega al paralítico con una sonrisa.
Aunque devora con pasión el paralítico las noticias del periódico, no por ello deja de oír los pasos de un
tercer transeúnte. Los oye, pero sigue leyendo, sin decirle nada. ¡Para qué, si ya tiene el periódico!
El tercer transeúnte —hombre servicial— hubiese estado dispuesto a traerle el periódico. Incluida sonrisa. Pero
no se lo pidieron, no le llamaron, pese a que hubiesen podido pedírselo, pese a que hubiesen podido llamarle. No le llamaron, porque
no le necesitaban.
El segundo transeúnte —hombre servicial— trajo el periódico. Porque se lo pidieron, porque lo llamaron.
¿Y el primer transeúnte? Era sordo. No podía oír. No podía ser llamado.
Incapacidad, mala petición (mala vocación), en el primer caso.
Capacidad más llamada (buena vocación), en el segundo.
Capacidad sin llamada (sin vocación), en el tercero.
El ejemplo es demasiado simple, demasiado exagerado. Conforme. «Pensar, hablar, es siempre exagerar. Al hablar, al pensar, nos proponemos
aclarar las cosas, y esto obliga a exacerbarlas, dislocarlas, esquematizarlas. Todo concepto es ya exageración». Pero es
la única manera de no perderse en matices, en detalles secundarios.
El ejemplo podría completarse indicando que en días posteriores, al pasar el segundo transeúnte, al ver que todavía
no tiene el paralítico su periódico, se ofrece a traérselo. A lo que accede el anhelante lector. Habría que
hablar de otras posibilidades coloreantes. Es verdad.
Pero creo que la estructura básica de la vocación —de todas las vocaciones— nuclearmente está ahí.
Una capacidad sobre la que se proyectan unas necesidades que llaman, que vocan.
¿Qué es la vocación? Una llamada a quien puede ser llamado y es necesitado.
Nada más. Nada menos.
Luego vendrá el amplio capítulo del cómo del llamante, del cómo del llamado. Pero no confundamos el cómo
con el qué.
WALBURGA
Hija del rey san Ricardo el peregrino, hermana de san Wilebardo y san Winebaldo, prima de san Bonifacio, entró joven en el monasterio
cercano de Wimborde. Y allí vivía feliz, leyendo las cartas de sus parientes que de tarde en tarde le llegaban desde lejanas
tierras.
Hasta que un día la abadesa la llamó para decirle que su primo Bonifacio, al que el papa Gregorio II le había encargado
que cristianizara a los alemanes, pedía a voces que fueran a Alemania unas cuantas monjas para que entonaran a los indígenas
aquellos, duros de oído y de corazón a las enseñanzas del evangelio.
Y allí se fue Walburga con santa Lioba y una leva de benedictinas a rezar dos veces («el que canta, reza dos veces»).
¿Qué es la vocación, sino la llamada del primo que dice que Dios necesita de la voz y del corazón de Walburga?
XAVIER
Aquel divino impaciente dejó escritas estas palabras que leemos en el Oficio de lectura y nos descolocan cada 3 de diciembre:
«Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas
veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente
a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad para disponerse a fructificar con
ellas, cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos».
YUKON
Pese a la habitual puntualidad de KLM, no acababan de llamarnos para embarcar en el 642 New York – Ámsterdam. Cansados de
esperar nos pusimos a hablar. Bueno, el que hablaba era él. Me contó que venía de Alaska.
Al preguntarle si había navegado por el Yukon, el río de unos 3.000 km. que nace en Canadá, cruza Alaska y desemboca
en el mar de Bering en un delta de múltiples brazos; si conocía Akulurak, Alakanuk, Bethel... abrió unos ojos como
platos. Se imaginó que tenía delante a un geógrafo al servicio de la Unesco o algo así.
Me dio pereza darle una aclaración explicativa. Le dije simplemente: «Llevo Alaska en el corazón desde hace muchos
años».
Y era verdad. Somos muchos los que la llevamos en el corazón por obra y gracia del padre Segundo Llorente. Aquel legendario misionero
de Alaska, aventurero en el país de los eternos hielos, el de las crónicas akulurakeñas escritas en las lomas del
Polo Norte y desde la desembocadura del Yukon, un río tan nuestro como el Eufrates, el Tigris o el Jordán.
Una vez puse como penitencia de la confesión la lectura del capítulo 22 de «40 años en el Círculo Polar»,
titulado «Cruzando el Yukon». El joven penitente me dijo: «Esto no vale. Más que penitencia sería un regalo
fenomenal».
Le dije: «Si vale como penitencia el rezo del “Magníficat”, ¿por qué no van a valer estas páginas
de uno de los mayores misioneros del siglo XX?».
Aquel joven me escribe a veces desde Africa. Y bromea diciendo: «En el «Yukon» que pasa cerca de la misión no
hay salmones. ¡Qué bien si los hubiese!».
ZIRNHELD
Palabra bonita, sonora, remota. Químicamente significa: «pino de los Alpes» (Zirn)-«héroe»(Held).
Pero humanamente esconde otra cosa: un hombre con finura. Se llama André. Un hombre al que me encantaría saludar. No le
conozco personalmente. Pero sin dármelas de psicólogo estoy seguro que es un hombre bueno.
Esta oración es de Zirnheld. Estoy seguro de que el lector opinará como yo: André Zirnheld es un hombre bueno.
Dame, Dios mío, lo que te queda.
Dame lo que no te piden nunca.
No te pido descanso,
ni tranquilidad de alma o cuerpo.
No te pido riquezas,
ni éxitos, ni siquiera salud.
Todo esto, Señor, te lo piden tanto
que ya no debe quedarte nada.
Dame, Dios mío, lo que te queda.
Dame lo que no te aceptan:
inseguridad, inquietud,
obstáculos y tormentas.
Y dámelo, Señor, definitivamente,
para siempre,
porque luego ya no tendré humor
para pedírtelo.
Dame, Dios mío, lo que te queda.
Dame lo que los otros no quieren.
Pero dame también el valor,
la fuerza y la fe.
Jorge Sans Vila
393-395
No sabemos si estamos destinados a ser un río rápido que haya florecer a sus orillas
jardines amenos, o si hemos de parecernos a la gota de rocío que envía Dios en el desierto a la planta desconocida; pero
más brillante o más humilde nuestra vocación es cierta: no estamos destinados a salvarnos solos.- MANUEL DOMINGO
Y SOL
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